Mario Vargas Llosa (La llamada de la tribu)

El gran adversario de la civilización es, según Hayek, el constructivismo o la ingeniería social, la pretensión de elaborar intelectualmente un modelo económico y político y querer luego implantarlo en la realidad, algo que sólo es posible mediante la fuerza —una violencia que degenera en dictadura— y que ha fracasado en todos los casos en que se intentó.  Los intelectuales han sido, para Hayek, constructivistas natos y, por ello, grandes enemigo de la civilización. (Hay algunas excepciones a esta creencia extremista, desde luego, empezando por él mismo). Ellos no suelen creen en el mercado, ese sistema impersonal que aglutina dentro de un orden las iniciativas individuales y produce empleo, riqueza, oportunidades y, en última instancia, el progreso humano. Como el mercado es el producto de la libertad, los intelectuales son a menudo los grandes enemigos de la libertad. El intelectual está convencido de que, elaborando racionalmente un modelo justo y equitativo de sociedad, éste se puede imponer a la realidad. De ahí el éxito del marxismo en el medio intelectual. Esta creencia le parece a Hayek «la expresión de una soberbia intelectual que es lo contrario de la humildad intelectual que constituye la esencia del verdadero liberalismo, que considera con respeto aquellas fuerzas espontáneas a través de las cuales los individuos crean cosas más importantes que las que podrían crear intencionadamente». El efecto práctico de esta creencia es el socialismo (que Hayek identifica con la planificación económica y el dirigismo estatista), un sistema que, para imponerse, necesita la abolición de la libertad, de la propiedad privada, del respeto de los contratos, de la independencia de la justicia y la limitación de la libre iniciativa individual. El resultado son la ineficacia productiva, la corrupción y el despotismo.

[...] De otro lado, jamás pudo imaginar Hayek que el fenómeno de la corrupción se extendiera como ha ocurrido al penetrar en el seno de unas instituciones que, a causa de ello, han perdido mucha de la autoridad que tenían. Es el caso de la justicia, propensa en muchos lugares a casos clamorosos de corrupción por obra del dinero o la influencia del poder.

Esto ha repercutido también en la empresa —pública y privada— y en el funcionamiento del mercado, que no sólo se ha visto afectado por el intervencionismo estatal, sino a menudo, por tráficos e influencias que favorecen a determinadas empresas o particulares gracias al poderío político o económico de que disponen. 

La moral pública, a la que Hayek concede tanta importancia, se ha resquebrajado también por doquier debido al apetito de lucro, que prima sobre todo los valores, y que lleva a muchas empresas y a particulares a jugar sucio, violentando las reglas que regulan la libre competencia.

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LAS VERDADES CONTRADICTORIAS

Una constante en el pensamiento occidental es creer que existe una sola respuesta verdadera para cada problema humano y que, una vez hallada esta respuesta, todas la otras deben ser rechazadas por erróneas. Creencia complementaria de la anterior y tan antigua como ella, es que los nobles ideales que animan a los hombres —justicia, libertad, paz placer— son compatibles unos con otros. Para Isaiah Berlin estas creencias son falsas y de ellas deriva buena parte de las tragedias de la humanidad. De este escepticismo el profesor Berlin extraía unos argumentos poderosos y originales en favor de la libertad de elección y del pluralismo ideológico. 

Fiel a su método indirecto, Isaiah Berlin expone su teoría de las verdades contradictorias o de los fines irreconciliables a través de otros pensadores en los que encuentra indicios, adivinaciones, de esta tesis. Así, por ejemplo, en su ensayo sobre Maquiavelo nos dice que éste detectó, de manera involuntaria, casual, esta incómoda verdad: que no todos los valores son compatibles, que la noción de una única y definitiva filosofía para establecer la sociedad perfecta es material y conceptualmente imposible. Maquiavelo llegó a esta conclusión al estudiar los mecanismos del poder y comprobar que ellos eran írritos a todos los valores de la vida cristiana que, en teoría, regulaban la vida de la sociedad. Llevar una «vida cristiana», aplicar de manera rigurosa las normas éticas prescritas por ella, significaba condenarse a la impotencia política, ponerse a merced de los inescrupulosos y los pícaros; si se quería ser políticamente eficiente y construir una comunidad «gloriosa» como Atenas o Roma, había que renunciar a la educación cristiana y reemplazarla por otra más apropiada a ese fin. A Berlin no le parece tan importante que Maquiavelo propusiera esa disyuntiva como su intuición de que los dos términos de ella eran igualmente persuasivos y tentadores desde el punto de vista moral y social. Es decir, que el autor de El Príncipe advirtiera que el ser humano podía verse desgarrado entre metas que lo solicitaban por igual y que eran alérgicas una a la otra. 

[...] Que haya verdades contradictorias, que los ideales humanos puedan ser adversarios no significa para Isaiah Berlin que debamos desesperar y declararnos impotentes. Significa que debemos tener conciencia de la importancia de la libertad de elegir. No hay una sola respuesta para nuestros problemas sino varias, nuestra obligación es vivir constantemente alerta, poniendo aprueba las ideas, leyes, valores que rigen nuestro mundo, confrontándolos unos con otros, ponderando el impacto que causan en nuestras vidas, y eligiendo unos y rechazando a otros, o, en difíciles transacciones, modificando los demás. Al mismo tiempo que un argumento a favor de la responsabilidad y de la libertad de elección, Isaiah Berlin ve en esta condición del destino humano una irrefutable razón para comprender que la tolerancia, el pluralismo, son, más que imperativos morales, necesidades prácticas para la supervivencia de los hombres. Si hay verdades que se rechaza y fines que se niegan, debemos aceptar la posibilidad del error en nuestras vidas y ser tolerantes para con el de los demás. También, admitir que la diversidad —de ideas, acciones, costumbres, morales, culturas— es la única garantía que tenemos de que el error, si se entroniza, no cause demasiados estragos, ya que no existe una solución para nuestros problemas, sino muchas y todas ellas precarias.

* Mario Vargas Llosa (La civilización del espectáculo)

Rob Riemen (Para combatir esta era) Consideraciones urgentes sobre fascismo y humanismo

La verdad científica está constituida por hechos, por la realidad que podemos ver, tocar y calcular. Es racional, pero la razón no puede determinar el valor de las cosas y no tiene significado. La razón puede puede describir, puede informarnos acerca de los hechos, pero no puede decirnos cuál es el significado moral de los hechos, porque no sabe qué es el bien y qué es el mal. La ciencia, y este es su don más grande, nos permite conocer la naturaleza, pero no el espíritu. La ciencia debe trabajar con teorías y definiciones, pero el espíritu humano no puede ser expresado y capturado en teorías y definiciones, ni tampoco nuestro orden moral, el conocimiento de lo que es y no es una sociedad justa. Este conocimiento corresponde a una verdad distinta, una verdad que la ciencia no puede conocer porque es una verdad meta-física. Quizá por envidia —una envidia provocada por el hecho de que existe otra verdad, más alta—, la ciencia ha intentado privarnos de la verdad, ha intentado hacer que la olvidemos, hacernos creer que todo cuanto existe es científico, que debe ser científico, si no, no es importante. Y esto es una mentira, damas y caballeros. ¡Una mentira grande y peligrosa! Una mentira que, desafortunadamente, todos hemos llegado a creer y a la cual nos sometemos. Para nosotros, ya solo cuentan los hechos; nos hemos enamorado de los datos y la información, y, dado que ya no podemos distinguir los significados verdaderos, el único valor que reconocemos es el económico. ¡Cuánto podemos cobrar? ¿Cómo de altos serán nuestros rendimientos? Así, a todo se le impone la obligación de ser útil, instrumental; debemos ser capaces de hacer algo con cada cosa, de lo contrario la descartamos. La ciencia se ha convertido en una ideología, una idea, un engaño, en el que estamos atrapados. Estamos atrapados porque en nuestro mundo solo hay cabida para las cosas materiales, todo se ha convertido en dinero, todo es calculable y reducido a un número. ¿Comprenden esto? ¿Comprenden las consecuencias, el terrible resultado de la desaparición de la realidad metafísica? Hemos perdido todas las cualidades y calidades, la calidad de la vida, porque la calidad es la expresión de un valor espiritual, un valor que no reconocemos y que no deseamos reconocer. El mundo, el futuro, como acaban de decirnos, se ha vuelto "exponencial". Los desarrollos tecnológicos y la información aumentarán exponencialmente y cambiarán el mundo. Sin lugar a dudas. Pero ¿sabe qué otra cosa aumentará ex-po-nen-cial-men-te? ¡La estupidez! La ciencia nos ofrece conocimiento, pero ni un atisbo de autoconocimiento. Pascal —quien, no lo olviden, era matemático—tenía razón: El corazón tiene razones que la razón no entiende. El nuevo conocimiento, con ayuda del conocimiento científico, quiere que todo sea inteligente. Pero ya nadie busca la sabiduría, y la ciencia nunca podrá encontrarla. Toda forma de educación superior ha de ser científica, es decir, llena de teorías, definiciones y pruebas. Sin embargo, la literatura, la historia, la filosofía y la teología no saben de teorías, definiciones o pruebas. Estas disciplinas cuentan historias, historias sobre lo que implica ser humanos, sobre las limitaciones humanas, las mismas que nos definen como personas. Su verdad no es científica, pues la verdad que ofrecen es metafísica, las cual nos ha sido arrebatada y ya no es enseñada en ninguna parte. ¿Quién, en estos días, nos enseña a leer la vida? Nos hemos vuelto ciegos ante todo lo que es verdaderamente importante en la vida y que la hace digna de ser vivida. Pues ¡qué cosas nos parecen aún importantes? La utilidad, sobre todo la utilidad económica. Nuestro ideal de conocimiento, el mundo de la cultura, nuestra vida social, todo y todos somos medidos por esta regla económica. Por lo tato, los economistas se han vuelto los nuevos sumos sacerdotes de la nuestra era, y declaran —en un lenguaje oracular de números y teorías— qué tiene y qué no tiene valor económico, qué debe existir y qué no. Dado que la calidad de la vida no puede probarse en términos económicos ni científicos, la economía solo reconoce la cantidad; todo es un número, por ello la economía siempre debe crecer, pues un número más grande es mejor que un número pequeño, sin importar las consecuencias sociales. Lo único que cuenta es el dinero. 

«Círculos viciosos, los llamó Kierkeggard. Círculos viciosos: cuando la calidad de la vida es subordinada a abstracciones y la moralidad es desplazada por la racionalidad. ¿Entienden ustedes que si el único criterio para las decisiones que debemos tomar como sociedad es la utilidad económica, estamos entonces a merced de los excesos? Porque los números nunca son lo suficientemente grandes. Y esta es la razón por la que nuestra sociedad se encuentra sumida en el caos. Andamos a la deriva, arrastrados y empujados por nuestros propios deseos y ansiedades. 

«La ciencia como ideología nos ha hecho, no solo estúpidos, sino también mudos. Ya no tenemos idea de lo que significan las palabras y nos hemos vuelto incapaces de sostener una conversación real. Lo que queda es la palabrería. Y los más grandes palabreros son las personas que más tienen que decir: los políticos, los empresarios y las personalidades de los medios de comunicación. Pero todo está bien, esta mañana han sido anunciadas las Buenas Nuevas, nacerá el hombre-máquina inmortal, una estrella brilla al occidente de Occidente. Sea como fuere, yo prefiero ser un hombre mortal con corazón y alma que un inmortal hombre-máquina sin alma. Prefiero vivir en una civilización humanista con un orden social, aunque siempre deba ser defendida de fuerzas bárbaras, que sumergido en un mundo regido por la ciencia y la tecnología. Anhelaba que este horror científico fuera mera ciencia ficción. Tristemente, he aprendido esta mañana que no es así, y más triste aún me parece el hecho de que estas noticias sean recibidas tan apasionadamente por ustedes, como descerebrados.»

* Rob Riemen  (Nobleza de espíritu) Una idea olvidada 
Reimen, Rob (El arte de ser humanos) Cuatro estudios 

Robert Redeker (Egobody) La fábrica del hombre nuevo

PRÓLOGO

Sin que nos hayamos percato del todo, un nuevo hombre ha hecho su aparición. Año tras año ha reemplazo al hombre tal como lo habíamos conocido hasta entonces, ese hombre cuya forma se fue diseñando entre Platón y el siglo XX, pasando por san Agustín y Descartes. Nadie había imaginado a este hombre; no fue conceptualizado por ninguna utopía; ningún horóscopo tuvo el acierto de predecir su advenimiento; su gestación no fue objeto de ningún anuncio. En síntesis, él no es el final de ninguna esperanza. Su nacimiento no fue deseado. Y, sin embargo, ahora y en diversos grados somos él: un ser en el que el Yo ha sido absorbido por el cuerpo. Lo hemos bautizado Egobody.

¿Qué restos del hombre subsisten todavía hoy después del acontecimiento que Michel Foucault llamó en 1996, en Las palabras y las cosas, la "muerte del hombre"? Un Homo animalis, un hombre ser viviente, como cuerpo, organismo, consumidor, usuario, elector, hincha escandaloso, "habitante de la calle", objeto de sondeos, conectado a prótesis (teléfono móvil, Internet, etc.) Un hombre reserva genética, banco vivo de órganos en las favelas de Brasil. Un hombre mujer madre portadora. Un hombre desmembrado en sus múltiples funciones. Un hombre animal, máquina, redes, nodo de conexiones....

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LA REALIZACIÓN PERSONAL CONTRA EL PROGRESO

Conviene no olvidar esto: para la ilustración, el progreso es esencialmente humano. Pero hoy en día no se piensa así, ahora la idea de progreso se reduce a la del progreso técnico, ya sea en los campos de la medicina, las artes domésticas, el universo high-tech, y a veces también a la del progreso político (en lo sucesivo siempre entendido como extensión de la democracia de tipo electoral). Desde el punto de vista político, hace menos de medio siglo, se le llamaba "campo de progreso" a los totalitarismos comunistas. Pocas palabras han sido tan envilecidas como la de "progreso". A finales de 2008 la elección de Barack Obama a la presidencia de los Estados Unidos de América fue presentada al planeta entero como un progreso (político, por supuesto), como un maravilloso paso hacia adelante por la razón principal de que el elegido no era de piel blanca, confirmando involuntariamente el propósito de Nietzsche: "La gran política hace de la fisiología la reina de todas las demás cuestiones".

El concepto central del Siglo de las Luces, en tanto que cuna de la creencia en el progreso humano, era el de la perfectivilidad. Progreso moral y progreso político traen consigo la desaparición de los vicios ligados por el cristianismo al pecado original. Introductor del jansenismo en Francia, el abad Saint-Cyran estigmatizaba nuestra "corrupción moral", de la que señalaba que era un "fuego interior que arde siempre". Fuego inextinguible que las "aguas de la gracia" —para seguir hablando en el lenguaje de Saint-Cyran— no apagan nunca definitivamente, que arden tanto en el interior de cada hombre como en todo el género humano. Hasta el final de los tiempos el hombre estaría condenado a luchar contra sí mismo para no abandonarse a sus imperfecciones. Para el progresismo, éstas son accidentes que ocurren en la historia humana, testimonios de una perfectivilidad en acción que el porvenir lograría erradicar. Es la historia, explica Rousseau, la que siembra los vicios en el alma humana. El marqués de Condorcet subraya: "La bondad moral del hombre, resultado necesario de su organización, es, igual que las demás facultades, susceptible de un perfeccionamiento indefinido. Después de la Segunda Guerra Mundial la idea de progreso humano se abandonó en favor del concepto de realización personal. 

Egobogy, el ser que se toma por su cuerpo, no espera de la vida nada más que la realización personal. En los periódicos se proclama por todas partes: vivir es realizarse. Constantemente se afirma urbi et orbi, que la educación es la realización personal del niño. En lo fundamental, esta realización personal no difiere de la tecnociencia. No es casual que la parte teórica del tipo de educación que ha fijado el desarrollo como objetivo se haga llamar "ciencias de la educación". La realización personal es una imitación de la ciencia y también una imitación de la técnica. Igual que éstas, se caracteriza  —seguimos aquí la caracterización propuesta por Heidegger de la ciencia— según el emplazamiento. Comparte con ellas la misma ideología: ir siempre más lejos en la explotación de la base que constituye la naturaleza (en este caso las potencialidades, los genes). La noción de realización, en efecto, es el reverso de esta explotación. Realización y explotación son las dos caras de la misma moneda. El presupuesto de la educación contemporánea se condensa en esta fórmula: nada en el niño debe quedar "sin realizarse"; es decir, todas las potencialidades deben ser explotadas hasta su término, para su mayor alegría. 

En la historia del siglo pasado, la noción del progreso humano había terminado por constituir una traba al progreso técnico y material. El progreso humano mostró —a través de sus guerras como Hiroshima, la destrucción de la naturaleza, la contaminación, etc. —de qué manera el progreso técnico podía provocar catástrofes humanas y ecológicas. Demostró que podía apoyarse en el desprecio del progreso humano, cuando éste insinuaba convertirse en obstáculo a su voluntad de expansión sin límites. Cualquier esfuerzo de guerra —tal como lo ha puesto en evidencia el desarrollo de la energía nuclear— e incluso cualquier carrera armamentista, engendra formidables evoluciones técnicas que se consideran progreso. Sin embargo, el progreso humano no es eso. Y no es casual que la ideología de la realización encontrase su auge después de la Segunda Guerra Mundial, acontecimiento que se interpreta como la victoria definitiva y planetaria de la técnica sobre todas las demás organizaciones de la existencia, reemplazando en el curso de la historia otra ideología, la del progreso humano. 

[...] En medio siglo la tiranía de la realización personal ha invadido todas las esferas de la existencia, hasta las más íntimas. Realizarse personalmente ahora se considera como la verdadera razón de vivir. Se cree que una vida buena es una vida realizada. Hasta los inicios del siglo XXI, una buena vida se identificaba con una vida virtuosa, con una vida que implicaba un ideal moral: de esta manera era posible, y sin duda frecuente, ser a la vez infeliz y llevar una buena vida. Hoy bueno y realizado se volvieron sinónimos. Vivir bien (divertirse, gozar) y bien vivir (vivir según el bien, virtuosamente) han entrado en fusión borrando la virtud. Realizar su vida ya no consiste en llevar una vida según una línea moral, conforme a la virtud, una vida consagrada a los demás, a la patria, al arte, a un ideal, sino que consiste en desarrollar a fondo todas las potencialidades psicológicas y físicas que cada uno posee por intermedio de su capital genético. Lograr su vida consiste en hacer fructificar este capital. Una vida lograda será una vida en la que todas estas potencialidades, entendidas según la metáfora económica del capital, habrán podido expresarse. La realización ha reemplazado a la moral. La realización ha reemplazado a la virtud. La realización ha reemplazado al bien y se convertido en su sinónimo. 

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