Rémi Brague (El reino del hombre) Génesis y fracaso del proyecto moderno

Suicidio

La negación del hombre no se limita a lo etéreo de la teoría, sino que adquiere un aspecto enteramente concreto. La libertad absoluta lleva a la autodestrucción. Se ha podido ver en la vida de figuras emblemáticas de la modernidad tardía tales como Alfred Jarry o Antonin Artaud, ejemplos concretos de esta lógica. El suicidio adquiere una pertenencia como problema al acceder a una dimensión «metafísica». Hasta entonces era un asunto privado: un individuo recurría a él para escapar a lo que no podía soportar, desamor o deshonor. Había ya adquirido sus pruebas de nobleza literaria. En primer lugar, con el sueco Johann Robeck, quien, tras haber redactado en 1736 una monografía a favor del suicidio, se ahogó. Seguidamente, en el siglo XVIII, como objeto de una polémica entre los «Filósofos» que lo rehabilitaron y otros que mantenían la condena de los pensadores cristianos. Por último, como sujeto digno de un tratamiento científico, por primera vez en 1761 en una monografía italiana, La serie de estudios sobre el suicidio no se interrumpió hasta nuestra época, y su lista conlleva ilustres autores como Emile Durkheim. El suicidio se convirtió después en tema de obras de ficción: en su Werther (1774), que tuvo un inmenso éxito y entrañó que se pasara al acto, el joven Goethe argumenta a favor y en contra. Lo convierte en un acto tan inevitable y, por tanto, tan excusable como una enfermedad. Pero la expresión «el fardo de la vida» aparece ya. En Francia, Alphonse Rable (+1829) retoma la apología tradicional del suicidio y habla de «la desgracia de vivir» antes de suicidarse, y Alfred de Vigny pone en escena la problemática en Chatterton (1835). El pensamiento del joven poeta es estoico, pero es «la sociedad», incapaz de comprender al genio, la responsable. 

En un fragmento de 1797, Novalis ve en el suicidio «el auténtico acto filosófico [...], el único que corresponde a todas las condiciones y a las marcas de la acción trascendente». Un poco más tarde, su amigo Friedrich Schlegel escribe: «El destino del hombre es destruirse a sí mismo. Pero, para esto, primero es sin duda necesario resultar digno de ello; y aún no se es». Estas fórmulas hay probablemente que entenderlas a partir de una concepción gradual de la vida en virtud de la cual hay que abandonar un nivel inferior para acceder a estados más altos. En este sentido Fichte escribe el mismo año: «No es la muerte la que mata, sino la vida más viva». La destrucción de la que se trataría sería una continuación de las fórmulas por las que los ascetas de la época patrística transponían la experiencia del martirio: «Da tu sangre y recibe el espíritu», o también las de los exégetas neoplatónicos del Fedón, que distinguían entre el suicidio y la filosofía como preparación a la muerte: «Muere por la voluntad y vivirás por la naturaleza». El mismo Schopenhauer, en el fondo de su visión negativa de la vida, habla del suicidio. Pero lo rechaza como contradictorio: quien «acaba con su vida» en realidad ni suprime el querer vivir que constituye su esencia, sino sólo una de sus manifestaciones singulares, su cuerpo.

A partir de la década de 1820, vemos aparecer en Europa la idea de un suicidio que no tendría más razón que el estado irreformable del mundo. Es el caso de Caryle, en el momento que el héroe, ampliamente inspirado en el autor, atraviesa una crisis de desesperación. En Alemania, el Danton puesto en escena por Georg Büchner, se deja llevar por el cansancio ante la vida, «que no vale el esfuerzo que debemos realizar para mantenerla». La fórmula hace eco a la de Schopenhauer acerca de la vida como «negocio que no cubre sus gastos». Friedrich Theodor Vischer envía a Mörike el relato de un sueño en el que un suicida no encuentra otra excusa que la nada de todas las cosas. En L´Avenir de la Science, el joven Renan vuelve cuatro veces sobre fórmulas como: «Si la vida careciese de valor suprasensible, habría que darse muerte desde la primera reflexión seria».

[...] Cabe tomarse la tesis de Emile Durkheim sobre el suicidio (1897) como la metáfora del estado de la cultura occidental. En su ensayo de 1942, que tuvo un inmenso éxito, Albert Camus ve en el suicidio el único problema filosófico serio. Pero reduce inmediatamente la perspectiva al explicar: «¿La vida merece la pena ser vivida?». La cuestión no resulta incandescente para el individuo ya «embarcado» en la vida, quien es, por lo tanto, juez y parte. Sólo lo hace en el nivel de la especie. Ésta pierde constantemente a individuos llevados por la muerte. Sólo puede, por tanto, subsistir si individuos vivos llaman a otros a la vida, en cuyo lugar tienen que decidir.

¿Por qué harían tal cosa? Cabe ver en los hombres sólo juguetes destinados a distraerse de su aburrimiento a creadores divinos, y en la actividad sexual sólo una trampa, la del placer, que sirve para que los humanos sigan dando vueltas en sus jaulas como si fueran ardillas. En ese caso, ¿por qué tales marionetas querrían producir otras? Estos temas, corrientes en Schopenhauer, son más antiguos y se encuentran en autores a los que ha podido inspirar directa o indirectamente. Así, Milton representa un Adán que, tras la caída, desespera de engendrar una posteridad contaminada por su pecado y condenada a muerte, y Byron representa a Caín herido por la misma duda. En Alemania, los autores «prerrománticos» tienen fórmulas análogas: Klinger hace decir a Zeus que, sin el encanto y las caricias ligado al acto de la generación, los hombres le privarían de sus juguetes. Así pues, suponiendo que «hacer hijos» sea, como dice un personaje de Sartre, «una extrema estupidez», cabe preguntarse cómo una humanidad «iluminada», libre de toda «necesidad», podría tener algún futuro.

* Rémi Brague (¿A dónde va la historia?)

François Jullien (La identidad cultural no existe)

Écarts en lo común

Por oposición al «narcisismo de las pequeñas diferencias», que se repliega celosamente en identidades fantasmagóricas, los écarts culturales son despliegues que abren nuevos posibles y descubren otros recursos. Tales despliegues hacen salir la cultura del escollo de su tradición, el pensamiento del confort de su dogmatismo —de lo bien-pensado—y lanzan al espíritu a una aventura. Si hoy constatamos que, bajo la apisonadora de la uniformidad mundial conducida por la ley del mercado, las diferencias culturales tienden a desaparecer, reduciendo la cultura mundial a un simple facsímil, es urgente, para resistir, abrir nuevos écarts en los cuales confluyan el arte, la política y la filosofía. No de manera ficticia o preconcebida, utópicamente anunciada, pues un écarts, en cuanto se abre, es de inmediato efectivo. Filosofar, decía Parménides, es distanciarse: salir de los caminos trillados de la opinión, tomar distancia de lo admitido y lo convenido, abrir —perforar—de nuevo el pensamiento, introducir nuevas perspectivas. Lo que nos interesa no es saber en qué sentido el pensamiento de Aristóteles es diferente al de Platón, pues eso conduce a clasificarlos y fijarlos como sistemas y nichos (el platonismo y el aristotelismo). En cambio, lo que importa —lo significativo— es en qué sentido Aristóteles abre un écarts con respecto a Platón: en qué sentido intenta una avanzada disidente hacia lo que se resiste al pensamiento, es decir, en qué sentido abre un nuevo acceso a lo impensable. Así, el pensamiento de Aristóteles crea una tensión con el pensamiento de Platón; en lugar de dejarlo hundirse en las facilidades y los clichés del platonismo, lo hace emerger de nuevo con su punto de vista, le confiere un relieve considerable: abre un entre ellos que los hace dialogar. Otros écarts se han abierto desde Platón con respecto a Platón: mientras más recurso es su pensamiento, más se activa. ¿Qué es una biblioteca de filosofía, en suma, si no la yuxtaposición de tantos écarts que despliegan indefinidamente lo pensable, poniendo en tensión el pensamiento? 

Así, el concepto de écarts permite pensar el origen tal como es, abordándolo de un  modo no fijo sino evolutivo y sin conferirle un estatuto mítico. En lugar de conducir a fijar un género común —estable, definitivamente constituido, como caído del cielo e injustificable (el «Hombre», la «naturaleza humana» o el «fondo común») —unitario, identitario, a partir del cual lo diverso de las culturas se desdoblaría (como lo hace la diferencia), el écarts nos sitúa de inmediato en una transformación, en una génesis y un advenimiento. Écarts no es un concepto metafísico (que fija una esencia) sino histórico (que traza una emergencia). La diferencia indica un resultado y es, en consecuencia, estática. Por su parte, el écarts es dinámico por su desarrollo, es decir que, en lugar de plantear una «naturaleza humana» de la que no es posible decir de dónde viene ni qué es, esclarece cómo se efectuó el devenir del hombre —abriendo una distancia por écarts sucesivos con respecto a las formas «homínidas» («australopitecos», «parántropos» etcétera) que lo preceden—.  El hombre apareció por el écarts y por eso comenzó a «ex-istir». Pues fue por «ex-adaptación», es decir, por escapar a la adaptación precedente, que se produjo un proceso de ruptura que condujo al hombre a lo que devino en su desarrollo. Fue también en lugares separados que los paleontólogos encontraron, aquí y allá, su aparición. Si dejo de plantear la «naturaleza humana» como término de partida, unitaria-identitaria, pero claramente ideológica en su definición, ya no tengo que separar en el origen «naturaleza» y «cultura» que son disociadas de un modo tan abstracto —arbitrario—. Por mi parte, considero lo diverso de las culturas como un autorepliegue de lo humano que prolonga ese écarts que lo hizo advenir, y que cada nuevo écarts, abierto existencialmente por un sujeto, permite activar y expandir. 

Pero es absolutamente necesario, para concebir este auto-despliegue de lo humano, entender el significado de écarts. Écarts se traduce en inglés por gap. Pero écarts significa lo contrario. Gap designa la zanja que separa; écarts nombra una distancia que se abre y establece una comparación, hace aparecer un entre que pone en tensión lo que ha sido separado y le permite a cada término comprenderse con respecto al otro. 

[,...] Por el contrario, la diferencia es la que, asociada con la identidad, aísla y «esencializa» las culturas. La diferencia nos retiene en impás del universalismo o del relativismo. Una vez ahí, es imposible salir de la disyuntiva. En ese caso, la diferencia cultural se plantea como segunda y la identidad como primera (la de la naturaleza humana o la del «fondo común»); pero ese principio unitario-identitario se proyecta a partir de mi propia perspectiva cultural, es decir, no es más que el resultado de mi etnocentrismo: entonces no he abandonado mis categorías culturales, que considero de inmediato universales —tal es el universalismo fácil que denuncié al comienzo—. Si no, la diferencia cultural se plantea en primer lugar, haciendo que cada cultura se repliegue sobre lo que sería su identidad, en cuyo caso se verían encerradas en mundos —tal es el «culturalismo» que engendra un relativismo perezoso que nunca trata de sobrepasar sus propios límites. Dicho relativismo perezoso no es más que la cara inversa de un falso universal, falso por ser rápidamente concedido y no elaborado mediante una búsqueda que, como ya dije, jamás se satisface, pero que lleva efectivamente a que lo común se despliegue.

[...] Frente al riesgo de desintegración que atraviesa actualmente la sociedad francesa, como tantas otras en el mundo, causado por el ascenso de comunitarismos, que desarticulan lo común, se nos recuerda brutalmente la necesidad de pensar las condiciones de un «vivir juntos» —esta expresión se impuso por sí misma—. Ese viejo término griego (su-zén) vuelve a ser actual. Pues los griegos enseñaban que la Ciudad no es una simple comunidad de lugar, que no se establece simplemente con el fin de proteger a los individuos y de favorecer los intercambios, sino que se sustenta en una «elección deliberada» de vivir juntos que es su propia finalidad, su telos

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