John Lukacs (El futuro de la Historia)

Las personas, y esto siempre es así, tienden a ajustar sus ideas a las circunstancias (o a cómo ven ellos esas circunstancias), y no al revés. Una consecuencia general de esto es que los movimientos y las creencias políticas cambian muy despacio. Y, repetimos -llevándoles la contraria a Marx er al.-, que esos movimientos no suelen surgir de las situaciones materiales. Lo que marca el devenir histórico de las sociedades y de las personas no es la acumulación de capital, es la acumulación de opiniones. (Y dichas acumulaciones pueden venir promovidas, y durante un tiempo incluso producidas, por la manipulación de la publicidad, confeccionada para la mayoría por las pequeñas minorías duras -aunque no siempre y no para siempre).

Luego está el fenómeno de la inflación, otra novedad fundamentalmente democrática, que subyace y afecta a la difícil tarea de reconstruir lo que pensaban las personas y a la influencia cada vez mayor de la mente en la materia. Cuando hay cada vez más cantidad de algo, ese algo tiende a perder valor. Pensemos, aunque sea por un instante, en la casi total desaparición de aquellos "ciclos comerciales" de inflación-deflación. Lo que tenemos ahora es una inflación constante, aunque con cambios de velocidad. Y es la inflación de palabras y eslóganes, la de categorías y estándares, la de imágenes y gráficos, la que ha llevado a la inflación del dinero y las posesiones, no al revés. Pensemos en la desmaterialización del dinero y de otras posesiones, sobre todo en los países cuya capacidad de crédito (un potencial) ha llegado a ser más importante que las posesiones reales (que quizá son "poseídas" desde un punto de vistas legal, pero que, en realidad, están alquiladas). Esta espiritualización de la materia, peligrosa muchas veces y artificial casi siempre, ha conducido a que cada vez sean más las abstracciones que afectan a las personas. (aquí, una vez más, pensemos en los beneficios de la literatura, que, cuando es de buena calidad, aborrece la inflación de palabras).

Pero, por culpa de esta intromisión de la mente en la materia de los hechos, cada vez resulta más difícil describirlos; pues, tengan mucha o poca información, las personas "simples" ya no son tan simples. Y, por supuesto, tampoco lo son las muy instruidas. Cuando se lee a Dickens o al Balzac, a Thacheray o a Flaubert, a Trollope o al Conrad, o los Buddenbrook, nos enteramos enseguida no solo de qué sino de cómo piensan Gradgrind, o las hijas de Goriot, o Becky Sharp, o Charles Bovary,   o el doctor Grantly, o Kurtz, o "toni" Buddenbrook, sean protagonistas o secundarios; nos enteramos enseguida de qué les pasa por la cabeza. Pero un hombre o una mujer que vive en Nueva York en el año 2011... ¿qué es, qué puede ser, lo que piensa? No bastará con suponer nada evidente. O: ¿era Dwight D. Eisenhower un hombre mucho más simple que Ulysses S. Grant? La respuesta es no.

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La historia es impredecible  o, hablando con más propiedad: muy a menudo, la historia la predicen de manera equivocada unos individuos que proyectan (o, mejor dicho, imaginan) el progreso de las cosas y las tendencias que a ellos, en su presente, les parece ver eclosionando. En vez de eso, al acercarnos al final de este librito, una gran pregunta: ¿es inevitable el triunfo de la "ciencia" sobre la "historia" Pues no. Téngase en cuenta que la ciencia forma parte de la historia, pero no al revés: primero llegó la naturaleza, luego el hombre y luego las ciencias naturales. Sin científicos, no hay ciencia, aunque sus aplicaciones permanezcan. ¿Sin historiadores, no hay historia? Digamos que permanecería gran parte del pasado y gran parte del conocimiento de ese pasado.

Permítanme citar de nuevo esa idea escalofriante pero verdaderamente profética de Wendell Berry: que el futuro se dividirá entre quienes se vean a sí mismos como máquinas y quienes se vean como seres humanos. Esto es muy posible y plausible; para mí esta división está teniendo lugar ya hoy (aunque no sé si los pensadores y actores políticos sociales son conscientes de ello). Me temo que las personas que se ven a sí mismas como criaturas de Dios terminarán por ser una minoría (al menos, temporalmente). Y, dentro de esa minoría, ¿cuántas creencias diferentes podrán existir, o surgir? Pero, y esto es más importante: ¿es seguro, es imposible de evitar, que los hombres (y quizá sobre todo las mujeres) se avengan a considerarse máquinas? Hoy ya hemos pasado de una era humanística a otra mecánica. Tampoco eso durará siempre.

Jean Ziegler (Los nuevos amos del mundo) Y la lucha de aquellos que se resisten a dejarse engullir por la globalización

El escocés Adam Smith ejerció un tiempo el cargo de profesor de Lógica en la Universidad de Glasgow. Gracias a la protección de un antiguo discípulo suyo, el duque de Buccleuch, obtuvo luego la extraordinaria sinecura (que ya había aprovechado su padre) de recaudador general de las aduanas escocesas. En 1776, publicó su principal libro Inquiry in the Causes of the Wealth of Nations [Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones].

David Ricardo, hijo de un banquero sefardí de origen portugués afincado en Londres, en cambio, rompió a la edad de 21 años con su familia y se convirtió a la religión cuáquera. Corredor de bolsa, a los 25 años se había hecho tan rico como el rey lidio Creso. En 1817, publicó su obra maestra, Principles of Political Economy and Taxation [Principios de Economía Política y distribución].

Ricardo y Smith son los dos padres fundadores del dogma ultraliberal que se halla en los fundamentos del superego colectivo de los nuevos dueños del mundo. ¿Qué dice este dogma? Pues que, abandonado a sí mismo y desembarazando de toda limitación y de todo control, el capital se dirige de forma espontánea e incesante hacia aquel lugar donde alcanza beneficios máximos. Así, el coste comparado de los gastos de producción determina el lugar de implantación de la producción comercial. Y preciso es constatar que esta ley ha obrado maravillas. Entre 1960 y 2000, la riqueza del planeta se ha sextuplicado de esta manera, los valores bursátiles cotizados en Nueva York han aumentado en un 1.000 por ciento.

Queda por zanjar, no obstante, el problema de la distribución. Ricardo y Smith eran hombres de ciencia, imbuidos de una profunda fe. Glasgow y Londres eran dos ciudades pobladas por una numerosa población que vivía en la miseria. Su suerte preocupaba profundamente a los dos científicos y la fórmula en la que pensaron fue el trickle down effect, el efecto de goteo de la riqueza a través de todas las capas sociales que acabarían favoreciendo a los pobres. Para Ricardo y Smith, existía un límite objetivo a la acumulación de las riquezas, límite ligado a la satisfacción de las necesidades. El teorema se aplica tanto a los individuos como a las empresas.

En el caso de los individuos, el teorema dice lo siguiente: cuando la multiplicación de los panes alcanza cierto nivel, su distribución a los pobres se hace casi de forma automática. Como los ricos no pueden disfrutar de forma concreta de una riqueza que supera en exceso la satisfacción de sus necesidades (por extravagantes y caras que sean), procederán por sí mismos a distribuirla. Con otras palabras, a partir de cierto nivel de riqueza, los ricos dejan de acumularla. La distribuyen. Un multimillonario sube el sueldo de su chófer porque no sabe, en el sentido preciso del término, qué hacer ya con su dinero.

Ahora bien, a mi entender esta idea es errónea. ¿Por qué? Porque Ricardo y Smith vinculan la acumulación a las necesidades y al uso. Sin embargo, para un multimillonario, el dinero no tiene nada -o muy poco- que ver con la satisfacción de las necesidades, por suntuosas que sean. Que un faraón no pueda navegar en diez barcos a la vez, morar en diez villas en un mismo día o comerse cincuenta kilos de caviar en una comida, no tiene a fin de cuentas importancia alguna. El uso nada tiene que ver con la acumulación. El dinero produce dinero. El dinero es un instrumento de dominación y de poder. La voluntad de dominio es inextinguible  no tiene límites objetivos.  

Richard Senner es catedrático de la London School of Economics. Con motivo de un reciente debate que tuvo lugar en Viena, me dijo: <<Este fantasma del trickle down effect sólo podía nacer en el cerebro de economistas de origen judeocristiano. De hecho reproduce con exactitud la absurda quimera del paraíso que cuenta la Biblia. ¡Morid de hambre buenas gentes del Tercer Mundo y de otros lugares! Pues una vida mejor os ha sido prometida en el paraíso. Lo molesto es que nadie dice cuándo ese célebre paraíso acabará por concretarse. En cuando al trickle down effect podemos puntualizar, con una claridad meridiana, que la respuesta es ¡nunca!>>.

Entre tanto, la guerra mundial contra los pobres continúa desarrollándose.

Stefan Zweig (Fouché) Retrato de un hombre político

El primer claro manifiesto comunista de la Edad Contemporánea no es en realidad el famoso de Karl Marx, ni El mensajero de Hesse, de Georg Büchner, sino la muy desconocida, intencionadamente ignorada por la historiografía socialista, Instrucción de Lyon, sin duda firmada en común por Collot d´Herbois y Fouché, pero sin duda redactada exclusivamente por Fouché. Este enérgico documento, que se adelanta en cien años a su época en sus peticiones, uno de los documentos más asombrosos de la Revolución, bien merece ser sacado de la oscuridad; puede que su vigencia histórica pierda valor por el hecho de que el posterior duque de Otranto negará desesperadamente lo que un día promovió como simple ciudadano Joseph Fouché...; sea como fuere, desde un punto de vista puramente contemporáneo, su profesión de fe de ese momento le señala como el primer socialista y comunista de la Revolución. Ni Marat ni Chaumette formularon las más osadas exigencias de la Revolución francesa, sino Joseph Fouché, y el texto original ilumina con más claridad y en tonos más estridentes que cualquier descripción la imagen de su carácter, siempre refugiado en la penumbra.
Esta Instrucción empieza osadamente con una declaración de infabilidad de todas las temeridades: <<Todo está permitido a quines actúan en interés de la Revolución. El único peligro para los republicanos es quedarse por detrás de las leyes de la República. El que las supera, el que en apariencia dispara más allá del objetivo, aún sigue a menudo sin haber llegado a la meta correcta. Mientras haya un solo desdichado en la Tierra, la Libertad tendrá que seguir avanzando>>.
Tras esta enérgica obertura, en cierto modo ya maximalista, Fouché define el espíritu revolucionario de la siguiente forma:

La Revolución se ha hecho para el pueblo; pero no cabe entender por pueblo aquella clase privilegiada por su riqueza que ha arrebatado para sí todos los goces de la vida y todos los bienes de la sociedad. El pueblo es únicamente la totalidad de los ciudadanos franceses, y sobre todo esa clase infinita de pobres que defienden las fronteras de nuestra patria y alimenta a la sociedad con su trabajo. La Revolución sería un monstruo político y moral si se preocupara tan sólo del bienestar de unos cientos de individuos y dejara persistir la miseria de veinticuatro millones. Por eso, sería una ofensiva estafa a la Humanidad pretender hablar siempre en nombre de la igualdad mientras tan inmensas diferencias en el bienestar separan al ser humano del ser humano.

Tras estas palabras introductorias, Fouché expone su teoría favorita de que el rico, el <<malvado rico>>, jamás podrá ser un verdadero revolucionario, un auténtico y sincero republicano, que por tanto cualquier revolución meramente burguesa que permita subsistir todas las diferencias patrimoniales tendrá que degenerar inevitablemente en una nueva tiranía, <<porque los ricos siempre se considerarán una clase distinta de persona>>. Por eso, Fouché exige al pueblo la máxima energía y la revolución total, <<integral>>.

No os engañéis, para ser verdaderamente republicano, cada ciudadano tiene que llevar a cabo una revolución dentro de sí mismo, similar a aquella que ha cambiado el rostro de Francia. No puede quedar nada en común entre los súbditos de los tiranos y los habitantes de un país libre. Por eso todos sus actos, sus sentimientos, sus costumbre tiene que ser enteramente nuevos. Estáis oprimidos, y por eso debéis aplastar a vuestros opresores, sois esclavos de la superstición clerical, ahora no podéis tener otro culto más que el de la libertad... Cada uno de aquellos que se mantengan ajenos a este entusiasmo, que conozcan otras alegrías y otras penas distintas de la felicidad del pueblo, que abran sus alma a los fríos intereses, que calculen qué pueden reportarles su  honor, su su posición, su talento, y se aparten así por un instante de la utilidad común, cada uno de aquellos cuya sangre no hierva al oír mencionar la represión y la abundancia, cada uno de aquellos que tengan lágrimas de compasión para un enemigo del pueblo y no reserven toda la fuerza de sus sentimientos exclusivamente para los mártires de la Libertad, cada uno de ellos miente si se atreve a llamarse republicano. Que abandonen nuestro país, porque de lo contrario serán reconocidos y su sangre impura empapará el suelo de la Libertad. La República sólo quiere en su seno hombres libres, está decidida a erradicar a todos los demás, y sólo reconocerá como hijos suyos a los que quieran vivir, luchar y morir por ella.

En el párrafo tercero de esta Instrucción, la profesión de fe revolucionaria se convierte de forma abierta y desnuda en manifiesto comunista (el primero explícito de 1793):

Cada hombre que posea más de lo necesario ha de ser llamado a aportar esta prestación extraordinaria, y esa cuota tendrá que guardar proporción con las grandes exigencias de la patria; así que primero tendréis que establecer, de forma generosa y realmente revolucionaria, cuánto tiene que aportar cada uno a la causa pública. No se trata de una constatación matemática, y tampoco del método temeroso y titubeante que se aplica al asignar los impuestos públicos; esta especial medida tiene que tener el carácter que tienen las circunstancias. Actuad pues de forma generosa y audaz, arrebatad a cada individuo todo lo que no necesita, porque todo lo superfluo (le superflu) es una infracción pública a los derechos del pueblo. Porque aquello que un individuo posee por encima de sus necesidades sólo puede usarlo abusando de ello. Así que no dejéis más que lo imprescindible, el resto pertenece durante la guerra a la República y sus ejércitos.

*  Stefan Zweig (Erasmo de Rotterdam) Triunfo y tragedia de un... 
* Stefan Zweig (Correspondencia con Sigmund Freud, Rainer María Rilke...
Stefan Zweig (Montaigne)
*  Stefan Zweig (La curación por el espíritu) Mesmer, M. Baker-Eddy,Freud
*  Stefan Zweig (Castellio contra Calvino) Conciencia contra violencia
Stefan Zweig (La mujer y el paisaje)
Stefan Zweig (La lucha contra el demonio) Hölderlin, Kleist, Nietzsche
Stefan Zweig (El mundo de ayer) Memorias de un europeo
Stefan Zweig (Amok)
Stefan Zweig (Novela de ajedrez)
* Stefan Zweig (Clarissa)

Huston Smith (Más allá de la mente postmoderna)

Los cambios sociales que han contriuido a esta alienación se deben en gran aprte, me parece a mí -no estoy atribuyendo esta cuestión adicional al profesor Stanley- a la alteración de las comunidades primarias en las que se solía vivirse la vida. Nuestras vidas, que ya han dejado de estar enraizadas en esas comunidades, ya no son condideradas enteramente, integramente, por los demás; y en consecuencia (como nuestras percepciones de nosotros mismos están tan gobernadas por las percepciones de los demás acerca de nosotros) experimentamos dificultades a la hora de percibirnos de manera integral. La elevada movilidad existente en nuestras sociedades provoca que nuestros conocidos tengan acceso sólo a limitados segmentos temporales de nuestras vidas -infancia, educación, carrera profesional, jubilación-, mientras que la compartimentación de la vida industrial garantiza que en cualquier fase de nuestra vida, nuestros conocidos nos llegarán a conocer sólo en uno de nuestros papeles: trabajador, miembro de la familia, de una sociación o amigo. De nuevo, nadie nos conoce por completo, y como nuestros compañeros tampoco nos conocen, también tenemos dificultades en vernos a nosotros mismos de manera integral.
Esta dispersión de nuestras vidas en lo temporal y su fragmentación en lo espacial tiende a fraccionar nuestra autoimagen, llegando, en casos extremos, a pulverizar lo que Robert Lifton denomina el "hombre proteico", y que reafirma la conclusión existencialista de que carecemos de esencia, es, como ya he dicho, la imposición más pesada que los cambios institucionales cargan sobre nuestros esfuerzos para vernos a nosotros mísmos como personas completas.
No obtante, el problema conceptual que ha provocado nuestra época, es (cuando menos) todavía más pesado. Me refiero a la concepción del mundo en la que se ha instalado el Occidente moderno: su noción de "el esquema de todas las cosas". El aserto del profesor Stanley que empecé citando dos párrafos más arriba también habla de este lado conceptual de nuestro predicamento, así que permítanme que le siga dejando hablar por mí. Señalaba la alienación ocasionada por la modernización, y tras aludir algunas de sus causas sociales, profundiza hasta alcanzar la raíz del problema:

                     Al nivel más fundamental, el diagnóstico de alienación está basando en la opinión de que las fuerzas modernizadoras nos están imponiendo un mundo que, aunque bautizado como real por la ciencia, está desprovisto de todas las cualidades reconociblemente humanas: belleza y fealdad, amor y odio, pasión y satisfacción, salvación y condenación. Todo ello no quiere decir, desde luego, que dichas cuestiones no formen parte de las realidades existenciales de la vida humana. Se trata más bien de que la concepción científica del mundo hace que sea ilegítimo hablar de ellas como si formasen parte del mundo "objetivamente", forzándonos por el contrario a definir tal evaluación y experiencia emocional como proyecciones "meramente subjetivas" de las vidas interiores de las personas.
El mundo, otrora, un "jardin encantado", para utilizar la memorable frase de Max Weber, se ha desencantado y aparece privado de propósitos y dirección, despojado -en esos sentidos- de la propia vida. Todo lo que es supuestamente básico en la condición especificamente humana en la naturaleza, resulta que se ve forzado a formar parte de lo "subjetivo", que, a su vez, se ve empujado por la visión moderna científica a adentrarse en la provincia de los sueños e ilusiones.

Tzvetan Todorov (Elogio de lo cotidiano)

El significado de la pintura holandesa

La pintura holandesa de lo cotidiano, tal como la hemos entrevisto aquí, se inserta en un momento concreto de la historia, mediados del siglo XVII, entre Hals y Ochtervelt. Desde finales del siglo, el secreto que inspiraba tantos cuadros se perdió y los pintores se limitaron a transmitir una técnica y varios temas. No volvió a saltar la chispa. No cabe duda de que el arte realista continuó hasta el siglo XIX, incluso XX, pero ya no encontramos ese amor al mundo, esa alegría de vivir y esa glorificación de lo real, características de los maestros anteriores. La pintura realista, como toda pintura figurativa, sigue afirmando la belleza de lo que muestra, pero a menudo se trata de una belleza del abatimiento, de la desesperación y de la angustia. Son flores del mal. Citando a Fromentin, ya no habrá <<ternura por lo verdadero>>, ni <<cordialidad por lo real>>.
Después -siguiendo con nuestra visita al museo, pese al cansancio-, en la segunda mitad del siglo IXI, tiene lugar un acontecimiento que agudiza todavía más la ruptura entre los pintores coetáneos y los holandeses (aun cuando en aquella época se aprecie cada vez más a estos últimos). La nueva revolución ya no tiene que ver con el género, ni con el modo de interpretar, ni tampoco con el estilo, sino con el estatus de la imagen. En pocas palabras: aunque la pintura sigue siendo figurativa, deja de ser una representación y se convierte en una mera presentación, una presencia. Manet y Degas, los impresionistas y los posimpresionistas, siguen siendo figurativos, siguen pintando a personas, objetos y lugares. No se limitan a juxtaponer colores y trazos, como harán después los pintores abstractos, pero rechazan el estatuto representativo de sus imágenes. El espectador ya no cae en la tentación de preguntarse por la psicología de los personajes, por sus actos pasados o futuros. Por más que Degas tome prestado elementos estilísticos de Ter Borch, ninguna de sus bailarinas nos inscita a imaginar su biografía. El mundo que la pintura representa ha perdido su valor. Todo lo que tiene que ver con él se considera ahora anecdótico y se rechaza en nombre de la pureza del arte. La imagen no deja de ser una figura, pero se le ha amputado una dimensión, la que nos permitía instalarnos en el mundo representado. En lo sucesivo debe verse la imagen como tal, como pura presencia que no incita a avanzar hacia otro lugar.

* Tzvetan Todorov (Los enemigos íntimos de la democrácia)
* Tzvetan Todorov (Los abusos de la memoria)
Tzvetan Todorov (El espíritu de la Ilustración)
Tzvetan Todorov (El miedo a los bárbaros)

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