David Le Breton (Desaparecer de sí) Una tentación contemporánea

Umbral: Difíciles identidades contemporáneas

A veces, nuestra existencia nos pesa. Nos gustaría liberarnos, aunque solo fuera por un instante, de las necesidades que esta conlleva. Darnos en cierto modo unas vacaciones de nosotros mismos para recobrar el aliento, para descansar. Aunque sin duda nuestras condiciones de vida son mejores que las de nuestros antepasados, no nos libran de su actividad esencial, consistente en darle un valor y un sentido a nuestra existencia, en sentirnos ligados a los demás, en experimentar el sentimiento de ocupar un lugar en el seno del vínculo social. La individualización del sentido, al liberarnos de las tradiciones o de los valores comunes, nos exime de toda autoridad. Cada uno se convierte en su propio amo y deja de tener que rendir cuentas a nadie más que a sí mismo. La ruptura de ese vínculo social aísla a cada individuo y lo enfrenta a su libertad, al disfrute de su autonomía o, al contrario, a su sentimiento de insuficiencia, a su fracaso personal. El individuo que carece de recursos internos sólidos para adaptarse a los acontecimientos y dotarlos de valor y de sentido, que no tiene suficiente confianza en sí mismo, se siente tanto más vulnerable y debe sostenerse por sí solo, ya que su comunidad no lo va ha hacer. A menudo se halla sumido en un clima de tensión, de inquietud, de duda, que le hace la vida muy difícil. El placer de vivir no es fácil de encontrar. Muchos de nuestros contemporáneos que aspiran a aliviar un poco la presión sobre sus espaldas, a suspender el esfuerzo necesario para continuar siendo ellos mismos al hilo del tiempo y de las circunstancias, siempre a la altura de las propias exigencias, y de las de los demás. Incluso cuando no pesan las dificultades, puede surgir la tentación de desembarazarse de sí mismo por un rato, para así escapar de las rutinas y de las preocupaciones. Toda descarga es oportuna porque nos da tregua por un instante. 

En una sociedad en la que se imponen la flexibilidad, la urgencia, la velocidad, la competitividad, la eficacia, etcétera, el ser uno mismo no se produce de forma natural, en la medida en que hace falta en todo momento estar en el mundo, adaptarse a las circunstancias, asumir su autonomía, estar a la altura. Ya no es suficiente con nacer y crecer, ahora es necesario estar constantemente en construcción, permanecer movilizado, dar sentido a la vida, fundamentar las acciones sobre unos valores. La tarea de ser un individuo es ardua, sobre todo cuando se trata de convertirse en uno mismo. Encontrar los soportes de la autonomía y bastarse a sí mismo no es igual de fácil para todos: cada individuo posee capacidades distintas. «Mientras que las obligaciones morales se han etenuado, las psíquicas han invadido la escena social: la emancipación y la acción extienden desmesuradamente la responsabilidad individual, agudizando la conciencia de ser solo uno mismo [...]. Esa es la razón por la cual la insuficiencia es a la persona contemporánea lo que el conflicto representaba para la de la primera mitad del siglo XX». El individuo no dispone hoy en día de una orientación para construirse, o mejor dicho, se enfrenta a una multitud de posibilidades para la que solo puede contar con sus propios medios. Esta falta de fundamentación social y la ausencia de una reglamentación exterior no facilita el acceso a la autonomía. Todo individuo es, sin embargo, responsable de sí mismo, incluso aunque le falten los medios económicos y sobre todo simbólicos para asumir una libertad que no ha elegido, pero que le ha sido concedida por el contexto democrático de nuestras sociedades. No dispone ya de un marco político para afirmarse en una lucha común, como pudo haber existido en el pasado, ni de una cultura de clase y un destino compartido con otros. Situarse bajo la autoridad de sí mismo implica la renovación incesante de toda una serie de habilidades y de recursos internos, constituyendo una fuente de inquietud y de angustia, y requiriendo de un esfuerzo constante. La identidad se ha convertido en una noción fundamental para poner en cuestión tanto la persona individual como el conjunto de nuestras sociedades, pues hoy en día se halla en crisis y alimenta una «incertidumbre radical sobre la continuidad y la consistencia del yo». La transparencia ha desaparecido entre las diferentes formas de socialización y de la subjetividad. Mantener su lugar en el seno del vínculo social implica una tensión, un esfuerzo.

La velocidad, la fluidez de los acontecimientos, la precariedad del empleo, los múltiples cambios impiden la creación de relaciones privilegiadas con los otros y aíslan al individuo. Solamente la resistencia y la solidez del vínculo social, su enraizamiento, ofrecen la posibilidad de forjar amistades duraderas, y por lo tanto de proporcionar formas de reconocimiento en el día a día. La vida social de vecindario, por ejemplo, se hace más líquida, efímera y superficial debido a la permanente rotación de los habitantes del barrio. El individuo hipermoderno está desconectado. Exige la presencia de los otros, pero también su alejamiento. Marcel Gauchet nos recuerda que la ciudadanía era, hasta hace bien pocos años, una conjunción entre lo general y lo particular. Se trataba de que cada individuo se apropiara del punto de vista del conjunto, de que se situara como uno entre muchos, en un movimiento en el que ni uno ni otro se perdieran. Hoy en día «lo que prima es la disyunción: cada individuo pretende que su particularidad le sea reconocida por parte de un instancia general de la que no se le pide que comparta su punto de vista, y a cuyos titulares se les deja el trabajo de arreglárselas por sí mismos». 

El vínculo social es más una variable ambiental que una exigencia moral. Para algunos, incluso, no es más que el escenario de su desarrollo personal. El vínculo al otro ha dejado de ser una obligación para convertirse en algo opcional. Cotidianamente, la mayoría de las relaciones no exigen compromiso; la televisión, internet, los chats y los foros, o el teléfono móvil son formas de estar y de liberarse de una relación con solo apagar la pantalla.

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Depresiones

[...] Sin embargo, no se puede considerar que la depresión tenga solamente raíces en la infancia; es también, y sin duda sobre todo, una consecuencia de la dificultad de ser uno mismo en nuestras sociedades, del agotamiento que provoca el tener que mantenerse incesablemente en el nivel de las exigencias requeridas por su individualidad. La autonomía obligada —la propia de este individuo— está infestada de tensiones internas; el hombre o la mujer devienen autorresponsables y con cuentas que rendir a los demás o a sí mismos en caso de fracaso, viéndose obligados a dar permanentemente pruebas de su capacidad de actuar por sí solos. Su posición social tampoco es evidente, y tendrán que asentarla a partir de un sinfín de referencias posibles. Si bien el collage de los signos de identidad pueden ser a veces fluido y gozoso para aquellos que poseen asideros narcisistas bien establecidos, para otras personas es un tejido desgarrado y desarmonizado que provoca el miedo y la falta de ser. El individuo debe construir su experiencia en todo momento. 

George Steiner (Un largo sábado) Conversaciones con Laure Adler


L. A. En la mayoría de sus obras desarrolla una teoría de la evolución de la definición de la palabra humanidad. En Presencias reales afirma que vivimos en la era de la caída de la gracia del hombre. ¡Qué quiere decir eso?

G. S. Piense que mientras Pol Pot enterraba vivos, literalmente, a cien mil hombres, mujeres y niños en Camboya, nadie movió un dedo. A pesar de estar al corriente, Inglaterra vendía armas a los jemeres rojos. En la época de Auschwitz no se sabía lo que estaba pasando, o muy pocos lo sabían. Realmente muy muy pocos. Pero entonces todos lo sabían, podía verse en la televisión todas las noches. En ese mundo, el mundo de un hombre que ha construido y estandarizado Auschwitz y el Gulag —imagínese, ¡las víctimas de Stalin y Lenin se estiman en setenta millones!—, el umbral de lo humano, el mínimo que implica el hecho de ser hombre, ha bajado, ha bajado muchísimo. Como prueba me limito a esta sencilla constatación: no hay ninguna información de una nueva atrocidad, que aparezca en la televisión o en la radio, que no nos creeríamos. Es algo totalmente nuevo. Y puede demostrarse. Cuando contaban que los alemanes, en 1914 y 1915, habían cortado las manos a los belgas, una semana más tarde se sabía que era mentira, que era una broma pesada de la propaganda. Seguro que hay muchos otros ejemplos. Hoy ya no habría nada que la gente no se creería. Es posible que una atrocidad acabara siendo falsa; eso es otra cosa. Pero a priori diríamos: «¡Vaya! Sí... y mañana será peor».

Pero no hablan de nuestro papel en Ruanda, y en tantos otros sitios... En Indonesia hay una masacre todos los días; en Birmania, la situación de niños, hombre y mujeres es terrible. Hay más niños esclavos en la actualidad que en ningún periodo de la humanidad. Cientos de millones de niños pequeños, de nueve o diez años, trabajan catorce horas al día en fábricas chinas, pakistaníes o indias. Pero nadie mueve un dedo. Eso es lo que quiero decir con: «bajar el umbral» de lo que significa ser humano.
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L. A. En relación con el temor de una quiebra de las humanidades, hay un tema recurrente en la mayoría de sus reflexiones, tanto históricas como políticas, metafísicas, lingüísticas o espirituales. Ese tema podría titularse (parafraseando a Spengler) «la decadencia de la civilización». No digo que prediga usted —como hizo Spengler en los albores de la guerra de 1914—una decadencia ineluctible de la civilización, pero hay con todo una angustia sorda en usted, un aviso al ser, un deseo de conciencia, de elevar aún más nuestra conciencia. Una vigilancia. 

G. S. Los historiadores más rigurosos estiman que entre el mes de agosto de 1914 y el mes de mayo de 1945, en Europa, en nuestra Europa y en el mundo eslavo occidental, más de cien millones de hombres, mujeres y niños fueron masacrados por las guerras, los campos, el hambre, las deportaciones y las grandes epidemias. Es un milagro que todavía exista una civilización europea. Todo lo comprendemos al revés. El milagro es que haya algo que sobreviviera a la mayor masacre de la historia.

Desde entonces, las masacres en los Balcanes nos recuerdan que la fragilidad de la situación de Europa sigue siendo extrema. Justo después de la Primera Guerra Mundial Valéry había escrito esta frase que llegó a ser muy famosa: «Nosotras, las civilizaciones, hemos aprendido que somos mortales» Desde entonces la situación se ha vuelto mucho más dramática. Los Estados Unidos se han convertido no solo en la mayor potencia mundial, sino además en algo así como un modelo para el hombre. Guste o no, con la revolución tecnológica americana, la explotación del espacio, la investigación científica, es América la que impone a los sueños de gran parte de la humanidad lo que llamo una «California imaginaria».

Europa ya no tiene ningún modelo que proponer, ni siquiera a sus jóvenes. Los jóvenes están hartos de la alta cultura, de la alta civilización que no fue capaz de oponerse a la barbarie, o que más de una vez se puso a su servicio. Ya hemos visto hasta qué punto la vida de la élite europea, intelectual, artística y filosófica estuvo del lado de la barbarie. Fue Walter Benjamin, el gran crítico, quien dijo que en realidad todo monumento cultural europeo se ha eregido sobre una base de inhumanidad, de barbarie. Hay una gran verdad ahí; aunque sea algo radical.

A todo eso hay que añadir una sensación irracional, indemostrable, intuitiva. No creo que volvamos a tener un Shakespeare, un Dante, un Goethe, un Mozart, un Miguel Ángel, un Beethoven. Por supuesto que hay gigantes en el arte del siglo XX, hay grandes escritores. No digamos tonterías, hay grandes compositores. Pero el que enseña literatura, historia del arte o música lo hace mirando hacia atrás. La cabeza mira hacia atrás. En italiano se dice tramonto del sole (puesta del sol). No es impensable que otras partes del planeta tomen el relevo y que Europa esté demasiado cansada. ¡No le faltan razones, por Dios! Hay una expresión alemana muy interesante: Geschichte müde sein, estar cansado de la historia. Dando un paseo por una calle europea, uno ve en todas las casas placas que conmemoran sucesos de hace siglos: En Europa el peso del pasado es enorme. En cambio, el peso del futuro es muy ligero, ligerísimo. Es un problema grave.

Nos encontramos en un periodo de transición. Ya se sabe que las iglesias están prácticamente vacías. En los países en los que la autoridad católica era o en apariencia sigue siendo la más poderosa (en Italia, en España, etc), la tasa de natalidad está en caída libre. La demografía de Europa es negativa; el continente ya no renueva a su población. Por doquier, los jóvenes y los que ya no son tan jóvenes cargan con el lastre enorme de los viejos, el lastre de las pensiones, el lastre de los que viven demasiado. La pirámide se ha invertido por el lado equivocado. Por todas esas razones, es difícil imaginar cómo hará nuestra civilización europea para recuperar su impulso vital. Mi gran esperanza es que la Europa oriental sea una gran reserva de energías que todavía no se han liberado (de obras maestras, de pensamiento, de arte). Pero viendo el capitalismo salvaje que impera en ciudades como Praga, como Budapest, con sus limusinas blancas como si fuera Hollywood, o como Bucarest, que lentamente va saliendo de una larga miseria, esa esperanza flaquea. Esa imitación de cierto capitalismo liberal no parece presagiar una gran renovación cultural.

Fernando Escalante Gonzalbo (Historia mínima del neoliberalismo) Una historia económica, cultural y intelectual de nuestro mundo, de 1975 a hoy

INCIPIT VITA NOVA: OTRO HORIZONTE CULTURAL

Ese radicalismo ambiguo que dejan como herencia los años sesenta, junto con el auge del neoliberalismo, contribuye a configurar lo que se podría llamar el «molde cultural» de Occidente en las décadas siguientes. Las afinidades no son triviales. La nueva izquierda, como ha señalado Tony Judt, abandona pronto los motivos clásicos de la desigualdad, la distribución del ingreso, la producción de bienes públicos, y se concentra en preocupaciones individuales: la libertad, la autenticidad, los temas de los estudiantes universitarios de los sesenta, y deriva poco a poco hacia la defensa del derecho a la diferencia.

La traza básica de ese molde cultural en los países centrales deriva de dos tendencias mayores. La primera, resultado del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, resultado del feminismo también, es un movimiento hacia una mayor igualdad formal, jurídicamente protegida, contra cualquier forma de discriminación por motivos de género, de origen étnico, religión. La segunda, secuela del entusiasmo meritocrático de los nuevos universitarios, y del progreso del programa neoliberal, es una justificación abierta, explícita, de las desigualdades, en sociedades en que comienza de nuevo a concentrarse el ingreso. El resultado de ambas cosas en conjunto es un renovado, exacerbado individualismo. Y un nuevo eje para el consenso ideológico, en la oposición entre la igualdad de oportunidades, por la derecha, y el derecho a la diferencia, por la izquierda. 

En resumen, el neoliberalismo hereda mucho del espíritu de las protestas juveniles, y en buena medida su vitalidad depende de eso, de que es capaz de mantener un aire contestatario. Importante tenerlo presente. Su programa es fundamentalmente conservador, incluye muchos de los temas más clásicos de la derecha empresarial: libre mercado, control del déficit, reducción del gasto social. Sin embargo, en los años setenta y ochenta es un movimiento de oposición, rebelde, enemigo del orden establecido, un movimiento de protesta contra el Estado, contra la burocracia, los sindicatos, la clase política, contra todos los parásitos del sistema de la posguerra. 

En su momento, la denuncia resulta muy verosímil. El Estado de Bienestar es el orden establecido, indudablemente. Y favorece a sindicatos, funcionarios, políticos. No hace falta mucho para que parezca que frente a ellos están sencillamente los individuos, cuya vida está permanentemente acotada, regulada, vigilada. Pero lo interesante es que va a conservar ese aire juvenil y contestatario en las décadas siguientes. La explicación no tiene mucho misterio: en la medida que no desaparece, y no va a desaparecer el Estado, ni los impuestos, ni los sindicatos ni la regulación de la economía, ni los servicios públicos, siempre será posible situarse en la oposición y denunciar a los vividores, exigir menos impuestos, menos leyes, menos burócratas, menos gastos.

En la línea de Hayek, de Mises, hay una inclinación muy característica a proponer soluciones imposibles, extremas: eliminar el impuesto sobre la renta, privatizar la acuñación de moneda, suprimir la regulación de los medicamentos, lo que sea. Con la consecuencia de que siempre falta algo que hacer, siempre es insuficiente la liberalización, y el sistema establecido se empeña en conservar privilegios, repartir rentas y favorecer a sus parásitos. Los neoliberales de los años noventa, y del nuevo siglo, son siempre jóvenes rebeldes en las calles de París, pidiendo lo imposible. 

La retórica aprovecha una veta antipolítica que hay siempre en las sociedades modernas, y mantiene una inclinación populista que suele ser muy eficaz. Está ya presente en la obra de Mises, también en Friedman, en políticos como Margaret Thacher. La línea argumental es sencillísima: los burócratas se arrogan el derecho de decidir cómo debe vivir la gente, qué debe consumir o cómo tiene que educar a sus hijos; en contra de eso, la receta neoliberal es clara, obvia, transparente, que la gente decida, que los consumidores decidan, que nadie se meta en su vida. Es un programa simple, convincente, asequible para el sentido común de cualquiera.

Volvamos un poco atrás. La crisis de los años setenta tiene muchas aristas, y parece empeorar sin remedio conforme pasa el tiempo. El fin del sistema monetario de la posguerra, la devaluación del dólar, el embargo petrolero, la recesión en Europa. Las políticas convencionales no parecen tener ningún efecto, desde luego no positivo: aumenta el déficit público mientras persiste el estancamiento, y sube la inflación. Las protestas se intensifican en todas partes. Las imágenes de la década son de la gente en la calle, manifestaciones y cargas de policía, gases lacrimógenos, lo mismo en Londres que en Santiago de Chile, en la Ciudad de México, en París. La Comisión Trilateral publica un informe famoso para anunciar el riesgo de ingobernabilidad de las democracias, debido a que los electores siempre pedirán más, de manera irresponsable, y los políticos estarán tentados a ofrecerlo.

Victoria Camps (Elogio de la duda)

Dudar no es rechazar totalmente el sistema, no es pretender la tarea absurda de borrar el pasado y empezar de nuevo; es afirmar valores como el de la libertad, pero con el convencimiento de que no hay que darlos por supuestos ni por asumidos. Porque la libertad debe tener límites y hay que plantearse cuáles son. La igualdad es un objetivo irrenunciable, un objetivo al que pensamos que hay que llegar redistribuyendo la riqueza, pero la redistribución tiene muchas formas y no todas han dado buenos resultados. ¿No habrá que preguntarse en qué consiste la riqueza y si es cierto que un sistema de tributación económica progresiva la destruye irremediablemente, como afirma el neoliberalismo?, ¿no habrá que pensar, por el contrario, que las políticas tributarias justas son imprescindibles porque solo ellas mejoran la salud general de un país? Y la forma de medir el crecimiento económico, a partir del PIB, ¿a qué conduce?, ¿a ocultar la brecha cada vez mayor entre aquellos pocos cuya riqueza no deja de crecer y la gran mayoría cada vez más empobrecida? Si la libertad ha de tener limitaciones para el bien común, ¿qué impide frenar el enriquecimiento indebido y poner coto a las tremendas desigualdades salariales? 

Al plantear preguntas de este calibre, no desdeñamos la socialdemocracia. Al contrario, reconocemos que es la mejor de las opciones que tenemos hoy. Una opción que está amenazada, en parte, porque es contraria a los intereses más poderosos y, en parte, por desconocimiento y desidia de los que no tienen poder pero sí parte de responsabilidad frente al mundo que está resurgiendo de la crisis. Nada está ganado para siempre, ni siquiera los ideales que parecen más sólidos. Por eso, una cierta dosis de miedo ante un futuro que amenaza con destruir todo lo conseguido no está de más: <<Si queremos construir un futuro mejor, debemos empezar por apreciar en toda su dimensión la facilidad con las que incluso las democracias liberales más sólidas pueden zozobrar. Por decirlo sin ambages, si la socialdemocracia tiene futuro será como una socialdemocracia del temor>>

Montaigne entendió que un pensamiento dubitativo y modesto afianza la libertad interior de la persona. Cuando uno duda del pensamiento hegemónico lo hace desde la libertad. Pero la actitud dubitativa no tiene que ser solitaria. Precisamente, la democracia se acepta desde la antigüedad griega, no por creer que es la mejor forma de gobernar si la comparamos con la monarquía o la oligarquía, sino porque es la más adecuada para el gobierno de los seres ignorantes y de conocimiento limitado que somos. No hay hombres ni mujeres suficientemente sabias para confiarles el gobierno en la convicción de que lo harán bien. Por eso, para formar una conciencia libre, no basta sospechar de lo que viene impuesto, sino propagar la duda y propiciar la discursión para encontrar mejores propuestas y mejores razones que las apoyen. 

Hanna Arendt, cuando asiste al juicio de Eichmann, llega a la conclusión de que el pensamiento es lo que nos hace humanos y lo que les faltó a todos los que secundaron el holocausto judío, que pensar es lo que dejaron de hacer los que secundaron el holocausto judío. <<Pararse a pensar>> es lo que se debe hacer, porque <<cuando se piensa, la experiencia común des-aparece. El gesto de pensar significa siempre un cierto distanciamiento del mundo de las apariencias, de lo común>>. Eso es lo que da valor a la política, explica bien Fina Birulés en su último estudio sobre Arendt. A diferencia de la corriente que se impone desde Platón, que da valor a la theoria y a la contemplación porque solo unos pocos la cultivan, Arendt está convencida de que <<afortunadamente, pensar no es prerrogativa de unos pocos, sino una facultad siempre presente en seres que nunca existen en singular, y que se caracterizan por su esencial pluralidad>>. Ese pensamiento compartido es el núcleo de la política. O debiera serlo.

Recuerda Birulés que la concepción de Arendt de la esfera pública se ha interpretado como la combinación de dos modelos: el agonal y el asociativo, o dos modos de acción: el expresivo y el comunicativo. Según el primero, la política estaría hecha de gestos heroicos por parte de individuos excepcionales. Poner el énfasis en el segundo significa entender que el espacio público es un espacio deliberativo basado en la igualdad y en la solidaridad, en el intercambio de ideas y de puntos de vista. Traslademos la contraposición al conflicto entre Antígona e Ismene, mencionado en el capítulo anterior: la primera reproduce el modelo agonal, mientras que su hermana representa el modelo asociativo. Es este último el que quiere la democracia, el que está al alcance de todos, el que evita posiciones extremas que son la mejor forma de eludir el compromiso ante los cambios necesarios.

* Victoria Camps (La imaginación ética)

Jean-Claude Kaufmann (Identidades) Una bomba de relojería

OTRO (PEQUEÑO) MUNDO ES POSIBLE

El individuo de la segunda modernidad ha visto disolverse lentamente las estructuras colectivas que hasta entonces lo acogían, lo enmarcaban, le daban ya desde un principio una respuesta a las preguntas de la vida. Se ha encontrado de pronto librado a sí mismo, en un universo agotador, con evaluaciones y competiciones generalizadas, fundadas sobre el egoísmo estructural que está en la base de la economía capitalista (el individuo llamado <<racional>>, de hecho calculador). No se puede vivir así, no se puede vivir bien, sin embargo el sujeto emancipado de sus marcos aspira como nunca si no a la felicidad al menos al bienestar, que es su declinación correcta, sensorialmente perceptible. Al bienestar personal, en una relación con personas allegadas (familia, amigos, grupo asociativo) que no se mueva por un interés calculador sino por lo contrario, la amistad, el amor, el olvido o el don de sí mismos, generoso. Así es como hoy en día está naciendo discretamente otro mundo al margen, en millones de pequeños universos alternativos. Para cada uno de nosotros, desde ahora, otro (pequeño) mundo es posible. Es ahí donde podremos construir con los nuestros un universo de seguridad y de consuelo mutuo, suave y acariciante, en el mejor de los casos, lo que yo he llamado la <<casa de las pequeñas felicidades>>. Es allí también donde podemos vivir más intensamente, dejarnos llevar por nuestras pasiones.

La palabra pasión, que viene de una mística radical y lejana, se ha instalado asombrosamente hoy en día en el lenguaje corriente, para designar, al término de un largo viaje lingüístico, en <<sencillas>> prácticas de ocio. Nos apasionamos por la música clásica o por el fútbol, experimentamos una verdadera pasión por nuestros rosales o nuestro perro. Por muy risibles que puedan parecer a veces desde el exterior los motivos que desencadenan la emoción, el lenguaje utilizado no es excesivo. Desde los cátaros, desde el romanticismo del siglo XIX (de Rougemont, 2004), la pasión se define como un desgaje de lo ordinario y su mediocridad, que nos eleva a fuerza de emociones a un nuevo universo, donde nos sentimos por fin invadidos por una plenitud existencial. Incluso las pequeñas pasiones son pasiones verdaderas, que realizan un agrupamiento en uno mismo en el interior de ese mundo pasional, una sensación de vivir más intensamente que en la vida habitual. 

No hay que tomarse a la ligera las pequeñas pasiones; estas manifiestan un cambio de la mayor importancia en la sociedad de hoy en día. Vividas desde el interior, no tienen en absoluto el ridículo que a veces les puede atribuir una mirada pasajera. Llenan la vida como nunca, una vida que se hace más viva, plena y ligera a la vez. Su ascenso histórico es impresionante, y se manifiesta en una miríada de actividades muy diversas, donde cada uno encuentra el medio de inventarse una burbuja de existencia intensa y vibrante contra el resto del mundo. A menudo lúdicas e inventivas, subversivas sin saberlo.

Pero ay, las pasiones, como muchas otras cosas, son muy poco igualitarias en nuestra sociedad. Las nuevas pasiones, amables, cultivadas y pacíficas, se ven marcadas por un carácter de clase, reservadas sobre todo a aquellos que poseen un colchón cómodo de recursos materiales y culturales para poderlas desarrollar. Sin esos apoyos e instrumentos indispensables, las pasiones amables pueden tomar cuerpo con mucha mayor dificultad, y su repertorio se restringe. Los desprovistos de todo, por el contrario, no tienen una gran gama a su disposición, y sin embargo su necesidad de reconocimiento es infinitamente más grande. Los estallidos pasionales adoptan, pues, una forma totalmente distinta. Por ejemplo, entre los jóvenes de barrios abandonados, que cultivan el conflicto simplificador de <<ellos>> contra <<nosotros>>, engendrando emociones malas y violentas. El rencor, la rabia y el odio se liberan y se instalan frente a esos <<ellos>> amalgamados y mal definidos. Los desprovistos de todo construyen también su reconocimiento mutuo inventando su pequeño mundo contra el resto del mundo, cuya realidad se aleja y se nubla, pero lejos de la suavidad acariciante o de una inventiva lúdica, en la dureza de un universo cerrado instaurando sus códigos, su lenguaje, su cultura. El pequeño mundo contra el mundo se constituye entonces duramente a partir de la mala pasión y atrapa en su interior al individuo.

Cuanto más frágil psicológicamente o más socialmente desfavorecido es un individuo, más riesgo existe de que la pasión aniquile su autonomía de sujeto. Se vuelve prisionero de su pasión, que invade toda su existencia. La necesaria clausura del sentido desde el punto de vista identitario se vuelve totalizadora, atrapando al individuo en la prisión fundamentalista. Allá donde se posa nuestra mirada en el planeta, asistimos hoy en día a la multiplicación de explosiones pasionales de individuos que se desviven reinventando ilusorias comunidades <<étnicas>> o religiosas cerradas sobre sí mismas, universos secesionistas, opuestos a un enemigo que es un chivo expiatorio. Las pasiones que nos dominan pueden desembocar, por tanto, en lo mejor o lo peor, la amabilidad o la violencia, la apertura a los demás y el aislamiento autárquico. Como ha ocurrido siempre, claro. Pero ahora la cuestión se ha vuelto mucho más candente, ya que el fracaso del modelo de la economía capitalista y financiera aumenta considerablemente el papel social de las pasiones. 

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