Donatella Di Cesare (¿Virus soberano?) La asfixia capitalista

ESTADO DE EXCEPCIÓN Y VIRUS SOBERANO

El coronavirus se llama así debido a esa aureola característica que le rodea. Una aureola sugerente y temible, una poderosa corona. Es un virus soberano ya en el nombre. Se escapa, da rodeos, traspasa límites, pasa al otro lado. Se burla del soberanismo que habría pretendido ignorarlo grotescamente o aprovecharse de él. Y se convierte en el nombre de una catástrofe ingobernable que ha expuesto en todas partes los límites de una gobernanza política reducida a una administración técnica. Porque el capitalismo—como ya sabemos— no es un desastre natural. 

Cuando se habla de «estado de excepción», se piensa en la forma en que Giorgio Agamben teorizó sobre esta fórmula en su famoso libro Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida, publicado en 1995. De él salió cambiada la filosofía política en sus términos y conceptos. La excepción es un paradigma del gobierno, incluso en la democracia postotalitaria—que mantiene así un vínculo perturbador con el pasado. De hecho, uno no puede evitar constatar todas las decisiones tomadas por urgencia, los decretos que deberían haber sido excepcionales y que, sin embargo, se han convertido en la norma. El poder ejecutivo prevarica los poderes legislativo y judicial; el Parlamento es desposeído progresivamente. Es difícil no estar de acuerdo con esta visión que describe ya la práctica política cotidiana.

Al articular su postura, Agamben recurrió a las palabras del controvertido jurista alemán Carl Schmitt: «Soberano es quien decide sobre el estado de excepción». No obstante, también acudió a las tesis de Michel Foucault y Hannah Arendt. Ambos habían reflexionado, aunque de manera diferente, sobre el gobierno en la vida de la democracia liberal.

Las opiniones difieren hoy más que nunca. Existe un neoliberalismo muy generalizado, a veces inconsciente, que ve en la democracia actual la panacea a todos los males, el sinónimo de debate público. En lugar de esto, otros ven una democracia vaciada, cada vez más formal, cada vez menos política, que, por un lado, es un dispositivo de gobernanza que procede a base de decretos, y, por otro, es una fuente de noticias que subliman al pueblo en la opinión pública. 

Hablar de «estado de excepción» no significa pensar que la democracia sea la antesala de la dictadura, ni que el primer ministro sea un tirano. Significa más bien constatar por enésima vez, también en el caso de la pandemia, la legislación mediante decreto que suspende las libertades democráticas. 

El poder soberano, en su síntesis cruda y extrema, es el derecho de disponer de las vidas de los demás hasta el punto de hacerles morir. Pero el «soberano» al que se hace referencia hoy no es el monarca del pasado. No es el tirano que, con su flagrante arbitrio y brutal violencia, daba muerte en el patíbulo. Sin embargo, la figura de la excepción soberana se mantiene incluso en los regímenes modernos; lo único que ocurre es que pasa a un segundo plano, se vuelve cada vez menos legible, se hunde en la práctica administrativa. Sin perder importancia política. El agente de este poder es el funcionario subordinado, el burócrata de turno, la guardia obstinada. En resumen: la institución democrática descansa, aunque sea algo inconfesable, en la excepción soberana. El viejo poder continúa operando en los intersticios y las zonas de sombra del Estado de derecho. 

El monstruo dormita en la Administración—la que, por incumplimiento, cinismo, incompetencia, no ha comprado a tiempo respiradores, exponiendo fríamente a los «mayores», dejándoles morir—. Pero los ejemplos son innumerables: desde los migrantes ahogados en el mar o entregados a la tortura de celosos guardias libios, hasta las personas sin hogar abandonadas en las cunetas de las carreteras o los encarcelados desaparecidos por causa de la metadona tras los disturbios. Ningún ciudadano piensa nunca que le podría llegar el turno.

El paradigma del «estado de excepción» sigue siendo válido, aunque parezca perteneciente al siglo XX en muchos aspectos; la crítica que se puede hacer a Agamben tiene que ver con el poder cada vez más complejo de hoy y una soberanía que es todo menos monolítica. El derecho soberano se ejerce mediante la contención y la exclusión en un dispositivo complejo y dinámico. No es casualidad que los Estados se deslegitimen entre sí. Y lo que cuenta es la inmunidad: soberano es quien protege del conflicto generalizado ahí fuera, quien biocontiene y salvaguarda, en un choque inolvidable—que domina el discurso occidental—entre los ámbitos progresistas de la democratización, donde tienen derecho a vivir los inmunes, y las periferias de la barbarie, donde pueden estar expuestos todos los demás. En esta fabulosa historia no se menciona la violencia policial que la soberanía postotalitaria está legitimada a ejercer sobre los «otros», y se descuidan también los peligros que se ciernen sobre los inmunes y los presuntamente inmunizados. 

Hoy el biopoder es siempre también psicopoder—el uno limita con el otro, como demuestran el protocolo técnico-sanitario y el dominio de la biotecnología. Quienes fomentan la pasión por la seguridad juegan con el fuego del miedo y terminan quemándose con él. Todo puede írseles de la mano. El modelo es el de la técnica: quien la utiliza, acaba utilizado; quien dispone de ella, se ve menoscabado. La gobernanza político-administrativa, que gobierna bajo la bandera de la excepción, es gobernada a su vez por quienes resultan ser ingobernables. Es este vuelco continuo el que llama la atención en el escenario actual.

* Donatella Di Cesare (Sobre la vocación política de la filosofía

* Donatella Di Cesare (El complot en el poder)

Alejandro Gándara (Dioses contra microbios) Los griegos y la Covid-19

LAS MUSAS Y LOS NÚMEROS,  RECUENTO DE VÍCTIMAS

Se habla de números todo el rato, bueno, en realidad no se habla, porque de los números no se puede hablar: solo hablan ellos. En su turno, lo demás calla. Hay gente a la que le gusta pronunciar números, pero solo porque quiere decirte algo, no hablar sobre ello. El número, aunque también vale la cifra o la cantidad, infunde autoridad a unos y silencio a otros.

Número de infectados, número de fallecidos, número de ingresados en las UCI, número de enfermos dados de alta, índice de contagio, de letalidad, número de agregados y desagregados, en porcentajes, en curvas, por provincias, por sectores, comparativos a escala nacional, internacional, global, números divergentes, por día, por mes, desde el principio, desde la última semana, contrastados con otras crisis sanitarias, económicas, números del hundimiento del PIB desde que empezó la pandemia, de la deuda pública, del fondo de ayuda, de parados, de parados futuros, de renta, de Hacienda, de pérdidas, de ganancias por provincias, por comunidades, desde el decreto de alarma, desde principios de año, hasta el final de año, de ayuda a las empresas, de ayuda a los autónomos, de créditos bancarios, de créditos a las autonomías, de créditos europeos, de compañías cerradas, en ruina, de primas de riesgo, números que niegan otros números, números que se rebelan, números que resisten, números posibles, números intuitivos, números especulativos, proyectivos...

¿Seguro que no nos pasa nada o nos ha pasado por la exposición a semejante bombardeo? ¿Hay alguien que pueda entender toda esa aritmética, relacionarlo todo y contemplar algo así como una imagen resultante, una conclusión legítima, una visión? Son demasiados, hay un ambiente atónito dentro y fuera de la cabeza que, sin embargo, no cesa de girar en busca de entendimiento. Puede que terminemos comunicándonos a través del silencio que dejan en el aire, en los ojos, en la boca. 

Su silencio es también el de la correspondencia con la realidad, a qué alude su exactitud. Son exactamente con ellos mismos, un himno al principio de identidad, mil es igual a mil, más allá de eso... ¿Qué dice el número de contagios cuando no se han hecho test ni al 10 por ciento de la población? ¿Y el índice de letalidad cuando no estamos seguros del número de muertos ni de contagiados? Apenas nada. ¿Y qué hacer con la discrepancia en 6.800.000 infectados entre el Imperial College y el Ministerio de Sanidad? Menos que nada. Todos los números, todas las cifras caen a continuación como un castillo de naipes. Eran un castillo de naipes. No han perdido su contundencia, porque un número sigue siendo un número, un golpe de precisión sobre tanta ambigüedad, pero han perdido el norte.

A lo mejor es verdad que llegaremos al fondo del asunto guardando silencio y dejando que las cifras parloteen cuanto quieran. Nuestro silencio extendiéndose como una red invisible de sentido. En España van 25.000 muertos. ¿Y eso qué dice, son muchos o son pocos? Depende de con qué lo comparemos. Si los comparamos con la mal llamada gripe española de principios del XX, no son nada. O con los niños muertos en la Segunda Guerra Mundial. Para ser sinceros, es un número vergonzoso: deberíamos esforzarnos en morir muchísimos más si no queremos hacer el ridículo en la Historia. Como mínimo llegar al millón; o desnudaremos la catadura moral de nuestras tragedias, de nuestro coraje. Es la hora de los patriotas, de los que deben morir para salvar el honor de todos. Somos novios de la muerte. Ahora, a casarse.

Pero si los comparamos con los 6.800 de Alemania o los 250 de Corea del Sur en estas mismas circunstancias, entonces parece que los jinetes del Apocalipsis se han pegado una buena cabalgada por estos pagos.

¿Pero hasta dónde llega la desgracia, cuál es su monto, con cuánta desesperación debemos relacionarnos con ella? Bueno, como dice el adagio, cuando una persona, solo una, muere, todos morimos un poco. Eso ya es desgracia. Pero la cifra es pequeña: uno. Demasiado poco para la estadística existencial y quizá ni siquiera sea una cuestión de número. Los números se hablan entre ellos, no con nosotros, de acuerdo; pero entre ellos, unos a otros, indefinidamente. Ahora hay muchos muertos por enfermedad, o pocos, depende. Pero si la humanidad se encontrara en peligro extremo de extinción, ¿qué supondría la desaparición de algún millar de millones de individuos del planeta? Mucho dolor. Una gran victoria. 

No hay manera de que acudan a nuestra ayuda. Basta fijarse en esas escalas de color del I al 10, con las que los médicos se orientan sobre el sufrimiento de los pacientes. ¿Podemos comparar el 7 en sujetos tan diferentes como un hipocondríaco, un mártir y una persona con esclerosis múltiple? La papeleta se la queda el médico, porque el número no le proporciona un dato, sino que le invita a resolver un problema que antes no tenía. El de la ecuación personal que altera cualquier cifra. 

[...] En realidad, la cuantificación fue un fenómeno histórico que fundó la identidad del Occidente cristiano. No es equivalente al número, aunque se exprese con él. Las culturas antiguas también tenían números y también formaban cantidades con ellos, pero no eran culturas cuantificadoras. El asunto va de un proceso constante y acelerado de concebir y definir el mundo real por entero en términos de cantidad, usando instrumentos de mediación aritmética. En términos de mónadas cuantitativas, homogéneas.

Los cañones, los relojes, la música escrita, las horas exactas del día, la economía dineraria y finalmente la imprenta, con sus tipos homogéneos, fueron algunos de los modos en que se expresó la nueva mentalidad a partir de 1200, aproximadamente. El mundo se podía medir y el implícito pacto social que suscitó apremiaba a llamar mundo a lo que podía medirse y expresarse mediante cantidades. Lo otro era hechicería o misticismo, ambas actitudes repudiadas por igual y con igual vocación de acabar en la hoguera. En cuanto al alma, se quedó convertida en una página de Excel de mandamientos y promesas, con sus correspondientes pecados y virtudes, y dejó de volar al cielo, como consecuencia de que el espacio aéreo empezó a estar vigilado por teólogos e inquisidores.

El número expresó menos una equivalencia entre cualquier aspecto que pudiera medirse, que la necesidad de que todo lo medible lo fuera después de haber sido previamente reducido a elementos homogéneos de medida. Los asistentes a un campo de fútbol y el dolor de una persona son reducidos a esas mónadas que llamamos números. El dolor de los parados en una crisis económica es también expresado en estas mónadas o dígitos. Mucho dolor: cinco millones de parados. Menos dolor: dos millones. Dolor despreciable: un parado. 

John R. Searle - Maurizio Ferraris (Los engaños del dinero)

Engaño I. El dinero está respaldado por algo

Las personas, actualmente, continúan teniendo la impresión, la ilusión, de que su dinero está respaldado por algo, de que hay un fundamento que da valor al dinero. Si no el oro, quizá el propio Estado. Pero tiene que haber alguna cosa que mantenga la validez y la legitimidad del dinero. No es posible que solamente sea un trozo de papel. Uno de los puntos principales que defiendo en este texto es, en efecto, que un pedazo de papel es suficiente y que hasta una entrada en un registro de la contabilidad en el disco de un ordenador basta para sostener la existencia del dinero. La cuestión es que incluso si vamos más allá de la hipótesis de la existencia del patrón oro, ¿no es acaso cierto que nuestra moneda está respaldada por el Gobierno, pongamos, de Los Estados Unidos de América? El problema es comprender exactamente hasta qué punto alguien o algo como una institución puede sostener el valor del dinero en circulación. A una época de inflación de los precios, por ejemplo, se corresponde una pérdida de dinero para cada una de las personas que lo poseen, pero el Gobierno no hace mucho por cambiar la situación. Obviamente, las autoridades competentes (entre ellas, por supuesto, también el Gobierno) pueden hacer algo desde el punto de vista de las políticas monetarias y financieras para intentar estabilizar el valor de la moneda. 

Pero no hay nada que respalde la moneda estadounidense (y hasta donde yo sé, ninguna otra moneda) de la misma manera que la hipoteca que tengo con el banco está garantizada, cubierta, por la propiedad, que podría llegar a ser del banco, si yo no respetara mis obligaciones. Lo que sostiene el valor del dinero es sencillamente el hecho de que las personas continúan admitiendo que el dinero tiene valor y esta es la única base concreta que puedo imaginar. Lo que significa algo muy relevante: nuestro dinero no está sostenido ni cubierto por nada. Funciona y realiza sus propias funciones solo porque las personas aceptan tanto sus funciones como su valor y porque aceptan colectivamente que un objeto sea dinero, y por ello este objeto tiene una función.

Engaño 2. El dinero sin fundamento o dinero-fiat generalmente se traviste como dinero respaldado por un contrato

Hace tiempo, en los billetes emitidos por la Reserva Federal se anotaba que el Tesoro de los Estados Unidos de América habría pagado al portador, por ejemplo, diez dólares si este los hubiese reclamado; los billetes británicos todavía exhiben esta frase, en la que se dice que el tesoro del banco de Inglaterra pagará diez libras esterlinas si asó lo reclama el poseedor de un billete de diez libras. Pero ¿qué sucedería en realidad si se presentasen ustedes con estos billetes de diez dólares o de diez libras ante sus respectivos tesoreros? Simplemente que obtendrían otro billete de diez dólares o de diez libras. Esto es lo máximo que podrían conseguir. Por lo tanto, este es el caso en el que el dinero sin fundamento se intercambia, o se disfraza de dinero respaldado por un contrato. Parece que hay un contrato, pero en realidad no lo hay. Esto es parte del engaño número I, por el que el dinero tendría que estar fundado o respaldado por algo o alguien. Debería haber algo que el Tesoro pudiera darles. La respuesta es que no puede darles nada.

Engaño 3. Los bancos crean dinero prestando dinero a quien no lo tiene
 
La mayor parte de las personas no comprenden este engaño. No es una idea difícil y  supongo que se le explica a todo estudiante de economías. En todo caso así es como  funciona: cuando vas a tu banco para pedir un préstamo de mil dólares, no es  necesario que el banco tenga esos mil dólares para prestarte. Lo que hace el  operador  es abrirte una cuenta, contra la cual podrás firmar cheques a tu nombre de  forma que el dinero transferido se ingresará en cuentas ajenas, ya sean de ese   mismo banco o de algún otro. 

El banco está obligado a tener una cierta reserva. Si se tratara del veinte por ciento, para prestarte mil dólares el banco debería tener doscientos en su reserva. Esto significa que al prestarte mil dólares, habrán creado, literalmente, ochocientos dólares de la nada. En el sistema económico se han introducido ochocientos dólares gastables, que se pueden usar para comprar cosas, y que nunca antes habían existido. El banco ha creado ese dinero simplemente declarando que dicho dinero existe y dando fe de que usted tiene mil dólares en una cuenta. Esta es una declaración de función de estatus clásica. 

* John R. Searle (La construcción de la realidad social)

Douglas Murray (La masa enfurecida) Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura

[...] No es de extrañar que los estudios muestren un incremento de la ansiedad, la depresión y los trastornos mentales entre la juventud de hoy en día. Más que un rasgo de la llamada «generación copo de nieve» o «generación vulnerable», es una reacción comprensible ante un mundo cuya complejidad aumenta en progresión geométrica; una respuesta perfectamente natural ante una sociedad movida por mecanismos que plantean infinitos problemas sin ofrecer ni una sola respuesta. A pesar de que las hay.

En noviembre de 1964, Hannah Arendt pronunció en la Universidad de Chicago una conferencia titulada «Labor, trabajo, acción», en el marco del congreso El Cristianismo y el Hombre Económico: Decisiones Morales en una Sociedad Acomodada. El tema principal de su intervención giraba en torno a una pregunta: ¿en qué consiste una vida «activa»? ¿Qué hacemos cuando estamos «activos»? Hacia el final de la ponencia, Arendt reflexiona sobre algunas de las consecuencias de participar de forma activa en el mundo. Todas las vidas pueden narrarse como si fueran historias porque tienen principio y final, pero los actos que llevamos a cabo entre esos puntos fijos —lo que hacemos cuando «actuamos» en el mundo— tienen consecuencias imprevisibles e ilimitadas. La «fragilidad y la falta de fiabilidad de los asuntos estrictamente humanos» implica que actuamos constantemente dentro de una «red de relaciones» en la que «toda acción provoca no solo una reacción sino una reacción en cadena». Esto significa que «todo proceso es la causa de nuevos procesos impredecibles». Una sola palabra o acción puede cambiarlo todo. Por consiguiente, afirma Arendt, «nunca podemos realmente saber qué estamos haciendo». 

Pero hay algo que exacerba esta «fragilidad y falta de fiabilidad de los asuntos humanos», y es el hecho de que aunque no sabemos lo que estamos haciendo, no tenemos ninguna posibilidad de deshacer lo que hemos hecho. Los procesos de la acción no son solo impredecibles, son también irreversibles; no hay autor o fabricador que pueda deshacer, destruir, lo que ha hecho si no le gusta o cuando las consecuencias muestran ser desastrosas.

Del mismo modo que el único recurso contra la impredecibilidad reside en la capacidad de hacer y mantener las promesas,  Arendt explica que solo hay un medio para paliar la irreversibilidad de nuestras acciones. Ese medio es la «facultad de perdonar». Ambas cosas van necesariamente de la mano: la capacidad para crear vínculos mediante promesas y la posibilidad de mantenerlos a través del perdón. Sobre esto último añade Arendt:

Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad de actuar estaría, por así decirlo, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula para romper el hechizo. 

Esto era verdad antes del auge de internet; desde entonces, lo es más aún.

La clave para afrontar este punto consiste no tanto en el olvido personal como en el olvido histórico. Lo mismo vale para el perdón. Olvidar no es lo mismo que perdonar, pero a menudo van juntos y, sin duda, el primero facilita el segundo. Las personas y los pueblos cometen actos terribles, pero con el tiempo la memoria se difumina. Poco a poco, las personas olvidan los detalles concretos o el motivo del escándalo. Los individuos o sus acciones quedan envueltos en una nebulosa que gradualmente se disipa entre el conjunto de nuevos descubrimientos y experiencias. En el caso de las grandes injusticias históricas, víctimas y perpetradores, ofendidos y ofensores, mueren. Durante un tiempo, es posible que sus descendientes mantengan vivo el recuerdo. Pero a medida que, de generación en generación, el insulto o el agravio se evaporan, aferrarse a ellos acaba siendo visto no como un signo de sensibilidad o de honor, sino de beligerancia. 

[...] Durante siglos, el consenso general fue que solo Dios podía perdonar los pecados, aunque al mismo tiempo, en lo referente a los asuntos mundanos, la tradición cristiana (entre otras) ensalzaba las virtudes, cuando no la necesidad, del perdón. Según Friedrich Nietzsche, una de las consecuencias de la muerte de Dios podía ser que la gente se viera atrapada en una estructura teológica sin salida aparente. Más concretamente, que la sociedad heredase los conceptos de culpa, pecado y vergüenza, pero que no dispusiera de los medios de redención que ofrecía la religión cristiana. Parece que hoy en día vivimos en un mundo en el que las acciones pueden acarrear consecuencias inimaginables, en el que la culpa y la vergüenza están más presentes que nunca, y en el que no disponemos de ningún medio de redención. Ni siquiera sabemos quién podría darnos esa redención, ni si sería algo deseable en comparación con este ciclo infinito de exaltación, certidumbre y denuncia. 

De modo, pues, que vivimos en un mundo donde todos corremos el riesgo —como el profesor Tim Hunt— de tener que pasarnos el resto de la vida lamentando un chiste desafortunado y donde lo que se fomenta no es la acción, sino la reacción, en concreto la aspiración a encarnar el papel de víctima o juez con el fin de obtener unas migajas de virtud moral que, erróneamente, creemos han de llegarnos por la vía del sufrimiento. Un mundo donde nadie sabe en quién reside la potestad de atenuar las ofensas, pero en el que todos tienen incentivos para hacerlas suyas. Un mundo donde cada momento se ejerce una de las formas más abrumadoras de «poder»: el poder de enjuiciar (y, potencialmente, arruinar) la vida de otro ser humano por motivos que no siempre son sinceros. 

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