Byng-Chul Han (Sobre el poder)

PRÓLOGO

En relación con el concepto de «poder», sigue reinando el caos teórico. Frente a todo lo que el fenómeno tiene de obvio tenemos todo lo que el concepto tiene de oscuro. Para unos, poder significa opresión; para otros, es un elemento constructivo de la comunicación. Las respectivas nociones jurídica, política y sociológica de poder se contraponen irreconciliablemente. El poder se asocia tanto con la libertad como con la coerción. Para unos, se basa en la acción común; guarda relación con la lucha. Unos lo separan radicalmente de la violencia mientras que, según otros, esta no es sino una forma intensificada de poder. Ora se asocia con el derecho, ora con la arbitrariedad.

En vista de esta confusión teórica, hay que hallar un concepto dinámico de poder capaz de unificar en sí mismo las nociones divergentes respecto a él. Lo que hay que formular es, por lo tanto, una forma fundamental de poder que, mediante la reubicación de elementos estructurales internos, genere diversas formas de manifestarse. Este libro se orienta siguiendo esta norma teórica. Con ello, hay que quitarle al poder al menos esa fuerza que se basa en el hecho de que en realidad no se sabe exactamente en qué consiste.
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Hannah Arendt es muy consciente de la espacialidad del poder cuando escribe: «Poder es lo que nunca sale de los cañones de los fusiles». Con la angostura del cañón de un fusil no se corresponde ningún espacio. En el fondo, es un espacio muy solitario. Por el contrario, la legitimación a cargo de otros crea espacio y genera poder. En consecuencia, la expresión «poder sin violencia» no sería una oxímoron, sino un pleonasmo. Arendt pone el poder en función de la convivencia en cuanto tal:

El poder surge siempre que los hombres se juntan y operan en común. Su legitimidad no se basa en las finalidades y los objetivos que un grupo se plantea en cada caso, sino que surge del origen del poder, que coincide con la fundamentación del grupo.

Para Arendt el poder es un fenómeno de la continuidad. Lo político presupone una continuidad de la acción.

El concepto de «espacio de aparición» de Hannah Arendt expresa el carácter espacial del poder. Según Arendt, la polis es el «espacio intermedio», el «espacio de aparición» «que destella un espacio intermedio siempre que los hombres están juntos actuando y hablando», un espacio de convivencia que «surge cuando los hombres aparecen unos ante otros y en el que no sólo están presentes al igual que otras cosas animadas o inanimadas, sino que aparecen expresamente». El espacio de aparición es un espacio que se aclara y despeja actuando y hablando en convivencia. Arendt unifica inmediatamente el poder y el espacio de aparición:

Poder es lo que hace existir y mantiene en la existencia el ámbito público, el potencial espacio de aparición entre sujetos que actúan y hablan.

El poder es la luz que hace perceptible aquel espacio político donde se produce el actuar y el hablar en convivencia. Arendt emplea el término «poder» de manera muy enfática y positiva. Así, habla del «esplendor que es propio del poder, el poder sirve al aparecer y al aparentar mismos», o de la «claridad de lo público blindada por el poder». Aparecer es más que existir. Es un operar en sentido enfático. Solo el poder, más allá de la «sensación de vida» genera una «sensación de realidad».

Habermas no puede sino aplaudir este concepto de poder que ciertamente cabe llamar «comunicativo». Citando a Arendt, Habermas eleva la creación comunicativa de una voluntad común a fenómeno fundamental del poder:

Hannah Arendt parte de un modelo de acción distinto, de un modelo comunicativo de acción: «El poder surge no solo de la capacidad que tienen os hombres para actuar o hacer cosas, sino también para concertarse con los demás y actuar de acuerdo con ellos». El fenómeno fundamental del poder no es la instrumentación de una voluntad ajena para los propios fines, sino la formación de una voluntad común en una comunicación orientada al entendimiento.

El poder surge del espacio intermedio: «El poder no lo posee nadie en realidad, surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece cuando se dispersan otra vez».

La teoría del poder de Arendt comienza, de hecho, en un nivel muy formal. El poder libera el espacio de aparición, es más, la sensación de realidad. Hay poder allí donde los hombres actúan juntos. Lo político se basa en este actuar conjunto generador de poder. Este concepto de poder bastante formal o abstracto tiene sin duda su encanto propio. Pero la pregunta es si el poder se puede reducir, de hecho, al actuar conjunto en cuanto a tal, o si tiene que agragarse algo para que el espacio de aparición llegue a ser espacio de poder.

Siguiendo consecuentemente el modelo comunicativo de poder, la forma suprema del poder sería una armonía perfecta en la que todos se fusionaran en una acción común. Pero la definición que Arendt da de la forma extrema de poder dice algo distinto:

El caso extremo del poder viene dado con la constelación de todos contra uno. El caso extremo de la violencia viene dado con la constelación de uno contra todos.

José María Álvarez (La insoportable levedad de la libertad)

Somos, como dice el tango de Discépolo, "disfrazaos sin carnaval". A la quizá altruista pero desde luego poco sagaz pregunta, tan frecuentada: ¿Escribir después de Auschwits? o de los Gulags, o de cualquiera de los horrores de nuestra última época, el verdadero artista hubiera dicho: sí. O ni se hubiera planteado la pregunta. Porque hasta en los campos de exterminio comunistas o en los sótanos de la gestapo, podía soñar un verso, o hasta allí, un verso podía consolarlo. Pero lo que sostenía ese verso, o esa música, el sueño de pertenecer a una cadena, cuyo pasado y futuro le daban sentido, eso se ha roto. El artista siente que no tiene "después", que le han robado el "antes".

Y a la aniquilación de ese Después y de ese Antes, ha sido gran parte de la misma intelectualidad del último siglo, sobre todo, quien se ha aprestado a movilizarse; casi siempre los políticos se han limitado a seguir los dictados de sesudos intelectuales, los diktak de quienes han traicionado la Cultura, quienes decidieron que la cultura tenía que "servir" en el más inmediato de los sentidos al hombre en su vida social. Y con el agravante de que sus exhortaciones han sido para un servicio que repetida y inexorablemente ha llevado a las sociedades a su aniquilamiento económico y social.

La "traición" de los intelectuales, usando la palabra con que ya la denunció Benda hace muchos años, la renuncia a principios universales, la rebaja del Arte a lo inmediato, su servidumbre innoble de ideas políticas también de inmediata aplicación, su municionamiento a nacionalismos y tiranías, su servicio y conversión de la zafiedad de la cabeza media social. Y a esa traición sucumbieron y se sumaron universidades y gobiernos; se infiltró como una larva en todas las articulaciones, músculos y tendones del mundo cultural, todo ello servido con gusto por los medios de comunicación, donde esa intelectualidad se aposentó como en un tribunal.

Se pretendió -y sin duda se ha conseguido- unir el discurso social, político, de instituciones, de sistemas de gobierno, de luchas tribales, de libertades públicas o de respaldo de poderes criminales, con el discurso de la Cultura. Se decidió que eran inseparables. Y el mayor error: se imaginó que la Cultura florecería precisamente en las mejores -igualitarias, intervenidas- situaciones sociales. Y, derivado de esto, que si por el contrario, la Cultura había florecido en las más dramáticas e indeseables situaciones, es que ese Arte no era bueno, no era conveniente, no salvaba, no debía persistir, puesto que no servía favorablemente a la vida de la sociedad.

La negación de esa Cultura superior, ha llevado a la hecatombe del Multiculturalismo. Tan peligroso, o acaso más, que los nacionalismos, porque degrada aún más la Cultura. Ya no se trataba solamente de la reducción cultural a toscas tradiciones y lenguas, sino de la condena de aquellas formas culturales universales, que lo eran por su altura de contenido y miras, por la complejidad de su alma. A donde pudo llegar Shakespeare, y Virgilio o Tácito o Platón o Li Pao, ya no eran las metas y la única patria del creador, sino que quedaban reducidos a un escritor inglés del siglo XVI-XVII, unos romanos hijos de una sociedad esclavista, un griego casi incomprensible o un chino viviendo de las gabelas del poder en una dinastía determinada, y para qué seguir; pero por qué más considerables que un quechua que narra en su lengua problemas que le afecten directamente; ¿Por qué la IXª de Beethoven sería más importante para mi desarrollo hoy y aquí que las canciones de mi tribu? Cada uno tenemos nuestra cultura en vez de tender a una Superior donde se almacena lo más grande que ha creado el hombre y que es referencia universal.

[...] En vez de traicionar cada uno a su patria pequeña en pos de un mundo superior, en vez de comprender que la Cultura es la suma de lo mejor venga de donde venga, constituyendo un canon de validez universal- y junto a ella el olvido de lo que es inferior-, nos volvemos más patriotas que nunca aunque lo sea del tam tam. Como es lógico, había que perseguir lo que se oponía a esa reducción, y a ello se han prestado entusiasmados intelectuales de todos los países -la mayoría, no estoy muy seguro de que movidos por nobles sentimientos- y la Enseñanza, en casi todos los lugares. Aislar a los individuos, a los que no aman esa pequeña patria, a los que rezuman cosmopolitismo.

Ese multiculturalismo no sólo ha degradado la Cultura, no sólo ha ayudado a que vaya instalándose la amnesia generalizada sobre todo aquello que no sea la vaciedad de su discurso, no sólo la dinamitado las jerarquías culturales y su universalidad, sino que ha revitalizado tradiciones que ya creíamos desaparecidas y cuya barbarie imaginábamos, formas de pensamiento primitivas, crueles, pero que hoy se atreven a presentarse con los mismos derechos que la Cultura superior que las hubiera desarraigado: quiero decir; pueden exhibirse con los mismos derechos una legislación tribal y cruenta, que el Derecho Romano, o la ablación del clítoris de algunas culturas inferiores junto a las libertades occidentales conquistadas tras miles de años, el salvajismo de esta o aquella primitiva comunidad junto a la tradición del parlamento Británico.  

José Luis Pardo (Estudios del malestar) Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas

Si el comunismo, al menos filosóficamente, era hegemónico entre los intelectuales de las democracias liberales, ¿qué decir de España, que hasta la muerte del dictador se encontraba históricamente congelada en la escena anterior a la Segunda Guerra Mundial -la contienda entre fascismo y comunismo-, y era un país en el cual el comunismo empírico era la única plataforma real de lucha cotidiana contra el franquismo y, por tanto, la que más sacrificios hacía en ese combate? El grueso de los intelectuales españoles (sobre todo los que residian en España, incluidos los pocos franquistas dedicados al trabajo intelectual), en la tradición de Ortega y Gasset, miraba la democracia por encima del hombro y pensaba en el <<Estado del bienestar>> como una grosera añagaza para engatusar al pueblo. Tenían aspiraciones más altas que las de una corrupta democracia parlamentaria, aspiraciones que quizá no satisfacía la situación real de la Unión Soviética y sus aliados políticos, pero que desde luego iban en la dirección de esa historia de la humanidad dotada de un argumento que se dirigía, en definitiva, a liberar a los hombres del yugo del Estado al mismo tiempo que de las garras del Capital. Y también sucedía algo similar con una buena parte de los intelectuales de otros países del sur de Europa que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, de los cuales Jean-Paul Sartre era el emblema indiscutible, aunque ellos vivían en democracias liberales muy desarrolladas y disfrutaban de un avanzado Estado del bienestar y de una notable sociedad de consumo.

Sartre se había criado en el vagón de primera clase y sólo una breve temporada viajó en tercera durante la ocupación de Francia; era hijo de un oficial de la marina, alumno del Instituto Henri IV y de la École Normale Supérieure y llevaba el Premio Nobel en su ADN por parte materna, pero en la obra de la Historia mundial tenía el papel de hombre arriesgado, valeroso y comprometido, <<víctima>> del flagelo imperialista, y disfrutaba de lo lindo diciendo que tenía las manos metidas en el lodazal de la historia hasta los codos -o sea, que estaba comprometido-, al menos tanto como Hegel enarbolaba ante su refinado público la maloliente <<masa concreta del mal>>. El papel de <<alma bella>>, irresponsable y sin compromiso, y por lo tanto de intelectual inauténtico, se lo había reservado Sartre a su rival Albert Camus, que a pesar de haber crecido en Argel sin agua corriente ni electricidad y de haberse jugado el tipo contra los nazis, había cometido a sus ojos un crimen imperdonable: sus libros no eran malos ni falsos, pero tenían un defecto aún peor, y es que complacían a algunos lectores de derechas. Un reproche al que Camus respondió algo que Sartre no podía siquiera concebir: <<si la derecha tuviera la verdad, yo me haría de derechas>>.

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La politización del Arte no se ha materializado exclusivamente ni principalmente mediante el <<acercamiento>> de las artes a un público masivo convertido en consumidor experto por la educación gratuita, ni tampoco por su absoluta disolución en la vida cotidiana (que eran, probablemente, el tipo de cosas en las que pensaba Benjamin cuando creó esta fórmula). Esto lo sabemos por las constantes quejas de <<falta de público>> de los artistas contemporáneos, a pesar de las políticas de multiplicación geográfica de centros de arte actual y de la proliferación de <<casas de la cultura>> regionales y municipales para su exhibición. Pero, no obstante, si hoy escuchamos el discurso de muchos artistas en activo, notaremos que sus obras se pretenden directamente políticas desde su primera intención hasta la última, bien sea en su ambición  de denunciar la barbarie del capitalismo internacional, la intolerable situación de los inmigrantes y refugiados, la discriminación racial o sexual, la sobreexposición de la economía sumergida o las deficiencias de una ilustración ilusoria, o bien en su programática aspiración a arbitrar nuevas formas de intervención y de participación política o a generar relaciones sociales que desborden subversivamente los marcos institucionales establecidos; unas ambiciones y unos programas que llevan la huella retórica del <<comunismo>> con el que Benjamin identificaba la <<politización del arte>>, aunque sólo sea por su constante recurso a <<lo común>> -que no conciben como la condición del pacto social, sino como el fundamento de una comunidad tan auténtica que hace innecesario el pacto-, que corre paralelo a su desprecio hacia <<lo político>> (aunque que sea de lo público de lo que en buena medida han dependido hasta ahora en algunos países para el sostenimiento material de ese mismo discurso).

El artista contemporáneo, pues no quiere <<espantar al público>> sino tan sólo, como el vanguardista, incomodar al (Estado) burgués, que para su desgracia suele ser quien le sostiene económicamente e institucionalmente, pero al que el artista no reconoce la capacidad para legitimar sus obras. Por el contrario, necesita enojar al burgués para así convocar a su público auténtico, el <<pueblo>> que el Estado burgués ha inhibido, la comunidad a la que el arte proporcionaba sentido antes de que la modernidad inventase el <<Arte>>. Un pueblo que ya/aún no existe (y de ahí la incurable falta de público del arte contemporáneo) pero que debe ser inventado y al que las obras posvanguardistas deben hacer un hueco dejando en blanco, como Duchamp, el sentido de sus acciones.

* José Luis Pardo (Estética de lo peor)

Franz Overbeck (La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche)

NIETZSCHE, LA SOLEDAD
Iván de los Ríos

Nietzsche es mentira. Nietzsche es mentira del mismo modo que Spinoza es verdad. Spinoza y Epicuro de Samos son verdad. Diógenes de Sínope y Antístenes, sin duda y, desde luego, Michel de Montaigne, Sócrates o Henry David Thoreau. El probable que incluso Agustín de Hipona fuera verdad, una verdad perversa y contradictoria, ciertamente, una verdad rechoncha y voluptuosa cuidadosamente administrada en los hábitos cotidianos, pero verdad, al fin y al cabo. Nietzsche, en cambio, es mentira. Nietzsche es la mentira engendrada por sus lectores y acólitos, la fantasmagoría de sus epígonos, la alucinación y la envidia de todos nosotros, hombres medianos que alguna vez creímos en la posibilidad de vivir filosóficamente. Nietzsche es mentira y falsa la más célebre de sus sentencias: «Yo no soy un hombre, soy dinamita». Por supuesto que sí, dinamita. Tal vez nada pueda compararse con el estrépito cultural del pensamiento nietzscheano. No obstante, se tiende a interpretar con demasiada literalidad la primera parte de esta afirmación, se piensa con premura que Friedrich Nietzsche no fue un hombre sino un titán o un lobo, el depredador solitario cuya existencia sobrepasa los límites impuestos por la inercia social y la historia, la asfixia de las costumbres y la doma de los deseos. Falso. Nietzsche también fue un hombre en minúscula, un pensador colosal de vida insignificante con miedos estúpidos y gestos vanos, un hombre caprichoso incapaz de sobrevivir a una velada en compañía de mujeres bellas o atrevidas o ambas cosas a la vez [...]
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[...] A pesar de que las opiniones legadas por Nietzsche en la voluntad de poder nos han llegado incompletas, sus explicaciones de la historia del cristianismo, en particular de la constitución histórica del cristianismo primitivo, resultan provechosas y muy significativas tanto para una mejor compresión de sus ideas como para el conocimiento general de la historia del cristianismo. Nietzsche apoya su concepción del cristianismo como «reacción de las pequeñas gentes» en su interpretación del cristianismo primitivo como modo de pensar propio de las pequeñas comunidades de la diáspora judía oprimida durante el gran Imperio Romano. De acuerdo con esta interpretación, el cristianismo primitivo habría sido un instrumento mundano orientado a la consecución de la felicidad, tal y como convenía precisamente a esta comunidad. En este sentido, es muy interesante observar con cuáles de sus contemporáneos está dialogando aquí Nietzsche. Con ciertos coriferos* la teología moderna como Harnack, con la salvedad de que este último venera todo lo que Nietzsche aborrece. Sus explicaciones y la seriedad histórica en torno al origen judío del cristianismo son igualmente importantes en relación con los desvaríos de Schopenhauer, que quiso transformar todo cristianismo en budismo. Lo más gratificante y lo más saludable del anticristianismo de Nietzsche es el sentimiento sólido y natural de cuán profundamente ajeno es nuestro presente a las exigencias del cristianismo primitivo, un presente en el que Nietzsche, frente al consejo evangélico que anima a «convertirse en niños», puede proclamar: «Oh, qué lejos estamos nosotros de esa ingenuidad psicológica». En su crítica del cristianismo moderno, Nietzsche diferencia un doble cristianismo: el primero todavía necesario para acabar con la grosería y la brutalidad entre los hombres, y un segundo no necesario, sino pernicioso, en la medida en que atrae y seduce a todo tipo de hombres decadentes con el fin de complacer a su origen, que procede precisamente de los círculos de decadentes.

Nietzsche ha tenido poco que ver con la religión porque ha tenido mucho que ver con la cultura, un concepto más amplio por cuanto encierra en sí mismo la religión como uno de los instrumentos de la propia cultura que el hombre tiene en su poder. En su visión de la cultura como un todo, Nietzsche ignora lo singular y, por ello mismo, también la religión, aunque se trate de un asunto sobre el que habla y al que, en apariencia, presta atención. En sí misma, le parece una cuestión secundaria, completamente secundaria y, como tal, especialmente destacable, una cuestión grande o pequeña entre los muchos conceptos parciales del territorio conceptual, pero no por voluntad de Nietzsche, sino en virtud de una valoración cuyo criterio se deduce a partir de fuentes extrañas al propio pensador. Nietzsche ignora la religión como tal y en relación con sí mismo. No le interesa en absoluto. Precisamente porque él, como dice a menudo, es un reformador de la cultura (un poco al modo de Rousseau), resulta incorrecto decir que estamos ante un reformador religioso. Nietzsche reconoce todavía la existencia de la cultura en la lucha contra el nihilismo, pero no la existencia de la religión, cuya aniquilación profesa de modo explícito. Sólo una estirpe como la moderna, que se muestra indiferente ante la religión y que puede tanto emplearla como prescindir de ella, es capaz de aceptar a Nietzsche como reformador religioso, pues en sus manos la religión no es más que un juguete. Así es como entendió el cristianismo. Y dado que nuestra época no se comporta al respecto de modo distinto, su valor en calidad de reformador de la cultura ha podido extenderse hasta el círculo de los teólogos. 

* En el teatro griego, el corifeo es el jefe del coro que toma la palabra en nombre de éste. 

Michel Onfray (Pensar el islam)

¿El islam, según usted, comparte por consiguiente con el marxismo revolucionario una crítica de los valores del capitalismo?

En efecto, comparte con el marxismo revolucionario, que deja rastros en el ala izquierda del Partido Socialista, en el PCF, en el Frente de Izquierdas y entre algunos ecologistas del EELV, la crítica de los valores de la burguesía occidental, de las lógicas del mercado consumista, al mismo tiempo que una crítica de los judíos, del sionismo y de la existencia del Estado de Israel. Siempre en virtud del principio de que los enemigos de mis enemigos son mis amigos, el islam, que defiende en el texto coránico, en los hadices del profeta y en la vida de Mahoma una innegable ideología antisemita —«A todo judío que os caiga en las manos, matadlo», dice Mahoma en la Sira (II, 58-60), basándose en este versículo: «¡Que Dios los aniquile!» (IX,30)—, el antisemitismo islámico es defendido por determinada izquierda.

La cuestión de las relaciones entre la izquierda y el islam resulta pues indisoluble de la cuestión judía. De hecho, Marx, que era judío, fue antisemita como buena parte de la izquierda del siglo XIX. En Marx et la question juive, Robert Misrahi analiza con detalle ese antisemitismo de izquierdas. En La cuestión judía, Marx escribe en efecto: «La esencia del judaísmo y la raíz del alma judía son la oportunidad y el interés personal; el Dios de Israel es Mammón, que se manifiesta en el ansia de dinero. El judaísmo es la encarnación de las actitudes antisociales». Encontramos en Proudhon, Fourier, Toussenel y Lerouz las mismas asimilaciones entre los judíos, los capitalistas, los burgueses y el dinero.

El antisemitismo cambia de forma después de Auschwitz, y posteriormente con la creación del Estado de Israel. El antisemitismo se convierte en el componente principal. La asimilación de los judíos cosmopolitas con el dinero del Capital globalizado se dota de nuevos insultos: «agente del sionismo internacional» y luego «secuaz del imperialismo norteamericano». La izquierda marxista se apunta a las filas de los antisionistas, constituidas por los palestinos, los árabes y los musulmanes, que no siempre coinciden pero que se hallan asociados en una misma entidad ideológica y militante.

Por supuesto que la creación del Estado de Israel no se hizo sin incontables expropiaciones infligidas al pueblo palestino. pero ese pueblo pagaba, desgraciadamente, la política de colaboración con Hitler aplicada por el gran muftí de Jerusalén, Hadj Amin al Husayni. Ese hombre, en efecto, que pretendía descender del Profeta, aprobó el régimen de Hitler ya en 1933; se reunió con el dictador en Berlín, el cual lo elevó al rango de «ario honorífico»; predicó a favor del nacionalsocialismo en la única mezquita de Berlín; declaró: «Los principios del islam y los del nazismo presentan notables similitudes, en particular la afirmación del valor del combate y de la fraternidad de las armas, la preeminencia del jefe y el ideal del orden»; contribuyó a movilizar a musulmanes para luchar en las divisiones de las Waffen-SS y el propio imán de la división Handschar también afirmó: «Para tratar de tranquilizar a mis camaradas, les explicaba que todo musulmán que perdiera la vida en combate por el islam sería un shahid, un mártir»; visitó un campo de concentración y, cuando se le puso al corriente de la «solución final», manifestó el deseo de que también se exterminase a los niños judíos; trabajó en un plan de exterminio de los judíos del norte de África y de Palestina. Refugiado en Francia después de la guerra, volvió a Egipto sin problemas con un nombre falso en 1946. Leila Shahid, su sobrina nieta, representó hasta marzo de 2015 a la Autoridad Palestina ante la Unión Europea, entidad gobernada actualmente por Mahmud Abás, a quien se atribuye una tesis revisionista defendida en la URSS en 1982.

El contexto se vuelve distinto con la descolonización...

En efecto. Y con ocasión de esos combates, unos pueblos que desean liberarse del yugo colonial descubren la capacidad del islam para federarse contra Occidente con una ideología, una espiritualidad y una política de sustitución. Los nacionalistas árabes se constituyen en contra de las antiguas potencias coloniales y, para ello, utilizan un islam radicalmente heterogéneo respecto a Occidente. Algunos exnazis colaboran con nacionalistas marxistas. Un solo ejemplo: en el año 1951, más de una sesentena de exoficiales del Reich trabajan para Egipto y la Liga Árabe. 

Algunos pensadores de izquierdas han apoyado numerosos combates antisemitas so pretexto de defender al pueblo palestino: Sartre apoya a Septiembre Negro, organización que fue la autora de la masacre de los atletas israelíes en Múnich en 1972, y a la banda Baader-Meinhof (uno de cuyos cofundadores, Horst Mahler, se unió a la extrema derecha alemana y hoy es perseguido por haber hecho el saludo nazi en público); Genet, que fue amante de SS durante la Ocupación, elogia la «poesía» de la matanza de Oradour-sur-Glane y magnifica el «bandidismo más loco» de Hitler, la belleza de los milicianos, la de los militantes de Baader-Meinhof, pero también de la OLP, lo cual no molesta a Sartre, ni a Derrida (que dedica un libro a Genet, Glas, en 1974), ni a Foucault, que le admiran; Garaudy, el intelectual oficial del PCF de 1933 a 1970, fecha de su expulsión por izquierdista, se convierte en el pensador por excelencia del negacionismo y sus aportaciones al lenguaje de este movimiento son determinantes; Rassinier, comunista, cegetista y afiliado a la Sección Francesa de la Internacional Obrera, también es un inspirador del negacionismo; Soral, que fue miembro del PCF durante una docena de años antes de convertirse en lo que sabemos... También cabe recordar el apoyo de Jean-Luc Mélenchon, el jefe del Frente de Izquierdas, a Ahmadineyad cuando ocupaba el poder en Irán no hace mucho y cuando este último amenazaba con borrar a Israel del mapa o manifestaba su afecto por Hugo Chávez, según el cual «una minoría, los descendientes de quienes crucificaron a Cristo [...] se ha apoderado de las riquezas del mundo [...] y ha concentrado esas riquezas en pocas manos». La oposición de esos dos dictadores a Estados Unidos no puede justificar, una vez más, que uno se contente con la idea de que los enemigos antisemitas de izquierdas de nuestros enemigos capitalistas de derechas sean nuestros amigos.

Luciano Concheiro (Contra el tiempo) Filosofía práctica del instante

¿Qué sucede cuando el imperativo de la aceleración golpea de lleno al quehacer político y, particularmente, a los sistemas democráticoS? Como Willian E. Scheuerman ha argumentado, el pensamiento democrático contiene ciertos presupuestos temporales implícitos: sus principios sobre la toma de decisiones y la creación de leyes dependen de que se tenga una cantidad considerable de tiempo y requieren de cierta lentitud. La deliberación y el debate, los dos fundamentos operativos de la democracia desde la Antigüedad, son procesos lentos. Si se ejerce una presión temporal sobre ellos, simplemente estallan. Su lógica les imposibilita ir al ritmo veloz que hoy se les exige. 

En un mundo en el que se privilegia la velocidad y la agilidad sobre lo pausado y lo meditativo, ciertos procesos que son clave para el buen funcionamiento de cualquier democracia peligran. El poder que sufre las peores alteraciones al ser acelerado es el poder legislativo. Carl Schmitt, a mediados del siglo XX, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo: «Los procedimientos legislativos se vuelven más rápidos y más circunscritos, el camino hacia el cumplimiento de la regulación legal más corto y la porción de jurisprudencia más pequeña». Las legislaturas transmutan en una fábrica de leyes que busca solucionar problemas inmediatos: se producen leyes a velocidades inauditas, queriendo seguir la pauta de los eventos cotidianos. Para retomar las palabras del propio Schmitt, legalizar se motoriza.

Con la aceleración, la adaptabilidad de las leyes deja de operar. La velocidad de la sucesión de los eventos y de las transformaciones sociales, tecnológicas y económicas hace que las leyes caduquen prontamente. A menudo los legisladores no entienden el mundo sobre el cual tienen que operar. Los cambios los rebasan: pretenden crear normas sobre una realidad que ya es otra, que cambia mientras buscan reglamentarla. Presionados por la realidad misma, no hay tiempo para debatir, estudiar o deliberar. Se crean normas de emergencia, no suturadas, pensadas para responder a la contingencia. Empiezan a proliferar los vacíos legales puesto que las leyes existentes corresponden a una realidad pasada. 

Frente a lo pausado de la liberación, la lógica de la aceleración privilegia la toma de decisiones de golpe. Cuando se llega al limite de velocidad de los procesos legislativos, se recurre a los decretos del poder ejecutivo. No es extraño que exista una tendencia mundial hacia la proliferación de gobiernos que se articulan alrededor de un ejecutivo unitario y enérgico, de individuos carismáticos que prometen eficacia antes que cualquier otra cosa. Algo está claro: si lo que se quiere es ahorrar tiempo en la capacidad de acción, el punto culminante es un poder que recaiga sobre un individuo, el cual puede responder velozmente y sin necesidad de consultar la toma de decisiones, de deliberar o de llegar a un consenso —todo lo cual requiere de tiempo.

Avanza así una forma de gobernar arraigada en el imperio de la discrecionalidad. Las normas y leyes traen una esclerosis al sistema, que precisa una capacidad de respuesta expedita. Debido a la exigencia de velocidad, buena parte de los acuerdos comienzan a tener que hacerse entre las élites debajo de la mesa, como si se estuviera en un estado de excepción permanente (o, en palabras de Giorgo Agamben, «en un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo»). Deliberar o discutir en público una decisión resulta una pérdida de tiempo incosteable.

Es evidente que el mandato de la velocidad es, en efecto, el mandato de la fuerza. Laurence Boisson de Chazourne afirma que «la emergencia no produce leyes porque las leyes emanan de procesos políticos normales». Al respecto, Paul Virilio escribió: «Pienso que esta idea es esencial. La ley del más rápido es el origen de la ley del más fuerte. En el presente, las leyes están bajo un estado de emergencia permanente.» La velocidad conlleva una acumulación de poder. El más rápido es el más poderoso, y cuanto más poder se tiene, más rápido se puede ser. Es, por tanto, una espiral que inevitablemente propicia la concentración del poder.

Hans Magnus Enzensberger (Panóptico)

¡POBRE ORWELL!


Un hombre con mirada de futuro Eric Blair, más conocido bajo el seudónimo de George Orwell. Entendía de regímenes totalitarios mucho antes de que el concepto entrara en el lenguaje de los historiadores. Ya en 1943, cuando Stalin, Churchill y Roosevelt se reunieron en Teherán, vio avecinarse el antagonismo de las superpotencias y la Guerra Fría.

Pocos años después de la Segunda Guerra Mundial publicó su famosa novela 1984. El porvenir que vislumbraba no era de su agrado. Auguraba el panorama de un régimen del terror que, en plena Europa, perfeccionaría los métodos de Stalin y Hitler en un tiempo previsible: con un partido único liderado por un «Gran Hermano»; un idioma llamado «neolengua» que invertía la semántica de las palabras; la abolición de la esfera privada; la vigilancia total, la reeducación y el lavado de cerebro de todos los habitantes, además de una omnipotente policía secreta que tenía el contenido de aplastar, mediante la tortura, el asesinato y la reclusión en campos de concentración, el germen del cualquier impulso opositor. 

Afortunadamente, con tal profecía Orwell se equivocó gravemente a sí mismo y a nosotros, al menos en lo que a nuestra parte del globo se refiere. Ni en sueños se le habría corrido pensar que algunos de esos objetivos, ante todo la vigilancia de la ciudadanía entera, podría lograrse sin usar la fuerza, que para ello no habría falta dictadura alguna; que también la democracia sería capaz de imponerlos de forma civil, por no decir pública. 

Acerca de cómo conseguirlo ya meditó, hace más de cuatro siglos, un joven francés en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el contra uno. Étienne de Boétie, así se llamaba, no se conformó con poner en la picota a los príncipes absolutistas de su época. Se dirigía, sobre todo, a la conciencia de quienes se acomodaban con la tiranía: «Son, pues, los propios pueblos los que se dejan o, más bien, se hacen someter, ya que se librarían si cesaran de servir», decía. Y: «Es el pueblo el que se esclaviza y se corta el cuello [...] No penséis que hay ningún pájaro que se deje cazar mejor, ni pez alguno que, por el manjar del gusano, muerda antes el anzuelo que todos esos pueblos que, por la menor golosina, se dejan atraer rápidamente a la servidumbre».

Pero hace tiempo que dejamos de vérnolas con el monarca único, tangible como persona y atacable, contra el que se sublevaba La Boétie. No es un Gran Hermano, como en Orwell, quien nos domina, sino más bien un sistema como el descrito por Max Weber en los años veinte del siglo pasado:

La organización burocrática, con su especialización del trabajo profesional aprendido, su delimitación de las competencias, sus reglamentos y sus relaciones de obediencia jerárquica graduada, trabaja, en unión con la máquina muerta, en forjar la carcasa de aquella servidumbre del futuro a la que tal vez los hombres se vean algún día obligados a someterse impotentes, como los fellahs del antiguo Egipto, si una administración buena del punto de vista técnico -y esto significa una administración y un aprovisionamiento racionales por medio de funcionarios- llega representar para ellos el valor supremo y único que haya de decidir acerca de la forma de dirección de sus asuntos. Porque esto lo hace la burocracia incomparablemente mejor que cualquier otra estructura del poder.

De «dura como el acero» califica Weber la carcasa de la servidumbre, calificación con la que equivocó incluso este lúcido pensador, pues entretanto la mazmorra ha devenido en cómoda morada, que más bien recuerda una elástica y espaciosa celda acolchada. Nuestros celadores andan de puntillas. Persiguen con un mínimo de ruido sus objetivos estratégicos, más importantes, la vigilancia sin fisura y la abolición de la esfera privada. Sólo echan mano de la porra si no hay remedio. Prefieren permanecer en el anonimato, no visten de uniforme sino de traje y corbata, se llaman así mismos comisarios o ejecutivos y, en vez de desempeñar su tarea en el cuartel, lo hacen en despachos climatizados. Trabajan con aire de filántropos. Ofrecen a los internos seguridad, atención, confort y consumo. Y pueden contar con el consentimiento tácito de los vecinos y con la certeza de que sus pupilos apretarán aplicadamente una tecla invisible que dice «me gusta». 

Hay todavía otro punto en el que el análisis weberiano resulta hoy anacrónico. Y es que hemos perdido su cándida fe en las capacidades y la fuerza de ejecución del Estado. No sólo porque los mercados financieros globalizados lo arreen a gusto. Si dependieran de sí mismos, ni Berlín y Bruselas ni Washington estarían en condiciones de garantizar el control completo de la población. Para ese menester, sus funcionarios son demasiado desvalidos y desmañados. Tampoco están lo suficientemente familiarizados con el nivel tecnológico. Por eso, sus instancias dependen de la «economía», es decir, de los consorcios de la tecnología de la información que operan a escala mundial. Sólo si ambas partes, los gobiernos y las empresas como Google, Microsoft, Apple, Amazon y Facebook, trabajan de la mano, la acción de tenaza sobre la libertad promete éxitos sustanciosos. Está claro que en esa frágil alianza las instituciones políticas no juegan sino el papel de socio menor, porque únicamente los consorcios disponen de la experiencia necesaria, el capital necesario y los ejecutores necesarios: informáticos, ingenieros, diseñadores de software, hackers, matemáticos y criptógrafos. 

La Gestapo, el KGB y la Stasi ni soñaron en el siglo XX, con los medios técnicos que éstos tienen a su alcance: cámaras de vigilancia omnipresentes, control automatizado del teléfono y el correo electrónico, imágenes de alta resolución, detallados perfiles de movimiento, reconocimiento facial biométrico, todos los programas dirigidos por maravillosos algoritmos y asegurado en bancos de datos contra el celo de las autoridades.

[...] Un último y molesto residuo de la esfera privada es el dinero en efectivo. Sólo es lógico que el Estado, al alimón con los consorcios, se dedique con perseverancia a eliminarlo. Para ello sirven las proliferantes tarjetas de crédito y de cliente. Otros sistemas de pago inalámbrico y basado en chips está a punto de ser operativos. El fin que se busca es evidente: la vigilancia más completa posible de todas las transacciones. Eso le interesa tanto a Hacienda como a las redes asociales, el comercio online, la economía crediticia, la publicidad y la policía. De paso, se trata de extirpar cualquier reminiscencia de la materialidad del dinero, de suerte que quede reducido a un conjunto de datos arbitrariamente manipulables.

* Hans Magnus Enzensberger (Ensayos sobre las discordias)
Hans Magnus Enzensberger (El perdedor radical) Ensayo sobre los...

Manuel Chaves Nogales (A sangre y fuego) Héroes, bestias y mártires de España

EL TESORO DE BRIESCA

[...] Desde Madrid la guerra se veía como un flujo y reflujo de una gigantesca marea humana cuyas oleadas impresionantes iban a romperse en el acantilado del frente. De toda la España republicana llegaban millares y millares de hombres enrolados voluntariamente para combatir al fascismo. Los trenes militares volcaban días tras días sobre la capital masas compactas de combatientes reclutados en los últimos rincones de las Península. Las comarcas prósperas, Catalunya y Valencia, mandaban sus columnas de milicianos soberbiamente equipadas; las míseras aldeas de Castilla y Extremadura enviaban casi desnudos y armados con viejas e inservibles escopetas a sus hombres del campo, duros y secos como sarmientos, que por primera vez saciaban en los cuarteles de las milicias su hambre milenaria. La lucha contra el fascismo, predicada por villas y aldeas como se predicaba la guerra santa en los lugares medievales o en las cabilas africanas, levantaba en masa al pueblo y lo la lanzaba en oleadas gigantescas sobre el frente.

Ninguna eficacia. La punta de acero de las vanguardias fascistas hendían fácilmente aquel informe amasijo de voluntades fervorosas e indisciplinadas que apenas chocaban con la férrea disciplina y la técnica profesional del ejército sublevado perdían su fuerza imponente y se deshacían como la espuma. Unas tras otras, las columnas de milicianos quedaban aniquiladas tan pronto como entraban en fuego. El pueblo no sabía hacer la guerra. Los mejores se hacían matar estérilmente;  los demás tiraban los fusiles y huían por Andalucía y Extremadura, primero, por toda Castilla la Nueva después; se repetía el patético espectáculo de la voluntad impotente de un pueblo que se lanzaba a la lucha armada en campo abierto sin disciplina y sin jefes; es decir, condenado de antemano al fracaso.

Los verdaderos militares, los que lo eran de corazón y sabían a conciencia su oficio, estaban todos al lado de Franco. El improvisado ejército del pueblo no tenía ni jefes ni oficiales. Los pocos que por azar se quedaron al lado del gobierno de la República fueron desertando o sucumbieron en el empeño insensato de convertir en soldados a unos hombres que precisamente se alzaban en armas contra todo lo que fuese espíritu militar. 

LA COLUMNA DE HIERRO

[...] La Columna de Hierro en pocas semanas había conseguido ser el terror de Levante. Formada por ciento cincuenta o doscientos hombres que habían desertado de los frentes de Teruel y Huesca, recorría los pueblos del antiguo reino de Valencia dedicada impunemente al pillaje y a la destrucción. Con el pretexto de limpiar el país de fascistas emboscados iban aquellos hombres por pueblos y aldeas matando y saqueando a su antojo, sin que las escasas fuerzas de orden público de que disponían las autoridades pudiesen hacerles frente. 

La mayor parte de los componentes de aquella columna eran ex presidiarios acogidos al hospitalario pabellón rojinegro de los anarquistas. Gente toda salida de las cárceles o de los tugurios del Barrio Chino de Barcelona, que en los primeros momentos de la revolución se unieron a los honrados luchadores del pueblo y, mezclados con ellos, tomaron parte en aquellas insensatas expediciones que desde Barcelona y Valencia salían para librar del yugo fascista a las provincias que no habían tenido bastante coraje para sacudírselo por sí mismas. Mientras la guerra se redujo al asalto y saqueo de villas indefensas, aquellas bandas prestaron su apoyo a los defensores de la República, pero cuando se estabilizaron los frentes y la lucha tuvo ya los caracteres de una verdadera guerra, empezaron a flaquear y a traicionarse. Los líderes anarquistas de buena fe, que también los había, cuando tropezaron con la resistencia organizada del ejército sublevado no tuvieron más remedio que sacrificar sus utopías libertarias a la necesidad imperiosa de una disciplina y una jerarquía. Buenaventura Durruti, el cabecilla anarquista que había salido de Barcelona llevando tras sí a toda la canalla de los bajos fondos, se trocó rápidamente en el caudillo más inflexible y autoritario. En pocas semanas sometió a su gente a una disciplina de hierro verdaderamente inhumana. Pocas veces un jefe ha ejercido un poder personal tan absoluto. El que flaqueaba, el que desobedecía, el que intentaba huir, pagaba con la vida. Cuando alguno, invocando los sagrados derechos de la mutua convicción anárquica, le exponía su deseo de abandonar el frente, Durruti, que no podía renegar de sus doctrinas, le arrancaba de las manos el fusil, le desposeía de cuanto llevaba encima y dejándolo casi desnudo leponía al borde de la carretera diciéndole: 

—Eres libre y puedes irte si quieres. Te quito todo lo que el pueblo te había dado para que lo defendieses. Ahí tienes el camino. Pero ten cuidado; para el traidor a la causa siempre hay una bala perdida.

Casi ninguno de aquellos desertores llegaba a su destino.

Un día el terrible caudillo advirtió el estrago que en sus filas ocasionaba la tropilla de mujeres de vida airada que iban detrás de los milicianos. Como lo pensó lo hizo. En la madrugada fusiló a media docena de aquellas desgraciadas. Toda la canalla del Barrio Chino de Barcelona, prostitutas, invertidos, rateros y espías, desapareció como por ensalmo.

Este bárbaro caudillaje fue eliminando del frente a los criminales y a los cobardes que habían acudido sólo al olor del botín. Destacamentos enteros de desgajaron en franca rebeldía del núcleo de las fuerzas gubernamentales, y una de estas fracciones indisciplinadas de la Columna de Hierro era la que recorría la comarca sembrando el terror por dondequiera que pasaba. Al principio eran sólo una docenas de hombres sin más armamento que sus fusiles, pero luego creció la hueste con la incorporación de otros desertores y criminales que merodeaban por el país. Cuando se consideraron fuertes entraron a viva fuerza en Castellón arrollando a los gubernamentales y apoderándose de sus armas. Luego, cuando constituían ya una verdadera columna con camiones, ametralladoras e incluso algún carro blindado, se lanzaron sobre Valencia. Su entrada por sorpresa en la capital de Levante sembró la confusión y el pánico entre las fuerzas leales de la República. Durante varias horas los hombres de la Columna de Hierro fueron dueños absolutos de la gran ciudad y se entregaron impunemente al saqueo. Finalmente se fueron a los music-hall y cabarés para beber y para incautarse de las mujeres y del dinero de las taquillas. 

Donde les hicieron resistencia se abrieron paso a tiro limpio. Aquella horda iba dispuesta a satisfacer a toda costa sus feroces apetitos. Instalados triunfalmente en los palcos del music-hall, obligaron a que continuase el espectáculo y se hicieron servir vinos y licores sin tasa. Las pobres mujeres aterradas intentaban escabullirse, pero los milicianos de la Columna de Hierro que tenían hambre de ellas las cazaban al vuelo y las retenían en los palcos, donde se divertían manoseándolas, haciéndoles beber y asustándolas. El público pacífico fue filtrándose discretamente y poco después no quedaban en el music-hall más que los milicianos de la Columna de Hierro y aquel inglés borracho que se debatía en el palco con la muchachita.

Manuel Cruz (Ser sin tiempo)

[...] Pero hasta las obviedades tienen su recorrido discursivo si uno es capaz de analizarlas con el necesario detenimiento. Y la pregunta que surgía, al analizar la obviedad de la resistencia humana ante la muerte es: ¿tan evidente resulta que ese extendidísimo anhelo por permanecer aquí, —en el mundo de los vivos— a cualquier precio, constituya un valor en sí mismo, hasta el extremo de que se ha convertido en la fantasía generalizada de nuestra época la inminencia de la inmortalidad? ¿Es obvio que la fuente, el origen de nuestra infelicidad, se encuentra en nuestra finitud, en nuestra—al menos hasta ahora— insoslayable limitación temporal? Elizabeth Costello, alter ego del escritor sudafricano John M. Coetzee, sostiene lo contrario en la novela del mismo título: «Al marcarnos por la muerte, los dioses nos han dado una ventaja sobre ellos. De los dos, de los dioses y los mortales, somos nosotros lo que vivimos con más ansia  y sentimos con mayor intensidad». 

Repárese en que el vínculo entre ambos planos—en definitiva, la confianza en que, sorteando la muerte, alcanzaremos la felicidad—viene indisociablemente ligado a una determinada expectativa de futuro, de signo optimista-progresista. Si, en efecto, los tiempos venideros están llamados a depararnos todo tipo de alegrías y satisfacciones, superado dolores, injusticias y cualquier forma de sufrimiento o incluso malestar concebibles, se encuentra del todo justificada la esperanza de que, aguantando todo lo posible en este mundo, alcanzaremos por fin ese añorado horizonte de plenitud. Ahora bien, la contrapartida de semejante planteamiento va de suyo: en un momento como el actual, en el que, tras el final del suelo emancipatorio, también parece haber entrado en crisis el de los que creían que al actual organización del mundo representa el final, insuperable, de la historia, ¿qué contenido se ha de atribuir a aquella esperanza? 

Pero la hipótesis de que pudiéramos estar viviendo en fin no de este, o de aquel, sino de todos los sueños—de cualquier expectativa de paraíso en la Tierra bajo cualquiera de los formatos concebibles—acaso introduzca una modificación sustantiva en la estructura del imaginario colectivo del que nos hemos venido sirviendo durante largo tiempo. Los trazos mayores con lo que cada vez más tendemos a dibujar nuestra realidad vienen representados por una gradación de temores, miedos y pavores de diverso tipo, cuya relación resulta de todo punto innecesario—por reiterada—evocar aquí (terrorismo, catástrofes medioambientales, guerras totales...). Poco a poco, la expectativa, antes tan acariciada, de inmortalidad habría cambiado de signo: no nos colocaría a salvo de los males del presente, sino que nos condenaría sin remedio a padecerlos en el futuro. El sueño habría virado, de esta forma, hacia la pesadilla: de una situación en la que la muerte constituía una amenaza de inexorable cumplimiento habríamos ido transitando a otra, en la que la vida habría terminado por ser concebida como una condena. Una condena a cadena perpetua, para ser exactos. 

Ahora bien, no se trata de anticipar el detalle de lo que se nos avecina. Tal vez (¿cómo saberlo?) en ese hipotético mundo infeliz aumente de forma espectacular la tasa de suicidios y—de manera análoga a lo que sucedía en la novela de Henrik Stangerup El hombre que quería ser culpable— los individuos se vean obligados a organizarse en la clandestinidad para acabar con sus propias vidas. O quizá simplemente suceda que se extienda como una mancha de aceite el sentimiento de decepción ante la expectativa insatisfecha: ahora que podíamos empezar a pensar en prolongar de manera indefinida nuestra estancia aquí, se dirán muchos, resulta que ya no vale la pena quedarse.

[...] Porque el abandono de la expectativa de una vida superior que nos aguarde después de la muerte ha alterado por completo nuestra idea de lo que significa una vida plena. No está claro que hayamos ganado con el cambio, si planteamos la cosa con la ironía con la lo hecho la socióloga alemana Marianne Gronemeyer: «La gente de la Edad Media vivía muchos más años que nosotros. Nosotros vivimos noventa años y se acabó; ellos vivían treinta... más toda la eternidad». Ahora, desaparecido aquel horizonte, no queda otra que intentar materializar a lo largo de nuestra vida mortal el mayor número de opciones posibles de entre las inmensas posibilidades que el mundo ofrece. El problema es que, por más que nos esforcemos, ofrece más de lo que cabe experimentar en el curso de una sola vida, en tanto que la aspiración del hombre moderno es saborear la vida en todos sus altibajos y en toda su complejidad. La divergencia es dramática: no hay forma humana (nunca mejor dicho) de que la vida individual alcance a la desbordante riqueza del mundo, o, si se quiere plantear esto mismo en los términos especulativos que corresponden (los formulados por Blumenberg), el tiempo percibido del mundo (Welzerit) y el tiempo de una vida individual (Lebenzeit) tienden  a alejarse sin remedio. 

La presunta solución a alejarse es tan conocida como falsa: vivamos más deprisa para acumular el máximo de experiencias. Es falsa porque se basa en el espejismo de que aprovechando el tiempo podremos dar alcance al mundo, colocarnos a la altura de sus posibilidades, vivir al compas de su crecimiento. Si embargo, por más eficaces que seamos en la gestión de nuestros recursos, nunca conseguiremos el objetivo porque el número de opciones (del «tiempo del mundo» o «recursos del mundo», por así decirlo) no deja de incrementarse cada vez más. El resultado es que nuestra porción de mundo, la proporción de las opciones del mundo realizadas, respecto de las potencialmente realizables, decrece (al contrario de lo que se nos había prometido si cumplíamos con nuestra parte del pacto: dedicarnos a la tarea de su cumplimiento con la debida intensidad) sin importar cuánto aumentemos el ritmo de vida.

Franco «Bifo» Berardi (Héroes) Asesinato masivo y suicidio

En Los Límites del crecimiento, un libro publicado en 1972 por el Club de Roma, se afirmaba la necesidad de reestructurar la producción social de acuerdo con la naturaleza finita de los recursos naturales de la Tierra. El capitalismo respondió a esta necesidad instigando una transformación cognitiva en la producción y creando una nueva esfera semiocapitalista que diera lugar a nuevas posibilidades de expansión aparentemente limitadas.

Los fenómenos económicos han sido descritos tradicionalmente recurriendo a términos psicopatológicos (euforia, depresión, caída, altibajos...), pero cuando el proceso de producción implica al cerebro como unidad primaria de producción, la psicopatología deja de ser una simple metáfora para convertirse en un elemento fundamental de los ciclos económicos. En la década de los noventa, se produjo la expansión de la economía global en medio de una euforia literal. La cultura del Prozac se convirtió en parte integral del paisaje social de la economía de internet. Cientos de miles de agentes financieros occidentales, directores y mánagers tomaron decisiones en un estado de euforia química y de levedad farmacológica. 

Aunque la productividad del cerebro conectado a la red sea potencialmente infinita, los límites de la intensificación de la actividad cerebral siguen estando inscritos en el cuerpo efectivo del trabajador cognitivo: estos límites son la atención, la energía psíquica y la sensibilidad. Mientras que las redes han supuesto un salto en la velocidad y en el formato de la info-esfera, no se ha producido, en cambio, un avance similar respecto a la velocidad y la forma de recepción mental. Los receptores, los cerebros humanos de los seres de carne y hueso y frágiles órganos físicos, no se formatean según el estándar de un sistema de transmisores digitales. El tiempo de atención disponible de los infotrabajadores disminuye de manera constante, ya que han de realizar un número cada vez mayor de tareas que ocupan todos los fragmentos de atención de que disponen. Toman Viagra porque no tienen tiempo para los preliminares sexuales. Consumen cocaína para seguir estando alerta y reactivos. Y Prozac para bloquear la conciencia de que su actividad laboral y su vida carecen de sentido. 

Los primeros síntomas de este desequilibrio ya se vislumbraron a comienzos de este nuevo milenio: el fenómeno psicopatológico de la sobreexcitación y el pánico. Igual que les ocurre a los pacientes aquejados de bipolaridad, la euforia financiera de los noventa dio inevitablemente paso a una espectacular depresión. Tras años de exuberancia irracional (según la descripción de Alan Greenspan), el organismo social fue incapaz de mantener la euforia química que había azuzado la competitividad y el fanatismo económico. La hipersaturación de la atención colectiva culminó en un colapso depresivo social y económico.
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La historia del capitalismo produce de forma continua efectos de desterritorialización. En sus inicios, el capitalismo destruyó la relación que vinculaba al individuo con la agricultura y la familia. A continuación, ha puesto en peligro las fronteras nacionales creando un espacio global de intercambios y de comunicación. Actualmente, está poniendo en riesgo la relación entre el dinero y la producción, y abriendo un espacio para una nueva forma de semiotización inmaterial. Puesto que el capitalismo destruye cualquier forma de identificación, también libera al individuo de las limitaciones de la identidad, pero al mismo tiempo produce na sensación de desplazamiento, una especie de opacidad atribuible a la pérdida de significado y de raíces emocionales. Como consecuencia, y en última instancia, provoca la necesidad de reterritorialización y de continuo retorno al pasado en forma de identidades nacionales, éticas, sexuales, etcétera. 

La historia moderna es un proceso de olvido cuyo efecto, la angustia, obliga a la gente a aferrarse desesperadamente a alguna forma de memoria. Pero con la disolución del pasado, la memoria misma se desvanece, haciendo necesaria la invención de otras formas de recuerdo. Igual que el personaje de Rachel en Blade Runner, el filme de ciencia ficción de 1982, creamos nuestros propios recuerdos recurriendo a las piezas que componen pasaje de textos antiguos, imágenes y palabras que ya no significan nada. 

«La memoria es derecho» profirió Chaim Weismann cuando fue convocado en el Congreso de Versalles por los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, en referencia al derecho de los judíos a reclamar la tierra de sus antecesores. La aseveración de Weizmann, fundamental para la creación del Estado de Israel, aún suena como una provocación arrogante. La memoria no es derecho, pero forma parte de la identidad, y la identidad no se basa en la memoria; más bien, la identidad crea memoria. 

Milan Kundera escribe lo siguiente sobre el futuro y el pasado:

La gente grita que quiere un futuro mejor, pero eso no es verdad. El futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro solo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar en el laboratorio en el que se retocan las fotografías y se reescriben las biografías y la historia. 

Boris Groys (Introducción a la antifilosofía)

El filósofo es el hombre sencillo de la calle que se ha perdido en el supermercado global de verdades. Y ahora está tratando de orientarse allí para encontrar al menos la señal de salida.
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En el último tiempo, el apocalipsis y todo lo apocalíptico se han vuelto temas de moda en las publicaciones intelectuales. Hoy es de buen tono quejarse del progreso científico, de la destrucción de la naturaleza, del peligro de la guerra y de la decadencia de los valores tradicionales. El optimismo de la modernidad ha sido relevado por el pesimismo posmoderno. Hasta hace realmente poco, la queja sobre el progreso técnico constituía un privilegio de los intelectuales de "derechas". Para los intelectuales de "izquierda" el progreso significaba la liberación del hombre del yugo de la naturaleza y de la tradición. Hoy en día las acusaciones contra el progreso se han mudado a las publicaciones de izquierda, mientras desde la derecha se subraya la necesidad del crecimiento económico. El "progresismo" se ha vuelto oficial y por eso es rechazado por los movimientos "alternativos", que a menudo se sirven para ello de argumentaciones "reaccionarias": los nuevos maestros pensadores Nietzsche y Heidegger han reemplazado definitivamente a Marx y su fe en el potencial salvador de las "fuerzas productivas". 

Esta apropiación de argumentos tradicionalistas en el ámbito de la izquierda posmoderna no se efectúa, desde luego, sin modificaciones esenciales. Los "reaccionarios" del pasado defendían la tradición mientras estaba viva y cuando todavía se creía en ella. Esta tradición otrora viviente ya es cosa del pasado y se la resucita como estilización, como retro. A la manera de Léon Bloy, que se definía como "católico no creyente", el intelectual contemporáneo simula con los últimos medios retóricos una armonía perdida que naturalmente no fue tal en su momento, sino el mismo tipo de lucha por la supervivencia que cualquier otra época de la existencia humana, incluida la actual. Se trata de una simulación y de simulacros cuyo carácter inocuo y aséptico está justamente garantizado por el actual progreso técnico. El mantenimiento del equilibrio en la naturaleza se vuelve la causa de la ecología, y el mantenimiento de la paz la del pacifismo, que se basa en el aspectro del "arma absoluta", la bomba atómica.

La apocalíptica antiprogresista del presente apela a los últimos logros de la ciencia, encarnados en la ecología contemporánea, para que se restaure con medios técnicos el paraíso perdido. Nuevamente se oyen reflexiones sobre la vida natural paradisíaca, la conciencia ecológica o el "nuevo socio" que lleva adelante una vida en consonancia con la naturaleza. El proyecto individual de los tradicionalistas y reaccionarios se vuelve un proyecto social, su antimodernismo es puesto sobre una base científica y muta en el programa técnico de la protección del medio ambiente. Lo pasado es idealizado como modelo de una nueva utopía técnica. La conciencia científico-técnica victoriosa de la era moderna proclama con benevolencia victoriosa su disposición a realizar los ideales de su enemigo mortal y coronar de este modo su propio triunfo. Los movimientos alternativos de izquierda crean nuevos mercados para la industria en el sector de los "productos ecológicos" y de la generación de un "medio ambiente más limpio", contribuyendo de esa manera a activar la coyuntura económica. 

En la búsqueda de un equilibrio social, sin embargo, se prefiere no tener en cuenta al ser humano individual. La muerte individual del hombre en su propia cama no constituye en este contexto un problema digno de consideración. Solo la muerte que es causada por la guerra o el terror, es decir, solo la muerte violenta, social, atrae atención sobre sí. La "muerte natural" es vista como un elemento normal del equilibrio ecológico natural y ningún pacifista se rebela contra ella. En el mejor de los casos, se indaga la cuestión de cómo diseñar una muerte más "humana" para evitar que se prolonguen innecesariamente los tratamientos, ahorrar gastos inútiles en procedimientos médico-técnicos prescindibles, y poder brindarle a cada ser humano la posibilidad de morir dignamente y con la sensación de haber cumplido con sus obligaciones ecológicas. 
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[...] la elección de los "humillados y ofendidos" está siempre vinculada además a objetivos prácticos: la búsqueda de nuevos mercados para colocar la propia producción intelectual, que no tiene salida en las metrópolis saturadas de ideas. En el último tiempo, los objetivos de la elección fueron volviéndose tranquilizadoramente más exóticos: China, Camboya, Cuba, Nicaragua. Los enfermos mentales, como para Freud y Foucault, los indios del Amazonas, como para Lévis-Strauss, o los árboles del bosque alemán, como para los "Verdes" de dicho país. 

No menos exótica, aunque sí más riesgosa, fue en su momento la elección de Lessing y de los héroes de su libro: como representantes "humillados" por el destino de un principio común al género humano eligieron a alemanes que proclamaban la superioridad de la raza aria. 

Esta elección, que a primera vista resulta curiosa, obedecía en realidad a motivos profundos. Ante todo en términos de la historia de la filosofía: si bien los teóricos de lo ario priorizaban lo particular por encima de lo universal (la idea aria por encima de la idea de humanidad), fundamentaban al mismo tiempo esa prioridad remitiéndose a algo todavía más universal  que la humanidad y su cultura: a la idea de un cosmos que abarcaba todo lo viviente y lo muerto. Más aún, la primacía de lo ario se fundamentaba con el argumento de que el ario se hallaba en una relación privilegiada con esa universalidad. Y, aunque los teóricos de lo ario criticaban la aspiración a la universalidad, en realidad continuaban no obstante la tradición de expansión teorética judeocristiana. 

Marie Luise Knott (Desaprender) Caminos del pensamiento de Hannah Arendt

PRÓLOGO

Después de conocer a Hannah Arendt en Nueva York, la escritora Ingeborg Bachmann, escribió: «Nunca he dudado de que tenía que haber alguien como usted, pero ahora usted existe realmente y durará siempre mi alegría por este motivo». Había entre ambas una afinidad espiritual. «Qué bonita la última novela con su gran amor», dijo Hannah Arendt ante Uwe Johnson después de la muerte de Bachmann.

En el relato Tres caminos hacia el mar, la protagonista, la traductora Elisabeth Matrei, propone no tres caminos, sino muchos en el intento de llegar al mar de la niñez, a la belleza, al sosiego y a la reconquista de un mundo familiar (que ha perecido). Pero ella constata; las generaciones ya no se dan la mano. Los caminos de la infancia han pasado. Hay que explorar de nuevo todos los caminos, que son recorridos por mor del camino. Así sucede también con el amor, el motivo secreto de toda partida en Bachmann. El amor inflama, independientemente de su viabilidad, y no se agota ni siquiera en el fracaso.

Los caminos de pensamiento en la obra de Hannah Arendt, esbozados en los capítulos siguientes, se parecen a tales exploraciones. A todos ellos les precede el choque del siglo XX, el de que con el nacionalsocialismo estaba en obra una fuerza que amenazaba transformar por completo la esencia del hombre. Arendt citaba al escritor W.H. Auden: «Todas las palabras como paz y amor, el sano hablar afirmativo, se han ensuciado, han sido profanadas, se han convertido en un horrible chillido mecánico». En el lenguaje el nacionalsocialismo había intentado forzar a los hombres a que entraran en el propio sistema «lógico» monocasual, con sus férreas imágenes lingüísticas; los hombres habían de ser encadenados en la asignación de significaciones construidas de manera totalitaria. Todo hablar de lo bueno, bello y verdadero (peace and love) había sido degradado y profanado, había dejado paso al griterío maquinal del terror. ¿Cómo se puede salir de semejante perplejidad y llegar a poseer un lenguaje propio para lo visto y oído, lo acontecido y lo hecho? En Gottfried Keller encuentra la teórica una imagen para el desamparo y la necesidad de «desarraigarse» de lo conocido en lo desconocido, pues ella creía que los poetas saben decirlo mejor que nosotros: «Les gusta quemar por aflicción y hacen luz del antiguo horror». 

En cada uno de los cuatro capítulos —reír, traducir, perdonar y dramatizar— se pregunta cómo Hannah Arendt despertó «agrado desde el sufrimiento y luz desde el antiguo horror», y se esbozan caminos acerca de cómo logró ir más allá de los callejones sin salida de las vigentes y tradicionales representaciones del mundo y del hombre. Los caminos son abordados como lo que son: caminos del bosque que de pronto acaban. Estos caminos no buscan una nueva escuela, sino que están dispuestos para cultivar el bosque, para recuperación del mundo amenazado. Walter Benjamin lo formula así: «Pocas veces nos hacemos una idea de cuánta libertad se requiere para expresar de la mejor manera posible el más pequeño pensamiento propio». Desde su punto de vista, todo aprisionamiento en el contenido roba al autor un trozo de su habilidad lingüística y con ello, podríamos añadir, un trozo de su mundo.

Este libro trata de las expediciones a partir de tal «aprisionamiento» y de los territorios de libertad así alcanzados. Los caminos de pensamiento esbozados necesitan la poesía, que, con su «desnudez y carácter directo», interrumpe en el lenguaje analítico y hace que este se abra; Arendt rechaza aquellos instrumentos de comprensión que se han mostrado embotados u «obtusos». Deja que se pierdan. Muchas cosas tienen que soltarse de sus lazos, han de cuestionarse y deben conquistarse de nuevo. Estas acciones de «desaprendizaje», nacidas del choque y del trastorno, son expediciones del pensamiento. En la risa se interrumpe la indignación paralizante por el encuentro con el fenómeno de Adolf Eichmann; por la traducción activa, como movimiento del pensamiento, el sufrimiento de la emigración y de la condición extraña recibe un giro hacia una «despreocupación del paria», que, por no estar implicado en igual medida que los nativos en las realidades sociales del país de acogida, puede fantasear en la lejanía con una mirada más libre. En el «desaprender mediante el perdón», en una especie de parte por el todo, se trata de la lucha desesperada por deshacerse de imágenes y conceptos cuyo sentido y significación transmitidos impiden pensar; y por medio de la «dramatización» el texto mismo puede convertirse en escenario. Así los hombres, que están bajo la amenaza de convertirse en marionetas de lo social, obtienen lugares seguros para revelar su «singularidad personal» [...]
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Reír
Cómo el espíritu de pronto
toma otra dirección

Quien oye los discursos
que de tu casa salen, se ríe;
pero quien te ve, echa mano del cuchillo.

Bertolt Brecht

En 1963, después de aparecer su reportaje sobre Eichmann, Hannah Arendt fue atacada con dureza en todo el mundo; es más, fue «excomulgada» del judaísmo (Amos Elon). Los desencadenantes de esta risa fueron los protocolos de la toma de declaración a Adolf Eichmann, anterior teniente coronel de las fuerzas de asalto de las ss que, como director de la potencia del nacionalsocialismo sobre «Asuntos judíos, asuntos de limpieza«, había organizado las deportaciones a los campos de destrucción. Eichmann, después de la guerra, había vivido en Argentina con una identidad falsa, hasta que en 1960 el servicio secreto de Israel lo secuestró y lo condujo a Jerusalén, donde fue sometido a juicio «por crimen contra el pueblo judío» y «crimen contra la humanidad». En los preludios del proceso había sido descrito como «perversa personalidad sádica» y «antisemita fanático»; según se decía, en él iba unido «el insaciable instinto de muerte» con «una inflexible fidelidad al deber». Y precisamente a este agente nazi, tan como estaba sentado en la vitrina, le daba Hannah Arendt en su relato sobre el proceso el calificativo de «bufón», que por sí mismo no había obtenido sentido ni orientación en su vida. Las acciones le parecían monstruosas, pero el actor le daba la impresión de un hombre demasiado normal y perteneciente al término medio. Arendt lo describe así:

Eichmann no era Yago, ni Macbeth, y nada habría estado más lejos de él que decidirse con Ricardo III a ser un malvado. Fuera de la disposición extraordinaria a hacer todo lo que podía ser útil a su medro, no tenía ningún móvil; y tampoco ese celo era en sí criminal; sin duda él no habría matado a ningún superior para ocupar su lugar. Manteniéndonos en el lenguaje cotidiano, nunca se hizo una idea de lo que propiamente estaba cometiendo.

Arendt viajó muy gustosa a Jerusalén en 1961, por encargo de la revista The New Yorker, para informar sobre el proceso contra Adolf Eichmann. En el tiempo en que comenzaban a prescribir en Alemania los delitos de los nacionalsocialistas se acumularon muchas preguntas candentes: ¡cómo podían enfocarse en el plano jurídico las acciones de Eichmann? ¡Cómo podían abordarse en el juicio sin propiamente no había ningún castigo adecuado? Por otro lado: ¿por qué tantos reos habían quedado sin castigo? ¿Qué instituciones estaban dispuestas a perseguir esas acciones y cuáles estaban legitimadas para hacerlo? A la postre, en la República Federal de Alemania antiguos nazis ocupaban la mayoría de las altas instancias judiciales. ¿Podía un tribunal israelita juzgar sobre acciones que se habían producido antes de la fundación del Estado, y ni siquiera habían ocurrido en el actual territorio estatal, aunque los delitos se hubieran cometido contra el pueblo judío?

Hans Magnus Enzensberger (Ensayos sobre las discordias)

LABERINTOS INTERPRETATIVOS.
CALLEJONES SIN SALIDA

En esta situación es tentador encontrar explicaciones lo más simples posible a lo que parece tan difícilmente explicable. A nadie sorprenderá que tanto políticos como editorialistas prefieran las interpretaciones más simplistas entre todas las disponibles. Con ello no hacen sino seguir los esquemas tradicionales de los partidos. Quien pretenda describir los esfuerzo de éstos, no tendrá que extenderse demasiado.

Los oradores conservadores evocan sin cesar un imaginario ancien régime en el que supuestamente habrían imperado las buenas costumbres y la decencia, la ley y el orden. Las causas de la perdición del mundo creen verlas en los movimientos emancipadores de los últimos siglos y en la decadencia de la autoridad ancestral. Suponen, igualmente, que la salvación debe buscarse en la reimplantación de aquellas virtudes que tienen sus raíces en las sociedades estamentales de cuño patriarcal. Pero, comprensiblemente, no dan detalles de cómo y con qué medios políticos pretenden implantar este ideario en la fase actual de la civilización tardo-industrial.

Mas he aquí que, en el caso de la socialdemocracia, ha vuelto a vencer Rousseau. Lo que ha acabado nacionalizándose no son los medios de producción, sino la terapia. La curiosa creencia de que el hombre es bueno por naturaleza tiene su último reducto en el trabajo social, donde las motivaciones pastorales se entremezclan sorprendentemente con vetustas teorías del entorno y de socialización, pero también con una versión lihgt del psicoanálisis. Quienes se erigen en tutores de las ovejas descarriadas las exculpan con desmesurada benevolencia de toda responsabilidad por sus actos violentos. La culpa jamás la tiene el criminal, siempre el entorno: el hogar paterno, la sociedad, el consumismo, los medios audiovisuales, los malos ejemplos. Parece como si a todo homicida se le entregara, por así decirlo, un cuestionario de elección múltiple que debe rellenar siempre a su favor:

Mamá no me quería; Mis profesores eran excesivamente autoritarios/antiautoritarios; Papá llegaba a casa borracho/nunca estaba en casa; El banco me concedió demasiado crédito/me bloqueó la cuenta corriente; Cuando era niño/estudiante/aprendiz/empleado siempre me mimaron/relegaron; Mis padres se divorciaron demasiado/pronto/tarde; En mi barrio había demasiadas/insuficientes posibilidades de ocio. Por todo ello no tuve más alternativa que robar/incendiar/atentar/matar. (Márquese lo que corresponda.)

Con tales procedimientos se consigue que el delito desaparezca, dado que ya no existen criminales, sino sólo pacientes/clientes. Según este esquema, incluso a Höss y a Mengele habría que considerarlos víctimas desamparadas merecedoras de una ayuda adecuada en forma de tratamiento psicoterapéutico a cargo de la seguridad social. Siguiendo esta lógica, sólo los terapeutas podrían plantearse dudas morales al respecto, al ser los únicos capaces de comprender la situación. Y puesto que todos los demás no son responsables de nada, y muchos menos de sus propios actos, ya no existen como personas, sino únicamente como destinatarios de la asistencia social.

Si comparamos la mamarrachada política de tales afirmaciones con las teorías materialistas sobre la crisis, por muy crudas que éstas sean todavía resultan plausibles, porque por lo menos se basan en datos económicos y en consecuencia comprobables. Sólo a un mentecato se le ocurriría servirse del argumento de que el análisis marxista ya no está de moda. Desde que el mercado mundial ha dejado de ser una visión de futuro para convertirse en una realidad global, cada año produce menos ganadores y más perdedores; pero no sólo en el Segundo y Tercer Mundo, sino incluso en el centro del capitalismo. Mientras allí son países e incluso continentes enteros los que quedan marginados de las relaciones internacionales de intercambio, aquí son sectores cada vez más amplios de la población los que ya no pueden mantener el ritmo de una competencia cada vez más salvaje. 

Si nos imaginamos un atlas que muestre la distribución territorial de todas estas masas «superfluas»—es decir, por un lado las regiones del subdesarrollo en sus diversas gradaciones, y por el otro las zonas de infraocupación en las metrópolis— y si a continuación tomamos los lugares en los que habitan dichas masas y los comparamos con los focos de las pequeñas y las grandes guerras civiles, obtendremos una clara correlación. Y entonces llegaremos a la conclusión de que la violencia colectiva no es más que la reacción desesperada de los perdedores ante su situación económica sin futuro.

Sin embargo, no se han producido las consecuencias políticas anunciadas por los teóricos marxistas. En este sentido, sus tesis han sido falsificadas. La lucha internacional de clases no tiene lugar. Ninguno de los dos bandos implicados en la famosa contradicción básica tienen intención de llegar a una confrontación global. Los perdedores, lejos de unirse bajo una misma bandera, van acelerando su autodestrucción, al tiempo que el capital se retira siempre que puede de los escenarios bélicos. 

En este contexto es preciso, aunque no prometedor, rebatir la pertinaz creencia de que las condiciones de explotación pueden reducirse a un mero problema de distribución, como si se tratara del reparto justo o injusto de un pastel. Aparte de que este cliché no puede invocar en absoluto la teoría marxista, es sencillamente falso. Nos lo suelen presentar afirmando que «nosotros» vivimos a costa del Tercer Mundo; que nosotros, es decir, los países industrializados, somos tan ricos porque lo estamos explotando. Pero quienes se autoinculpan de este modo suelen desconocer los hechos. Para ello basta un solo indicador: la participación de África en las exportaciones mundiales se reduce al 1,3%; el de Latinoamérica se sitúa en el 4,35%. Los economistas que han estudiado el asunto no creen que la población de los países más ricos llegaran a enterarse si los continentes más pobres desapareciera del mapa. Y esta situación tan catastrófica no la pueden modificar las crisis causadas por el endeudamiento ni los vaivenes en los precios de las materias primas, la fuga de capitales o el proteccionismo.*

Las teorías que se limitan a achacar la pobreza de los pobres exclusivamente a factores externos no sólo alimentan la indignación moral, sino que tienen otra ventaja: exculpan a los gobernantes del mundo pobre y achacan todas las miserias a Occidente, recientemente rebautizado como El Norte. Los africanos, que ya se han percatado de esta artimaña, afirman ahora que sólo hay una cosa todavía peor que ser explotados por las multinacionales: no ser explotados por ellas. Según ellos, el enemigo principal ya no son los centros del capitalismo sino aquellos gángster políticos que desde hace años arruinan sistemáticamente sus respectivos países. Ninguna persona lúcida se traga que la gran banca haya orquestado durante veinte años la guerra civil del Chad, que Idi Amin sea un agente de la CIA o que los Tigres tamiles sean marionetas del Pentágono. A pesar de ello, hay incluso europeos que siguen aferrándose a la idea de que no existen criminales, sólo instigadores. Siguiendo esta lógica, la guerra civil de Yugoslavia no sería responsabilidad de serbios ni de croatas, sino de ciertos secretarios de Estado de Bonn que por esta vía pretenderían restaurar el Gran Reich alemán. 

Tan descabelladas imputaciones también desempeñan un papel en la guerra civil molecular, sólo que en este caso los perdedores, llevados por su paranoia, se empeñan en señalar como causantes de su miseria a extranjeros, judíos, coreanos, latinoamericanos o gitanos. Todas estas fantasiosas visiones de conjura no hacen más que ocultar la terrible verdad: en Nueva York al igual que en el Zaire, en las metrópolis al igual que en los países pobres, son cada vez más personas que son eliminadas del circuito económico porque ya no resulta rentable explotarlas. 

* Nota al pie 2015: La participación de América Latina y África en el comercio mundial parece haber aumentado desde 1990; en la actualidad se estima que está comprendida entre el 3% y el 6%. 

Hans Magnus Enzensberger (Panóptico)
* Hans Magnus Enzensberger (El perdedor radical) Ensayo sobre los...

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