Giorgio Agamben (¿En qué punto estamos?) La epidemia como política

16. DOS VOCABLOS INFAMES
Inédito

En las polémicas durante la emergencia sanitaria han aparecido dos vocablos que con toda evidencia tenían el único propósito de desacreditar a aquellos que ante el miedo que había paralizado las mentes, todavía se obstinaban en pensar: "negacionista" y "conspiracionismo". No merece la pena dedicarle muchas palabras al primero, desde el momento en que, al poner irresponsablemente en un mismo plano el exterminio de los judíos y la epidemia, quiene emplea este término muestra que participa de forma consciente o inconsciente de este antisemitismo, aún tan extendido tanto en la derecha como en la izquierda de nuestra cultura.

Como sugieren amigos judíos, quienes con toda razón se sienten ofendidos, sería oportuno que la comunidad judía se pronunciase acerca de este indigno abuso terminológico.

Vale la pena deternerse, en cambio, en el segundo término que testimonia una ignorancia de veras sorprendente sobre la historia. Quien tiene familiaridad con las investigaciones de los historiadores sabe bien que las experiencias que ellos reconstruyen y narran son necesariamente el fruto de planes y acciones muy a menudo concertadas por individuos, grupos y facciones que persiguen sus objetivos por cualquier medio.

Entre miles de ejemplos posibles, aquí presentaré tres, cada uno de los cuales ha marcado en fin de una época y el comienzo de un nuevo período histórico.

En 415 a.C., Alcibíades puso en juego su prestigio, sus riquezas y todo recurso a su alcance para convencer a los atenienses de realizar una expedición a Sicilia que tendrá desastrosos resultados y coincidirá con el fin del poder de Atenas. Los adversarios, por su parte, aprovechándose de la mutilación de las estatuas de Hermes ocurrida algunos días antes de la partida de la expedición, reclutaron falsos testigos y se conjuraron en contra de Alcibíades para conseguir su condena a muerte por sacrilegio.


El 18 brumario (9 de noviembre de 1799), Napoleón Bonaparte, aunque había declarado su fidelidad a la constitución de la República, con un golpe de Estado derrocó al Directorio y se hizo proclamar cónsul con plenos poderes, poniéndole fin a la Revolución. En los días anteriores, Napoleón se había encontrado con Sieyès, Fouché y Luciano Bonaparte, para ajustar la estrategia que permitiría superar la oposición prevista del Consejo de los Quinientos.

El 28 de octubre de 1922 tuvo lugar la Marcha sobre Roma de cerca de veinticinco mil fascistas. En los meses que precedieron al acontecimiento, Mussolini, que había preparado con sus futuros triunviros Cesare Maria De Vecchi, Emilio De Bono y Michele Bianchi, tomó contacto con el presidente del Consejo, Luigi Facta, con Gabriele D´Annunzio y exponentes del mundo empresarial (según algunos, hasta se había encontrado en secreto con el rey Victor Manuel III) para intentar establecer posibles alianzas y considerar las eventuales reacciones. En una suerte de ensayo general, el 2 de agosto, los fascistas ocuparon militarmente Ancona.

En los tres acontecimientos, individuos reunidos en grupos o partidos actuaron con decisión para llevar a cabo los fines que se proponían, enfrentándose en cada ocasión con circunstancias más o menos previsibles y adaptando a estas la propia estrategia. Sin duda, como en cada experiencia humana, el azar juega su parte, pero explicar con el azar la historia de los seres humanos no tiene sentido alguno y ningún historiador serio lo ha hecho jamás. Por esto no hay necesidad de hablar de una "conspiración", pero es verdad que quien definiera como conspiracionistas a los historiadores que han intentado reconstruir en detalle sus tramas y su desarrollo demostraría su ignorancia, si no su idiotez. 

Por este motivo es mucho más increíble la obstinación en hacerlo en un país como Italia, cuya historia reciente es hasta tal punto el fruto de intrigas y de sociedades secretas, maniobras y conjuras de todo tipo, que los historiadores no logran desentrañar muchos de los acontecimientos decisivos de los últimos cincuenta años, desde las bombas en la Plaza Fontana hasta el asesinato de Aldo Moro. Esto es tan cierto que el propio presidente de la República, Francesco Cossiga, en su momento declaró que formaba parte activamente de una de estas sociedades secretas, conocida con el nombre de Gladio.

En lo que concierne a la pandemia, investigaciones confiables muestran que no llegó de forma inesperada. Como documenta de forma eficaz el libro de Patrick Zilberman Tempêstes microbiennes (París, Gallimard, 2013), la Organización Mundial de la Salud ya en 2005, en ocasión de la gripe aviaria, había sugerido un escenario como el presente, proponiéndolo a los gobiernos como un modo de asegurarse el apoyo incondicional de los ciudadanos. Bill Gates, que es el principal sostén financiero de esa organización, en muchas ocasiones ha hecho públicas sus ideas sobre los riesgos de una pandemia, que, en sus previsiones, provocaría millones de muertos y contra la cual era necesario prepararse. De este modo, en 2019 el Resource Center de la Johns Hopkins University de los Estados Unidos, en una investigación financiada por la Bill and Melinda Gates Foundation, organizó una simulación de la pandemia de coronavirus, llamada "Event 201. A Global Pandemic Exercise", la cual reunía a expertos y epidemiológicos con el objeto de preparar una respuesta coordinada en el caso de que apareciese un nuevo virus. 

Como siempre en la historia, también en este caso existen personas y organizaciones que persiguen sus objetivos lícitos o ilícitos y procuran realizarlos por cualquier medio; es importante que quien quiera comprender lo que sucede los conozca y los tenga presentes. Para ello, hablar de conspiración nada añade a la realidad de los hechos. Definir como conspiracionistas a quienes intentan conocer las experiencias históricas tal cual son es simplemente infame. 

Achille Mbembe (Brutalismo)

 ANIMISMO Y VISCERALIDAD

Jamás el mundo ha producido tantos conocimientos, como en nuestros días. La mayor parte de estos conocimientos se refieren a procesos vitales y a procedimientos mecánicos y fisicoquímicos. Otros constituyen en sí mismos actos únicos de creación y de imaginación. Muchos tienen como función inventar fuerzas móviles, en el interfaz entre los cuerpos y las máquinas. De este tipo de fuerzas se espera sean capaces de matar lo más rápidamente posible, lo más eficazmente posible y lo más «limpiamente» posible, en nombre de la seguridad. Se trata, por otra parte, de transformar todo lo real en un producto técnico —y lo humano, en particular, en un ente sintético—, si es necesario a través de nuevos métodos de abonado y de animación. 

La humanidad no ha dispuesto jamás de tantas informaciones y datos respecto a casi todo, podemos decir que respecto al conjunto de lo vivo. Las informaciones que existen jamás han sido tan accesible, aunque, en lo esencial, los descubrimientos y las innovaciones más decisivas en los campos tecnomilitar, científico y comercial siguen siendo secretas y están sujetas a patentes. Todo eso es cierto. Y sin embargo, la ignorancia y la indiferencia, inducidas o cultivadas, jamás han sido tan compartidas. Y es porque, al igual que el conocimiento, la ignorancia es una forma de poder. El saber no conduce automáticamente a la libertad, mientras que el no saber libera de casi toda responsabilidad, permitiendo allí donde es necesario un aumento del control y del poder.

DE LA VIDA DEMONIACA

La crítica de la idea de progreso ya se ha hecho y no queda prácticamente nada que añadir. Como concepto, el progreso se basaba en la fe en un movimiento continuo, no susceptible de interrupción. El movimiento mismo no se justificaba más que por sus fines utilitarios y funcionales. En el paradigma del progreso, el movimiento continuo y el funcionalismo se confundían con el vitalismo. En eso, el progreso se oponía fundamentalmente a todo lo que presentaba la apariencia de algo muerto. No soportaba ni la ruina, ni el deteriodo, ni la vejez, ni la inanición. Toda zona muerta, toda parte muerta y todo punto muerto contradecían su principio.

A pesar de la crítica del progreso, el deseo de transformaciones perpetua del sujeto humano y del mundo, así como la voluntad de control integral de la naturaleza y de la vida, siguen no obstante vivos. En el fondo, ese deseo y esa voluntad de poder continúan siendo el horizonte al que la humanidad no ha dejado de aspirar. Hoy, esa aspiración se ha reducido a una simple cuestión de cuantificación del mundo y de las formas de sangrarlo. El verbo, por así decir, se ha hecho curva, círculo, diagrama, algoritmo. Como la cifra ha superado en importancia a la palabra, el número se ha convertido en el garante último de la realidad, en vez de ser un indicador.

Así pues, lo que la época moderna ha denominado proyecto de racionalización solo ha sido posible gracias a una multitud de innovaciones materiales, tecnológicas y prácticas. Descifrar el universo, sobre todo por parte de las ciencias y las matemáticas, supone ahora ya el conocimiento integral e infinitamente expansivo de este y de los fenómenos que lo agitan. Más que nunca, estamos acoplados a esa trayectoria, llevados por toda clase de mega y nanoestructuras y, sobre todo, por un nuevo tipo de intangibilidad o facultad que, a falta de un vocabulario alternativo, no tenemos más remedio que llamar digital.

El advenimiento de la razón digital ha devuelto la vida a un viejo fantasma, el del conocimiento integral. Considera el mundo como un inmenso reservorio. Está implacablemente sometido al deseo de poder del hombre, y sus fuerzas elementales están controladas por la mecánica de un régimen de conocimiento al que nada debería escapar. Una vez más, y en estas condiciones, conocer solo tiene sentido en la medida en que autoriza la sangría, la perforación y la extracción. Solo cuenta, por tanto, los puntos de punción. Y cuentan únicamente porque, al final de la cadena, lo que se ha extraído puede ser transformado en otra cosa antes de ser entregado a la consumación. 

Al igual que la relación hoy cada vez más íntima entre economía y fenómenos neurológicos, tecnológicos y biológicos, la transformación del mundo en una inmensa fragua impresionó a los primeros críticos de la era industrial. Movimientos de fuerzas elementales monstruosas, velocidad vertiginosa, vibración y temblores, potencia explosiva, todo recordaba a un incendio, al comienzo absoluto de la combustión del mundo. «Es el taller de trabajo de los cíclopes», recuerda Friedrich Georg Jünger. El paisaje industrial nos dice: «tiene algo de volcánico, y encontramos todos estos fenómenos visibles durante y después de las erupciones volcánicas: lava, ceniza, fumarolas, humo, gases, nubes nocturnas iluminadas por el fuego y la devastación a gran escala». Y, volviéndose hacia las «poderosas fuerzas elementales que invaden hasta la ruptura las máquinas ingeniosamente diseñadas», las cuales realizan automáticamente su operación uniforme de trabajo, añade: «Se propagan en los tubos, depósitos, engranajes, conductos, altos hornos, se precipitan en el calabozo del aparataje que, como todas las cárceles, rebosa de hierro y de rejas concebidas para impedir que los prisioneros escapen. Pero ¿quién no oye a esos prisioneros gemir, y quejarse, sacudir los barrotes y vociferar con una rabia insensata, cuando presta oídos a esa profusión de ruidos nuevos y extraños, engendrados por la técnica?». Esos ruidos resultan de la unión de lo mecánico con lo elemental. Son, por otra parte, nocivos, estridentes, penetrantes, desgarradores como aullidos. Son ellos lo que acaban confiriendo a la técnica la fisonomía y los rasgos de un «demonio habitado por una voluntad propia».

[...] Si el saber y la verdad por sí solos nos hicieran realmente libres, hace tiempo que, habiéndose emancipado de la ignorancia y del prejuicio, del miedo y la superstición, la humanidad habría encontrado la clave de la felicidad y de la paz, una era de entendimiento universal. Y sin embargo, a pesar de la acumulación sin precedentes de conocimientos, las ideas malas, pobres, simplistas y limitadas nunca habían tenido tanto éxito. Y es que nuestra época tiende a la fragmentación, a las anécdotas, a los sortilegios de la identidad y al deseo de incesto que es su corolario. 

Una de las exigencias de nuestro tiempo es la del rendimiento óptimo y la eficacia. Está admitido que el rendimiento óptimo y la eficacia no pueden realizarse si no es mediante una expansión de la técnica. No obstante. cuanto más dominan nuestras vidas la razón, la ciencia y la tecnología, más parece su fuerza formadora disminuir en el espíritu público. En efecto, contrariamente al mito de la Ilustración, es posible que la razón no sea el elemento motor del género humano. La tecnificación de la vida no hace mecánicamente de nosotros unos seres cada vez más racionales, y no digamos razonables. De hecho, cuanto más hacen retroceder los progresos de la ciencia y la tecnología las fronteras de la ignorancia, más se extiende el imperio del prejuicio, de la credulidad y de la tontería, como si la humanidad necesitase un fondo oscuro y sombrío, la inmensa reserva de noche con la que el psicoanálisis intentó reconciliarse. Lo mismo ocurre con el consumo de signos cuya procedencia ignoramos. Nos damos cuenta de que la tecnofilia y el odio a la razón pueden convivir alegremente. Y cada vez que se ha alcanzado este umbral de colusión, la violencia resultante ha sido explosiva y visceral. 

Lluís Rabell (La izquierda desnortada)

Cautivos del nacionalismo
28/02/2020

" Si la humanidad se aniquila a sí misma, lo hará mediante el estallido de la violencia nacionalista, y no de la violencia social". Así se expresaba en 1964 el filósofo británico de origen ruso-judío Isaiah Berlin en sus "Apuntes sobre el nacionalismo". Un texto que, junto con otros más recientes, compone una compilación de reflexiones de este historiador de las ideas acerca de un fenómeno que considera subestimado, en cuanto a su fuerza y a su transcendencia se refiere, por el pensamiento político contemporáneo. ("Sobre el nacionalismo", Ed. Página Indómita). Pasados algunos años, el discurso de Isaiah Berlin no ha perdido interés. Al contrario: por su profundidad y amplitud de la perspectiva histórica en que se sitúa, nos ayuda a entender acontecimientos que se desarrollan ante nuestros ojos causándonos perplejidad, desde el Brexit al conflicto catalán, pasando por toda una oleada de movimientos populistas que propugnan un "retorno a la soberanía nacional", en medio de una profunda crisis de las sociedades posindutriales y globalizadas. Estos movimientos expresarían algo que Berlin veía ya perfilarse a finales del siglo XX: una suerte de revuelta mundial contra la tradición racional, liberal o socialista, "un confuso esfuerzo por retornar a una moral más antigua". 

El filósofo llama la atención sobre el surgimiento reciente del nacionalismo en Europa, tras el impacto de la revolución francesa y las guerras napoleónicas —en los desarrollos sociales anteriores había "otros focos de lealtad colectiva"—, distinguiéndolo nítidamente de la existencia de una conciencia nacional; es decir, la identificación con una lengua, una cultura, un territorio, unas costumbre o unas vivencias históricas compartidas. El nacionalismo es la expresión inflada, "patológica", de dicha conciencia: "El nacionalismo (representa) la elevación de los intereses de la unidad y la autodeterminación de la nación al estatus del valor supremo ante el cual todas las demás consideraciones, si así es necesario, deben quedar relegadas" En todo nacionalismo subyace "la convicción de que el patrón de vida de una sociedad es similar al de un organismo biológico", de tal modo que sus objetivos deben prevalecer "en caso de conflicto con otros valores". Pues "la unidad humana esencial, aquella en la que la naturaleza del hombre se realiza totalmente, no es el individuo, o una asociación voluntaria que puede ser disuelta, alterada o abandonada a voluntad, sino la nación". Esa perspectiva hace que "la razón más convincente para albergar una creencia particular, seguir una política particular, servir a un fin particular, vivir una vida particular —es decir, particular de un grupo—es que esos fines, creencias, políticas y vidas son las nuestras (...), las de mi nación. 

Pero, como fenómeno histórico que es, ¿sobre qué bases materiales y sociales ha podido surgir el nacionalismo? "Herir el sentimiento colectivo de una sociedad no es condición suficiente (...) La sociedad debe contener en su interior, al menos en potencia, a un grupo o clase que busca un foco para la lealtad y la autodefinición, o tal vez una base de poder, algo que ya no es proporcionado por las antiguas fuerzas de cohesión —tribales, religiosas, feudales, dinásticas o militares. (...) En algunos casos, estas condiciones son creadas por el surgimiento de nuevas clases sociales que buscan ejercer el dominio de la sociedad frente a los antiguos gobernantes, seculares o clericales". 

Cabe preguntarse, sin embargo, ¿por qué semejante visión romántica ha podido triunfar sobre las sólidas corrientes de pensamiento heredadas de la Ilustración?, ¿cómo ha podido arrastrar tales movimientos de masas a lo largo de los últimos siglos y hasta nuestros días? El nacionalismo se nutre, viene a decirnos Isaiah Berlin, de la energía liberada por el desplazamiento de las placas tectónicas de las sociedades en momentos de bruscos cambios históricos. "Tiene lugar entonces un esfuerzo por crear una nueva síntesis, (...) un nuevo centro para la autoidentificación. Un fenómeno bastante familiar en nuestros tiempos, presente en las turbulencias sociales y económicas".

La crisis del orden neoliberal globalizado está provocando por doquier bruscos desplazamientos sociales. Las grandes concentraciones industriales de las viejas metrópolis han sido segmentadas por las deslocalizaciones y las nuevas cadenas de valor. Millones de hombres y mujeres que creían haberse asentado en un confortable estatus de clase media se sienten amenazados y desconcertados. Los Estados y sus instituciones nacionales tienen menos poder de decisión que los consejos de administración de un puñado de grandes corporaciones. Ningún organismo parece capaz de embridar a los mercados financieros, ni anticipar sus crisis. El cambio climático, cuyos efectos se hacen sentir ya, propicia un sentimiento general de incertidumbre. Un brote epidémico en China hace temblar las bolsas de todo el mundo. En un contexto así, ante la dificultad de establecer una gobernanza de la globalización, surge la ilusión de un repliegue nacional, de "volver a hacer grande América" o de retornar a los tiempos en que Inglaterra reinaba sobre los mares. O devienen masivos movimientos secesionistas de regiones ricas, como es el caso de Catalunya. En realidad, la nación idealizada que se invoca nunca existió. Y aún menos podría levantarse sobre nuestras actuales sociedades, profundamente mestizas e interconectadas. Pero la fuerza evocadora de la nación se revela potentísima, hoy como en el siglo anterior. Berlin reprocha justamente a las corrientes marxistas el hecho de haber subestimado ese tremendo potencial movilizador, creyendo que el avance imparable del progreso social y económico haría del nacionalismo algo obsoleto. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial vio a la Internacional Socialista sucumbir ante él. Poco antes, no pocas voces proclamaban que "los intereses económicos de los modernos Estados capitalistas harían por sí solos que las guerras a gran escala resultasen imposibles". No falta tampoco hoy en día quien pronostica un avance pacífico, con algún que otro tropiezo, pero finalmente ineluctable, hacia una armonización global. Perspectiva poco plausible. La experiencia del Brexit debería aleccionados sobre el hecho de que la racionalidad no siempre se impone en las grandes decisiones nacionales; el capitalismo se transforma a través de convulsiones que desestabilizan al conjunto de las clases sociales y obligan a las propias élites a reconfigurarse. La exaltación nacionalista está a la orden del día y el devenir de nuestras sociedades de nuevo en disputa. [...]

Norberto Bobbio (El problema de la guerra y las vías de la paz)

Pacifismo finalista

El pacifismo institucional va más allá, como hemos visto, del pacifismo instrumental, en la búsqueda de las condiciones adecuadas para establecer una paz duradera pero también tiene sus límites. Son límites que hacen pensar inmediatamente en la antigua consideración de que las instituciones están hechas por los hombres y no éstos por las instituciones. La vía del pacifismo jurídico lleva a la paz a través del Superestado: pero si se llegara a éste no con el método democrático, o sea través de negociaciones entre gobiernos y sobre la base del acuerdo de los pueblos, sino mediante la conquista de todos los Estados de la tierra por parte de un solo Estado, y en consecuencia el Estado universal fuera no una federación sino un imperio, ¿la paz así alcanzada sería una solución con que contentarse? La vía del pacifismo social lleva a la paz a través de la destrucción y la sustitución del Estado, al que es esencial el ejercicio de la fuerza para mantener una sociedad sin coacción; pero ¿ésta no necesita, para sobrevivir, de una transformación radical del hombre? ¿En tal momento, el pacifismo institucional no desemboca en el pacifismo finalista para el que la verdadera paz es la que se obtiene actuando no sobre las instituciones, sino sobre los hombres? En buena parte, ¿las dos soluciones institucionales no nos inducen a pensar que la reforma de las instituciones no es una garantía absoluta para la instauración de la paz, si ésta no va acompañada por una reforma de los hombres? Quienes no creen poder dar respuesta afirmativa a esta pregunta sostienen que se debe dar aún un paso más en la búsqueda de las causas de la guerra y sus consiguientes remedios y fijan su mirada no sólo en los medios o en las instituciones sino directamente en el hombre. ¿La guerra no la hacen los hombres, al fin y al cabo? Y si son ellos quienes la hace, ¿no habrá que buscar el remedio que la resuelva, suponiendo que exista, en la naturaleza misma del hombre, o sea en las motivaciones que impulsan a los grupos sociales a usar, en determinadas situaciones, la violencia unos contra otros?

Si estas motivaciones consistieran en la necesidad o en el interés, las guerras deberían cesar cuando los hombres se convencieran de que las guerras ya no sirven para satisfacer necesidades ni intereses. En esta concepción utilitarista de la guerra se había confiado, en el pasado siglo, los positivistas, los evolucionistas y en general todos los que habían vaticinado la desaparición gradual de las guerras (pacifismo pasivo). En realidad, hace tiempo que las guerras no sirven ya ni para un fin ni para otro. ¿Por qué, a pesar de ello, las guerras —y guerras cada vez más terribles— siguen estallando? Es evidente —responden los pacifistas de la última posición citada— que la razón es más profunda. También aquí hay dos modos de dar una respuesta a la búsqueda de esta razón más profunda. Son dos respuestas antitéticas e inconciliables, porque se inspiran en dos concepciones metafísicas opuestas, en dos modos tradicionales recurrentes y contrapuestos de considerar la naturaleza del hombre que, sólo a los efectos de entendernos, denominaremos espiritualismo o materialismo. 

La primera respuesta corresponde a quienes vinculan la guerra con la naturaleza humana considerada desde el punto de vista ético-religioso; la segunda a quienes consideran la naturaleza humana desde un punto de vista biológico. Para los primeros, la razón profunda —verdaderamente última— de la guerra debe buscarse en un defecto moral del hombre, ya sea que esta deficiencia moral se refiera a un hecho de la historia religiosa de la humanidad (el pecado original) o se explique a través de los modelos conceptuales de una ética naturalista o racionalista (el dominio de las pasiones, el contraste entre razón y voluntad, libertad y arbitrio, la inspiración del bien y la inclinación al mal, la disciplina de la ley moral en que consiste la grandeza del hombre y la facultad de infringirla en que consiste su miseria). Para los segundos, la razón profunda hay que buscarla en cambio en una característica de su naturaleza instintiva, en un haz de tendencias, instintos o impulsos primigenios, en las relaciones que tale tendencias, instintos o impulsos provocan en los grupos humanos amenazados de exterminio por la naturaleza hostil o por otro grupo rival. Sobre este aspecto del problema se ha detenido de modo particular el psicoanálisis que se ha dedicado a estudiar, de modo cada vez más intenso en los últimos años, la relación entre el fenómeno de la guerra y la conciencia y la subconsciencia humana. Por una parte, la guerra como consecuencia de un mal moral, por el otro la guerra como consecuencia de una situación explicable en términos psicológicos y sociológicos. 

De estas dos concepciones del hombre descienden dos modos opuestos de encaminar a los hombres hacia vías de la paz. Para los que sostienen el primer punto de vista, la tarea corresponde a los médicos del alma, a los sacerdotes, a los moralistas, a los filósofos que atribuyen a la filosofía una función parenetica, a los misioneros, a los profetas de las crisis y del advenimiento y a los reformadores de costumbre; para quien sostiene el segundo punto de vista, la tarea corresponde a los médicos del cuerpo y de la mente, estudioso de las ciencias humanas, ya sean biólogos, psicólogos, sociólogos o antropólogos, a los médicos, a los psiquiatras y a los psicoanalistas. Para los primeros, el problema de la guerra y de la paz es un problema de conversión; para los segundos, suponiendo que sea soluble, de curación. Los primeros confían en la pedagogía, o sea en una tarea de persuasión, los segundos en una terapia, es decir, en un tratamiento. ¿Durante cuánto tiempo han creído los hombres que la peste era el efecto de acciones malvadas, y en última instancia la manifestación de la cólera divina, y han intentado combatirla con prédicas, con obras de mortificación y expiación antes que con la vacunación obligatoria? ¿Y si la guerra también fuese no tanto un mal, en el sentido moral de la palabra, cuanto una enfermedad? ¿Tendríamos que seguir confiando aún en la obra de las Iglesias antes que en la de las clínicas? ¿Dónde se combate mejor la batalla para liberar al hombre de la violencia, en el púlpito o en el laboratorio?

Personalmente no me encuentro en condiciones de tomar partido ante esta alternativa. No sé si existe alguien, hoy en día, en condiciones de hacerlo. Probablemente no se trate siquiera de una alternativa. Quien quiera atenerse a los hechos, se debe limitar a reconocer, aunque con las debidas precauciones, lo siguiente: hoy el movimiento contra la guerra como mal moral tiene sus sostenedores y sus representantes en los objetores de conciencia. La práctica de la objección de conciencia es un testimonio real de la conquista de la paz a través de una reforma moral, una especie de prefiguración de una humanidad liberada de la guerra por razones religiosas o morales. Por lo que se refiere al otro camino, no tenemos hasta ahora más que hipótesis en debate, de las que se espera confirmación, y propuestas de las que se espera un comienzo de realización. 

Ilaria Gaspari (Seis semanas con los filósofos griegos)

SEXTA SEMANA

Una semana cínica

Empiezo mi última semana filosófica desesperándome por el desastre de la casa: en compensación, no obstante, acabo paseando por el barrio con mi perro, y tengo un amigo más: Mario, llamado Marione, el vagabundo que vive en el sótano. Es una de las personas más simpáticas que he conocido en los últimos tiempos, y me da la impresión de que también por eso los inquilinos del edificio le han reservado un lugar cerrado, al lado de los bajos, adonde sin embargo solo va a dormir cuando hace mal tiempo, porque afirma que por regla general se está mejor al aire libre. Como es obvio, me refiero a la semana cínica: esa en la que por primera vez en mi vida, estoy a punto de entender con una aproximación casi aceptable qué es la libertad. Y quizá también la felicidad.

Creo que nunca habría tenido ocasión de intuir ni siquiera de lejos nada parecido, de no haber sido por las semanas anteriores: si no hubiera descubierto, como pitagórica, que podría superar la pereza y obligarme a seguir unas reglas precisas a pesar de no entender su significado; si la escuela eleática no hubiera aprendido a renunciar a la presunción de considerar el tiempo como algo exclusivamente mío, que debe transcurrir por fuerza en la dirección que yo decido. Si luego no me hubieran enseñado, los escépticos, a desconfiar de mis sensaciones y a plantearme siempre preguntas sobre cualquier cosa; y los estoicos a soportar la idea de que algunas cosas no se pueden cambiar; y si, al final, junto a Epicuro no hubiera empezado a tratar mis deseos con una alegre familiaridad, a ser generosa y no avara con lo que sentía, como es necesario comportarse con los amigos. 

Sobre todo, no habría sido capaz de hacerlo si no hubiera empezando a vivir en el presente, con el cuerpo y también con la cabeza, a mantenerme en vilo sobre los más pequeños dilemas, los detalles insignificantes de la vida cotidiana; con todas las energías enfocadas a llevarme más allá de mis límites, a hacerme rebotar contra las fronteras de los hábitos más recalcitrantes, contra los estribillos de esos pensamientos que riman entre sí, y que a estas alturas, a fuerza de rimar y repetirse, han perdido cualquier atisbo de significado: solo quedan ecos de un cansado rumiar. Resulta extraño que aquellos que pensamos que nuestros valores máximos, que imaginamos sólidos e inexpugnables al igual que gruesos muros, como si fueran el umbral de nuestra persona, de repente sepan revelarse elásticos, blandos y ligeros. Pensaba que estaba encerrada en un fortín, protegida tras el recinto amurallado de mis pequeñas certezas, de las cosas que desde siempre estaba acostumbrada a pensar sobre mí, sobre los demás y sobre el mundo; pero era uno de esos castillos hinchables con los que juegan los niños, ligeros y por completo inadecuados para proteger y guardar hasta el más pequeño de los secretos, y también para perdurar en el tiempo, como sin embargo un castillo de verdad debería hacer: son perfectos solo para jugar sin hacerse daño —lo que, todo hay que decirlo, en un castillo real probablemente sería casi imposible. 

Lo que me choca, sin embargo, es que no siento en absoluto la carencia de la protección que me había dado, durante muchos años, el hábito de pensar siempre las mismas cosas o, mejor dicho: de pensar siempre como si estuviera prohibido mirar más allá de las murallas del castillo, vadear las aguas del foso, desafiar a los cocodrilos. Creía que servía para protegerme, para que viviera con serenidad; servía únicamente para que viviera deprimida. 

[...] Probablemente mi simpatía instintiva hacia esta escuela —que llamamos cínica, pero podríamos llamar escuela canina— ha sido el motivo por el cual la dejé para el final cuando compilé la lista de las seis instituciones que habría decidido frecuentar en mis seis semanas experimentales. La dejé para el final porque me parecía la más divertida, pero sobre todo la más libre: incluso antes de empezar este insólito ejercicio sabía —y ahora así lo he confirmado— que siempre es mejor llegar preparados a la libertad.

Cuando empiezo, mi familiaridad con los cínicos es solo emocional, y muy arbitraria, debido a que del batiburrillo anecdótico que habita en mi memoria desde los tiempos de los apuntes universitarios de Filosofía Antigua, de vez en cuando aflora una imagen —con la que confieso que a menudo me consolé durante años frente al abatimiento que me asaltaba al consultar el saldo de mi cuenta bancaria—. Era la imagen de Diógenes de Sinope, que se había puesto a sí mismo el apodo de «Perro» y vivía como un perro callejero en un barril.

[...] Claro, el hecho de que se refiera así mismo como un perro no debía de dejar indiferentes a sus interlocutores, que eran bastante numerosos. Diógenes se pasaba la vida hablando con los desconocidos, prodigando réplicas abrasivas con la que encubría enseñanzas tan sencillas como arduas de llevar a la práctica. A los tipos que le pedían que fuera más preciso acerca de su naturaleza canina, y especificara a qué raza pensaba él que pertenecía, contestó que cuando tenía hambre era un bichón maltés, cuando estaba saciado, en cambio, era un moloso: es decir, el caniche exaltado y colosal perrazo de trabajo. Y añadió, meramente para clarificarlo: «De esos que la mayoría elogian, pero que no se atreven a llevar con ellos de caza por temor a la fatiga». Y para evitar malentendidos, para subrayar su propia naturaleza arisca y molesta: «Así tampoco sois capaces de vivir conmigo, por temor a los dolores».

Diógenes el Perro, como auténtico precursor del punk según lo imagino basándome en estos divertidos testimonios, tenía cierto gusto —y además, declarado— por la exageración, que sin embargo debía considerar con una función puramente pedagógica, como explica Diógenes Laercio. Si alzaba el tono, si porfiaba con sus provocaciones, era solo para dar ejemplo: «Decía que imitaba a los directores de un coro: que también ellos dan la nota más alta para que el resto capte el tono adecuado».

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