Christian Salmon (Storytelling) La máquina de fabricar historias y formatear las mentes

EL PODER DEL RELATO

¿Como explicar esta influencia del storytelling sobre los discursos políticos en Estados Unidos? ¿Por qué la narración de relatos edificantes se considera allí un nuevo paradigma en las ciencias políticas, a expensas de las nociones de imagen y de retórica y hasta el punto de dominar no sólo las campañas electorales, sino también el ejercicio del poder ejecutivo o la gestión de situaciones de crisis? Los politólogos norteamericanos invocan en general tres tipos de razones: la primera sería la fibra de los norteamericanos; la segunda al talento de los individuos, en particular el de Ronald Reagan, proclamado por Carville y Begala el «mejor storyteller de la historia política de los últimos cincuenta años»; la tercera atribuye este cambio al «espíritu de nuestra época», calificado de posmoderno y que privilegiaría, tras el reflujo de los grandes relatos, el espejismo de pequeñas historias que ilustran la competencia feroz de los valores y vectores de legitimación. 

[...] Toda explicación del triunfo del storytelling por una inclinación nacional de los norteamericanos corre el riesgo además de ocultar el carácter histórico y transdisciplinario del giro narrativo observado a partir de mediados de los años noventa en terrenos tan diferentes como el management, el marketing, la política o la defensa nacional. De hecho, la explicación «genérica» alimenta los clichés sobre la «política espectáculo» en Estados Unidos: el storytelling político habría tomado simplemente el relevo del marketing de papá con sus desfiles de majorettes, sus lluvias de confeti y sus neones gigantes.

Ciertos historiadores de la presidencia como Jeffrey K. Tulis han recordado, en contra de lo que se suele pensar, que los padres fundadores de la democracia norteamericana temían las malas consecuencias de los discursos hábiles, porque «dan prueba de demagogia, impiden la deliberación y perturban las costumbres del gobierno republicano. Los fundadores temían los peligros de lo que hoy llamamos la democracia de opinión o democracia directa, querían evitar que las decisiones políticas estuvieran sometidas a las variaciones de la opinión pública. Así pues, introdujeron la deliberación en el gobierno, las elecciones indirectas, el principio de separación de poderes, la independencia del poder ejecutivo para conjurar los peligros de manipulación. »La práctica hoy cada vez más corriente de los llamamientos a la opinión estaba descartada durante todo el siglo XIX, porque era contraria a la idea que se tenía del orden constitucional en la época. 


[...] En sus memorias, Clinton defiende una concepción inédita de la política: según él, hoy ya no consiste en resolver problemas económicos, políticos o militares, debe dar a la gente la posibilidad de mejorar su historia. El poder presidencial deja de ser un poder de decisión o de organización: el presidente es el guionista, el realizador y el principal actor de una secuencia política que dura el tiempo de un mandato, al estilo de las series que apasionan al mundo como 24 o El ala oeste de la casa Blanca. 

La Casa Blanca, con el despacho oval en su corazón, se considera un escenario, el plató donde se rueda la película de la presidencia. La story de un candidato presidencial es la ficción que ordena y vuelve inmediatamente legible una madeja de ideas contradictorias, de impresiones y acciones diversas. No se trata de esclarecer la experiencia vivida a través de un relato, sino simplemente de vestir siluetas y dinamizarlas, de transformar al nuevo presidente y su entorno en personajes de un «relato coherente», de volver popular la saga de sus hechos y gestos. «Todo, en el personaje político, cuenta una historia —escribe Seth Godin—, su ropa, su esposa, sus asesores...».


LOS PRESIDENTES POSMODERNOS

En la lección inaugural del Collège de France, el 2 de diciembre de 1970, Michael Foucault contaba una anécdota según la cual el shogún de Japón había oído decir que la superioridad de los europeros en materia de navegación, de comercio, de política y de arte militar se debía a su conocimiento de las matemática. «Como le habían hablado de un marinero inglés que poseía el secreto de esos discursos maravillosos, lo mandó llamar a palacio y lo retuvo allí. A solas con él, tomó lecciones. Y fue en el siglo XIX cuando nacieron los matemáticos japoneses». Esta anécdota «tan hermosa que se teme que sea cierta», remite a una sola figura todas las formas y las obligaciones del discurso, escribe Michael Foucault: «Las que limitan su poder, las que controlan sus apariciones aleatorias, las que seleccionan entre los sujetos hablantes».

¿Es posible, todavía hoy, esta ilusión, cuanto las fuentes, las formas y los productores de anunciados han explotado, producido esa pululación de signos enigmáticos que Jean-François Lyotard definió como la «condición posmoderna»? ¿Cómo federar la explosión de prácticas discursivas en Internet? ¿Cómo comunicar en el caos de los saberes fragmentados sin auxilio de una figura común de legitimación? ¿Cómo dar un sentido a unas experiencias sociales y profesionales caracterizadas por el desmoronamiento del tiempo largo y la precariedad? ¡Cómo tratar los conflictos de interés, las colisiones ideológicas y religiosas, las guerras culturales? Son algunas de las preguntas a las que se enfrentan la palabra «política» y todos los que se encargan de su expresión, ya sean periodistas o políticos, consejeros del príncipe, especialistas en marketing político o redactores de discursos. Así es cómo el storytelling se ha impuesto como la fórmula mágica capaz de inspirar la confianza e incluso la creencia de los electores-sujetos.

Hoy en día, el shogún o lo que ocupa su lugar —el presidente de la República, el jefe del Estado Mayor, los spin doctors— no llamarían a un marinero matemático. Le echarían el ojo a un cuentacuentos criollo, un griot africano o, a falta de ellos, a un storyteller. En efecto, la mayoría de las veces se invoca el paradigma posmoderno para explicar esta deriva de los discursos políticos. Incluso lo podríamos calificar de ideología espontánea en esta galaxia que ha formado Internet, llamada a sustituir a la galaxia Gutemberg, un nuevo universo discursivo en extensión, con sus constelaciones desconocidas, pobladas de miles de millones de estrellas sin nombre, de satélites-autores y de agujeros negros. 

El caos de los saberes fragmentados ha favorecido el «giro narrativo» de la comunicación política y la llegada de una nueva era, la era performativa de las democracias, que ya no tendrá como mascarón la proa a los consejeros del príncipe, los Talleyrand o los Mazarino, sino profetas y gurús, los spin doctors de los partidos, embriagados por su poder de narración y de mistificación. Y como modus operandi el storytelling, único capaz de aprisionar en una única garra la dispersión de los intereses y los discursos. Nunca sin duda ha sido tan impositiva la tendencia a considerar la vida política una narración engañosa que tiene como función sustituir a la asamblea deliberativa de los ciudadanos por una audiencia cautiva, a la vez que mina una socialización que no tendrá ya nada en común más que con series de televisión, autores y actores, para construir así una comunidad virtual y ficcional. Esta deriva es tan sorprendente fluida, difusa en el espíritu de la época, mezclada con nuestra atmósfera más íntima como el clima general de la época, que pasa desapercibida. Incluso es la clave de su irresistible éxito. 

Friedrich Schiller (Cartas sobre la educación estética de la humanidad)

Por temor a la libertad, que en sus primeras manifestaciones siempre se anuncia como enemiga, muchos hombres abrazarán una cómoda servidumbre, mientras que otros, desesperados por una férrea tutela, se entregarán a la anarquía del estado natural. La tiranía, para defenderse, alegará la debilidad de la naturaleza humana, y la insurrección, por su parte, la dignidad de la misma, hasta que al fin la soberana de todas las cosas humanas, la ciega fuerza bruta, intervendrá y resolverá el pretendido conflicto de los principios como un vulgar pugilato. 

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El corazón violento y la savia vigorosa de los Titanes
es su herencia cierta....
Pero el dios forjó una cinta broncínea en torno a su frente.
Ocultó juicio, moderación, sabiduría y paciencia
a su mirada asustadiza y sombría.
Cada deseo se le convierte en furia
que se extiende sin límites en derredor.

                                               GOETHE, Ifigenia en Táuride


Desconocedor de su dignidad humana, está lejos de honrarla en los demás, y consciente de su propia avidez indómita, la teme en cada criatura semejante a él. Nunca ve a los demás en sí, sólo a sí mismo en los demás, y la sociedad, en lugar de convertirlo en parte de la especie, lo encierra de forma más opresiva en si individualidad. En este estado de sombría limitación, vaga por la vida tenebrosa, hasta que una benévola facultad de su naturaleza libera sus sentidos ofuscados de la carga de la materia, cuando la reflexión establece una separación entre él mismo y las cosas, y los objetos se manifiestan por fin a la luz que refleja su conciencia.

Desde luego, no es posible demostrar ese estado de naturaleza inculta, tal como se describe aquí, en ningún pueblo ni época determinad; se trata de una idea, pero es una idea que en muchos aspectos coincide a la perfección con la experiencia. Podría decirse que el hombre jamás estuvo en ese estado animal, pero tampoco lo ha abandonado del todo. Incluso en las personas más rústicas es posible advertir trazas inconfundibles de libertad racional, así como en las más cultas es posible advertir, en ciertos momentos, ese sombrío estado de naturaleza. Es propio del hombre reunir en su naturaleza lo más elevado y lo más bajo, y si su dignidad radica en una estricta diferenciación entre lo uno y lo otro, su felicidad se funda en una hábil supresión de ea diferencia. El cometido de la cultura, que debe armonizar su dignidad y su felicidad, deberá ser velar por la máxima pureza de cada uno de sos dos principios y por su íntima armonía.

La primera aparición de la razón en el hombre no significa todavía el principio de humanidad. Ésta dependerá por entero de su libertad, y el primer efecto de la razón es tan sólo hacer ilimitada su dependencia sensible, un fenómeno cuya importancia y universalidad creo que aún no se ha expuesto adecuadamente. Como sabemos, la razón se manifiesta en el hombre mediante la exigencia de lo absoluto (es decir, de algo necesario y fundado en sí mismo). Sin embargo,como no existe ninguna situación particular de la vida física del hombre que pueda satisfacer esta exigencia, la razón obliga al hombre a abandonar por completo el mundo físico y a trascender la realidad limitada para elevarse a las ideas. Pero, aunque el auténtico sentido de esa exigencia sea liberar al hombre de los límites del tiempo, del mundo sensible, para que logre elevarse a un mundo ideal, también puede abocarlo —por un malentendido prácticamente inevitable en nuestra época de sensualidad dominante— a la vida física y en ese caso, en vez de otorgarle libertad, lo sume en la más terrible esclavitud.

Michael Ignatieff (Las virtudes cotidianas) El orden moral en un mundo dividido

Así qué, ¿cuál podría ser la utilidad de una ética universal como los derechos humanos en un mundo donde la perspectiva moral de la mayoría de las personas todavía está determinada por las virtudes cotidianas?

La universalización de una retórica moral como los derechos humanos no se entiende mejor como algo derivado de nuestras virtudes cotidianas, o incluso de cualquier intuición emocional básica sobre nuestra identidad compartida como seres humanos.  Ya dijimos que nuestro sentido de especie es débil. En cambio, podemos considerar los derechos humanos como un ejercicio de pensamiento racional, como un discurso crítico cuyo propósito es obligar a las virtudes cotidianas a ampliar y expandir su círculo de preocupación moral. Así como los derechos civiles funcionan como una protección contra la tiranía de la mayoría en el contexto de la legislación nacional, los derechos humanos internacionales funcionan mejor como un desafío a la preferencia moral mayoritaria entre los estados democráticos y no democráticos en el ámbito internacional. Los derechos humanos son la estructura legal y moral que obliga a los líderes políticos y a los ciudadanos a no ceder a la preferencia excluyente y restrictiva del «nosotros» frente al «ellos».

[...] De hecho, se podría ir más allá y afirmar que pasamos por una verdadera crisis de lo universal en medio de un retorno a la soberanía. En todas partes, los estados soberanos están echando un pulso a las obligaciones universales, ya sea la convención sobre los refugiados, las leyes de la guerra o los convenios sobre los derechos humanos. No son solo China y Rusia quienes reafirman su soberanía. Los ciudadanos corrientes de los estados democráticos, ante la demanda de los refugiados y los inmigrantes desesperados que llegan a sus fronteras, temerosos de los ataques terroristas, imploran a sus líderes que los protejan de los extranjeros. En una era de temor, las virtudes cotidianas no pueden funcionar sin seguridad, y es dudoso que los derechos humanos puedan cambiar esta situación. En una era global de amenazas por parte de fanáticos enfurecidos, la soberanía regresa y lo universal pierde fuerza, tanto sobre los gobernantes como sobre los gobernados. 

Aquí convergen dos afirmaciones: que los derechos humanos desempeñan un papel limitado en la estructuración de las virtudes cotidianas de la mayoría de las personas, a pesar de la revolución de los derechos, y que los estados contraatacan cada vez con mayor fuerza frente a cualquier demanda universal que reduzca su soberanía. 

Si ha regresado la soberanía, entonces debemos preguntarnos de qué modo puede garantizar la seguridad y la justicia para su propio pueblo son acabar con las virtudes de la generosidad y la hospitalidad hacia personas desesperadas e indefensas que llaman a la puerta. Reconocer que esas personas poseen derechos basados en el derecho internacional es una condición necesaria para la decencia, pero no suficiente para mantener una cultura pública de acogida. Esta debe imitar las virtudes del ámbito privado, las virtudes de la compasión y la generosidad, para que los ciudadanos vean, en las acciones de su Gobierno, un versión de su mejor naturaleza.  

[...] La globalización de la economía no implica una globalización de los corazones o de las mentes. Es evidente que la geografía de las virtudes ha cambiado, que los conflictos locales tienen un público global y que cuando nos justificamos, lo hacemos ante desconocidos vinculados a nosotros por los medios de comunicación. Este es el sentido de la globalización moral, la ampliación constante del público ante el cual sentimos que debemos justificarnos. Es posible que con el paso del tiempo, y a medida que nuestras justificaciones locales se vuelvan irrelevantes, comencemos a avergonzarnos de nuestras convicciones provincianas y empecemos a agrandar nuestra conciencia, pero el cambio moral, en lo profundo de nuestros corazones, siempre avanzará con lentitud. Estamos enzarzados en una batalla constante con los vicios cotidianos. En el ámbito público, los conflictos por el poder, los recursos, el estatus y la importancia son permanentes, y muchos de ellos no se resolverán con argumentos sino a sangre y fuego. Nuestros lenguajes morales no comparten la misma historia, y son muy lentos —como debe ser— en el olvido de la humillación y la injusticia que un sistema moral, en su orgullo, ha impuesto a quienes se adhieren a otros sistemas. 

Sin embargo, también compartimos la misma biología, el mismo cuerpo y el mismo destino final. Compartimos igualmente las virtudes cotidianas, y sabemos reconocerlas a pesar de todas nuestras diferencias. Son cotidianas por que se ocupan de los elementos esenciales y recurrentes de nuestra vida en común, porque expresan nuestros instintos aprendidos acerca de lo que la vida moral requiere de nosotros si queremos sobrevivir y preservar la vida de la familia, el vecindario, los familiares y los amigos. Somos seres morales porque no tenemos otra opción; nuestra supervivencia y nuestro éxito como seres sociales dependen de la virtud. No es una opción, sino una necesidad. No estamos obligados a ser héroes, pero sin duda queremos ser unos buenos padres y madres, hijos e hijas, vecinos y amigos. Queremos, a través de estas experiencias, ser capaces de mirarnos a los ojos en el espejo. 

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