Carl Cederström (La ilusión de la felicidad) El temerario camino hacia un nuevo modelo de bienestar

La violencia de la precariedad

En 1930, el filósofo británico Bertrand Russell observó que el trabajo puede ser más o menos emocionante, pudiendo ser <<un mero alivio del tedio o la delicia más profunda>>. Si bien el trabajo suele ser aburrido, tiene la ventaja de liberar a las personas de la carga existencial de tener que tomar decisiones de forma proactiva. Cuando nos dedicamos al trabajo no tenemos que preocuparnos acerca de cómo emplear mejor nuestro tiempo libre. En resumen, el trabajo es una <<preocupación contra el aburrimiento>>

Hoy día, sin embargo, el trabajo rara vez se describe como una manera para evitar el aburrimiento. En cambio, se ha convertido en el camino obligatorio hacia la felicidad. En un lugar como Zappos, la felicidad no es un efecto secundario afortunado del trabajo que realiza la empresa, sino la esencia de su filosofía. Y es lo que ofrece a los empleados, después de que hayan invertido emocionalmente en la empresa. Quiere que los empleados conecten y se involucren en su trabajo. No se espera que estén allí porque tienen que hacerlo, sino porque realmente lo desean, porque <<aman su trabajo>>

Russell afirmó que el trabajo significativo y constructivo, el que permite a las personas ejercer una habilidad particular, puede ser una fuente de gran satisfacción. En 2015, cerca del 50% de los trabajadores estadounidenses afirmó estar satisfecho con su trabajo. A pesar de que la tendencia registrara un aumento en los últimos diez años, la mitad de la población afirmó no estar satisfecha. La diferencia observada entre la década de 1930, cuando Russell contempló la posibilidad de conquistar la felicidad a través del trabajo, y la época de capitalismo emocional que vivimos hoy en día, tal vez no resida en que ahora hay puestos de trabajo infinitamente más <<interesantes>> y <<estimulantes>>; simplemente, se espera que los trabajadores sean felices en sus puestos de trabajo, independientemente de lo penosas y perjudiciales que sean las circunstancias. Tal y como señala Miya Tokumitsu en Do What Yoy Love, <<la compenetración trabajo-amor también se ha filtrado en el ámbito de los trabajos con peores salarios>>. La autora considera el ejemplo de un anuncio publicado por una empresa de servicios de limpieza en Craiglist, que buscaba <<un individuo apasionado, para limpiar casas>>. En un ensayo publicado en el London Review of Books, Paul Myerscough explica que los trabajadores de Preat a Manger, una cadena de comida rápida del Reino Unido, no solo tienen que aparentar ser felices y positivos, Deben ser felices. Como dijo un gerente de Pret: <<La autenticidad a la hora de ser feliz es importante>>. El hecho de que el salario inicial esté muy poco por encima del salario mínimo en el Reino Unido, por supuesto, no tiene importancia. 

En un lugar de trabajo como Zappos, donde los empleados supuestamente <<aman su trabajo>> y el equilibrio entre el trabajo y la vida ha sido reemplazado por la integración trabajo-vida, ya no hay necesidad de preocuparse por esas <<tijeras de castración>> sobre las que Raoul Vaneigem advirtió, porque las dos cuchillas, el trabajo y el ocio, se han fundido adecuadamente en una sola. No obstante, cuando nada parece existir más allá del trabajo, <<hacer lo que amas>> puede convertirse fácilmente en una pesadilla. Un estudio de 2015 revela que, aunque muchos funcionarios afirmen estar contentos con su trabajo, también dicen sentirse agotados. Como señala Tokumitsu: <<Mantras como "Haz lo que amas" y "Sigue tu felicidad" a menudo encubren una ideología despiadada de producción y consumo ininterrumpidos originados en la comodidad acogedora del autocuidado y el placer>>. Cuando la felicidad ya no es una posibilidad, sino una necesidad, los empleados no solo han de informar sobre su felicidad, sino que también han de expresar su felicidad de una manera sincera. <<Por suerte para los empleadores -continúa Tokumitsu-, la cultura popular de la felicidad insistentemente codificada mediante el DWYL [Do What Yoy Love, es decir, haz lo que amas] funciona para que los trabajadores proyecten exterior e insistentemente la inmensa emoción que les provoca trabajar>>

A medida que la línea entre el trabajo y el no trabajo va difuminándose, se espera que más y más personas busquen la felicidad a través del trabajo; asistimos a la gestación de lo que Byung-Chul Han llama sociedad del agotamiento. Después de un siglo de disminución constante de la cantidad de horas de trabajo -de 3.000 en 1870 a 1.887 en 1973-, esta tendencia se ha invertido de forma abrupta. Desde 1973 hasta 2006, al trabajador estadounidense promedio se le agregaron 180 horas adicionales a su horario de trabajo anual, mientras que los salarios se mantuvieron constantes. 

Jordi Soler (Mapa secreto del bosque) Un ensayo de combate para ver más allá de lo inmediato

Los jipis pusieron en práctica, a mediados del siglo XX, un modelo de emboscadura. ¿En dónde están los nuevos jipis?

Octavio Paz escribió en su libro Corriente alterna, que publicó en 1967, un diagnóstico del futuro que resulta asombroso leer medio siglo más tarde. El año crucial de 1968 estaba a punto de llegar y Paz, que entonces era embajador de México en la India, veía con toda claridad que el mundo estaba cambiando radicalmente. «Creo que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos», nos advierte en la primera página de este libro, que es, en realidad, una antología de los artículos que publicaba entonces en revistas latinoamericanas y europeas, artículos escritos con la urgencia, y la frescura, de quien pretende captar el momento en el que todo empezó a cambiar a la manera de los pintores impresionistas que daban pinceladas precisas y veloces para capturar el instante en el que se manifestaba la luz.

Octavio Paz escribe: «El gran problema a que se enfrentarán las sociedades industriales en los próximo decenios es el del ocio. El ocio había sido, simultáneamente, la bendición y la maldición de la minoría privilegiada. Ahora lo será de las masas». 

Más de cincuenta años más tarde nos encontramos con la evidencia de que nunca en toda la historia de la humanidad habíamos tenido tantas y tan diversas formas de canalizar el ocio, una bendición/maldición directamente relacionada con la realidad fragmentada que vislumbraba el poeta, pues buena parte del ocio se traduce en una multitud de individuos detrás de sus pantallas consumiendo los productos que ofrece la red o interaccionado con ellos. 

El fragmento es la forma que mejor refleja nuestra realidad, advertía Paz, sobre todo a partir de la irrupción de la red, que atomiza a la sociedad, que la divide en unidades, que la neutraliza, que se comportaba, todavía, como un amenazante colectivo capaz de sacudir el establishment.

Paz escribía entonces que las dos grandes transformaciones sociales de aquella época eran «la rebelión juvenil y la emancipación de la mujer». «La segunda es sin duda más importante y duradera», sostenía el poeta, «es un cambio comparable al del neolítico». 

El neolítico transformó la relación de nuestra especie con la naturaleza, del mismo modo que la emancipación de la mujer ha ido, en efecto, transformando la dinámica familiar, las relaciones sociales, el mundo laboral, etcétera. A pesar de que la igualdad entre los sexos tiene que recorrer todavía un largo camino, no puede ya compararse la vida que tenían las mujeres al principio de los años sesenta con la que llevan en el siglo XXI.

Octavio Paz no acertó, sin embargo, con la rebelión de los jóvenes, que al final ha quedado en breves episodios aislados de la historia reciente; y no acertó porque la sociedad occidental ha terminado siendo una cosa distinta de lo que entonces prometía en esa época en la que la juventud clamaba. Dice Paz: «Yo no quiero ser parte de este mundo que ha inventado los campos de concentración y ha arrojado bombas atómicas sobre Japón».

Los jóvenes de entonces se sabían herederos del desastre que dejaban sus mayores, algo que podrían suscribir también los jóvenes de hoy, y veían con naturalidad la fantasía freudiana de asesinar al padre, «una realidad psicológica de la era industrial», apunta Paz.

A través de la figura del padre asesinado se puede situar a la juventud de nuestro tiempo frente a la de los años sesenta; los adultos entonces eran más adultos, había una separación muy clara entre ellos y sus hijos y el asesinato freudiano no admitía ambigüedades: había que matar a ese otro que te dejaba por herencia un planeta lamentable con bombas atómicas y campos de concentración. Pero en el siglo XXI esa frontera se ha difuminado, las nuevas tecnologías, la bendición/maldición del ocio, ha barrido las diferencias, padres e hijos tuitean, oyen música en Spotify, se tatúan una greca maya en la nuca y se visten con prendas parecidas. En estas condiciones, la fantasía freudiana se ha desdibujado: el hijo mata a su padre, no a su compadre.

Los jipis son un buen ejemplo de lo que sucedía con la juventud hace cincuenta años, querían destruir el sistema, replantear los fundamentos de la economía, vivir en armonía con la naturaleza y además eran unos entusiastas del hedonismo y de la tribu familiar; pretendían, en suma, vivir de otra forma, corregir la deriva occidental hacia la ganancia y el progreso económico que ya desde la época de los sesenta era un escándalo. Todos los objetivos del jipismo, a excepción quizá de su estética y de su consustancial cursilería, podrían retomarse hoy con más ímpetu, pues ha pasado medio siglo y el sistema que intentaron destruir sigue no solo de pie, sino más sólidamente establecido que nunca. ¿Por qué se fueron los jipis si no habían conseguido lo que buscaban? No se fueron, se disolvieron, se han ido diseminando en nichos que conservan ciertos elementos de su ideario de juventud; la cruzada ecológica, por ejemplo, la alimentación saludable y otros sucedáneos individuales de aquella gesta espiritual y colectiva, como el yoga, el mindfulness y un largo, y muy rentable, etcétera. Los viejos jipis están hoy haciendo la flor del loto, el saludo al sol; la postura del guerrero después de una jornada extenuante de oficina, en los despachos del poder económico, mediático o político. La imagen del jipi, que hace años combatía al sistema desde la calle, practicando la postura del guerrero en un salón de yoga climatizado, ilustra perfectamente la magnitud del caso. 

Paz escribe unas lineas que parecen destinadas a explicar el auge de la espiritualidad new age que inunda nuestra época, uno de los tentáculos más redituables del ocio: «También las doctrinas de Buda y del Mahavira nacieron en un momento de gran prosperidad social y las ideas de ambos reformadores fueron adoptadas con entusiasmo no por los pobres sino por la clase de los mercaderes. La religión de la renuncia a la vida fue una creación de una sociedad cosmopolita y que conocía el desahogo y el lujo». De una sociedad, diríamos, que tenía un nivel de bienestar como el que hoy tienen los países europeos, que permitía a los ciudadanos grandes dosis de tiempo ocioso, solo que en nuestro siglo, aquí en Occidente, el ocio se purga mayoritariamente en la pantalla que nos atomiza y nos fragmenta en miles de millones de terminales. Al final la rebelión de los jóvenes no produjo una transformación tan grande como previa Paz, en nuestro siglo esa rebelión ha quedado reducida a la rabieta individual online

Alessandro Baricco (The Game)

Venían de un desastre. Dos generaciones de padres, antes de ellos, habían vivido dando y recibiendo muerte en nombre de principios y valores que se habían revelado tan sofisticados como letales. Lo habían hecho bajo la guía indiscutible de élites implacables que habían sido formadas con esmero y lúcida programación. El resultado fue un siglo atroz y la primera comunidad humana capaz de autodrestruirse con un arma total. Era el paradójico patrimonio que una civilización en apariencia refinadísima estuvo a punto de legar a sus herederos: el privilegio de un trágico final.

Fue en ese momento cuando una especie de inercia instintiva empujó a una parte de esa gente a la fuga. Una evasión de masas a trompicones, casi clandestina: en el fondo, era de ellos mismos, de su propia tradición, de su propia historia, de su propia civilización. Se veían acosados por dos enemigos: 1) cierto sistema inquietante de principios y valores; 2) la granítica élite que los custodiaba. Ambos habían arraigado fundamentalmente en las instituciones, con la solidez de una firmeza secular, y con la fortaleza de una forma de inteligencia acreditada. Si querían desafiarlos podían elegir entre un choque frontal, y se trataría por tanto de producir ideas, principios, valores. Más o menos lo que habían hecho, en otros tiempos y en una situación parecida, los ilustrados. Una batalla ideológica en el campo abierto de las ideas. Pero los que inventaron el plan de la fuga habían visto tantas veces «las ideas» dando a luz desastres que albergaban con respecto a ellas cierto recelo instintivo. Además veían generalmente de una élite masculina, técnica, racional, pragmática, y si tenían algún talento era en el campo del problem solving, no en la elaboración de sistemas conceptuales. De manera que, instintivamente, afrontaron el problema a fondo, INTERVINIENDO SOBRE EL FUNCIONAMIENTO DE LAS COSAS. Empezaron a resolver problemas (cualesquiera, incluso el mero envío de una carta) ELIGIENDO SISTEMÁTICAMENTE LA SOLUCIÓN QUE ELIMINABA LA TIERRA BAJO LOS PIES A LA CIVILIZACIÓN DE LA QUE PRETENDÍAN EVADIRSE. No era la mejor solución o la más eficaz: era la que erosionaba los pilares fundamentales de la civilización de la que querían liberarse. Venían de una civilización que se apoyaba en el mito de la firmeza, de la permanencia, de los límites, de las separaciones: ellos empezaron a afrontar los problemas adoptando sistemáticamente la solución que aseguraba la máxima cantidad de movimiento, de movilidad, de fusión entre los diferentes, de demolición de barreras. Era una civilización que se mantenía en equilibrio sobre el punto fijo de una élite sacerdotal a la que se le había confiado un tranquilizador sistema de mediaciones: ellos se pusieron a adoptar de forma sistemática la solución que se saltaba el mayor número de pasos posibles, hacía inútiles las mediaciones y dejaba en fuera de juego a todos los sacerdotes que existían. Hicieron todo esto de una forma depredadora, feroz, rapidísima, y con una cierta dosis de urgencia, desprecio y hasta de venganza. Más que una revolución, fue una insurrección. Robaron toda clase de tecnología que estuviera a disposición (lograron robar Internet a los militares, es decir, al enemigo). Se servían de las universidades como almacenes en los que quedarse el tiempo necesario para llevarse todo lo que podían resultarles de utilidad. No tenían compasión alguna hacía las víctimas que dejaban a sus espaldas (nadie a visto nunca a Bezos conmoverse por las librerías a las que llevaba a la ruina), no tenían ningún manifiesto ideológico, una explícita perspectiva filosófica y ni siquiera las ideas guías especialmente claras. No construían, de hecho, ninguna TEORÍA SOBRE EL MUNDO: estaban estableciendo una PRÁCTICA DEL MUNDO. Si queréis los textos fundacionales de su filosofía, aquí lo tenéis: el algoritmo de Google, la primera web de Berners-Lee, la pantalla de inicio del iPhone. Cosas, no ideas. Estaban huyendo de una civilización ruinosa y lo hacían con una estrategia que no necesitaba de particulares teorías: consistía en resolver problemas eligiendo sistemáticamente la solución que boicoteaba al enemigo, es decir, la que favorecía el movimiento y desmantelaba las mediciones. Era un método ilícito, pero inexorable y difícilmente cuestionable. Aplicado a cualquier asidero de la experiencia —desde la compra de un libro, al modo de hacer fotografías en las vacaciones o a la búsqueda del significado de «mecánica cuántica»—generaba una especie de erosión que, burlándose de los grandes palacios del poder (escuelas, parlamentos, iglesias), invadía el mundo desde abajo, liberándolo de un modo casi invisible. Era como excavar subterráneos por debajo de la piel de la civilización del siglo XX: tarde o temprano todo se derrumbaría.

Lo que ahora alcanzamos a comprender es que la aplicación en serie de soluciones elegidas sistemáticamente por su capacidad de facilitar el movimiento y de desmantelar las mediaciones, generó, en primera instancia, nuevos instrumentos que más adelante serían las bases del manual de conducta digital: digitalización de los datos, ordenador personal, Internet, Web. También sabemos que, en un segundo momento, el uso de estos instrumentos generó escenarios completamente inéditos e imprevisibles donde anidaba una auténtica revolución mental: la desmaterialización de la experiencia, la creación de un ultramundo, el acceso a una humanidad aumentada, el sistema de realidad de doble fuerza motriz, la postura HombreTecladoPantalla. Y ahora la pregunta es: ¿deseaban escenarios como estos? ¿Era el mundo que se habían propuesto construir previamente? ¿Encontraban ahí la idea de hombre por la que habían liado una buena? Podemos contestar seriamente que no. No tenían una idea del mundo que perseguían: tenían una idea del mundo del que huir. No tenían un proyecto de hombre: tenían la urgencia de desintegrar lo que los había jodido. De todas formas tenían, en su ADN de problem solver, una formidable capacidad de actualización: de vez en cuando, solución tras solución, se encontraban sobre el tablero escenarios que no se habían buscado y hay que reconocer en ellos una formidable capacidad de convertirlos en figuras eficientes que continuaran persiguiendo el objeto último de la insurrección, es decir, desarmar al hombre del siglo XX. En esto, es necesario admitirlo, eran geniales. De tanto en tanto se equivocaban, iban por callejones ciegos, emprendían direcciones sin futuro. Pero en la mayor parte de los casos (la famosa columna vertebral) la constante corrección de la línea maestra de la insurrección es sorprendente. Eran pioneros, no lo olvidemos, y sin embargo lograron diseñar un tablero de juego que no era en modo alguno casual, sino que describía exactamente la partida por la que habían empezando a jugar. Cuando empezaron todo aquel follón, no podían imaginarse ni por asomo algo como Google: pero cuando lo tuvieron delante de sus ojos entendieron perfectamente que era un producto exacto de su revolución mental y tardaron poquísimo en adoptarlo como fortaleza estratégica que dejaba fuera de juego para siempre el grueso del ejército enemigo. 

[...] Con sorprendente determinación se sirvieron de una estrategia que quizá a muchas personas podía pasar desapercibida, pero no a lo más perspicaces de ellos. La resumió, de modo fantástico, uno de ellos en cierta ocasión: a ver si sabéis quién. Stewart Brand. La resumió en tres líneas que no sin motivo deberían aparecer en el epígrafe de este libro: «Muchas personas intentan cambiar la naturaleza de la gente, pero es realmente una pérdida de tiempo. No puedes cambiar la naturaleza de la gente; lo que puedes hacer es cambiar los instrumentos que utilizan, cambiar las técnicas. Entonces, cambiarás la civilización.

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