Éric Fassin (Populismo de izquierdas y neoliberalismo)

El golpe de Estado democrático

Más allá del demos, finalmente es la democracia misma, en sus formas elementales, lo que el neoliberalismo hace tambalear. Tal vez la «crisis griega» dio su demostración más impactante. Yanis Varoufakis, ministro de Finanzas del gobierno de Tsipras en las negociaciones de 2015 con la Unión Europea, explicó cómo, durante ese pulso que mantuvieron, esta manifestaba un desprecio radical por las elecciones democráticas: «ni hablar de que se pudiera renegociar el acuerdo con el argumento de que se había elegido un nuevo gobierno». O según la fórmula todavía más brutal de su homólogo alemán, Wolfgang Schaüble: «No se puede permitir que unas elecciones cambien nada». El exministro griego también reveló hasta qué punto el Eurogrupo funciona de manera no democrática, puesto que se lo excluyó sin contemplaciones. Esa reunión de los ministros de Finanzas no es una institución europea; el Tratado de Lisboa, por otra parte, la caracteriza como «informal». Pero no por ello deja de decidir el porvenir de la Unión económica y monetaria; sin embargo, no tiene que rendir cuentas de su acción, !ni siquiera de su composición!

El diktat europeo impuesto al gobierno democráticamente elegido de Grecia, precisamente en el momento en que su programa político había quedado avalado a través del plebiscito del referéndum popular del 5 de julio de 2015, representaba una especie de golpe de Estado. Un hashtag en inglés lo resumía: #ThisIsACoup. No obstante, era «de un nuevo tipo», según una expresión del gusto de Yanis Varoufakis: «Nuestros asaltantes ya no son, como en 1967, los tanques, sino los bancos». Ahora bien, el poder de las finanzas es legal, aunque no legítimo. En otras palabras, podríamos atrevernos con este oxímoron: un golpe de Estado legal, incluso un golpe de Estado democrático. Ya no se trata solamente de Grecia, ni únicamente de Europa: fue con total legalidad como la presidenta brasileña reelecta en 2014, Dilma Rousseff, fue destituida en 2016 por el Senado. Sin embargo, realmente se trata de un golpe de Estado, es decir, bajo algún pretexto se arrancó del poder al Partido de los Trabajadores, que lo ejercía desde 2003. Como Grecia en 1967, Brasil tuvo un golpe de Estado militar en 1964 y luego más de veinte años de dictadura, cuyas torturas sufrió Dilma Rousseff. Pero hoy, al igual que en Grecia, no se necesita al ejército; en Brasil fueron los votos parlamentarios lo que reemplazaron a las botas militares.

Estos golpes de Estado democráticos no tienen nada de exótico. El Francia, en 2016, bajo el estado de emergencia convertido en permanente, y teniendo como telón de fondo la represión policial de las movilizaciones contra la ley de Trabajo, elemento central de la conversión socialista al neoliberalismo, el gobierno de Manuel Valls utilizó en tres ocasiones el artículo 49-3 de la Constitución para aprobar su texto sin ningún voto de la Asamblea nacional. Claro que, por definición, esta manera de evitar el Parlamento es constitucional; por lo tanto, respeta las formas de la democracia. Sin embargo: en el momento de aspirar al voto popular, el mismos Manuel Valls consideraba «brutal» su utilización y se compromete a suprimir ese artículo, reconociendo que no es muy democrático que digamos. En 1989, cuando el neoliberalismo triunfa sobre las «democracias populares», lo hacía justamente en nombre de la democracia. Hoy en día, su despliegue ya casi no preocupa, salvo para mantener las formas (y aún así): la oposición entre una «democracia formal» y una «democracia real», desacreditada después del fracaso del comunismo, recupera actualidad.

Por eso la distinción entre dos tipos de regímenes, democráticos o no, se vuelve confusa. Cada vez más, el neoliberalismo conlleva un autoritarismo. Sin duda, ello ya no debería causar sorpresa: en 1973, fue un golpe de Estado militar contra el presidente Salvador Allende el que permitió la instalación, con los Chicago Boys, de un verdadero laboratorio del neoliberalismo. Margaret Thatcher y Ronald Reagan no tendrán más que retomar la misma receta algunos años más tarde. Nada de eso impide nuestra sorpresa cuando vemos que el luxenburgués Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, recibe al primer ministro Viktor Orbán, el 23 de mayo de 2015, con una palmada cariñosa y una frase alegre: <<Hello, dictador!>>. ¿Qué importa la intención, teniendo en cuenta la complejidad de lo distintos niveles de la ironía? El efecto de semejante broma es simplemente indicar que la democracia, al igual que la dictadura, ya no es hoy un tema serio. Lo esencial, para el neoliberalismo, ¿no está acaso en otra parte?

David Runciman (Así termina la democracia)

¡LA TECNOLOGÍA HA TOMADO EL PODER!

Muchos se ríen cuando Al Gore se atribuye haber inventado internet. Y bien que hacen. No fue Gore. Fue el Mahatma Gandhi. El ya citado relato de Forster «La máquina se para» se publicó originalmente en la Oxford and Cambridge Review en noviembre de 1909. Gandhi, por entonces un aún joven abogado y activista pro derechos humanos que vivía en Sudáfrica, al parecer lo leyó en una travesía por mar de vuelta a casa desde Londres ese mismo mes (la Review estaba en la biblioteca del buque y todos los que viajaban a bordo dispusieron seguramente de muchos ratos muertos durante el viaje, incluso Gandhi. Es evidente que le afectó. Gandhi paso la mayor parte del viaje escribiendo Hind Swaraj («Autobierno de la India»), su manifiesto a favor de la independencia india del yugo británico. La inquietante imagen de nuestro futuro en red descrita por Forster contribuyó a dar forma a la idea que Gandhi tenía sobre el rumbo que estaba tomando la civilización occidental y sobre por qué la India necesitaba liberarse de ese destino. 

Hind Swaraj, Gandhi dibuja un cuadro asombrosamente profético de la ulterior era de Amazon, Uber y HelloFresch. Inspirándose en Forster, lamenta adónde nos está llevando la tecnología:

El hombre no tendrá más necesidad de manos y pies. Se apretará un botón y los vestidos estarán a mano. Se apretará otro botón y llegará el periódico. Se apretará un tercer botón y un coche estará listo, a la espera. Habrá una gran variedad de alimentos exquisitos al instante. Todo estará hecho por maquinaria. 

Gandhi atribuye a la democracia representativa moderna gran parte de la culpa de esa negativa. Un sistema apolítico que depende de que unos cargos elegidos por nosotros tomen decisiones en nuestro nombre no puede rescatarnos de tan artificial existencia. Es imposible, pensaba él. La democracia representativa era totalmente artificial. Se había vuelto cautiva de las máquinas. Funcionaba a través de la maquinaría monetaria. Los ciudadanos eran consumidores pasivos de su propio destino político. Pulsamos un botón y esperamos que el Gobierno responda. Con razón nos sentimos decepcionados. Lo que obtenemos al final no son más que vanas promesas y mentiras descaradas. 

Leviatán
[...] Las máquinas que más temía Hobbes eran las corporaciones. Nos hemos acostumbrado tanto a convivir con las sociedades mercantiles y las corporaciones empresariales que hemos dejado de notar lo extrañas que parecen y lo mucho que recuerdan a las máquinas. Hobbes las veía como una especie de robot más. Estaban a nuestro servicio, sí, pero podían adquirir (y adquirían) vida propia. Una corporación es una confluencia nada natural de seres humanos a la que se insufle una vida artificial para cumplir la misión que tenga encomendada. El peligro está en que pude que sean las personas quienes hagan lo que la corporación requiera de ellas. 

Muchas de la cosas que nos inquietan cuando imaginamos un futuro de inteligencias artificiales son las mismas preocupaciones que las corporaciones han suscitado desde hace siglos. Carecen de conciencia porque no tienen alma. Pueden vivir más que las personas. Algunas de ellas parecen casi inmortales. Las corporaciones, como los robots, pueden salir indemnes de los escombros del conflicto humano. Durante la primera mitad del siglo XX, la sociedad alemana vivió una experiencia muy cercana a la muerte. La escala de la destrucción humana allí registrada fue extraordinaria, pero algunas corporaciones germanas sobrevivieron a todo aquello como si nunca hubiera ocurrido. Algunas de las mayores empresas alemanas creadas en el siglo XIX siguen siéndolo hoy en día: Allianz, Daimler, Deutsche Bank, Siemens. Es como si la locura de los seres humanos nada tuviera que ver con ellas.

[...] Hobbes creía que la única forma de controlar a las corporaciones era dotando de poder al Estado. Tenía razón. Hasta el siglo XVIII, los Estados y las corporaciones compitieron por adquirir y controlar territorios e influencia. Y no había garantía alguna de que el estado fuera a salir vencedor de esa luchas. La Compañía de las Indias Orientales, por ejemplo, aventajó y superó en rendimiento al estado en muchas partes del mundo. Esa corporación libraba guerras, recaudaba impuestos y, sostenida por esas actividades, adquirió un poder y una riqueza enormes. Pero a medida que el Estado moderno fue aumentando su poder y su autoridad, y en especial, a medida que se ha ido democratizando en estos últimos doscientos años, logró afianzarse. La Compañía de las Indias Orientales fue nacionalizada por el Estado británico en 1858. La lucha de Roosevelt contra los monopolios a comienzos del siglo XX, momento en el que disolvió el poder de monopolio de las grandes corporaciones empresariales estadounidenses, fue una muestra más de la recién adquirida seguridad en sí mismo del Estado democrático. Pero no fue realmente Roosevelt quien obró aquel cambio. Fue Roosevelt en cuanto rostro humano de la inmensa maquinaria política estadounidense, pero en realidad fue el Leviatán en acción. 

Weber estaba en lo cierto: la democracia moderna no puede huir de la máquina. Lo que Gandhi aspiraba a conseguir en este terreno era utópico. Pero en cambio la máquina democrática puede ayudar a humanizar el artificial mundo moderno. De hecho, esa lleva siendo parte de la promesa de la política democrática desde mucho tiempo. Y, hasta hora, es una promesa que se ha venido cumpliendo en buena medida. 

Una de las cosas que se echa habitualmente en cara a la democracia del siglo XXI es que perdido el control sobre el poder corporativo. Las grandes compañías acaparan riqueza e influencia, fomentan la desigualdad, depredan el planeta, no pagan los impuestos que les corresponden. Para muchas corporaciones, esas quejas son algo consustancial a su propia existencia: los bancos y las petroleras llevan toda la vida oyéndolas. Pero los bancos y las petroleras han dejado de ser las corporaciones empresariales más poderosas del mundo. Ese honor corresponde ahora a los gigantes tecnológicos: Facebook, Amazon y Apple. Estas compañías son jóvenes y nuevas. Creen que lo que hacen es bueno. No están acostumbradas a que las odien. El Estado no está seguro de cómo tratar con monstruos como estos.

Ignacio Urquizu (¿Cómo somos?) Un retrato robot de la gente corriente

En este capítulo hemos dado un paso más en nuestro conocimiento del hombre medio. Históricamente, los obreros cualificados han sido el sujeto político de los partidos socialistas. Su bienestar era una de las mayores preocupaciones de la izquierda y, al mismo tiempo, las bases de apoyo de estas formaciones políticas. Así, el hombre medio y la izquierda han estado íntimamente unidos. En los últimos tiempos, las formaciones socialistas se han enfrentado a nuevas dificultades, algunas de las cuales creadas por ellas mismas al abrazar la <<nueva política>> y proponer la materialización de la redistribución. Otras dificultades proceden del cambio social experimentado en los últimos años y que se han expresado en una mayor fragmentación social y un mayor peso de la identidad a la hora de definir los grupos sociales. En estos nuevos escenarios, la izquierda no lo ha pasado bien.

La reacción, por ahora, del hombre medio no ha sido de abandono clamoroso de las propuestas progresistas. De hecho, en los datos referidos a España sigue apareciendo como la base principal de la izquierda, especialmente el Partido Socialista. La gente corriente sigue apoyando al PSOE, aunque una intención directa de voto más baja que antes. Eso sí, es el grupo social que se siente más afín a estas siglas.

Pero no sólo podemos concluir que la afinidad entre el hombre medio e izquierda aún se mantiene, sino que, además, en principio, ante la nueva ola conservadora, la gente corriente es un dique. Su apoyo a la derecha extrema y populista en España no es significativo. La evidencia empírica aquí mostrada nos dice que son clases altas y medias las más afines a formaciones políticas como VOX, quizá porque las motivaciones del voto a este partido no son tanto socioeconómicas como identitarias. Es cierto que los problemas que más explican el apoyo a la extrema derecha española son el debate territorial y la inmigración, pero más que enfrentarnos a estas dificultades como un problema de redistribución de la renta, mucho del discurso se ha centrado en cuestiones de identidad nacional, por lo que quizás las clases trabajadoras no se han sentido identificadas con partidos como VOX. Pero ¿qué pasaría si el enfoque fuese otro? ¿Qué sucedería si nos enfrentásemos a los problemas de Catalunya y de la inmigración como si fuese una cuestión de desigualdad socioeconómica? Quizás los resultados aquí mostrados serían distintos. Puesto que todo esto es muy exploratorio, debemos estar atentos a la evolución del fenómeno VOX en nuestro país. Sólo será homologable a lo que viene sucediendo en otras democracias cuando se convierta en mayoritario, como ha sucedido en Brasil, Italia o Hungría. Ese día VOX tendrá un porcentaje elevado de votos y entonce sí, habrá convencido al hombre medio. Sólo con el tiempo podremos responder a estas incógnitas.

Desde luego, confío en que estas conclusiones se interpreten como lo que son: un análisis sociológico de un fenómeno político que está recorriendo las principales sociedades del mundo. La banalización de la extrema derecha se encuentra detrás de muchos episodios históricos que nos horrorizan, tal y como narró Hannah Arendt en su ensayo Eichmann en Jerusalén. Muchas veces, como científicos sociales analizamos fenómenos que nos intrigan, pero que, como ciudadanos, nos pueden llegar a horrorizar. Esta ola conservadora puede acabar destruyendo nuestras sociedades tal y como las conocemos; por ello, se hace más necesario que nunca saber mucho más sobre las razones por las que hay gente dispuesta a posicionarse a favor de movimientos políticos que atentan contra la idea de ciudadanía, devolviéndonos al pasado más terrible. El conocimiento científico no sólo nos hace más sabios, sino que debería prevenirnos de nuestras peores pesadillas. 

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