Jamie Oliver (Comfort food)

ENSALADA DE ESPINACAS, BEICON Y PIÑONES

El único secreto de esta ensalada clásica, reconfortante y sencilla es cuidar los pequeños detalles: la frescura de las hojas de espinaca y de lechuga, lo crujiente del beicon, la vinagreta del aliño hecho con mostaza, un aceite de calidad y el jugo del encurtido, que le da el toque perfecto, además del crujiente pan frito...¡Insuperable! Y aunque no me gustaría parecer un plasta, tengo que decir que las espinacas son hortalizas fáciles de cultivar, que no tienes idea de su sabor hasta que has sembrado, recogido y comido las de tu propia cosecha...¿Por qué no hacéis la prueba?

4 RACIONES
20 MINUTOS
309 CALORÍAS


6 lonchas gruesas de beicon 
aceite de oliva
2 cucharadas colmadas de piñones
12 rebanadas de pan francés de 1cm de grosor
6 cebollas medianas encurtidas, más 2 cucharadas de su propio líquido
2 cucharadas de mostaza de Dijon
4 cucharadas de aceite de oliva virgen extra
4 puñados de espinacas baby
un puñado de ensalada del tiempo


Cortar el beicon en trozos finos y freírlos a fuego medio con un chorrito de aceite. Cuando estén dorados, añadir los piñones y retirar todo con una espumadera, dejando la grasa en la sartén. Poner en ellas las rebanadas de pan y dejar que se doren por las dos caras.

Cortar en finos aros la cebolla encurtida. En un cuenco grande, mezclarla con su jugo, la mostaza, el aceite de oliva virgen extra y una pizca de pimienta negra. Echar con cuidado por encima las hojas de ensalada, el beicon crujiente, los piñones y la cebolla, y mezclar todo con las puntas de los dedos, levantando la ensalada y soltándola unas cuantas veces (con este sistema, el aliño se reparte bien y las hojas no se estropean). Añadir el pan crujiente y el plato estará a punto para hacer los honores.

Unas ideas para redondear la ensalada: un poco de queso azul o feta, desmenuzado, pero no hay que pasarse con la cantidad. También os quedará fantástico con unos bastoncitos de fruta del tiempo, como manzana o pera. 

Aldo Schiavone (Historia y destino)

La política está en crisis porque percibe que la vida se le escapa. Perdió los grandes sistemas ideológicos puestos a punto entre los siglos XVIII y XX, y sabe que este no es el momento de reconstruirlos. Cada vez en mayor medida, la relación fundamental se establece exclusivamente entre vida y técnica, en un circuito corto que parece no querer dejar espacio a otras presencias. Es la técnica, con la trama de poderes que más inmediatamente la atraviesa, la encargada de decidir sin mediaciones las formas de la vida que se nos concede vivir: sus ocasiones, sus obstáculos, sus perspectivas. Es ella la que determina la calidad de nuestras necesidades y de nuestros deseos. La política le va a la zaga, trabajosamente, sin aliento: no consigue ser la guía de una revolución en la cual no siente que esté participado. Pierde significado y relevancia, no toca contenidos esenciales. El desencanto colectivo la agota y la borra en la repetición cada vez más aburrida de una ritualidad carente de alma.

Esa contracción que ella experimenta es, en parte, una consecuencia inevitable del cambio que obra sobre nosotros, pero es también, en parte, la reacción frente a una práctica totalizadora de la acción política, que fue la auténtica ruina del siglo recién concluido:  una época de extremos, la más violenta que alguna vez hayamos conocido, aun cuando sus masacres, en relación con la cantidad total de habitantes de la Tierra, probablemente no hayan sido las peores de la historia.

La política no es una forma eterna: es una invención que toma el lugar de otros modos de cristalización y administración del poder. Tampoco es una forma definitiva la democracia, cuyo aparente triunfo está coincidiendo, paradójicamente, con su momento de mayor debilidad -precariedad que no ha de menospreciarse, con toda la incertidumbre que conlleva-.

Empero, aun así, todavía no se logra vislumbrar otra cosa más allá, y no se perfilan formas distintas de composición de los intereses y de los conflictos, que tomen su lugar com mayor eficacia. Acaso más adelante, pero no por el momento. Y sería absolutamente impropio, por otra parte, pensar en deshacer el nudo intensificando aún más la integración entre técnica y vida, como muchos han intentado hacerlo. Resolverlo todo por medio de esta conexión parece extremadamente riesgoso, porque, tal como están las cosas y según nuestras experiencias, aquella termina por inducir opacidad y desestabilización, en un nexo demasiado cercano entre saber científico y poder demando. Por el contrario, se revela cada vez más indispensable un punto de equilibrio que presuponga y admita el vínculo entre técnica y mercado, pero pueda ser postulado por fuera de él: que sitúe entre el poder tecnológico y su proyección sobre los modos de vida una red de centros de decisión poderosa, transparente y obligada a responderle a la colectividad (comoquiera que esta última se organice en su faceta institucional), que permita que la separación de lo humano respecto de la naturalidad de la especie aparezca junto a un marco de sujetos, de lugares y de figuras capaces de elaborar alternativas racionales, de evaluar y de elegir según lo que en cada oportunidad se revele como el bien común.

No obstante, por más esfuerzos que se realicen por indagar sin prejuicios, no se ha logrado hallar todavía nada mejor que la política y la democracia para asegurar todo lo mencionado. Ello, siempre y cuando la política acepte el redimensionamiento de su papel -esto es, que a través de ella no pase más la nueva vida (como cuando en primera persona preparaba las revoluciones), sino sólo, más modestamente, las nuevas compatibilidades y los nuevos equilibrios de una vida construida en otro sitio- y, simultáneamente, sea capaz todavía de pensamiento del mundo. Y siempre y cuando la democracia sepa calibrar sus ritmos y convivir con la fugacidad del tiempo real, con la información expandida, con la conectividad total; sepa, en definitiva, convertirse en la madura tecnodemocracia que esperamos, sin que la velocidad le haga perder el alma.

En la actualidad, la relación entre ciencia, tecnología, finanzas y mercado parece compendiar la esencia de nuestra época, de nuestro tiempo. Incluso la Revolución Industrial se había activado bajo ese mismo signo (aun cuando una menor financiarización de la economía). Es otra simetría que no sorprende. En las condiciones históricas que se dieron en ambos casos, no había modo más eficaz para <<liberar a Prometeo>> y emprender la fuga. Y cabe agregar que también desde este punto de vista el experimento del comunismo se reveló absolutamente infructuoso. 

No obstante, llegará el momento en que la modificación técnica de lo humano y el control total del ecosistema ya no podrán mantenerse dentro de este marco, y en que la forma de mercancía y la <<mano invisible>> del mercado ya no serán expresión por antonomasia de la racionalidad social y económica de la especie, para ese entonces ya transformada, ni de las potencialidades biológicas del planeta, también entonces completamente en nuestras manos. Tampoco el capitalismo es eterno, aunque hoy en día son muchos los que intentan presentarlo bajo un halo de necesidad <<natural>>. Ello, sin mencionar que hace tiempo ya -a lo largo de todo el siglo XX- aprendimos que no se puede elevar el valor de cambio a medida de todas las cosas. 

No podemos prever los modelos de socialidad y de subjetividad que serán formulados en los nuevos escenarios, los movimientos de su dialéctica -figuras completamente indispensables a partir de nuestra experiencia actual-. Sin embargo, podemos imaginar que por largo tiempo todavía la política y la democracia serán paradigmas insustituibles para determinar los puntos de encuentro y de equilibrio entre poderío y razón [...]

[...] El problema de la política ha consistido, desde siempre, en integrar en su seno el poderío: de las clases, de las naciones, de las armas, de las relaciones de producción, de la técnica. Hoy en día, las grandes estructuras de la tecnoeconomía están comenzando a rediseñar -en soledad, y de ahí el peligro- la forma civil y natural del mundo. Dentro de poco lo harán de manera aún más determinante. La política no las puede reducir a ella misma, sino que debe contribuir a orientar su rumbo, si todavía es capaz de soñar proyectos. El único realismo posible es para ella la anticipación.

Kingsley Amis (Sobrebeber)

Los antropólogos nos aseguran que donde hay un hombre, se habla. Pese a los amantes de los chimpancés, el único animal capaz de reír es el hombre. Y aunque es posible que alguna tribu no descubierta de la selva brasileña aparezca un día de éstos y constituya la excepción a la regla, todas las sociedades actuales utilizan el alcohol, como hicieron la mayoría en el pasado. No negaré que compartimos otros importantes placeres con el sector más bruto de la creación, pero debe afirmar el hecho básico de que la conversación, la risa y la bebida están conectadas de un modo especialmente íntimo y profundamente humano.

De esto se pueden extraer varias conclusiones. Una de ellas podría consistir en que no se da en otras drogas un nexo tan saludable: motivo suficiente para ponerse en guardia ante ellas. Y lo que es más: los beneficios sociales de la bebida en colectividad (basándonos en esa evidencia) superan los desastres individuales que puede precipitar. Recientemente, un equipo de investigadores norteamericanos llegó a la conclusión de que sin el estímulo aportado por el alcohol, y sin la relajación que promueve, la sociedad occidental se habría desmoronado de manera inevitable durante la Primera Guerra Mundial. La bebida vino para quedarse; moraleja aparente: si ella se va, nosotros también.

Sin duda alguna, su presencia en nuestras vidas se ha incrementado con el desplazamiento de la humanidad hacia las ciudades y con el incremento general de la prosperidad. El vino y la cerveza son (en su origen, en los países productores) bebidas típicas aldeanas y de las clases pobres; la ginebra y el whisky son de ciudad y, por lo menos actualmente, de aquéllos a los que les va bien. En otras palabras, nuestras bebidas se están haciendo más fuertes y más frecuentes. 

Estos incrementos suelen achacarse, puestos a acuñar una frase, al estrés y las prisas de la vida urbana. No quisiera disentir del todo de esta teoría, pero me gustaría destacar el estrés (o las prisas) como algo mucho más agobiante y extendido que la mayoría de las cosas: se trata de una confrontación repentina con extraños totales o parciales en circunstancias que requieren grandes dosis de relajo y simpatía... Una experiencia que yo, sin ir más lejos, siempre contemplo con cierta aprensión, aunque suelo acabar encontrándola satisfactoria. Mientras la aldea constituía la unidad social básica, los extraños aparecían de forma esporádica; y cuando lo hacían, siempre estaban muy superados en número por tu familia, amigo y gente que conocías de toda la vida. Pero ahora, en la era del almuerzo de negocios, de las grandes cenas, de las fiestas con los de la oficina y de los jolgorios de todo tipo, los extraños no paran de asomarse a tu horizonte.

El motivo por el que yo personalmente, y muchos otros, suelo acabar disfrutando de esas criaturas es, simple y obviamente, la presencia de la bebida. La raza humana no ha descubierto otro sistema para eliminar barreras, conocer con prontitud al de enfrente y romper el hielo que resulte la décima parte de eficaz y oportuno a la hora de permitirte relacionarte con los demás en un entorno agradable: basta con interrumpir tu sobriedad. Evidentemente, quien estudie en serio los efectos de la bebida acabará adoptando el tono severo y cascarrabias de quien estudia en serio los efectos de la bebida; me parece muy bien, pero ¿y lo que ocurre después? ¿Qué decir de los que beben, no para dejar de estar totalmente sobrios, sino para emborracharse? ¿Y de los que beben a solas?

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El gobierno soviético emitió recientemente una de sus condenas de la embriaguez pública y la habitual advertencia acerca de las fuertes medidas que había que tomar en su contra. Esto forma parte de la rutina, como los ataques oficiales al rocanrol, los pantalones vaqueros y demás signos de decadencia, pero también constituye una indicación de que el aprovisionamiento legal de alcohol está mejorando un poco. Como cualquier otra industria de la URSS, el monopolio estatal del licor, Prodintorg, es de una ineficacia desoladora en su condición de víctima permanente de escaseces y averías. En tales circunstancias, la actitud de las autoridades hacia la destilación ilegal, que suele ser de una dureza extrema, se relaja de forma considerable. Los alambiques clandestinos funcionan a toda máquina y la policía hace la vista gorda hasta que se recupere Prodintorg.

Y es que, pase lo que pase, al hombre soviético hay que echarle de beber. Hay quien dice que la Revolución Rusa de 1917 tuvo lugar porque el zar había prohibido el alcohol tres años antes como medida de guerra; o, por lo menos, que si corrió tanta sangre fue por eso. Ciertamente, la actitud rusa hacia la bebida es muy diferente a la que mantenemos en Occidente, y puede que no haya sido siempre. Siglos atrás, los viajeros nos informaban de que la típica comida rusa era aquélla en la que todo el mundo acababa completamente ebrio, sin distinción de clases, edades y sexos. Así era los siete días de la semana. La gente no paraba de caerse muerta en público por culpa de sus excesos. Como dijo un diplomático inglés de visita en 1568: <<su único deseo es beber>>

Beber para emborracharse es algo que sucede probablemente en cualquier país, ya que hay alcohólicos en todas partes, pero hasta el bebedor ruso más normal se ve obligado a beber con la mayor brevedad posible: de ahí el ritual del pelotazo, que también sirve para acortar la agonía inevitable ante el matarratas local. Y una vez borracho, ese pobre hombre se comporta como tal. Es lo que se espera de él, de hecho, el respeto y la compasión con que se trata a los borrachos en público son prácticamente desconocidos en Occidente, a excepción de Irlanda (¡qué comparación tan sugerente!). Desde tiempo inmemorial, todo ruso necesitado de una botella se sitúa en cabeza de la cola de gente que espera en la tienda, no por ley, sino por un derecho natural.

Hoy día, claro está, hay más asuntos de los que escapar que el frío, la comida monótona y las frustraciones de vivir en una sociedad marginal, burocrática y corrupta. Evidentemente, siempre puedes desplomarte borracho en tu propio domicilio, ya que en los bares no sirven nada más fuerte que cerveza, a excepción de los hoteles de Intourist, reservados a extranjeros y funcionarios del régimen. Si quieres que te sirvan vodka o cualquier otro aguardiente, tendrás que irte a un restaurante o pedirlo con la comida, que puede durar entre una y dos horas. Así pues, a veces te juntas con un par de amigos del trabajo y formáis una troika (una troika puede ser un carruaje de tres caballos, pero también tres elementos de cualquier cosa, un trío). Os hacéis con medio litro de vodka y (lo más difícil de encontrar en un país socialista, probablemente) tres vasos de papel. Puede que el del colmado os deje beber en su establecimiento; si no es así, os buscáis un sitio donde no sople mucho viento, os bebéis el vodka (intuyo que toda a velocidad) y luego os vais a casa. Y en eso ha consistido una velada con los amigos. 

Michael Billig (Nacionalismo banal)

SUPERFICIALIDAD Y PSICOLOGÍA PROFUNDA

La imagen posmoderna es una imagen cautivadora. Parece describir tendencias apreciables en el mundo contemporáneo y concederles relevancia histórica. Dada la profundidad de la tesis, no es raro que el declive del estado-nación se esté tratando como una obviedad, un hecho evidente en un mundo posmoderno de pocos hechos. La tesis proclama que el mundo de la posmodernidad viene marcado por nuevos modos de aprehensión y formas de identidad. Por desgracia, muchos analistas de la cultura contemporánea utilizan una variedad muy abstracta de la psicología. En realidad, pocos se acercan a la gente corriente para ver cómo piensan y sienten realmente los denominados sujetos de la posmodernidad (Brunt, 1992; Morley, 1992). Es una pena, porque la tesis de la posmodernidad descansa sobre presupuestos psicológicos importantes.

En las profundas tesis de la globalización se pueden diferenciar dos temas psicológicos muy distintos. Por una parte, se afirma la existencia de una nueva psique posmoderna, que difiere de la vieja psique moderna. Esta psique posmoderna se encuentra cómoda jugando con las identidades del libre mercado. Por otra parte, tenemos la psique no tan nueva (y no tan desenfadada) del nacionalismo <<acalorado>>. Se dice que la globalización está produciendo reacciones nacionalistas en las que no hay un gran espíritu de la ironía juguetona. Como se expuso en el capítulo 3, una serie de observadores que investigan sobre conflictos étnicos y el auge del neofascismo, tiene la sensación de lo reprimido: se está desatando una psicología de la identidad más antigua y más violenta.

A veces, hay cierta reticencia a llamar <<nacionalistas>> a estas identidades desatadas. Demos, el grupo de especialistas, estudio y opinión británico de izquierdas, elaboró un informe muy publicitado en el que afirmaban que <<después de la Guerra Fría, está emergiendo una nueva política>>. Esta nueva política está ganando terreno en todo el mundo: <<Tal vez la apariencia sea distinta -lengua, color, tribu, casta, clan o región-, pero la fuente subterránea es la misma: una afirmación de identidad cultural>>. El informe afirmaba específicamente que <<el tribalismo predomina en los Balcanes, Bélgica, Burundi y Belfast>> (Vicent Cable, <<Insiders and Outsiders>>, The Independent on Sunday, 24 de enero de 1994). Aunque mencionara las identidades de la <<tribu>>, la casta, la religión, etcétera, el informe no mencionaba la identidad de la nación. Se supone que la nación está en decadencia, marchitándose para alcanzar su grado cero, y que lo que está regresando es el tribalismo en lugar del nacionalismo.

Los dos temas psicológicos guardan relación directa con la afirmación de que el estado-nación está en declive. Tenemos la psicología global, que golpea a la nación desde arriba, haciendo desaparecer lealtades con el libre juego de la identidad. Y, después, tenemos la psicología acalorada de la casta o la tribu, que asesta golpes bajos al Estado con un compromiso contundente intolerante y enorme ferocidad emocional. No está claro qué relación guardan estas dos psicologías. Pero, tomadas en conjunto, parecen dejar poco espacio a ese tipo de lealtades nacionales banales que vimos enarbolar diariamente en el capítulo anterior. 

Para empezar, tomemos en cuenta la psicología global. La tesis de la posmodernidad sugiere que la nueva cultura posmoderna representa un cambio de tono psíquico. Frederic Jameson señala que la cultura de finales del capitalismo posee una <<superficialidad>> constante, pues hoy día <<la profundidad ha sido reemplazada por la superficie>>. El posmodernismo a menudo alcanza esta superficialidad mediante el pastiche, que es <<uno de los rasgos o prácticas más significativas del posmodernismo en la actualidad>> (1991,12,34). Según Jameson, el pastiche no es una parodia porque no tiene un motivo ulterior, ni un programa subyacente de búsqueda de certezas. En cambio, los productos posmodernistas, ya se trate de arte, ropa o gastronomía, mezclan estilos para dar lugar a un pastiche que se altera sin cesar. El resultado es una cultura que carece de puntos fijos o verdades uniformes y que habla con múltiples voces (Bauman,1992a). Dado que esta cultura erosiona las fronteras, hay una pérdida de la sensación de localización (Giddens, 1990; Meyrowitz, 1986).

La superficialidad de la cultura viene acompañada de una falta de psicología de profundidad. Los lazos psicológicos se han debilitado. Jameson, por ejemplo, habla del <<ocaso de los afectos>> (1991,10,30). En lugar de un yo autónomo que invista las <<verdades>> y las <<identidades fijas>> de una fuerza emocional, tenemos un mudable sentido de un yo superficial, una <<cartografía cognitiva>> continua, en lugar de un vínculo emocional profundo con unos cuantos aspectos fijos (Jameson,1991). Si, como se ha afirmado, <<nuestra identidad se ha vuelto sinónima de las pautas de consumo>> (Miller, 1986,165), entonces los individuos ya no tienen un sentido del yo firme y centrado, sino que el consumidor posmoderno es susceptible de adquirir toda una serie de identidades. Conforme va cambiando la moda y se van llevando diferentes estilos de ropa, o conforme los nuevos productos van ingresando en el mercado y sustituyen a los viejos, así el yo va asumiendo otra identidad (Tseelon,1991). Al igual que el clima cultural de los tiempos, el yo autónomo pertenece al pasado: el individuo del mundo posmoderno <<vive ahora fragmentado, disperso y descentrado>> (Michael,1994,384; véase también Lather, 1992,1994) [...]

[...] Sin embargo, nadie es capaz de gozar de los arrebatos de la personalidad pastiche. El desapego irónico y la cambiante superficialidad del yo descentrado no logran describir al matón fascista o a quien se ocupa de hacer limpiezas étnicas, ambos de los cuales están siendo depositados por la marea en la playa del <<tribalismo>> del mundo posmoderno. Algunos autores han propuesto que hay personas que se sienten perdidas en las fluidas condiciones del mundo posmoderno: este tipo de personas se apartan psicológicamente de las condiciones fluidas del mundo posmoderno. El desmoramiento de las antiguas fronteras, la pérdida de certidumbre y el desvanecimiento de la percepción de la localidad han originado lo que Giddens (1990) denomina <<inseguridad antológica>>. Melucci (1989) cree que esta inseguridad se inscribe en la condición contemporánea, pues hoy día la persona es <<un nómada de la mente>> que vive cierta sensación de apátrida. Como propone Bauman (1992b), el ciudadano posmoderno es un nómada que deambula entre lugares inconexos.

Los desposeídos y los inseguros no pueden soportar esta condición de nómadas de la falta de patria: ellos no ven embeleso en la ambigüedad. Se ven impulsados a buscar identidades seguras, regresando con frecuencia a una fase de desarrollo anterior. Los mitos de la nación, la tribu y la religión parecen proporcionar la esperanza de una totalidad psicológica y ofrecer a la persona fragmentada y desorientada la promesa de una seguridad psíquica. Como ha dicho Julia Kristeva, <<la crisis de los valores y la fragmentación de los individuos han llegado al extremo de que ya no sepamos lo que somos y, para preservar un recuerdo de la personalidad, busquemos refugio bajo el denominador común más masivo y regresivo: los orígenes nacionales y la fe de nuestros antepasados>>. (1993,2) [...].

[...] En El miedo a la libertad, Fromm (1942) afirmaba que el capitalismo ha aniquilado las identidades fijas de las sociedades tradicionales. Las personas han sido liberadas para crear su propia identidad de un modo que era imposible hasta el momento. Algunas personas tienen miedo de esta libertad. Huyendo de las incertidumbres del presente, anhelan regresivamente la seguridad de una identidad sólida. Así, se ven atraídos por las simplicidades de la propaganda nacionalista y fascista.

Carles Casajuana (Las leyes del castillo)

INTELECTUALES Y POLÍTICOS

¿Tienen los intelectuales razones de peso para menospreciar a los políticos? Un breve repaso a la historia del pensamiento permitirá encontrar puñados de citas despectivas. Los intelectuales saben que entre los políticos no abundan las formaciones sólidas, que la mayoría compensa su falta de conocimiento con la fuerza del instinto, que sobreviven más gracias al olfato que a la mente. Saben que los políticos, salvo contadas excepciones, no les llegan a la suela de los zapatos en materia de conocimientos teóricos y de refinamiento intelectual, y lo dicen con frecuencia. También lo saben de los carpinteros, los mecánicos, de los cardiólogos y de los ingenieros de caminos, pero esto no les llama tanto la atención porque ni los carpinteros, ni los mecánicos, ni los cardiólogos ni los ingenieros de caminos les gobiernan, y por eso no suelen sentir la necesidad de decirlo a cada paso. Los intelectuales tienen también buenas razones para temer a los políticos, porque incluso en los países en los que impera un respeto escrupuloso a la libertad de pensamiento y de expresión, los políticos conservan poderosos resortes que pueden afectar de forma directa a sus vidas cotidianas. La mezcla del sentimiento de superioridad, de temor y de resentimiento está sin duda en la raíz de esta necesidad que sienten de recordar a todas horas que los políticos profesionales tienen a menudo una formación muy superficial.

A su vez, los políticos que lo deseen encontrarán buena razones para menospreciar a los intelectuales. Saben que, pese a sus años de estudio, y a su conocimiento profundo del cuerpo social, los intelectuales carecen con frecuencia del sentido común necesario para dirigir los asuntos públicos, de la humildad indispensable para ganarse a sus semejantes. Saben que, en la arena política, los conocimientos teóricos son a menudo un pesado lastres y que el instinto a ras de suelo de un Fujimori puede bastar para derrotar a todo un Vargas Llosa, pese a su elevada estatura literaria e intelectual. También tienen buenas razones para temerles. Con una frase -y si hay algo que los intelectuales sepan hacer son frases-, pueden hundirles en el ridículo. Con un artículo, pueden desbaratar toda su manera de ver las cosas. Pero normalmente no se permiten reaccionar a ese temor con altanería ni desprecio. No es su estilo. Fieles a su afán profesional, intentan ganárselos. Utilizan para ello la misma arma de que se sirven, cuando están en campaña, para ganarse a los vendedores en los mercados y a los obreros en la fábricas: hablar su lenguaje, tratar de agradarles. Y ahí es donde se pierden, porque nada hay que excite tanto a la altanería de un intelectual como el deseo de agradarles, máxime si proviene de un político.

La distancia que separa a políticos e intelectuales se ve en la práctica cuando un intelectual entra en política. A veces se le concede protagonismo por su prestigio, pero en cuanto hay que comenzar a actuar con sentido práctico se le aparta a un lugar secundario. Los intelectuales suelen tener la piel demasiado fina para aceptar el porcentaje de miseria humana que comporta la realización de cualquier acción, el contacto desagradable con la parte mezquina, baja y siniestra de las cosas, sin el cual es muy difícil llevar a nada a término. Aristóteles ya nos advirtió de la inconveniencia de conceder a los filósofos papel alguno en los asuntos públicos. A su juicio, a personas que, por razones profesionales, no deben preocuparse de lo que es bueno para ellos mismos, no se les puede confiar el cuidado de lo que es bueno para los demás, y aún menos del bien común. Nietzsche es de parecida opinión. <<La política -escribe en Aurora- es el campo de acción de cerebros mediocres, y este campo no debería estar abierto a los espíritus más elevados, aunque la máquina se haga pedazos>>. En Humano, demasiado humano, va un poco más allá y, con su fino bisturí, capta el servicio que los políticos esperan de los intelectuales a los que incorporan a su causa: <<A los doctos que se convierten en políticos suele asignárseles el cómico papel de tener que ser la buena conciencia de una política>>.

Hay una anécdota de las memorias del filósofo francés Jean-François Revel que ilustra muy bien una de las principales diferencias entre ambos mundos. Revel entró brevemente en política. Fue candidato socialista en las elecciones generales de 1967 y, gracias a ello, trató a François Mitterrand. Un día Mitterrand le pidió que le leyera un discurso que se había preparado para la campaña. El discurso comenzaba: <<Aunque no puedo negar algunos de los logros de mi adversario>>. Mitterrand le interrumpió de inmediato, a gritos: <<¡No! ¡Nunca, nunca! En política no se debe reconocer nunca ningún mérito al adversario. Esta es la regla básica del juego>>. Ravel comprendió para siempre que aquel no era su juego y ahí murieron sus ambiciones políticas.

El político tiende a ver las cosas en blanco y negro. Debe convercerse de que su oponente no tiene el menor atisbo de razón, de que la razón está toda de su parte y de que si consigue hacerla prevalecer el mundo será un poco mejor. Solo así convencerá a otros. El intelectual, en cambio, sabe que nunca tiene toda la razón. Tiene razones que pueden ser mejores o peores que la de los demás, pero que nunca las anula por completo. Tampoco está muy seguro de que el mundo vaya a mejorar mucho si consigue convencer a los demás. El político debe tener una opinión sobre todo lo que ocurre. El intelectual solo opina sobre lo que sabe. El político es impulsivo: su mundo es el de la acción. Vivir, para él, no es pensar sino hacer, y no pone en cuestión sus actos sino cuando ya se halla en ellos. El intelectual es reflexivo: su mundo es el del pensamiento. El Mirabeau o el político, Ortega y Gasset lo resumió así: <<Hay, pues, dos clases de hombres: los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar. La preocupación extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad. El intelectual es, en efecto, casi siempre un poco enfermo. En cambio, el político es, -como Mirabeau, como César-, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología>>.

Sin embargo, como señala el propio Ortega y Gasset en el ensayo citado, los grandes políticos, a diferencia de los vulgares gobernantes, han de ser capaces de elevarse por encima de los problemas del Estado y ver los de la nación (hoy quizá diríamos los del ciudadano), tiene que saber ir más allá de la letra del boletín oficial y llegar al corazón de los problemas, y para ello requieren un elemento intelectual, de intuición histórica. Ortega recuerda que César, mientras pasa los Alpes en su litera, compone un tratado de analogía, Mirabeau escribe en prisión una gramática y Napoleón, en su tiempo de campaña sobre la nieve rusa, un minucioso reglamento de la Comedia Francesa. Y concluye: <<Yo siento mucho que la veracidad me obligue a decir que no creeré jamás en las dotes de un político de quien no haya oído cosa parecida. ¿Por qué? Muy sencillo. Estas creaciones suplementarias y superfluas son síntoma inequívoco de que estos hombres sentían fruición intelectual>>

Marina Garcés (En las prisiones de lo posible)

PRÓLOGO
Sólo un mundo solo

Las prisiones de lo posible no son una descripción del estado del mundo. Tampoco nombran un intrincado y curioso problema intelectual. Son los múltiples rostros en que se despliega el choque con un mundo que se ha quedado solo. La soledad del mundo no se restringe al fenómeno económico-político de la globalización ni se desprende de los procesos que alimentan una progresiva homogeneización cultural. Si bien estos factores que condicionan nuestra percepción de la realidad y de sus determinaciones históricas, no son decisivos. Lo nuevo es que se nos ha vuelto imposible pensar y vivir en relación a un mundo otro. Lo otro del mundo no es un mundo mejor: es el no-mundo de lo excluido y condenado a no existir. El mundo se ha hecho radicalmente único y no sirve ya de nada desviar la vista hacia soñados horizontes, lejanos o futuros. Todos los caminos conducen a él. Todos los posibles confirman y conforman su realidad.

Por eso las prisiones de lo posible son, en primer lugar, una experiencia: la doble experiencia de la impotencia y la estupidez que invaden y monopolizan nuestra relación con el mundo cada vez que sentimos que <<todo es posible... pero no podemos nada (más que escoger)>> y que <<todo se pueda decir... pero no tenemos nada relevante que añadir>>. Atravesados por la realidad de un mundo indiferente y extraño a nuestro paso, aturdidos por la estupidez del silencio que compartimos y por la redundancia banal de las palabras que repetimos, nos vemos condenados a escoger en un mundo al que no hay alternativa. Obvio y a la vez arbitrario, se impone como incuestionablemente único no por fuerza de sus verdades sino por la metástasis de sus posibles, que no deja nada fuera. La obviedad y la arbitrariedad que componen su sentencia no encuentran mejor fórmula que la que todo el mundo sabe repetir sin vacilar: <<Esto es lo que hay>>. Estas experiencias son experiencias desnudas. Carentes de narración que les dé sentido, se encuentran desprovistas de referencias teóricas y colectivas. La soledad de hoy es la que no guarda ni el recuerdo ni el proyecto de algo común. Perdidos sin haber perdido, no dejamos nada atrás ni nos encaminamos hacia ninguna fecha. La sentencia, en las prisiones de lo posible, no contempla la absolución. Nos instalamos en el tiempo sin medida y sin acontecimiento de una vida muy larga, que no tiene misión, castigo ni salvación. Ante esta desnudez, disponemos normalmente de diversas máscaras: el activismo frenético (sea de tipo solidario, voluntario o profesional), las formas siempre renovables de buena conciencia crítica, la pillería (despectivamente analizada hoy como individualismo postmoderno) o el cinismo, que armándose a la vez de amargura y de acidez pretende atribuirse la mayor clarividencia de la que hoy podemos gozar. Hay muchas más. Pero porque el mundo es demasiado obvio y lo dice todo obscenamente de sí mismo, la importancia y la estupidez asoman bajo cualquier máscara. Tenemos la suerte de tener que inventarnos la vida en un tiempo en el que el autoengaño empieza a sonar ridículo, fuera de lugar.

Por eso, las prisiones de lo posible nombran, en segundo lugar, la emergencia de un problema. Es el problema que se nos plantea cuando lo posible nos habla de una manera inédita y, en vez de funcionar como el horizonte que abre, traspasa y desmiente lo que hay, se convierte en la ley que lo confirma y lo conforma. Referirse a lo posible no abre lo inacabado del mundo ni nos pone en situación de hacer, deshacer y rehacer el mundo. Al contrario: sus pautas de intangibilidad y sus claves de legitimidad nos atan al orden abierto de un mundo contingente pero único. ¡Cómo explicar que en toda acción, alternativa o elección se reproduzca la obviedad de un solo mundo? ¡Cómo concebir que la contingencia, es decir, aquello que podría ser de otra manera o no ser, se configure como una prisión incontestable y sin fuerza? Dejarse asaltar por este problema conlleva una doble exigencia. Antes que nada, la de interrumpir radicalmente la invención de más y nuevos posibles, la persecución de más y nuevas finalidades que, esta vez sí, puedan ofrecernos un futuro distinto que recorrer. Esto es lo que hace aún la cantinela repetitiva de la mayor parte de discursos que se quieren críticos. Qué cansancio... Seguidamente, la de emprender una implacable exploración de las prisiones de lo posible. ¡Dónde nos tienen que llevar? En ningún caso a encontrar la salida. Las prisiones de lo posible no dejan nada fuera.

De lo que se trata es de hacer de una experiencia problemática un verdadero problema. Sólo así pueden la estupidez y la impotencia dejar de ser el veneno que te revienta y te mata y convertirse en la palanca de una nueva sensibilidad y de un nuevo desafío. Para ello hay que abordar los conceptos y forjar las palabras que liberen la idea, produzcan la herida y abran el peligro que todo problema contiene. En este caso, lo que nos proponemos es abordar el concepto de lo posible. Abordarlo no significa recapitular una vez más su historia ni tipificar todo lo que los filósofos han dicho y escrito sobre él. Tampoco de trata de entablar una discusión comparativa entre autores y posiciones. Lo que nos proponemos es llegar a entender cómo funciona este concepto y en relación a qué problemas, para precisamente poder establecer cómo funciona en el corazón del problema que nos asalta. Para ello, nos ha ayudado la lectura de cuatro autores que pueblan parte de la páginas que siguen: Aristóteles, Leibniz, Marx y Heidegger. El porqué de esta elección no remite a equilibrios históricos. Se ha establecido en función de su utilidad. De la misma manera, las lecturas que aquí se exponen no se pretenden interpretaciones originales. Son lecturas interesadas que no hablan desde el triste <<hasta hoy>> con el que se construyen las historias muertas, sino montadas en la cresta de la ola de un problema que emerge, de algo que no ha hecho más que empezar.

Lejos han quedado los tópicos problemas inmaculados de los que se supone que tiene que hacer gala la filosofía. La filosofía nunca se ha ocupado de tales cosas. En sus problemas, para que sean verdaderos, deben aflorar los cuerpos de quienes le dan vida y los soportan. Por eso, en tercer lugar, en las prisiones de lo posible despunta la señal de un malestar. Es el malestar de los que ni lamentamos lo se acabó ni celebramos el punto al que hemos llegado. Y aunque siempre nos queda la libertad de escoger, preferimos escapar del misérrimo futuro que nos atiende y nos asquea la mezquina libertad de que gozamos. Hay que poder más. No se trata ya de asaltar el cielo. Queremos morder la realidad.

¡Por qué me permito, sin previo aviso, hablar en plural? ¿Quién es ese nosotros? No es visible ni existe como tal. Hecho de soledades, no depende de lo que constituye sino de lo que comparte. Y estoy segura de que son muchos, de que somos muchos, los que hoy compartimos la experiencia, el problema y el malestar a los hemos llamado, aquí, las prisiones de lo posible.

Marina Garcés  (Un mundo común)

FELIZ NAVIDAD 2014


Jürgen Kocka (Historia del capitalismo)

La influyente visión que se tenía del sistema capitalista en la Ilustración como fuerza civilizadora que no solo traería prosperidad a la sociedad, sino que también haría a los seres humanos más libres, más pacíficos y mejores, no goza hoy de gran aceptación. Antes al contrario, al menos en Europa, son predominantes las críticas a sistema, aun cuando las opiniones sobre el capitalismo difieren enormemente. Sin embargo, quien estudie con rigor la historia de este sistema económico y conozca algo de las condiciones de vida en los siglos en los que aún no existía o se encontraba solo en una fase incipiente, no podrá sino asombrarse de los extraordinarios avances en materia de condiciones materiales de nuestras existencias, superación de la miseria, aumento de la esperanza de vida, mejora de la salud, multiplicación de las opciones disponibles e incremento de la libertad que han producido en amplias regiones del mundo (¡aunque no en todas!), especialmente para las numerosas personas que no pertenecen a una élite bien posicionada. Cabe concluir que todos estos avances, contemplados con la perspectiva del tiempo transcurrido, probablemente no se habrían dado si el capitalismo no hubiese excavado, ocupando y transformando de una forma muy característica y durante largos períodos su entorno. Y quien desee recurrir al argumento del aumento del conocimiento, la transformación de la tecnología o la industrialización como motores del progreso deberá recordar que, para contar con una industrialización exitosa y duradera, hasta ahora siempre ha sido preciso que exista el capitalismo. Sus principios han impulsado en buena medida la difusión del saber, como ha quedado patente en la historia de los medios de comunicación, desde los primeros ensayos de la tipografía hasta el uso de Internet en la actualidad. Hasta hora, el capitalismo ha vencido a todos los modelos alternativos, tanto en términos de creación de bienestar como en términos de generación de libertad. La derrota de las economías planificadas del bloque comunista en el último tercio del silo XX fue el proceso final de esta evolución del capitalismo en el balance de la historia. Y, sin embargo, es infrecuente que quien hable o escriba acerca de este sistema pase por alto las oscuras páginas de su historia. Lo normal es que las mencione o, incluso, las destaque. La crítica al capitalismo está a la orden del día [...]

[...] En la actualidad, las críticas al capitalismo son muy diversas. Se atacan públicamente determinados abusos relativos, como la <<irresponsabilidad estructurada>> del sector financiero, que, -en un claro caso de incumplimiento de una de las premisas fundamentales del capitalismo, además- ha contribuido a separar la toma de decisiones y la asunción de la responsabilidad correspondiente a las consecuencias de tales decisiones, de modo que las ganancias desorbitadas de los gerentes del dinero son posibles gracias a que las gigantescas pérdidas se hacen públicas (<<too big to fail>>). La crítica a la creciente desigualdad como efecto del capitalismo se realiza de un modo algo más general, con un debate público que se interesa más en la desigualdad de ingresos y patrimonio que han vuelto a crecer desde los años setenta dentro del propio país  que en la desigualdad, mucho más grave, que existe entre diferentes países  regiones del planeta y que han aumentado espectacularmente entre 1800 y 1950, si bien desde esa fecha se ha estancado. Las reclamaciones en torno a la creciente desigualdad conducen a la protesta contra el incumplimiento de la justicia y adquieren relevancia desde el punto de vista sistémico. Además, se reprocha la permanente inseguridad, la presión de la incesante aceleración y el individualismo extremo que son inherentes al capitalismo y que, si no se contrarrestan, conllevarán la erosión social y el abandono del bienestar común. Cabe preguntarse: ¿qué es lo que cohesiona a las sociedades? Por otra parte, también es fundamental la crítica a la dependencia constitutiva del capitalismo con respecto al crecimiento constante y a la expansión permanente más allá del statu quo alcanzado; una dependencia que amenaza con destruir los recursos naturales (medio ambiente, clima) y culturales (solidaridad, sentido) que, por otra parte, el capitalismo necesita para sobrevivir. Aquí es cuando aparece la inquietud: ¿dónde se sitúan o deben situarse (por motivos morales o prácticos) las fronteras del mercado y de la comercialización? Existen sólidos argumentos históricos que confirman que deben existir esas fronteras, que el capitalismo no puede invadirlo todo, sino que necesita un punto de apoyo no capitalista en la sociedad, la cultura y el estado [...]

[...] La crítica al capitalismo es tan antigua como el propio capitalismo. Y, aunque no ha logrado impedir su marcha triunfal por el mundo, sí que ha influido en ella. La visión histórica que se ha presentado aquí muestra la inmensa capacidad de transformación que ha caracterizado al capitalismo durante siglos. Las críticas a este sistema, unidas a los movimientos sociales y políticos, han sido un importante motor de cambio, como se ha señalado anteriormente, sobre todo en los apartados <<La evolución del trabajo asalariado>> y <<Mercado y estado>>. Lo mismo puede ocurrir en el futuro. Porque el capitalismo no decide las condiciones sociopolíticas en las que se va a desarrollar. Puede florecer en diferentes sistemas políticos, incluso bajo regímenes dictatoriales (aunque, desde luego, solo por un tiempo limitado). La afinidad entre capitalismo y democracia es menos marcada de lo que se ha esperado y supuesto durante mucho tiempo. Puede servir a diferentes fines sociales y políticos y probablemente también a un cambio de rumbo de la economía hacia soluciones más renovables y duraderas, siempre y cuando se ponga en marcha una presión política suficiente y se tomen las correspondientes decisiones políticas para alcanzar esos fines, algo que, por el momento, no parece estar a la vista, ni en las sociedades desarrolladas del Norte Global ni en el resto del mundo. El capitalismo vive de sus enraizamientos sociales, culturales y políticos, por mucho que, al mismo tiempo, los amenace y desintegre. Es capaz de aprender. Coincide en esa ventaja con la democracia. Es capaz de transformarse bajo los efectos de las herramientas de la política y la sociedad civil si estas son lo suficientemente fuertes y decididas. La perspectiva histórica así lo demuestra. En cierto modo, cada época y cada civilización tienen el capitalismo que se merecen. En nuestros días, no se aprecian alternativas superiores frente al capitalismo. Pero sí que son concebibles (y, en parte, ya se observan) variantes y alternativas muy diversas dentro del sistema capitalista. La reforma del capitalismo es una tarea permanente. Y en ella, el papel de la crítica al sistema es fundamental. 

Theodore Zeldin (Conversación) Cómo el diálogo puede transformar tu vida

Hemos llegado al final de una etapa de la cultura. Ya no disponemos de una literatura o un arte que pueda ayudarnos a inventar el tipo de conversación que necesitamos si queremos superar la reiteración de nuestra impotencia y confusión. Las descripciones de la desesperación, la incoherencia y la violencia nos vuelven aún más impotentes. Durante casi un siglo, se nos ha educado para creer en las virtudes de la introspección. Pero seguir planteando la vieja pregunta de <<¿quién soy?>> no puede ayudarnos a avanzar. Por muy fascinante que se considere uno mismo, existe un límite para lo que uno puede saber de sí mismo. Las otras personas son infinitamente más interesantes y tienen infinitas más cosas que decir.

Especialmente ahora en que la gran inspiración de la generación actual es otorgar a los dos sexos los mismos derechos y el mismo respeto. La conversación es el mejor medio para crear las condiciones para esto: mejor que las leyes, porque las leyes no pueden cambiar las mentalidades y la conversación sí puede. No puede existir una conversación satisfactoria sin respeto mutuo. El respeto revela la dignidad de los demás. Empecemos por la vida privada y otras formas de igualdad y se acabarán extendiendo por la vida pública.

Por eso necesitamos modelos de cómo la conversación desarrolla la igualdad, modelos creados por un esfuerzo conjunto de hombres y mujeres. Sabemos muchísimo sobre cómo pueden ir mal las relaciones. Resulta mucho más duro demostrar cómo pueden ir bien, sin arrogancia o ingenuidad ni el temor a que una vez analizado el amor, este pierda su magia. Necesitamos un tipo nuevo de novela y películas que creen la visión de cómo las personas pueden vivir juntas como iguales, con humor. Todas las civilizaciones anteriores han tenido modelos de vida virtuosa. Pero para nosotros no tienen sentido porque parecen sorprendentemente aburridas. No obstante, existe un número creciente de personas que, en privado, están haciendo algo verdaderamente interesante y excitante al intentar darse valor entre ellas. Están haciendo algo nuevo, porque esta es la primera vez en la historia en que hombres y mujeres han recibido una educación similar y realizan los mismos trabajos. No hay nada más difícil que conseguir la confianza sin arrogancia. Esta es la base de todos los logros que valen la pena. Necesitamos un arte que muestre cómo crece el coraje. Y si los artistas famosos están demasiado atormentados para saberlo, entonces tendremos que hacerlo sin ellos, para darnos cuenta de que también nosotros somos artistas, aunque humildes, y que generar una conversación entre iguales es, en este momento, el arte supremo.

Nuestros ancestros creían que podían ser valientes al imitar a héroes valientes. Nosotros tenemos demasiada conciencia de nuestra fragilidad para hacer lo mismo y por eso hemos pasado a identificarnos con los antihéroes. Creo que el héroe de nuestra generación no es el individuo, sino la pareja, porque dos personas juntas suman más de lo que son por separado. El teatro más inspirador de la actualidad tiene lugar en nuestros hogares, cuando las conversaciones improvisadas nos dejan sentir que los seres humanos no somos sólo criaturas despreciables, sino que también podemos ser inspiradores, valientes y esperanzados. A veces ocurre, aunque nos gustaría que aconteciera con mayor frecuencia. Necesitamos cineastas que nos expliquen cómo puede ocurrir, sin sentimentalismo ni complacencia. Las películas pueden tener un efecto revolucionario en nuestras conversaciones. Por primera en la historia podemos vernos como nos ven los demás. 

Nuestras conversaciones privadas marcan una diferencia en el mundo. Una relación puede empezar química o románticamente, pero la conversación le añade algo infinitamente precioso. Cuando nuestras ideas se enfrentan y se transforman mediante el intercambio verbal, adquirimos conciencia de todo lo que debemos a los demás, de lo mucho que un compañero puede contribuir al propio desarrollo intelectual, moral y emocional, aunque uno siga siendo una persona individual y única. En el ámbito privado es donde se aprende mejor a aceptar las críticas. Dos individuos, conversando con honestidad, pueden sentirse inspirados por el sentimiento de que están unidos en una empresa común con el objeto de inventar un arte de vivir juntos que no se ha intentado antes. 

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El término <<exclusión social>> no sólo se aplica a los pobres, sino también a todos los que tienen una configuración mental que los confina a una sola profesión.

Eva Illouz (Erotismo de autoayuda) Cincuenta sombras de Grey y el nuevo orden romántico

El problema de la igualdad, o "Solo fóllame de una vez"

El feminismo ya no es solamente un movimiento político sino que ha llegado a ser un código cultural, utilizado en la publicidad, en series de televisión, películas y novelas románticas (Cantor, 1988; Freeman, 2001). Con frecuencia la afirmación de ese código cultural no implica otra cosa que palabras de respeto por la fuerza moral y las demandas políticas del feminismo, y eso incluso ha hecho que el feminismo pierda su filo político, convirtiéndose en un gesto vacío (McRobbie, 1991). 

El código cultural del feminismo ha transformado la manera como los medios masivos presentan el género, la sexualidad y la familia. No voy a pretender que Cincuenta sombras sea un libro feminista (es evidente que no lo es, porque no propone ninguna alternativa a la heteronormatividad tradicional), sino más bien que su estructura narrativa y sus personajes han incorporado conscientemente el código cultural feminista, igual que muchas otras áreas de la cultura popular. Quienes critican el libro por antifeminista han pasado por alto ese punto, pero los lectores no han dejado de notar la presencia del código feminista:

                        En realidad el libro mantiene a la protagonista femenina en control de todo lo que ocurre en el dormitorio. Ella tiene el poder. En Cincuenta sombras la pareja solo simula ser amo y esclava. Anastasia es la que de hecho pone las reglas (renegocia el contrato sexual casi en cada página) y Christian accede a todos sus deseos (Liner, 2012).

[...] El feminismo es un movimiento radical en el sentido etimológico de la palabra: fue a la raíz misma del ser social de la mujer e intentó transformar la naturaleza de su deseo (y también del de los hombres). En realidad el reclamo feminista de igualdad económica (igual remuneración por igual trabajo) ya prácticamente no encuentra objeciones morales significativas, pero en cambio el intento de reformar la estructura del deseo heterosexual choca con la oposición incluso de mujeres que apoyan la búsqueda de igualdad económica. Si el feminismo ha hecho progresos en el lugar de trabajo (con la demanda de igual paga y representación en los puestos de dirección), en las esferas del consumo y de los medios las mujeres están hoy todavía más sexualizadas, y el control de los hombres se ha profundizado. La sexualidad de la identidad de las mujeres ha sido impulsada incesantemente a través de las imágenes del cuerpo sexuado, sexualizado y sexy, que ha realizado con éxito su femineidad sexualizada mediante las relaciones sexuales con hombres y el uso intensivo de la cultura de consumo (para una ilustración de esto, véase Sex and the City). Es a través del sexo y la sexualidad que se muestra a las mujeres realizando un simulacro de su emancipación. ¿Por qué, entonces, la sexualidad y el deseo han resultado ser terrenos tan difíciles para la igualdad de las mujeres?

En un muy comentado artículo sobre Cincuenta sombras de Grey, Ketherine Roiphe va más allá: "Sospecho que para una población bastante grande, [Cincuenta sombras de Grey] tiene un glamour semipornográfico, provoca un delicioso estremecimiento como de haber cruzado algún límite, pero al mismo tiempo presenta roles románticos a la antigua, seguros y tranquilizadores" (2012). " En el reino de la fantasía privada, la figura de la sumisión sexual, incluso extrema, está notablemente difundida. Un análisis de veinte estudios publicados en la revista Psychology Today estima que entre el 31 y el 57 por ciento de las mujeres tiene fantasías en las que es obligada a tener relaciones sexuales". Citando a Daphne Merkin de la revista New Yorker (febrero de 1996), Roiphe reflexiona: " La igualdad entre hombres y mujeres, o incluso solo el pretexto de la igualdad, da mucho trabajo y en todo caso no es seguro que sea el mejor camino hacia la excitación sexual". Aquí Roiphe hace eco de una letanía que se oye cada vez más, que lamenta el hecho de que la igualdad ha traído la muerte del deseo (expresada con fuerza, por ejemplo, en el exitoso libro A Vindication of Love de Cristina Nehring, 2009). Los críticos afirman que la igualdad no es muy sexy porque requiere consentimiento, negociación, lo que quiere decir que requiere procedimientos. Los hombres que han aprendido las lecciones del feminismo han perdido franqueza y vigor en el sexo; las mujeres añoran una forma de masculinidad más estilizada, más segura de sí misma y más lúdica. Pero eso no hace más que plantear con más fuerza la pregunta: ¿por qué la masculinidad tradicional sigue provocando placer en la fantasía? En otras palabras ¿por qué algunas fantasías de las mujeres siguen atrapadas en el patriarcado?

Los vínculos premodernos entre hombres y mujeres se basaban en lo que metafóricamente podríamos llamar un sistema social feudal; es decir, los hombres recibían los servicios domésticos y sexuales de las mujeres y a cambio les proporcionaban su (presunta) protección. Los hombres tradicionales sostenían económicamente a sus dependientes (mujeres e hijos) y los defendían con su cuerpo. Ese sistema social desigual se basaba en un vínculo de dependencia recíproca. La desigualdad -traducida en una actitud protectora- contenía por lo tanto innegables formas de placer, entre las cuales destacaba la claridad de los roles de género que implicaba. En contraste con eso, la igualdad es intrínsecamente más confusa, porque no puede fijar roles, ni valores de los roles. En este sentido la igualdad es menos placentera porque produce incertidumbre y ambivalencia. 

[...] Yo argumentaría que esa ambivalencia se debe no tanto a que el feminismo haya despojado al amor de su mística (que es lo que afirman algunos detractores del feminismo) sino más bien al hecho de que la revolución feminista es hasta hoy selectiva (afecta a muchas más mujeres que hombres) e incompleta (en cuanto a la esfera económica y la familia sigue siendo en buena medida patriarcales) Ese carácter selectivo e incompleto de la revolución feminista es lo que han hecho que las relaciones íntimas y sexuales estén llenas de dificultades. La añoranza de la dominación sexual de los hombres no es añoranza por la dominación en cuanto tal, sino más bien por un modo de relación sexual en que el amor y la sexualidad no producían ansiedad, negociación e incertidumbre.

[...] En este sentido, la fantasía que se encuentra en el núcleo del relato es un ejemplo perfecto de "falsa conciencia": mezcla la fuerza emocional del patriarca tradicional -económicamente poderoso y sexualmente dominante- con la sexualidad lúdica, multiorgásmica, intensamente placentera y autotélica que es la característica distintiva del feminismo.

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