Alejandro Llano Cifuentes (La vida lograda)

Humano/No humano

Como se puede apreciar, lo decisivo en la vida política no son las ideologías. No hay que tomarse demasiado en serio eso de ser progresista o conservador, de izquierdas o de derechas. Claro que existen esas distinciones, pero son relativas, variables, y casi siempre muy superficiales. La clave está en distinguir el modo político de comportarse que sea humano de aquel que más bien es no humano. Este eje -humano/no humano- es más decisivo que el eje público/privado o Estado/mercado.

En principio, lo políticamente humano viene dado por aquella orientación de la convivencia que contribuye a la plena realización de la persona. Mientras que lo políticamente no humano son aquellas reglamentaciones y estructuras que llevan al hombre a dañarse a sí mismo.

Pero en nuestro tiempo, este enfoque claro y transparente, que procede de la tradición humanista, tiende a confundirse en la sociedad tecnológica, en la que -como ha señalado Pierpaolo Donati- lo no humano pasa a adquirir el peso y el valor de lo humano. Lo que antes se estimaba sin más como humano, lo éticamente positivo, lo solidario y humanista, pasa a ser considerado por muchos, desde Nietzsche, como <<humano, demasiado humano>>. Siguiendo al sociólogo alemán Niklas Luhmann, ahora se empieza a considerar que lo no humano, es lo tecnoestructural o sistémico, es decir, todo aquello que funciona satisfactoriamente sin la libre intervención directa del hombre. Es el ámbito de la tecnociencia, de lo mesurable y previsible, de lo serio y seguro, en donde los fallos sólo pueden comparecer accidentalmente por defecto del <<factor humano>>.

Por el contrario, lo humano ya no se encuentra en el sistema sino en el ambiente, como variable imprescindible, muchas veces incómoda por estar sujeta a un control perfecto y, en último término, como científicamente irrelevante. Lo humano se presenta entonces como el territorio de la arbitrariedad y la improvisación, del sentimiento y la falta de rigor, de la inmoralidad tal como la concibe la sociedad tecnocrática en la que habitamos.

Se invierten así de modo radical los papeles valorativos que respectivamente se solían adscribir a los términos humano y no humano. <<Humanizar>> ya no equivale -según este terrible modo de ver la sociedad- a mejorar, a hacer las cosas humanamente más dignas e incluso más eficaces. <<Humanizar>> viene a ser un ambiguo procedimiento que puede perjudicar o interrumpir procesos seriamente programados y echar a perder esfuerzos de años. Baste pensar irónicamente -exagerando la perspectiva de lo no humano- en lo que supondría en un laboratorio de investigación desconectar la refrigeración para que el ambiente fuera más cordial, al precio de que se dañaran las muestras genéticas sobre las que se venía trabajando en un proyecto largo y costoso. O, por poner un ejemplo absurdo de <<humanización>> lo que podría implicar que a un recién nacido operado de arterías coronarias se le desactivara la monitorización, para que pudiera charlar con su madre que ha venido a verle a la UCI.

De manera cada vez más drástica, lo humano y lo no humano parecen oponerse mutuamente, y las tendencias dominantes nos empujan a cuestionar la eficacia de lo humano y a confiar de modo creciente en lo no humano. Las consecuencias éticas de este modo de pensar van apareciendo cada vez con mayor claridad. Si algo es técnicamente factible y ejecutable -ya sea fecundación in vitro, implantación de cédulas madre procedentes de embriones o clonación de cédulas con fines experimentales- cualquier consideración de tipo moral parece pasar a segunda línea y ceder la primacía al enfoque tecnocientífico y pragmático.

Trabajamos denodadamente para autorrealizarnos y para construir una sociedad más digna, para adquirir una formación más completa, que no excluya incluso los aspectos humanísticos junto a los científicos y técnicos. Ahora bien, parece que los efectos de tales esfuerzos son con frecuencia equívocos o -peor aún- que a veces nunca llegaremos a saber si son positivos o perjudiciales. Con este enfoque, el relativismo moral y cultural resulta inevitable, y el pragmatismo se hace completo. Y, por supuesto, el humanismo -tanto clásico como moderno- parece quedar radicalmente cuestionado, porque el progreso, el control, la exactitud y la seguridad ya no están en manos de personas reales y concretas, sino bajo la salvaguarda de sistemas cada vez más implicables y exactos.

-No acabo de entender la terminología que utilizas. Sobre, ¿qué entiendes por <<sistemas>> y qué significado le das a <<ambiente>>? Parece que llegas a afirmar que el hombre está en el ambiente y no en el sistema.

-No soy quien lo afirma, sino la <<Teoría de Sistemas>> de Niklas Luhmann. Para este autor, el sistema es la organización estructural de la sociedad formalizada y técnicamente configurada. Está formada, a su vez, por subsistemas, como el político, el económico o el cultural. Lo que no forma parte del sistema, aquel medio en el que sistemas y subsistemas se mueven es a lo que Luhmann llama ambiente. Efectivamente, la persona no está integrada en el sistema, ni constituye ella misma -o un conjunto informal de personas- un subsistema. <<El hombre deja de ser la medida de la sociedad, dice Luhmann; esta idea del humanismo ya no se puede mantener>>. Tal planteamiento tiene la ventaja de que constituye una refutación de Marx, para quien el hombre estaba totalmente en función del sistema. La persona humana goza entonces de mayor libertad. Pero, como sostiene el propio Luhmann, es <<especialmente libertad para su comportamiento irracional e inmoral>>.

Para oponerse al radicalismo tecnocrático de Luhmann, lo adecuado no es afirmar una especie de humanismo bucólico, frente a la complejidad y sofisticación de los sistemas. Se trata, más bien, de encontrar las conexiones operativas entre lo humano y lo no humano, sin las cuales la persona real y concreta se pierde en el limbo de las buenas intenciones y el sistema agudiza su proceso de deshumanización. Es preciso mostrar de manera práctica y plástica que el ser humano constituye el fundamento de toda posible estructura social. Lo humano siempre tiene primacía sobre lo no humano. Pero no son dos regiones independientes. Y, desde luego, <<humanismo>> no equivale a <ineficacia>> o falta de conexión con las exigencias de la actual sociedad tecnológica. La persona humana no tiene hoy menor valor o vigencia que hace dos mil quinientos años. Y, al fin y al cabo, la tecnología más avanzada es también obra suya. Lo necesario ahora es que sea capaz de dominar su propio dominio y que, como al ya mencionado aprendiz de brujo, no se le vaya de las manos su propia criatura.

En las diversas instituciones y organizaciones, se ha de lograr que la persona sea tratada como tal, como persona, dentro de un sistema racional establecido; o bien que se establezca un sistema racional sin desplazar o ensombrecer el carácter único de la persona. Se trata, en definitiva, de humanizar los sistemas, de establecer una síntesis entre sistemas y personas que garantice la eficacia técnica sin ahogar la fecundidad vital.

Jacobo Muñoz (El ocaso de la mirada burguesa) de Goethe a Beckett

Se propone en las páginas que siguen, a título estrictamente experimental y desde una clara conciencia de lo desmedido del empeño, un recorrido por algunos de los hitos centrales del desmoronamiento tardomoderno del gran programa del humanismo clásico. O, si se prefiere, del «clasicismo», si como tal se entiende no una época, ni un estilo, ni siquiera ese «gran estilo» cuya acta de defunción certificó, con la mirada puesta en su tiempo, Nietzsche, sino un haz de validez transhistórica de empeños, de supuestos, de certezas capaces de asegurar el cemento que cohesiona a una sociedad. De aspiraciones vividas como realizables, por ejemplo —o sobre todo—, a una palabra plena, capaz de alentar la ilusión y el proyecto de «crear mundos» en el que el nuestro sea potenciado y esencializado. De aspiraciones a una palabra dotada de valor y transparencia, dotada de fuerza sacralizadora y vertebradora de significados, asumible como un medio idóneo para la creación de una obra de arte «total», en el sentido, por ejemplo, en el que Goethe creyó posible componer con su Fausto una «ópera totalizadora», fruto de una tensión aún no resoluble entre el yo y el espíritu de la época. A una palabra hecha carne en esa gran obra en la que la diversidad de lo real pudiera quedar modélicamente ensamblada, esto es, del modo más equilibrado e integrador posible, en una unidad artística, expresión sensible de la unidad cósmica (algo distinto del «clasicismo» de Winckelmann, por ejemplo). Y con ello, de aspirar a integrar la belleza en un espacio de jerarquía y transparencia, vivificado por el espíritu de la distancia y del equilibrio, por el ennoblecimiento de lo inferior, en suma, como el propio afán de transgresión, caracterizaría a los herederos, en clave ya romántica, del espíritu goethiano.

Pero también la fe en el progreso natural y moral de la humanidad en un marco de reconciliación definitiva del hombre con la naturaleza. Y con su (propia) naturaleza. De un modelo de vida ajeno aún a las escisiones que desgarrarían la Modernidad en su consumación histórica, de un concepto normativo del ser humano. Piezas devoradas, todas ellas y muchas otras que podrían haberse aducido, por un vasto proceso de desintegración (¿definitiva?) del individuo y del vínculo social. De «desencantamiento, por utilizar el término canónico.

En el marco de este complejo y pluridimensional proceso, en algunos casos se acentuará —en la estela de Hölderlin y, en cierto modo, de Spengler y Heidegger—, con singular fuerza elegíaca, la sensación de quiebra ontológica, de profanación de lo humano-eminente a efectos de la huida de los dioses y de la violación de la inocencia originaria. En otros, de desvalorización —o desustancialización— de los valores supremos y, en consecuencia, de la universalización progresiva de una visión del mundo a cuya luz este no es, ni puede ser, otra cosa que un conjunto de hechos que en sí mismos, como bien razonó Wittgenstein, carecen de toda base normativa. Sin olvidar, claro está, a quienes han llevado a lucidez extrema las consecuencias, en la Modernidad tardía, de la ruptura del pacto sagrado entre palabra y cosa, de la quiebra —a pesar de excepciones, como las representadas por Resenzweig y cierto Benjamín— de la identificación teológica y mística entre lenguaje y mundo, del divorcio ontológico entre significado y significante, lejos de toda concesión al referente, con el subsiguiente reconocimiento de que el lenguaje, dotado de poderes autónomos, es un movimiento arbitrario, y el significado, una mera convención. ¿A caso no dejó bien claro Mallarmé que la palabra «rosa» solo nombraba la ausencia de una flor? Una constatación en cuya cuenta habría que cargar también la creciente conciencia de la imposibilidad de seguir invocando la vieja armonía —la «noble sencillez y grandeza serena» de Goethe —y la inteligibilidad orgánica. Pero también la de la desintegración del viejo primado de la totalidad sobre el fragmento. Y con ella, la del sueño de una «cartografía» integral capaz de alzarse, en aras de una visión global, sobre la percepción del carácter fracturado y aleatorio de la experiencia humana. Una percepción capaz de erguirse como instancia insuperable, que haría sospechosas las (viejas) construcciones integrales y sistemáticas. Como quedaría también desvalorizada la creencia en un sujeto pleno, autodirigido y reflexivo, llamado a vivir un proceso de desmembramiento y destrucción que haría de él una simple «x» sometida a fuerzas ajenas, imprevistas y … lo que es peor— opacas.

Nuestro recorrido por algunas de las formas de subjetivación individual, social y cultural, aquí concebidas como unidades complejas, que han ido tomando cuerpo en la última fase de un proceso histórico objetivo vivido como matriz de una tradición que no podemos menos de asumir y de una herencia que, a la vez, no podemos ya heredar sin más, comienza con Goethe. Con el gran cultivador del arte de vivir y de la cultura como forma de vida. Y cavando algo más hondo, con su aspiración, tan característica del legado clásico y renacentista, a llevar lo humano que latía en él, como late en cualquiera de nosotros,  a plenitud. Y termina con Kafka y Beckett, con quienes ese ideal y la imagen de lo humano unida a él llegan a inapelable agotamiento.
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Cuando hablamos de moral hablamos, pues, de los modos, históricamente condicionados y, en consecuencia, cambiantes, en que las comunidades humanas valoran, jerarquizan y disciplinan los instintos, de modo que, finalmente, no es tampoco la «voz de Dios» en el hombre, sino la «voz de algunos hombres en el hombre». Un «instinto» sociohistóricamente construido, en suma. 

Pierre Hadot (Manual para la vida feliz) Epicteto

Entre todas las cosas que existen, hay algunas que dependen de nosotros y otras que no dependen de nosotros. Así, dependen de nosotros el juicio de valor, el impulso a la acción, el deseo, la aversión, en una palabra, todo lo que constituye nuestros asuntos. Pero no dependen de nosotros el cuerpo, nuestras posesiones, las opiniones que los demás tienen de nosotros, los cargos, en una palabra, todo lo que no son nuestros asuntos.

Las cosas que dependen de nosotros son libres por naturaleza, sin impedimentos, sin trabas. Por el contrario, las cosas que no dependen de nosotros se hallan en un estado de sometimiento, de servidumbre, y nos resultan ajenas.

Recuerda, por tanto, que si consideras libres las cosas que por su propia naturaleza se hallan en un estado de sometimiento, y crees que te pertenece lo que te es ajeno, tropezarás con innumerables obstáculos, caerás en la tristeza, en la inquietud, harás reproches tanto a los dioses como a los hombres. Sin embargo, si piensas que sólo lo que te pertenece es tuyo y que aquello que es ajeno te es de verdad ajeno, entonces nadie podrá coaccionarte, nadie podrá obligarte a hacer nada, no harás más reproches, no formularás más acusaciones, no volverás a hacer nada contra tu voluntad, no tendrás más enemigos, nadie podrá perjudicarte y no sufrirás más perjuicios.

Cuando trates de hacer realidad todo esto, ten en cuenta que no te bastará un esfuerzo moderado, sino que hay cosas a las que deberás renunciar por completo, y otras que, al menos por el momento, deberás dejar de lado. Pues si quieres el bien tan grande que obtendrás al actuar así pero también quieres cargos y riquezas, es probable que ni  siquiera esto último obtengas, por el mero hecho de desear también lo primero. En todo caso, es seguro que no conseguirás ese primer bien que es el único que procura libertad y felicidad.

Ejercítate, por tanto, en añadir de entrada lo siguiente a cada representación dolorosa o triste que te venga a la cabeza: «No eres más que una simple representación y de ningún modo la cosa que representas». A continuación, examina la representación y ponla a prueba con las reglas de que dispones, y sobre todo y primeramente con ésta: «¿Debo situarla entre las cosas que dependen de mí o entre las que no dependen de mí?» Y si concluyes que forma parte de las cosas que no dependen de ti, ten bien presente que no te concierne.
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No pretendas que lo que ocurre ocurra como tú quieres, sino quiere que lo que ocurre ocurra como ocurre. Así el curso de tu vida será feliz.
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No dejarse llevar por la representación de la tristeza ajena

Ante el dolor ajeno debe reaccionarse por partida doble. En primer lugar, no se ha de compartir el error de los demás y dejarse llevar por una falsa representación sobre lo que realmente son el bien y el mal. El único bien y el único mal que existen son el bien moral y el mal moral. O dicho de otro modo, todo lo que no dependa de nosotros no es ni un bien ni un mal. Por consiguiente, el hombre que se lamenta por algo que no depende de él se equivoca al lamentarse. Según el anunciado en el capítulo 5 y que se repite aquí, no son las cosas las que nos causan preocupación, sino el juicio que nos hacemos sobre las cosas. El Manual alude igualmente a otra razón por la cual quien se lamenta cae en un error, y es que «otros hombres no se afligen en circunstancias similares», ya sea porque al no afectarles personalmente contemplan las cosas de forma objetiva e imparcial (en el capítulo 26, aportando como testimonio las palabras que los hombres utilizan habitualmente con respecto a las desgracias ajenas, se dice que el lenguaje común es revelador de la voluntad de la Naturaleza), ya sea porque aun afectándoles personalmente son capaces, como Sócrates, de no percibir como un mal lo que no depende de ellos.

En segundo lugar, debe compartirse su dolor, pero sólo de palabra y no interiormente, es decir, sin compartir el error de juicio de quien padece la desgracia. La expresión «no lamentarse interiormente» se encuentra en las Diserciones, pero en relación con el dolor físico que siente uno mismo. "Me duele un oído". Pues no andes quejándote: "¡Ay!". No digo que no esté permitido quejarse, pero no te quejes por dentro. Lo que significa: efectúa un juicio exacto y objetivo en relación con el bien y el mal. El sufrimiento puede arrancarte quejas involuntarias pero no debe influir en tu juicio, de tal manera que te imagines que eres desdichado por el hecho de sufrir. Esta observación resulta pertinente y aclara bastante bien el sentido de lo que se dice en el Manual. No es que no se permita mostrar emotividad ante el dolor ajeno e incluso llorar ante él, pero no hace falta lamentarse interiormente, es decir, debemos mantener nuestra rectitud de juicio. Sólo así se podrá ayudar a quien sufre, haciéndole comprender que debe superar su dolor. 

R. Le Senne recuerda a este respecto la célebre «paradoja del comediante». El mejor comediante, según Diderot, es el que lleva a cabo su interpretación mientras permanece impasible, sin dejarse arrastrar por la emoción del personaje que interpreta, el que dispone «del arte de la imitación, es decir, de igual aptitud para encarnar toda suerte de caracteres y papeles. R. Le Senne señala que el estoico era capaz de imitar muy bien la piedad sin sentirla. Pero añadiendo a continuación que la gravedad profunda del estoico, gravedad asociada a la doctrina, puede llevarle a la hipocresía. El estoico puede verse atrapado en tal caso en un conflicto de intereses: ha de demostrar compasión porque hay que ayudar a los demás de manera apropiada a su angustia, pero evitando caer él mismo en el error. Una vez más el modelo será Sócrates. Su carcelero llora en el momento en que el filósofo se dispone a beber el veneno. A juicio de Sócrates se equivoca al llorar, pero le excusa, le demuestra incluso su simpatía y «se acomoda a él, como uno se acomoda a un niño».

* Pierre Hadot (No te olvides de vivir)

John Gray (El alma de las marionetas) Un breve estudio sobre la libertad del ser humano

ESPEJOS OSCUROS, ÁNGELES OCULTOS Y UNA RUEDA DE ORACIÓN ALGORÍTMICA

Para algunos pensadores avanzados, la violencia es un tipo de retroceso. En las partes más modernas del mundo, nos dicen, la guerra prácticamente ha desaparecido. El mundo en vías de desarrollo —un vertedero de estados semifracasados que carecen de los beneficios de las instituciones e ideas modernas— todavía puede ser destrozado por todo tipo de conflictos: étnico, tribal y sectario. En los demás sitios, la humanidad ha seguido adelante. Los grandes poderes ni están internamente divididos ni se inclinan por ir a la guerra unos contra otros. Con la expansión de la democracia y el aumento de la riqueza, estos estados presiden una era de paz como jamás el mundo había conocido. Para los que han vivido el último siglo, éste puede haberles parecido notablemente violento; pero se trata de una opinión subjetiva, no científica y poco más que una anécdota. Calculado de forma objetiva, el número de muertos en conflictos violentos ha disminuido de forma regular. Las cifras siguen bajando, y hay motivos para pensar que seguirán haciéndolo. Se está produciendo un gran cambio, no estrictamente inevitable, pero aún así enormemente fuerte. Después de muchos siglos de carnicerías, la humanidad está entrando en la era de la larga paz. Presentado con un impresionante despliegue de tablas y cifras, éste ha resultado ser un mensaje popular.

En realidad, esta disminución de la violencia puede que no sea lo que aparenta. Las estadísticas que se presentan se concentran sobre todo en las muertes en el campo de batalla. Si bien estas cifras están bajando, una razón de ello es el equilibrio del terror: las armas nucleares hasta ahora han impedido que las grandes potencias entraran en guerra. Al mismo tiempo, las muertes de no combatientes han aumentado de forma constante. En la Primera Guerra Mundial, cerca de un millón de los diez millones de muertos eran no combatientes. La mitad de los más de cincuenta millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial y más del noventa por ciento de los millones de personas que han perecido en el conflicto que ha arrasado el Congo durante décadas de manera imperceptible para la opinión occidental pertenecen a esta categoría. Nuevamente, si bien los grandes poderes han evitado el conflicto armado directo desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, han seguido al mismo tiempo con sus rivalidades en muchas guerras subsidiarias. Conflictos coloniales y neocoloniales en el Sudeste Asiático, la guerra de Corea y la invasión china del Tíbet, el conflicto de contrainsurgencia británica en Malasia y Kenia, la abortada invasión franco-británica de Suez, la guerra civil de Angola, las invasiones soviéticas de Hungría, Checoslovaquia y Afganistán, la guerra de Vietnam, la guerra de Irán-Irak, la implicación de Estados Unidos en el genocidio de pueblos indígenas en Guatemala, la primera guerra del Golfo, la intervención encubierta en los Balcanes y en el Cáucaso, la invasión de Irak, el uso de potencia aérea en Libia, la ayuda militar a los insurgentes en Siria, la guerra subsidiaria que se está desarrollando sobre un fondo de divisiones étnicas en Ucrania… Éstos son sólo algunos contextos en los que los grandes poderes han estado involucrados en conflictos continuos mientras evitan entrar en conflicto entre sí.

La guerra ha cambiado, pero no se ha vuelto menos destructiva. Más que una contienda entre estados bien organizados que en algún momento pueden negociar, las paz actualmente con más frecuencia es un conflicto multilateral entre desiguales armados en estados fracturados o colapsado, al que nadie tiene el poder de poner fin. El feroz y aparentemente interminable conflicto de Siria —en el que la práctica metódica de matar de hambre y la destrucción sistemática de los ambientes urbanos, junto con continuas masacres sectarias son moneda común— sugiere que ha llegado la hora de un tipo de contienda no convencional.

Entre otras desgracias, las estadísticas de las muertes en el campo de batalla pasan por alto las víctimas del terror de Estado. El creciente conocimiento histórico ha hecho evidente que el «Holocausto por bala»—la matanza masiva de judíos en los países ocupados por los nazis, sobre todo en la antigua Unión Soviética, durante la Segunda Guerra Mundial— fue perpetrado en una escala aún mayor de lo que anteriormente se había pensado. La colectivización agrícola soviética produjo millones de muertes previsibles, principalmente a consecuencia del hambre, así como de la deportación a regiones no habitables, de las pésimas condiciones de vida en el gulag y de las operaciones de estilo militar contra las aldeas rebeldes. Las víctimas de la represión interna en tiempos de paz bajo el régimen de Mao se ha calculado en torno a setenta millones. No queda claro cómo encajan estas muertes en el esquema global del descenso de la violencia.

Estimar las cantidades implica cuestiones complejas de causa y efecto, lo cual no siempre puede separarse de los juicios morales. Existen muchos tipos de fuerza letal que no conducen a la muerte inmediata. ¿Los que mueren de hambre o de enfermedad durante una guerra o en la pesadilla que le sigue se cuentan entre las víctimas? ¿Aparecen en el recuento los refugiados cuyo sufrimiento acorta la vida? ¿Las víctimas de tortura figuran en los cálculos si sucumben años más tarde debido a los daños físicos o mentales que se les ha infligido? ¿Los niños que nacen y que viven poco tiempo llevando una vida de dolor como consecuencia de su exposición al Agente Naranja o al uranio empobrecido tienen un lugar en la lista de muertos? Si las mujeres que han sido violadas como parte de una estrategia militar de violencia sexual mueren antes de hora, ¿aparecerán sus muertes en las estadísticas?

[...] La idea de que la guerra endémica en estados pequeños y débiles es consecuencia de su atraso resulta algo repugnante. Las guerras que devastaron el Sudeste Asiático en la Segunda Guerra Mundial y en las décadas siguientes, destruyendo algunas de las civilizaciones más refinadas que jamás han existido, fueron obra de los poderes coloniales. Una de las causas del genocidio de Ruanda en 1994 fue la segregación de la población por parte del imperialismo alemán y belga. La guerra del Congo ha sido alimentada por la demanda occidental de recursos naturales. Si la violencia ha disminuido en las sociedades avanzadas puede que en parte se deba a que la han exportado. Una vez más, la idea de que la violencia está disminuyendo en los países más desarrollados es cuestionable. Según los estándares aceptados, Estados Unidos es la sociedad más avanzada del mundo. Asimismo, tiene el índice más elevado de arrestos, un poco por encima del Zimbabue de Mugabe. Alrededor de una cuarta parte de todos los prisioneros del mundo se encuentran en las cárceles estadounidenses, muchos de ellos por períodos excepcionalmente largos. El estado de Luisiana tiene encarcelada más población per cápita que ningún otro país del mundo; tiene, por ejemplo, tres veces más que Irán. Un número desproporcionado de la amplia población carcelaria de estados Unidos es de raza negra, muchos prisioneros son enfermos mentales y aumenta el número de viejos y enfermos. Los internos en las cárceles estadounidenses sufren un riesgo constante de violencia por parte de los internos, incluyendo la endémica amenaza de violación, y meses o años en confinamiento solitario, una pena a la que a veces se ha calificado de tortura. Junto con el encarcelamiento en masa, la tortura parece formar parte del funcionamiento del estado más avanzado del mundo. Puede que no sea casualidad que esta práctica a menudo se despliegue en operaciones especiales que, en muchos contextos, sustituyen a la contienda tradicional. La ampliación de las operaciones de contraterrorismo para incluir el asesinato perpetrado por mercenarios no identificados y las muertes por control remoto mediante el uso de drones forman parte del cambio que se está produciendo.

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