David Hernández de la Fuente (El hilo de oro) Los clásicos en el laberinto de hoy

En en estado de excepción el individuo cede parte de sus libertades en aras de un bien mayor, pero como vio Agamben en su Homo sacer, no debemos bajar la guardia, pues en los últimos años el aumento del poder de los gobiernos para tiempos de crisis —más o menos justificadas— ha sido directamente en detrimento de los derechos y garantías. Piénsese en el uso de diversos lemas para ello, ayer y hoy. Por ejemplo, la War on Terror de la administración Busch en Estados Unidos justificó flagrantes violaciones de derechos en Irak, Afganistán o Guantánamo. El riesgo es que, so pretexto de la seguridad, el ciudadano no solo ceda su propia libertad sino que abdique de muchos principios democráticos y le pasen inadvertidas —o directamente tolere— aberraciones como los juicios sumarísimos, la tortura, la delación o la violencia extrema, entre otras cosas. 

En suma, el estado de excepción se configura como una irrupción de lo necesario en el orden jurídico, pero la problematización de sus límites y regulación es, como en la época de la política clásica, lo más urgente. Y no solo en la filosofía, sino especialmente en la conciencia ciudadana. Los mecanismos de control constitucionales de los regímenes de excepción —que conocemos bien gracias al recurso constante al estado de alarma en las democracias parlamentarias durante la pandemia del coronavirus— no son garantía total para evitar abusos puntuales que debemos esforzarnos por identificar a la primera ocasión. Por ello, la reflexión histórica y filosófica sobre casos como los mencionados —desde la democracia ateniense y la República romana a los Estados de las revoluciones burgueses— es fundamental para no incurrir en ningún riesgo de que las decisiones del sujeto de soberanía atenten contra lo que constituye la esencia de Occidente desde el alba de la democracia antigua: las libertades individuales. Sin embargo, ha habido intentos de utilizar los logros y los modelos de la antigüedad a lo largo del siglo XX, durante el tristemente célebre periodo de los totalitarismos. 


CONTROL SOCIAL: DEL PANÓPTICO A LAS APPS

Hay una añeja pretensión en la historia política de la humanidad que consiste en el control absoluto de los individuos por parte de los poderes del Estado. Gobernantes de muy diversas épocas han sometido a estrecha vigilancia a sus súbditos mediante diversas estrategias de dominio que consistían sobre todo, en primer lugar, en recopilar información acerca de sus movimientos y de sus posibles intenciones: dónde han estado, qué han leído, qué han comido y qué han afirmado en alguna ocasión particular, en público o en privado. Luego se intenta disciplinar su comportamiento para hacer que se adecúe a lo que el gobernante cree necesario y, por último, se castigan las contravenciones de las normas o expectativas sociopolíticas. Información exhaustiva, control vigilante y castigo ejemplar suelen ser tres componentes básicos de este viejo sueño del poder. Hoy día, las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías han superado los sueños de cualquier tirano de la antigüedad o el medievo. El debate sobre las técnicas de control ciudadano por el teléfono móvil, al hilo de la pandemia del coronavirus, recuerda que los inicios de la obsesión moderna por el control social se relacionan con el estado de excepción provocado por guerras o enfermedades, que proporcionan la excusa ideal para intervenir, como un cirujano, desde el cuerpo político en el cuerpo ciudadano. 

«He aquí, según un reglamento de fines del siglo XVIII, las medidas que había que adoptar cuando se declaraba la peste en una ciudad. En primer lugar, una estricta división espacial: cierre, naturalmente, de la ciudad y del "terruño", prohibición de salir de la zona bajo la pena de la vida [...] división de la ciudad en secciones distintas en las que se establece el poder de un intendente. Cada calle queda bajo la autoridad de un síndico, que la vigila; si la abandonara sería castigado con la muerte. El día designado, se ordena a cada cual que se encierre en su casa, con la prohibición de salir de ellas so pena de la vida [...] Cada familia habrá hecho sus provisiones [...]. Cuando es preciso en absoluto salir de las casas, se hace por turno, y evitando todo encuentro. No circular por las calles más que los intendentes, los síndicos, los soldados.»  ¿Nos suena este escenario apocalíptico? Así describe Michel Foucault en su ya citado libro Vigilar y castigar el reglamento de Vincennes durante la peste. Lo característico de la Edad Moderna, para el filósofo francés en su libro emblemático sobre el control social, se ve en episodios como este: muy lejos, conceptualmente, de las epidemias antiguas o medievales, aquí los confinados no son los enfermos sino el resto de la población, sobre la que el poder aprovecha para ejercer una vigilancia y dominio absolutos. Es precisamente el énfasis en la inspección continua del individuo por parte del poder lo que está también hoy en tela de juicio, cuando las autoridades sanitarias plantean el control físico, geográfico y clínico a través del móvil: quién ha sido infectado o vacunado, quién en contacto con quién, y quién está en cada lugar, si es donde debe o no. Todo en aras de la salud pública, pero dando un salto exponencial en la obsesión moderna por la vigilancia y el disciplinamiento de los individuos. ¿Dará el Estado otro paso hacia el control de las comunicaciones, la información o el pensamiento? 

No es inusual situar en el siglo XVIII el comienzo de la fiebre por el control de la sociedad en los nuevos Estados que, sobre las ruinas del Antiguo Régimen, se van construyendo sobre el legado de la filosofía clásica. Uno de los pensadores clave fue el inglés Jeremy Bentham, que revolucionó con su «utilitarismo» —cifrar la medida del bien y el mal en la mayor felicidad de la mayoría de las personas— la filosofía política y jurídica. Suya es la idea cuya puesta en práctica fracasó pero que ilustra sobre el origen del moderno control social: el Panóptico, un modelo de prisión donde los vigilantes no pueden ser vistos pero los presos viven con el terror de estar permanentemente vigilados mientras cumplen con los trabajos que se les han encomendado. Aunque nunca fue construido, el Panóptico tuvo una enorme influencia, como vio Foucault, como paradigma de instituciones disciplinarias posteriores. Estaba concebido como una construcción en círculos concéntricos con una torre central de vigilancia y un sistema de iluminación que permitía que la luz atravesara las celdas, de forma que bastase situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un condenado, un confinado o un enfermo para tenerlo totalmente controlado. El sueño del filósofo Bentham —pero también de cualquier gobernante absoluto anterior— hubiera sido el smartphone

Terry Eagleton (Humor)

 HUMOR E HISTORIA

Las élites gobernantes de la Europa antigua y medieval no sentían un gran aprecio por el humor. Da la impresión de que, desde las épocas más remotas, la risa siempre ha sido una cuestión de clase: hay una clara distinción entre la diversión civilizada y las risotadas vulgares.  Aristóteles insiste en la diferencia entre el humor de la gente educada y la maleducada en su Ética a Nicómaco. Asigna un distinguido lugar al ingenio, situándolo junto a la amistad y la sinceridad como una de las tres virtudes sociales, pero el tipo de ingenio del que habla requiere refinamiento y educación, como cuando se emplea la ironía. Platón, en su República, frunce severamente el ceño ante la costumbre de reír en público de los ciudadanos atenienses y no tiene ningún problema en dejar la comedia para los esclavos y los extranjeros. La burla puede ser perturbadora desde el punto de vista social, y el insulto puede causar peligrosas divisiones. Platón recomienda estrictamente que no se cultive la risa entre la clase de los guardianes, al igual que condena las imágenes de dioses o héroes que ríen. San Pablo, en su Epístola a los Efesios, prohíbe las bromas, o lo que él llama eutrapelia. Es probable, en cualquier caso, que san Pablo estuviera pensando en groseras bufonadas, y no en el tipo de ingenio sofisticado que Aristóteles habría aprobado. 

Mijaíl Bajtín, señala que «la risa, en la Edad Media, permaneció fuera de todos los ámbitos ideológicos oficiales y fuera de todas las estrictas formas oficiales de establecer relaciones sociales. La risa fue eliminada del culto religioso, de las ceremonias feudales y estatales, de la etiqueta y de todos los géneros de pensamiento elevado». La regla monástica más antigua que conocemos prohibía las bromas, y la regla de San Benito advierte contra la provocación que supone la risa, impertinencia para la que San Columbano imponía el castigo del ayuno. El temor a lo cómico que sentía la Iglesia medieval conduce al asesinato y al caos en El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco. Tomás de Aquino, como es característico de él, se muestra permisivo con esta cuestión en su Suma teológica, y recomienda el humor por sus cualidades terapéuticas, valorando los juegos de palabras y actos cuyo único objetivo es proporcionar placer al alma. El humor es necesario, según él, para el consuelo del espíritu. De hecho, el rechazo del humor le parece un vicio. Para la teología cristiana, el placer sin propósito de una broma refleja el acto divino de la creación, que, en cuanto «acto gratuito» original, se llevó a cabo con un fin en sí mismo, no impulsado por una necesidad y sin atribuirle funcionalidad alguna. Se parece más a una obra de arte que a un producto industrial. 

Esta descortés consideración del humor como algo sospechoso no surge de un mero miedo a la frivolidad. Mucho más importante es que refleja el terror ante la perspectiva de perder el control, también a escala colectiva, lo cual no es un asunto menor. Esto es lo que, desde el punto de vista de Platón, puede ser el resultado de un exceso de risa, una función corporal natural que se sitúa al mismo nivel que otras descargas tan desagradables como vomitar o excretar. Cicerón establece unas elaboradas reglas para bromear y se muestra receloso ante cualquier clase de estadillo cómico espontáneo. La disolución del cuerpo individual en la risa podría presagiar una revuelta popular, y el carnaval medieval —una especie de revolución social con una forma ficcionalizada, fantástica y estrictamente esporádica— se acercaba al caos humorístico lo bastante como para justificar estas preocupaciones. El cuerpo plebeyo se halla en constante peligro de desmoronarse, al contrario que el higiénico cuerpo patricio, disciplinado, encantadoramente acicalado y eficientemente regulado. Además, la risa tiene un elemento democrático que la vuelve peligrosa, ya que, a diferencia de actividades como tocar la turba o la neurocirugía, está al alcance de cualquiera. La risa no exige tener ninguna capacidad especial, ni pertenecer a un linaje privilegiado ni haber desarrollado escrupulosamente ciertas habilidades. 

Lo cómico plantea una amenaza al poder soberano no solo por su propensión a la anarquía, sino también porque resta importancia a cuestiones trascendentes como el sufrimiento o la muerte, disminuyendo así la fuerza de algunas sanciones judiciales que las clases gobernantes tienden a sacarse de la manga. El humor puede fomentar una temeraria despreocupación que reste capacidad de control a la autoridad. En su modo carnavalesco, también puede generar una ilusoria sensación de inmortalidad, lo cual va contra la sensación de vulnerabilidad que es esencial para el mantenimiento del orden social. Incluso Erasmo, autor de la célebre Alabanza de la estupidez, escribió un tratado sobre la educación de los niños que advierte de los peligros que conlleva la risa. Esta obra aconseja a los alumnos que aprieten con fuerza las nalgas cuando vayan a tirarse un pedo para evitar hacer ruido excesivo, o que oculten ese indecoroso sonido con un oportuno ataque de tos. 

Eagleton, Terry (La idea de cultura) Una mirada política sobre los...
Eagleton, Terry (Cómo leer literatura)
Eagleton, Terry (Esperanza sin optimismo)
Eagleton, Terry (Sobre el mal)
Eagleton, Terry (Cultura)
Eagleton, Terry (Materialismo) 

Raffaele La Capria (La mosca en la botella) Elogio del sentido común

¿Qué sentido común rechaza mi sentido común?

Rechaza el sentido común expresado en la plaza, tanto de la ciudad como de la televisión, porque muy a menudo la plaza enloquece y aplaude a Mussolini, a Hitler o Stalin, y se abandona al éxtasis con el primer conducator de cualquier programa de éxito de la tele. Y rechaza el sentido común expresado por el hombre de la calle sorprendido por un micrófono, o el del lenguaje de los diagramas y tablas con los porcentajes y los índices de satisfacción. 

Este tipo de sentido común no me gusta. Mi sentido común es un poco más despegado, más distante, es un contrapeso automático que interviene casi a mi pesar cada vez que la balanza se inclina hacia la insensatez típica de una sociedad desorganizada también en el plano moral. En el fondo, las más de las veces se trata de volver en sí, ni más ni menos. 

Es allí, en ese en el que nos reconocemos, adonde debe devolvernos el sentido común. Como si fuese «la voz de la conciencia». 

En una época de teorías que se revelan unas a otras y que se niegan recíprocamente en una rápida sucesión, mientras en su fuga continua los conceptos viajan veloces hacia la nada y se desintegran como cometas en el espacio, mi sentido común se asemeja al instinto de conservación.

Sí, empiezo a creer de veras que mi sentido común es un instinto sin un concepto que lo justifique, sin una filosofía de apoyo, y sólo por esto me resulta necesario, vital.

Como un don, el sentido común se da.

También forma parte de la trama conceptual que envuelve el mundo esa densa red de conocimientos derivados a menudo de estudios minuciosos y profundos sobre cualquier tema posible: historia, sociología, ecología, literatura, política, etcétera.

Y forma parte de la gaya ciencia del sentido común descubrir cómo en tantas ocasiones este aparato cognitivo, con sus teorías inherentes, termina en la práctica como una pompa de jabón. ¿Qué frutos han dado esos conocimientos que pretendían soluciones de una perfección imposible de alcanzar? ¿A qué han llevado esas previsiones, esos datos recopilados, esos sondeos, esas tablas, esas estadísticas? ¿Han conseguido prevenir algún desastre? ¿Resolver una situación complicada de la sociedad? ¿Salvar la economía, el paisaje, el sur, la sanidad? ¿O una, al menos una de nuestras ciudades?

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Cuando yo sostengo que para el sentido común Las señoritas de Avignon es un cuadro feo, no hablo únicamente de lo bello y de lo feo (sujetos a transformaciones en el tiempo y a las oscilaciones del gusto), y no hablo solamente de Las señoritas de Avignon.

Hablo de todas aquellas obras de arte que no me transmiten una emoción artística semejante al estupor o a la maravilla. Comprender los motivos por lo que se ha creado una obra de arte, y comprender los significados que contiene, no debería tener nada que ver con el coup foudre que suscita en nosotros la belleza. Si he contemplado la belleza no deseo otra cosa; la belleza me basta. Eso es lo que me pasó cuando vi los Bronces de Riace. ¿A quién se le habría ocurrido preguntarse, cuando se nos aparecieron numinosos surgiendo del mar, cuál era su significado?

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Si es cierto que el sentido común se forma en base a la opinión común, esta opinión —como se sabe— en una sociedad como la nuestra siempre está manipulada. No se forma sobre los hechos verdaderos en los que estamos todos involucrados y que se establecen en base a testimonios inequívocos, sino sobre hechos que «existen únicamente en los límites en los que se habla de ellos» (Hannah Arendt), y que por tanto están sujetos por parte de los medios de comunicación (periódicos y televisión) a todas las posibles manipulaciones (políticas, ideológicas y en todo caso sectarias).

¿Cómo se puede formar, sobre hechos tan manipulados, una opinión auténtica, y por tanto un sentido común creíble?

Si es cierto que sin verdad no se da la opinión y que sin opinión no se da juicio moral, el sentido común no debería tener ahora mismo espacio alguno, y todo se volvería mucho más complicado. El presupuesto necesario para el sentido común sería, por tanto, sólo la libertad política y una sociedad democrática. 

¿Pero de verdad están las cosas así? Por ejemplo, en los regímenes más opresivos de los países totalitarios, aquellos donde la verdad  era (o continúa siendo) manipulada a diario o elaborada de forma artificial según lo dictaba el interés político, ¿de verdad que el sentido común no existe allí?

En realidad, las cosas no son así. En esos países, el sentido común nació en los lager, y en las cárceles, y se abrió camino en el corazón de los oprimidos a costa de lágrimas y sangre, e hizo escuchar su voz. Toda la literatura del disenso en Alemania, Rusia y otros lugares ha dado fe de ello con palabras y versos inolvidables. 

Porque existe un sentido común elemental imposible de reprimir (como no se puede reprimir en el ser humano el sentido de la libertad y de la justicia) que habla en voz baja en la intimidad de la conciencia, que llama a las cosas con su verdadero nombre, y que es capaz de rebelarse incluso ante el más feroz de los conformismos. 

Oriol Quintana (Filosofía para una vida peor) Brevario del pesimismo filosófico del siglo XX

[...] vela sobre todo conato de excepción; toda preeminencia queda silenciosamente nivelada; todo lo originario se torna de la noche a la mañana banal, como si fuera cosa ya largamente conocida. Todo lo laboriosamente conquistado se vuelve trivial. Todo misterio pierde su fuerza.

Es como si la medianía, ese ámbito en el que existimos cotidianamente, llevara a cabo una nivelación de todas las posibilidades del ser. Vivir en el uno y en la medianía nos produce una especie de tarifa plana existencial. Al final, todo es lo mismo porque toda intensidad acaba disolviéndose, seguramente porque todo se ha hecho, quizás de manera inconsciente, de cara a la galería. Uno termina los estudios, encuentra trabajo, se enamora, pide un hipoteca y se casa; tiene un par de hijos, entierra a sus padres; les es infiel a su mujer (o le es fiel) y se divorcia (o no); trabaja largos años, se jubila y muere. En realidad, todo son posibilidades a mano que dan lo mismo.

El concepto de medianía resuena para los lectores en español al hecho de pertenecer a la clase media. Ya en el capítulo sobre George Orwell nos asomamos brevemente a lo trágico de la vida en esa posición social, y de hecho miles de novelas y films, empezando por las novelas realistas del siglo XIX, estilo Madame Bovary, han explorado al sujeto de todas las posibilidades. Pero Ser y Tiempo destaca por haber hecho del tema el objeto de la reflexión filosófica en el sentido más especializado. Heidegger forja, por ejemplo, el término habladurías (en alemán gerede) para explicar el único tipo de conocimiento al que se puede aspirar en la clase media, como el único y verdadero horizonte de conocimiento al que se llega.

El término se refiere, por supuesto, a aquello de lo que uno habla; lo que en su sentido más literal nos remite al chisme y al cotilleo. Quizá se podrá objetar que el típico miembro de la clse media no está chismorreando durante las veinticuatro horas del día, lo que sin duda es cierto; pero cuando Heidegger usa el término habladurías se refiere a una más amplia gama de fenómenos. Por ejemplo, fijémonos en la cuestión de la actualidad en los medios de comunicación; aquellos temas que ocupan las portadas en periódicos e informativos; aquello que determina gran parte de nuestras conversaciones o que, como mínimo, constituye el trasfondo, el decorado de nuestro paisaje social cotidiano. ¿Quién decide de qué se habla? ¿Quién determina la actualidad? En realidad, nadie. Exactamente, es imposible señalar un responsable último. Son los medios, los jefes de redacción y directores los que, en realidad sin conspirar para ello, pero sin querer evitarlo, acaban copiándose mutuamente en cuanto a los temas de portada, para no quedarse fuera de la actualidad. Se trata de un típico proceso de psicología de grupo, de conformidad, del sesgo colectivo en el juicio y en la toma de decisiones: el centro de atención del que quiere estar al día no es ni sus deseos ni sus intereses o preocupaciones; no confía en absoluto en su propio criterio. En realidad, si lo tiene, lo reprime. No hay más interés que saber encontrar aquello de lo que todo el mundo habla. 

Así, como no podía ser de otra manera, la actualidad resulta ser de lo más arbitrario. Su único interés es que, al parecer, le interesa a la gente. No se debe preguntar; sin embargo, por qué le interesa. En realidad, no hay ninguna razón para ello; en realidad, es posible que la noticia no tenga interés de por sí. Quizás el periodista que la propuso creía que interesante por alguna razón concreta. Pero, desde el momento en que la gente deje de prestarle interés, desaparecerá de la actualidad. No importa que el asunto siga abierto o tenga implicaciones que afecten a muchos; se abandona sin más. Porque las habladurías, diría Heidegger, se mueven por lo que él mismo llama la avidez de novedades. Si algo no tiene otro interés que ser nuevo o que ser lo que interesa, así impersonalmente, lo normal es que pronto deje de interesar: no le interesaba a nadie en particular desde el principio. Por esta falta de interés personal (el único verdadero), la actualidad se renueva constantemente y, por ello, todo lo originario se torna banal, como citábamos antes. 

Detengámonos solo un instante más en los engranajes de este mecanismo por el que se selecciona un tema potencialmente interesante para el público en general —aunque no interesa ni afecte a nadie en concreto—, se lanza a la actualidad y se abandona a los pocos días, sustituido por otro de parecidas características. Tal fenómeno fue estudiado indirectamente ya por Platón en La República, al indagar sobre la naturaleza del sistema democrático. Pero, en 2005, un filósofo estadounidense llamado Harry G. Frankfurt consiguió desentrañarlo magistralmente en un brevísimo escrito titulado On Bullshit, sobre la manipulación de la verdad. La raíz de la insatisfacción del hombre que vive en la medianía es que aprende a no amar la verdad y, en último término, a dejar de buscarla. Según Frankfurt, existen frases verdaderas, frases falsas y luego están las frases bullshit, palabra, de nuevo, difícil de traducir, pero próxima a la habladuría heideggeriana. En nuestro opinión, la mejor traducción es posiblemente gilipollez o chorrada, y, si al lector no le parece mal, usaremos alguno de estos términos tan expresivos. Las chorradas se profieren cuando uno habla sin prestar atención a lo verdadero, cuando uno busca no revelar u ocultar una verdad, sino simplemente causar una impresión en el que escucha, generalmente una impresión favorable, que busca su simpatía, su benevolencia. 

Antonio Diéguez (Cuerpos inapropiados) El desafío transhumanista a la filosofía

La dignidad humana como argumento contra la manipulación genética en la línea germinal humana

Se acepte o no que la noción de dignidad humana es inútil o prescindible (el debate no ha hecho sino comenzar), uno de los peligros principales que, según creo, encierra el uso de este concepto es el de la excesiva generalización en las valoraciones en las que se incluye frecuentemente. No de otra forma puede juzgarse su uso para condenar tecnologías completas en su aplicación al ser humano, sin detenerse a aclarar cómo se está vulnerando exactamente la dignidad humana en cada caso concreto.  Un ejemplo de esto puede verse en el debate sobre la legitimidad y la conveniencia de modificar los genes en la línea germinal humana. No es raro que al tratar la cuestión se apele sin más a la preservación de la dignidad humana ante la posibilidad de que se transforme la naturaleza humana por medio de las biotecnologías. Desde posiciones tan dispares como las de Francis Fukuyama (2002) y Jürgen Habermas (2002), se ha argumentado que cualquier modificación significativa de las características que conforman dicha naturaleza humana iría en detrimento de la dignidad, puesto que esta se constituye y funda precisamente sobre esa naturaleza. Su modificación podría socavar las bases mismas de la moralidad, ausente en otros animales. Fukuyama (2002:170-171) lo expresa del siguiente modo:

La naturaleza humana es lo que confiere un sentido moral, lo que nos proporciona las aptitudes sociales necesarias para vivir en sociedad, y sirve de base para disquisiciones filosóficas más sofisticadas sobre el derecho, la justicia y la moralidad. Lo que en definitiva está en juego con la biotecnología no es simplemente un cálculo materialista de los costes y beneficios relativos a las tecnologías médicas del futuro, sino los propios fundamentos del sentido moral humano, que ha sido una constante desde la aparición del hombre. Pudiera ser que, tal como vaticinó Nietzsche, estemos destinados a avanzar más allá de este sentido moral, pero en ese caso debemos aceptar directamente las consecuencias del abandono de los conceptos naturales del bien y del mal, y reconocer, como hizo Nietzsche, que ello puede llevarnos a un territorio que preferiríamos no visitar.

Por su parte, Habermas (2002:60), en su estilo más confuso, después de defender la idea de la dignidad humana en sentido moral y legal, escribe: «Urge preguntarse si la tecnificación de la naturaleza humana modificará la autocompresión ética de la especie de manera que ya no podamos vernos como seres vivos éticamente libres y moralmente iguales, orientados a normas y razones» Y en las páginas siguientes (2002:61-62-87), él mismo contesta a esta pregunta:

Un cuerpo [Leib) repleto de prótesis para aumentar el rendimiento o una inteligencia de ángeles almacenada en el disco duro son imágenes fantasiosas [...]. No me importa si tales especulaciones expresan chifladuras o pronósticos dignos de tomarse en serio, necesidades escatológicas diferidas o nuevas variedades de una ciencia de la ciencia ficción; a mí solo me sirven como ejemplo de una tecnificación de la naturaleza humana que provoca un cambio en la autocompresión ética de la especie, un cambio que ya no puede armonizarse con la autocompresión normativa de personas que viven autodeterminadamente y actúan responsablemente [...]. 

La provocación de los avances de la tecnología genética, efectivos o que es realista esperar, no llegan tan lejos. Pero no hay que descartar totalmente las analogías. La manipulación del genoma humano [...] podría cambiar nuestra autocompresión ética de la especie hasta el punto que la consciencia moral quedara también afectada (es decir, las condiciones de lo espontáneamente natural, que constituye lo único en lo que podemos entendernos como autores de la propia vida y miembros en pie de igualdad de la comunidad moral). [...]

Las intervenciones eugenésicas perfeccionadoras menoscaban la libertad ética en la medida en que fijan a la persona afectada a las intenciones de terceros que rechaza pero que, al ser irreversible, le impiden comprenderse espontáneamente como autor indiviso de su propia vida.

Lo que Habermas nos dice es que la intervención técnica en el genoma de un embrión, excepto cuando se trate de evitar enfermedades muy graves, encierra el peligro de dejar en el futuro a esa persona, una vez llegada a la vida adulta, una menor libertad para forjar un proyecto de vida que no venga predeterminado por las decisiones tomadas por otras personas. La conciencia de poseer rasgos provenientes de un designio explícito de los padres puede ser, según sus tesis, una fuerza coercitiva que impida al sujeto el desarrollo de una vida plena. En una situación de asimetría, que deja en manos de los padres decisiones transcendentales, y en muchos casos irreversibles, sobre su descendencia, el sujeto que hubiera sido modificado genéticamente podría perder su capacidad moral, y en todo caso su destino no estaría ya propiamente bajo su único control. Su vida habría sido entonces instrumentalizada desde el comienzo mismo y, por ello, su dignidad habría sido vulnerada, al no haber sido tratado como el fin en sí que en realidad es. E igualmente restrictivo, si no más, se muestra Fukuyama por razones similares. 

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