Víctor Lapuente (El retorno de los chamanes) Los charlatanes que amenazan el bien común y los profesionales que pueden salvarnos

La tesis central de este libro es que existen dos grandes retóricas políticas: la del chamán y la de la exploradora. También podemos llamarlas culturas políticas, pero se ha empleado esta expresión para denotar fenómenos tan diversos que me decanto por el término «retórica». La retórica del chamán se basa en la indignación, en la lucha, en soñar con lo imposible, en poner la realidad frente al espejo de la utopía, en las grandes expectativas de cambio, en la política transformadora. Por el contrario, la retórica de la exploradora se basa en la solidaridad, en el consenso, en soñar en lo posible, en poner la realidad frente a las alternativas factibles, en las pequeñas expectativas, en la política incrementalista. En el mundo del chamán, el objetivo es devolver el orden al caos. Y el arquetipo político sería Robin Hood, alguien que aspira a restaurar la justicia social, quitando a los privilegiados para dárselo a los desfavorecidos. En el mundo de la exploradora, la meta es resolver los problemas colectivos de forma solidaria. Y el arquetipo serían los mosqueteros, los que, frente a otros principios, anteponen la fraternidad: todos para uno y uno para todos.

La retórica del chamán divide a las sociedades y paraliza el progreso; la de la exploradora une a las comunidades políticas y estimula los avances. Las retóricas no entienden de ideologías: unos chamanes son de izquierdas y otros, de derechas; igual pasa entre los exploradores. Las retóricas tampoco saben de fronteras: hay chamanes y exploradores tanto en el sur como en el norte. Las comunidades políticas denominadas hoy por la retórica de la exploradora fueron antaño dominadas por la de los chamanes, y viceversa. La retórica marca la política de un país, pero no la determina.

Es posible, por tanto, pasar de la retórica del chamán a la de la exploradora. De hecho, objetivamente, no es muy difícil cambiar. No se necesita dinero ni lanzarse a las barricadas, basta con un cambio de mentalidad. Pero el cambio es poco obvio, es contrario a la intuición, a lo que nos pide el cuerpo. Las retóricas tienen inercia y la del chamán empuja hacia una mayor radicalidad. El chamán, encandila, encanta, embruja. Pero hay que desenmascararlo. 

A pesar de defender la política como consenso y fraternidad, este libro no es pacifista. Cada capítulo tiene un enemigo intelectual definido, que son ideas, mitos, pero no personas. Frente a estos lugares comunes, cada capítulo ofrece su reverso: una alternativa menos atractiva a primera vista, pero más fructífera para el progreso de las naciones.

Tabla 1. Mapa del libro


En este capítulo inicial, los mitos, las ideas nocivas, solo son esbozados. Nos quedamos en la superficie, en los sentimientos que provoca la política. El sentimiento político más visible en el mundo occidental, y sobre todo en el sur de Europa, es la indignación, tan comprensible como tóxica. Las situaciones de crisis no requieren ciudadanos indignados, sino todo lo contrario: personas que fomenten la tranquilidad, el sosiego, la reflexión. La alegría sensata de cambiar las cosas con pequeños pasos.
A menudo, esa política que avanza a pequeños pasos —denominada incrementalista— se confunde con un proceso político lento o conservador. Todo lo contrario. Ser incrementalista es más progresista que cualquiera de las propuestas transformadoras, que buscan ir a la raíz de los problemas, y que surgen tanto de sofisticados think-tanks como de atolondrados populismos. Los ajustes parciales —el incrementalismo— no son una señal de timidez, como afirmó Charles Lindblom en una aguda disección de la esencia de la política. La velocidad a la que caminamos depende de dos factores: el tamaño de los pasos y la frecuencia. Las aspiraciones de cambio político más comentadas en tiempos de crisis concentran sus esfuerzos en diseñar pasos muy grandes, enormes: saltemos a un tipo marginal del IRPF del 75%, a la renta básica universal, a ofrecer empleo público a todos los parados, a unas políticas justas...

Pero los grandes pasos suelan acabar en grandes caídas. Y eso si, con suerte, se han podido intentar, pues suelen despertar enormes temores y reticencias en los grandes intereses. Estas grandes resistencias generan grandes frustraciones. Por el contrario, los pequeños pasos son fáciles, despiertan la confianza y permiten tomar velocidad. Es en conseguir una alta frecuencia de pasos, y no en su longitud, donde hay que aglutinar las energías.

Eso es lo que han hecho los estados de bienestar más avanzados. Sus políticas icónicas —de la protección de ancianos y dependientes a las bajas paternales, la educación infantil y las inversiones en investigación y desarrollo— no son el resultado de grandes pasos, sino de pasos pequeños, pero constantes. No nacen de programas grandes y detallados, sino de experimentos pequeños y abiertos. No son concebidas por políticos singulares, sino por los profesionales de lo público en plural. No son el resultado de un control férreo, sino de liberar las fuerzas creativas de unos profesionales del sector público que dan con, y no para, los políticos esos pequeños pasos. Muchos. Y cada vez más rápidos.

Rosi Braidotti (Lo Posthumano)

Que la humanidad se halle en condiciones críticas -alguien diría incluso próximas a la extinción- es una afirmación recurrente de la filosofía europea al menos desde que Friedrich Nietzsche declaró la muerte de Dios y de la idea del Hombre que se había articulado en torno. Esta altisonante afirmación servía para alcanzar un más modesto objetivo. Lo que Nietzsche aseveraba era el fin del estatuto de auto evidencia atribuido a la naturaleza humana, el fin del sentido común y de la fe en la estabilidad metafísica y la validez universal del sujeto humanístico europeo. La genealogía nietzscheana pone en relieve la importancia de la interpretación respeto del dogmático cumplimiento de las leyes y los valores naturales. Al menos desde entonces, pues, los puntos principales de la agenda filosófica han sido: en primer lugar, cómo desarrollar un pensamiento crítico después de la sorprendente toma de conciencia de la incerteza ontológica, y, en segundo lugar, cómo construir un sentimiento de comunidad unida por afinidades y responsabilidad ética, sin incurrir en las pasiones negativas de la duda y la sospecha.

Sin embargo, como se desprende del episodio finés, el antihumanismo filosófico no debe ser confundido con la misantropía cínica y nihilista. La humanidad podría haber sido sobrevalorada, pero desde que ha alcanzado la cifra de ocho mil millones, cualquier discurso sobre su extinción parece completamente fuera de lugar. Al mismo tiempo, la cuestión de la sostenibilidad de todo el mundo, a la luz de la crisis medio ambiental y el cambio climático. Pues bien, el interrogante formulado por Bertrand Russell en 1963, al final de la Guerra Fría y de la confrontación nuclear, suena hoy más apropiado que nunca: ¿el hombre tiene, de verdad, un futuro? ¿La elección entre la sostenibilidad y la extinción es, de verdad, la única que vemos en el horizonte de nuestro futuro común, o tenemos otras opciones disponibles?

El problema de los límites del humanismo y las críticas antihumanistas es, en cualquier caso, central para el debate sobre la situación posthumana, y por este motivo, dedicaré a ello el primer capítulo.

El periódico The Guardian ha reproducido la noticia de que en los países atravesados por guerras, como Afganistán, la gente ha sido obligada a alimentarse de hierbas para sobrevivir. En el mismo momento histórico, la vacas de Gran Bretaña y de otros países de la Unión Europea eran nutridas con forrajes a base de carne. El sector de la agricultura biotecnológica de los países ultra desarrollados se caracteriza por una inesperada tenencia al canibalismo, desde el momento que hace engordar vacas, ovejas y pollos con pienso de base animal. Esta elección ha sido luego estimada la principal causa de la enfermedad letal denominada encefalopatía espongiforme bovina (BSE), habitualmente llamada de las "vacas locas", que consiste en la degeneración de la estructura cerebral animal, reducida a papilla. Sin embargo, aquí la locura debe ser localizada decididamente en la acción de los hombres y de sus industriase biotecnológicas.

El capitalismo avanzado y sus tecnologías biogenéticas generan una forma perversa de lo posthumano. El fondo de dicho capitalismo consiste en el radical cercenamiento de toda interacción humana y animal, desde el momento en que todas las especies vivas son capturadas en los engranajes de la economía global. El código genético de la materia viva -la vida en sí (Rose, 2008)-es el capital fundamental. La globalización comporta la comercialización del planeta tierra en todas sus formas, a través de una serie de medios de apropiación interconectados. Según Haraway, éstos consisten en la proliferación de los aparatos tecnomilitares y los microconflictos a escala global; en la acumulación hipercapitalista de la riqueza; en la conversión del ecosistema en el aparato mundial de producción, y en el aparato de infoentretenimiento global del nuevo contexto multimedia.

El fenómeno de la oveja Dolly representa de la mejor manera las complicaciones producidas por la estructura biogenética de las actuales tecnologías y de sus defensores en el mercado accionario.Los animales proporcionan material vivo para los experimentos científicos.

Éstos son manipulados, maltratados, torturados y genéticamente recombinados, de modo tal que resulten productivos para nuestra agricultura biotecnlógica, para la industria cosmética, farmacéutica y química y para otros enteros sectores económicos. Los animales son incluso malbaratados como productos exóticos y alimentan el tercer mayor mercado ilegal del mundo actual, después de drogas y armas, antes que las mujeres.

Ratas, ovejas, cabras, bovinos, porciones, pájaros, aves de corral y gatos son criados en granjas industriales, encerrados en jaulas y divididos en baterías por unidades de producción. Sin embargo, como George Orwell había escrito proféticamente, todos los animales podrían ser iguales, pero algunos son decididamente más iguales que otros. Así, siendo parte integrante del complejo industrial biotecnológico, el ganado de la Unión Europea recibe un subsidio, equivalente a la suma de 803 euros por vaca. Cifra considerablemente inferior a la garantizada a cada vaca americana, equivalente a 1.057 dólares, o a cada vaca japonesa, equivalente a 2.555 dólares. Esta sumas parecen aún más infelices si se comparan con el Producto Interior Bruto per cápita de países como Etiopía (120 dólares), Bangladesh (360 dólares), Angola (660) u Honduras (920).

Bernard Maris (Houellebecq economista)

Nosotros debemos luchar para que se ponga a la economía bajo tutela y para que ésta se someta a ciertos criterios que me atrevería a llamar éticos.

MICHEL HOUELLEBECQ, «Última muralla contra el liberalismo», en el Sentido de la lucha (Poesía)

En tiempos de Luis XV, para burlarse de los economistas y de sus complicados razonamientos, se referían a la «secta». La palabra es extraordinariamente justa: se trata, desde el principio, de una secta que repite un discurso hermético y confuso. Se la respeta porque no se la entiende. La secta reverencia las palabras abstrusas, la abstracción y las cifras. Se aceptan sus contradicciones.

Nuestra época está saturada de economía, más que ninguna otra. Y aunque huye del silencio, drogada con la música de los supermercados y los ruidos de los coches que giran sobre sí mismos, tampoco sabe arreglárselas sin los rebrotes del crecimiento, el desempleo, la competitividad y la globalización. Al canto gregoriano de la Bolsa, que sube y baja, responde el coro de los expertos: crisis, crecimiento, empleo, Dismal science, decía el isleño Carlyle. Ciencia lúgubre. Diabólica, la economía es la ceniza con que nuestra época cubre su triste rostro.

¿Quién se acordará de la economía y de sus sacerdotes, los economistas?

Dentro de unos decenios, de un siglo, antes quizás, parecerá inverosímil que una civilización haya podido conceder tanta importancia a una disciplina no sólo vacía, sino también absolutamente aburrida, así como a sus celadores, expertos y periodistas, graficómanos, pregoneros, barones y polemistas del pro y del contra (aunque lo contrario sea muy posible). El economista es el que siempre es capaz de justificar ex post por qué se ha equivocado por enésima vez.

Disciplina que de ciencia sólo tuvo el nombre y de racionalidad sólo sus contradicciones, la economía acabará revelándose como una increíble charlatanería que fue también la moral de una época. ¿No entendemos nada? Tranquilicémonos: no hay nada que entender, como tampoco había que ver ropajes suntuosos cubriendo el cuerpo desnudo del rey. Que un premio internacional, bautizado «Nobel» por quienes usurpan su nombre —banqueros autopromovidos que dotan el premio homónimo— fuera concedido en nombre de chismorreos adornados con ecuaciones a buscadores de quimeras, parecerá algún día tan extraño,  al menos tan similar, como poner en un libro traducido a doscientos idiomas una faja que diga que el autor tiene el récord de mayor abridor de botellas de cerveza con los dientes. Y los libros de economía no merecerán ya ni siquiera la crítica roedora de los ratones.

[...] Han construido una economía del crimen en la que los bandidos racionalizan su comportamiento criminal y sus previsiones de riesgos en función de sanciones probables y de botines futuros. Han inventado una optimización del número de hijos para que las familias oscilen entre pocos hijos de buena calidad y muchos de mala. (Rigurosamente cierto: incluso se concedió ese premio llamado Nobel al idiota que parió la ocurrencia, Gary Becker).

Ni siquiera se dejó en paz a la Muerte, cuando otro premio Nobel, Gérard Debreu, explicó que el gran reto de las sociedades era la prolongación de la vida de los muy ancianos: ¿había que desenchufarlos ya, para que la Seguridad Social ahorrase dinero, o había que mantenerlos a toda costa en la periferia del otro barrio para crear empleos de cambiadores de pañales sucios? Son cosas que hay que meditar bien...

Un tercero, y pronto premio Nobel (Larry Summers), sugirió, partiendo del mismo esquema, que era mejor verter los productos contaminantes del Norte en los países del Sur, sobre todo de África, y que eliminaran a sus habitantes —básicamente negros y muy poco productivos—, que conservarlos arriba para que eliminaran a los lugareños —básicamente blancos y mucho más productivos—. La humanidad ganaría mucho desde el punto de vista de la renta mundial.

[...] Nietzsche creyó que la ciencia echaría a perder la filosofía. Falso. Lo que pasó es que fue reemplazada por las pseudociencias, en cabeza de las cuales estaba la economía, cuyo hiperbolismo matemático oculta su nada conceptual. La matemática es, con su jerga, la artimaña mimética que encubra el cáncer económico en el cuerpo social.

[...] La economía no es una ideología vaga, sin no una ideología precisa, viciosa, mortífera, peor de lo que fueron las religiones. Pues todas las religiones, incluso la más animal (aquella que fue inventada por «beduinos mugrientos que no tenían otra cosa que hacer, con perdón, que dar por culo a sus camellos», contiene una parte de imaginario. Por desgracia, no nos deshacemos tan fácilmente de la economía como de la religión. Esta más allá de la ciencia («Nuestra religión es la ciencia» Auguste Comte), y luego la economía, que es el retorno de lo peor de la religión, lo religioso racionalizado.

La decadencia del cristianismo dio origen al materialismo y a la ciencia moderna, con dos grandes consecuencias: el racionalismo y el individualismo, las dos ubres de la economía. Pero Houellebecq añade: el individualismo se nutrió de la competencia sexual y material.

La competencia económica es una metáfora del dominio del espacio y del tiempo. Expresa la lucha contra la escasez, escasez que es la esencia del problema económico. Cuando hay abundancia no hay economía; por eso los marxistas han buscado siempre la abundancia, el regreso al paraíso, el consumo libre.

* Bernard Maris (Carta abierta a los gurús de la economía que nos toman por imbéciles)

Maurizio Lazzarato (Gobernar a través de la deuda) Tecnologías de poder del capitalismo neoliberal

Un informe reciente del canal neoyorquino de la Reserva Federal sobre la deuda de los hogares en Estados Unidos hizo públicos los datos acerca del endeudamiento de los estudiantes norteamericanos: al 31 de marzo de 2012, el total de las sumas tomadas en préstamo para financiar estudios y pendientes de reembolso se elevaba a 904.000 millones de dólares, o sea, 30.000 millones más que tres meses antes. Esta cifra equivale a más de la mitad de la deuda de Italia y Francia. Por una deuda mucho menos importante, la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional no vacilaron en hacer pedazos a Grecia, que vive hoy su sexto año de recesión. Por sumas comparables o inferiores se imponen pues la recesión, la austeridad, los sacrificios, la desocupación y la pobreza a millones de ciudadanos de los países endeudados.

En Estados Unidos, dos tercios de los egresados salen endeudados de la universidad. La cantidad de personas que se han endeudado para terminar sus estudios alcanza a 37 millones. Se endeudan—y para toda la vida—antes de ingresar al mercado de trabajo. La Fed afirma que si bien los préstamos inmobiliarios siguen ocupando el primer lugar en el endeudamiento por hogar, los destinados a los estudiantes pasaron al segundo lugar entre las familias norteamericanas en 2010, superando a los tomados mediante la tarjeta de crédito. Con la crisis, el índice de desocupación entre los egresados universitarios de menos de veinticinco años está por encima del 15%, muchos jóvenes egresados tienen grandes dificultades para conseguir trabajo, y las posibilidades de reembolso se reducen.

¿Qué mejor preparación para la lógica del capital, con sus reglas de rentabilidad, productividad y culpa, que entrar endeudado a ella? El adiestramiento a través de la deuda, que imprime en el cuerpo y la mente la lógica de los acreedores, ¿no es la iniciación ideal a los ritos del capital?
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La subordinación de la administración y del welfare a la valoración del capital, inaugurada por el neoliberalismo de la década de 1980, no es de un Estado mínimo, sino de un Estado liberado del influjo de los asalariados, los desocupados, las mujeres y los pobres sobre los gastos sociales. Como la crisis se encarga de mostrar, el Estado máximo es plenamente compatible con el neoliberalismo. El cambio de esa relación de fuerza, sobrevenido a fines de la década de 1970, brindó a los liberales la posibilidad de utilizar las funciones del Estado (prestamista de última instancia, políticas fiscales, políticas de redistribución, etc) en su propio beneficio.
El sistema representativo y el Estado de derecho sufren la misma suerte. Contrariamente a lo que parece afirmar Foucault («la participación de los gobernados en la elaboración de la ley, en un sistema parlamentario, constituye el modo más eficaz de economía gubernamental»), la crisis neutraliza de manera radical la expresión de los gobernados, incluso la manifestada por medio del voto.
Sin embargo, a pesar de sus formas radicalmente debilitadas y completamente acerrojadas por las leyes electorales, los medios de comunicación y los expertos, el sistema político representativo es todavía demasiado democrático para la economía. Aun reducido a esta caricatura de «participación de los gobernados», sigue constituyendo un obstáculo para la gubernamentalidad de la crisis. El sistema representativo queda suspendido, los partidos son despojados de todo «poder», el Parlamento se reduce a una cámara de ratificación de «órdenes» dictadas por las instituciones del capitalismo mundial. Angela Merkel resumió el sentido de este proceso al invocar una «democracia acorde a los mercados». La soberanía popular está condicionada, puesto que el único voto que cuenta es el de los mercados y las instituciones de gobernanza internacional, que expresan, días tras día en tiempo real, su voluntad «política» a través de la bolsa y el spread. Si el pueblo vota como esos «grandes electores», el voto es legítimo; de lo contrario, se podrá hacer que vuelva a votar, o se hallará una manera de soslayar una democracia vaciada de todo poder. 

Luis Sáez Rueda (El ocaso de Occidente)

15 de mayo de 2011. Mientras la primavera árabe extiende sus luchas con el poder exigiendo democracia y laicismo, en la España democrática y laica unas cuarenta personas deciden acampar en la Puerta del Sol de Madrid, reivindicando una mayor participación ciudadana en los asuntos públicos y una vida colectiva libre de las presiones de los omnipotentes poderes económicos y sus lacayos del gobierno. Las acampadas se extienden a prácticamente todas las ciudades, dando lugar a lo que ha recibido el nombre de movimiento 15M. En ellas se realizan asambleas populares abiertas, de tan mediditativa actitud, que se diría fuesen verdaderas ágoras filosofantes. Lo que importaba allí no era primera y fundamentalmente construir una ideología, sino más bien, y para decirlo con el mayor rigor, respirar aire puro. Importaba la manera de concurrir, el modo de estar, hablar, dirigirse al otro: el tipo de fuerzas, en definitiva, que afectan y son afectadas. En las plazas del centro, del norte o del sur tenía lugar un desplazamiento respecto al asfixiante malestar cultural cuyo espectro, invadiendo lento pero inexorablemente al común, adivinaba cada uno a su modo. La comunidad española experimentaba en esta briosa y serena agitación del pueblo un exceso de sí, una evasión energética que la obliga a auto-descentrarse, como un movimiento de diástole. Duró un instante en el tiempo, porque, muy poco después, una clara voz, salida de la garganta del gobierno, sobrevoló las asambleas, como un Superyó irónicamente demandante: «¡Bien, os indignáis por la situación, pero solo lanzáis quejas! ¿Tenéis acaso una alternativa?». El astuto reto caló en las conciencias y las asambleas se convirtieron en una verdadera fábrica de elaborar propuestas en positivo. Allí acabó su potencia, por más que los laboriosos indignados pusiesen su fe e inteligencia en ello. Y acabó porque el posicionamiento excéntrico del pueblo, que impulsó un movimiento diastólico en la comunidad, fue llamado a filas, es decir, a un repliegue en sístole hacia la tarea comunitaria, más afanada en producir bloques de significados ideológicos. Olvidó que su fuerza intensiva, dinamizadora, solo se sostiene desterritorializando el hogar y ejercitando el deseo de una territorialización cuya nueva tierra ha de permanecer innombrable. Innombrable: camino que se hace al caminar y que, por eso, carece de origen y de fin preconcebidos. Solo sobre la base de esa insistente gestación de estelas en el mar puede una comunidad reconocerse a sí misma, encontrar un testigo de sí y comprenderse en una nueva forma concreta y naciente. 

No hay que entender este proceso de diástole y sístole de forma moralista. Muchos menos maniquea, cayendo en la vulgaridad de atribuirle a la comunidad el mal y al pueblo el bien. Pues si en el 15M el retorno a la intimidad del común absorbió la extimidad des-comunal limitando su creación, sería posible imaginar lo contrario, que esta última llegase a tal extremo de diáspora que no dejase el tiempo suficiente para que la primera siguiese sin extinguirse. Todo este proceso ocurre más allá del bien y del mal y solo en el plano superficial de los resultados concretos puede hacerse un balance de logros nobles o viles (y eso siempre desde una pluralidad de puntos de vista). Lo esencial ahora reside en indagar esta forma tensional en que lo céntrico de la comunidad y lo excéntrico del pueblo se relacionan. Se relacionan en una tensión plástica, pues ambos son ámbitos dinámicos de la cultura y no sus partes representantes. En su sístole y diástole, con-forma el latido cultural. Antes, sin embargo, de continuar, se impone precisar lo que significa fuerza, así como sur relación con el sentido.

[...] Sin comunidad y sin pueblo, desfallece la erótica cultural que tiende a crear vínculos y renovarlos. Nuestra cultura, que rompe la unidad discorde entre comunidad y pueblo en su raíz, deja ascender hacia sí, por multitud de rendijas, su propia hostilidad, que se expresa en fenómenos tales como la guerra de todos contra todos, en el trabajo y en el ocio, en la distancia y en la proximidad, vinculados por una lógica oposicional sutil pero intensa, envuelta por lo demás, en el hipócrita respeto superficial y en el ignominioso juego de la fingida bonhomía, a través de la cual todos hablamos de amor o de amistad de un modo tan poco creíble que no puede dejar de mostrar su lado dulzón, pringoso, empalagoso.

Sin comunidad y sin pueblo nos experimentamos vacíos, porque ello significa el vaciamiento de la cultura. Sin comunidad y sin pueblo, nos experimentamos condenados a la soledad. No es esa soledad productiva que es necesaria para todo tipo de creación, sino a la soledad desoladora de quien tiene que gestionar su propio sufrimiento sin ayuda de nadie. Pseudocultura o cultura fantasmática, en la que la estresante organización del vacío esconde la verdad: una distensión fatal de potenciales.

La thanatología de nuestro occidente europeo ( y norteamericano) pide hoy la resistencia del filósofo, que no es más que el hombre que despierta.

[...] La nueva angustia en la cultura procede de esta despiadada expulsión de la natura naturans, empresa imposible, porque esta sigue provocando a la cultura hacia nuevas autocreaciones. Es la angustia de un engreído señor de la naturaleza, en todas sus expresiones, al que la naturaleza le está mostrando una y otra vez su in-sistente presencia desde la ausencia. Es la angustia de una cultura que, a falta de la dirección inobjetivable de su physis, se experimenta abandonada en una soledad que ya no es humana, sino en aquella en la que se encuentra cómoda solo la piedra y en una oscuridad que no es la suya, sino en esa que solo hace volar a la alondra, y está reservada para ella.

Antonio Priante (El silencio de Goethe)

El vegetal vive del mineral, el animal devora al vegetal y también a otros animales, y al final llega el hombre, que toma toda la tierra por su finca particular y la explota despiadadamente. Devora los productos de la tierra y devora también, en cuanto puede, a los otros hombres, homo homini lupus. Sí, Burtz, quizá esto no lo sabías. Pues conviene que te enteres: ningún animal es tan feroz con los de su propia especie como lo es el hombre. ¿Pesimismo, dices? ¿Que soy muy pesimista? No me hagas reír, Burtz. Los que se proclaman optimistas deberían ser obligados a visitar los hospitales, los manicomios, las cárceles, las bodegas de los esclavos, las salas de tortura, los cadalsos y todos los rincones donde habita la más negra miseria, los barrios ínfimos de nuestras grandes ciudades, las minas, las fábricas, donde se obtiene el derecho a respirar a cambio de catorce horas diarias de trabajo embrutecedor, incluidos los niños de ocho años. Así se comporta el hombre con el hombre: ciertamente lo del lobo resulta una metáfora abusiva. Y no le va mejor al individuo consigo mismo. La vida de todo ser humano no es más que una lucha compulsiva en pos de una felicidad ilusoria. Los dolores le atormentan, son algo real; los goces los desea y, en cuanto los obtiene, o le decepcionan o los olvida en busca de nuevos goces. Nada le satisface, toda su existencia oscila entre la carencia, el deseo y la decepción. Y si no hay carencias ni deseos, se instala entonces en su corazón el peor de todos los monstruos: el tedio. Y todo ¿para qué?, qué queda de las multitudes que nos han precedido?, qué queda de la inmensa muchedumbre de individuos que han visto la luz por unos instantes para sumirse de nuevo en la oscuridad? Nada, de su pequeño yo nada queda. Cada individuo, cada rostro humano no es más que un breve sueño de la voluntad de vivir, un boceto que la voluntad traza a modo de recreo sobre el lienzo infinito del tiempo y el espacio y que no conserva más que un instante imperceptible, borrándolo enseguida para pintar nuevas figuras. ¿Y para qué todo ese juego, esa mauvaise plaisanterie, que decía Voltaire? Parece, Burtz, como si... ¿qué haces? ¿Duermes? No te duermas ahora, Burtz, ahora no, que esto es importante, muy importante. ¡Despierta! Así muy bien. Levántate; no, no te sientes ahora. Bueno, siéntate, pero pon atención, mucha atención. Decía que parece como si todo fuera consecuencia de un error, de un inmenso error. Estaba el ser, la cosa en sí idéntica a sí misma, hasta que un día -y perdona que haga uso, metafórico, del tiempo- esa cosa en sí, bajo la forma ya de voluntad, quiso entrar en la representación, quiso ser piedra, agua, aire, planta, animal, hombre, y lo quiso -lo quiere- con tal vehemencia que cada una de sus objetivaciones tiene que luchar con fuerza con todas las demás para asegurarse un lugar en el espacio. Ése fue, ése es el pecado original. Burtz, el pecado de querer existir, el delito de haber nacido, que decía Calderón, y por él estamos todos condenados, condenados a la lucha, al dolor, a la insatisfacción, a la decepción, al tedio, a la muerte. ¿Y no hay manera de escapar de esta condena?... Veo que estás bien despierto ahora. Me alegro. Porque ahora viene la parte positiva -es una manera de hablar- del asunto, mucho más cierta y más real, eso sí, que todos los cielos y progresos que sólo existen en las mentes de los optimistas profesionales. Sí, hay manera de escapar de esa condena. Y no una, sino dos. La primera, aunque efectiva, es transitoria, temporal. La segunda, aunque rara y muy difícil, es total, definitiva.

La primera es el arte. He dicho antes que la inteligencia humana es una creación de la voluntad para seguir existiendo. Y en la inmensa mayoría de los casos, a eso se reduce su papel. Los hombres utilizan el cerebro para dominar las fuerzas de la naturaleza como no podría hacer un simple animal, y para afirmar su yo frente a los otros hombres, con astucia, con engaño, es decir, para desenvolverse en la selva natural y social, en una palabra, para sobrevivir, porque ésta y no otra es la función del intelecto creado por la voluntad. Pero una vez creado, el intelecto -como toda creación viva- actúa con propia autonomía, y a veces se fija en cosas que no tienen relación con el interés de la voluntad. Cuando por primera vez el hombre levantó la vista de la tierra de sus fines y, ajeno a todo interés vital, contempló el cielo estrellado, nació el sentimiento estético. Cuando por primera vez el hombre construyó un objeto, pintó una figura, tramó un relato, inventó una canción, sin ningún interés vital o práctico, nació el arte... Pero ¿que es el arte? El arte consiste en el conocimiento objetivo de una Idea que abarca una serie de casos particulares y concretos. Hay infinidad de personas ambiciosas o empujadas a la ambición: Shakespeare capta la Idea y la llama Macbeth. Hay algunas personas idealistas y puras en un mundo mezquino y perverso: Cervantes capta la Idea y la llama Quijote. Hay muchos jóvenes sensibles y desesperados en un mundo frío y hostil: Goethe capta la Idea y la llama Werther. Si estos genios de la literatura, en vez de abandonarse a la contemplación intuitiva de la Idea, se hubieran guiado por las pulsiones de la voluntad, ni serían tales genios ni hubiesen producido otra cosa que vulgares panfletos. Y es que el núcleo fundamental de una obra de arte es una intuición objetiva, y ésta exige el aquietamiento absoluto de la voluntad. Es entonces cuando el artista se convierte en sujeto puro de conocimiento, ajeno a las tormentas de la voluntad. Hay no hay lucha en su interior, porque la voluntad ha cesado y él y el objeto artístico son una y la misma cosa.

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