Anthony Clifford Grayling (La elección de Hércules) El placer, el deber y la buena vida en el siglo XXI

Hacer realidad una sociedad civil, como el medio apropiado para llevar una vida ética, requiere una educación liberal. Por educación libertal entiendo una educación que incluya la literatura, la historia y la apreciación del arte, y que dé a estas el mismo peso que los temas científicos y práctivos. La instrucción científica es un componente especialmente importante de la educación liberal; tanto su los nuños siguen estudiando las asignaturas científicas en los niveles superiores de su escolarización como si no, deberían seguir recibiendo regularmente clases de ciencia para que puedan contribuir de una forma adecuada y competente a las decisiones públicas relativas a los efectos que la ciencia y la tecnología pueden tener en sus vidas.
La educación en el arte y en las humanidades abre a la gente la posibilidad de ser más reflesivos y de estar mejor informados, especialmente en lo que respecta a la diversidad de la experiencia y el sentimiento humano, tal como existe aquí y ahora, y tal como existió en el pasado o existe en otras partes. Esto hace que la gente sea más capaz de apreciar los intereses de los demás, de manera que puedan tratarlos con respeto, simpatía y generosidad, por muy diferentes que sean las opciones que ellos tomen y por muy diferentes que sean los factores que hayan influído en sus vidas. Cuando el respeto y la simpatía son mutuos, el resultado es que las diferencias que puedan dar lugar a fricciones, e incluso provocar una guerra, pueden ser salvadas o cuando menos toleradas. La tolerancia es más que necesaria en un mundo que, de lo contrario, se vería amenazado por las oposiciones que demasiado a menudo conducen al asesinato.
Debo admitir que el cuadro que acabo de presentar es manifiestamente utópico; han existido sin duda oficiales de la SS que leían a Goethe y que escuchaban grabaciones de Beethoven antes de ir a trabajar a los campos de exterminio, o sea que la educación, incluso la de tipo liberal, o sea que la educación, incluso la de tipo liberal y aculturadora recién evocada, no garantiza automáticamente que las personas que la reciben se vuelvan mejores, Pero sí lo hace con mayor frecuencia que la estupidez y el egoísmo resultante de la falta de conocimientos y de la adopción de un punto de vista empobrecedor.
La educación liberal en este sentido ya no es considerada como un ideal de Occidente contemporáneo, y muy especialmente en los países anglófonos. Como hemos decho más arriba para lamentarlo, la educación está excesivamente limitada a los jóneves, y es en todo caso un tipo ded educación orientado al objetivo específico de conseguir un empleo al salir de la escuerla.
Esto constituye incuestionablemente un pérdida, pues el objetivo de la educación liberal es producir gente que desee seguir aprendiendo una vez que haya terminado su educación formal; gente que sea reflesiva e enquisitiva y que sepa encontrar las respuestas a sus preguntas cuando lo necesite. Esto es especialmente importante en relación con los siempre presentes y reiterativos dilemas morales y políticos de la sociedad, que tiene que ser renegociados cada vez que aparecen. En una buena sociedad, sus miembros están a la altura de este reto porque son personas informadas y capacitadas.

Pedro González Calero (Filosofía para bufones) Un paseo por la historia del pensamiento a través de las anécdotas de los grandes filósofos

El río de Heráclito

Heráclito de Éfeso, fue, junto con Parménides, el más importante de los filósofos presocráticos. Ha pasado a la historia de la filosofía como el filósofo del devenir y de manera simplificadora suele recordársele por aquella famosa sentencia que dice: <<Nadie se baña dos veces en el mismo río>>. Este aforismo, que ha sido glosado innumerables veces, también ha sido objeto de alguna que otra broma, como aquella que hacía el poeta Ángel Gonzáles en una de sus Glosas a Heráclito:
                             Nadie se baña dos veces en el mismo río.
                             Excepto los muy pobres.

Analgesia y eutanásia
Se cuenta que Antístenes, al final de sus días, enfermo y dolorido, se lamentaba en voz alta de su condición, ante su discípulo Diógenes:
     -Ay, ¿quién me librará de estos males? -bramaba el viejo Antístenes.
     A los que Dióneges, esgrimiendo un puñal, contestó:
     -Este te librará, maestro.
     -De los males, estúpido, no de la vida -le espetó Antístenes.

La ganancia del mentiroso
Un día le preguntaron a Aristóteles qué ganan los hombres mintiendo. Y Aristóteles respondió:
      -No ser creídos cuando digan la verdad.

Un estómago luterano
Erasmo de Rotterdam, humanista y filósofo católico del siglo XVI, destacó por su espíritu tolerante.  Cpmptarió con los luteranos el interés por impulsar una profunda reforma del cristianismo. Tanto es así que no faltaron los teólogos católicos que afirmaban que <<Erasmo puso los huevos que empolló Lutero>>. Pero sus divergencias con los protestantes también fueron grandes, pues Erasmo siempre repudió al fanatismo luterano, y Lutero, por su parte, llegó a decir: <<Quien aplaste a Erasmo, ahogará a una chinche que todavía apestará menos muerta que viva>>.
Erasmo intentó recuperar el primitivo espíritu cristiano que había sido prácticamente sepultado en la práctica por la Iglesia oficial. Esta actitud suya distante ante muchos de los ritos y dogmas católicos queda manifiesta en ciertos episodios de su vida, como cuando, habiendo sido reprendido por alguien que lo sorprendió comiendo carne un viernes de Cuaresma, Erasmo replicó con humor:
     -Es que mi alma es católica, pero mi estómago es luterano.

Un suicida escrupuloso
Rousseau tenía un temperamento delicado. Neurótico, narcisista, hipocondriaco, masoquista, padecía además intensos ataques de manía persecutoria. Autor de una de las obras más ambiciosas sobre la educación de los niños (su ya citado Emilio), se sintió sin embargo incapaz de ocuparse de la educación de sus propios hijos, entregando los cinco que nacieron de su relación con Thérese Lavasseur a los orfanatos públicos.
Por si fuera poco, sufría depresiones que lo llevaban a pensar a menudo el el suicidio. A este respecto, cuenta Diderot que un día fue a visitarlo a su casa de Montmorency y Rousseau le confesó, frente al estanque, que había estado tentado de arrojarse a él para acabar con su vida.
-¿Y por qué no lo hiciste- le preguntó Diderot a bocajarro.
Rousseau, sorprendido por la falta de tacto de su amigo le respondió:
-Porque metí la mano en el agua y me pareció demasiado fría.

Los banqueros suizos
Los banqueros suizos ya eran famosos en el siglo XVIII. A propósito de ellos, se le atribuye a Voltaire haber hecho la siguiente recomendación. <<Si alguna vez ve usted saltar a un banquero suizo por la ventana, salte detrás. Seguro que hay dinero que ganar>>.

¿Y si al final Dios existe?
Russell siempre se mostró escéptico sobre la posibilidad de que Dios existiera, pues estaba convencido de que no hay argumentos de ningún tipo que puedan avalar la tesis de su existencia.
A propósito de esto, alguien le preguntó a Russell durante un coloquio qué diría si después de morir se encontrara cara a acra con Dios. Y Russell respondió.
-Simplemente le diría: <<¡Señor! ¿porqué has dado tan pocas señales de tu existencia?>>.

Cioran no existe
Cuenta Savater en su Ensayo sobre Cioran que durante algún tiempo consideró la posibilidad de escribir su tesis doctoral sobre un filósofo inexistente, al que imaginaba discípulo de Heráclito y viviendo en la Atenas del periodo helenístico. Finalmente, abandonó la idea y acabó escribiendo su tesis sobre Ciceron. Pero, puesto que el filósofo rumano apenas era conocido en España por aquel entonces, empezó a extenderse en los círculos universitarios el rumor de que este filósofo no existia en realidad, sino que era una invención de Savater.
Savater entonces le escribió una carta a Cioran, dándole noticias de ello: <<Por aquí dicen que usted no existe>>. Cioran, que siempre proclamó la inanidad de la existencia y la idea de que lo mejor de todo sería no haber nacido, le respondió con una nota de lacónico humor: <<¡Por favor, no les desmienta!>>.

Erich Fromm (Psicoanálisis de la sociedad contemporánea)

En la actualidad, toda regresión desde la libertad hacia un arraigo artificial en el estado o en la raza es síntoma de enfermedad mental, ya que tal regresión no corresponde a la fase evolutiva ya alcanzada y tiene por consecuencia fenómenos indiscutiblemente patológicos.
Independientemente de que hablemos de "salud mental" o del "desarrollo maduro" de la especie humana, el concepto de salud mental es un concepto objetivo, al que hemos llegado por el examen de la "situación humana" y de las necesidades y exigencias que de ella nace. De ahí se sigue, como indique en el capítulo II, que la salud mental no puede definirse como "adaptación" del individuo a su sociedad, sino que, por el contrario, se la debe definir como adaptación de la sociedad a las necesidades del hombre, y por el papel de ella en impulsar o impedir el desarrollo de la salud mental. Si el individuo está o no está sano, no es primordialmente un asunto individual, sino que depende de la estructura de su sociedad. Una sociedad sana desarrolla la capacidad del hombre para amar a sus prójimos, para trabajar creadoramente, para desarrollar su razón y su objetividad, para tener sentimiento de sí mismo basado en el de sus propias capacidades productivas. Una sociedad insana es aquella que crea hostilidad mutua y recelos, que convierte al hombre en un instrumento de uso y explotación para otros, que lo priva de un sentimiento de sí mismo, salvo en la medida en que se somete a otros o se convierte en un autómata. La sociedad puede desempeñar ambas funciones; puede impulsar el desarrollo saludable del hombre, y puede impedirselo; en realidad, la mayor parte de las sociedades hacen una y otra cosa, y el problema está sólo en qué grado y en qué dirección ejercen su influencia positiva y su influencia negativa.
Esta idea de que la salud mental debe determinarse objetivamente y que la sociedad tiene a la vez una influencia impulsora y una influencia deformadora sobre el hombre, no sólo contradice la idea relativista, que hemos examinado más arriba, sino otras dos ideas que me propongo examinar ahora.   Una de ellas, decididamente la más popular hoy, quiere hacernos creer que la sociedad occidental contemporánea, y de modo más especial "el tipo de vida norteamericano", corresponde a las necesidades más profundas de la naturaleza humana y que la adaptación a ese tipo de vida significa salud mental y madurez. La psicología social, en vez de ser un instrumento para crítica de la sociedad, se convierte de este modo en una apología del statu quo. Desde este punto de vista, los conceptos de "madurez" y de "salud mental" corresponden a la actitud que puede desearse de un trabajador o un empleado de la industria o de un negocio. Para dar idea de este concepto de adaptación, tomo la definición que el Dr. Strecker da de madurez emocional. "Defino la madurez -dice- como la capacidad de perseverar en un empleo, la capacidad de rendir en una ocupación más de lo que se pide, de veracidad, de persistencia para llevar a término un plan a pesar de las dificultades, capacidad para trabajar con otras personas dentro de un conjunto organizado y bajo una autoridad, capacidad para tomar decisiones, voluntad de vivir, flexibilidad, independencia y tolerancia". Está completamente claro que lo que aquí da Strecker como madurez son las virtudes de un buen trabajador, un buen empleado o un buen soldado de las grandes organizaciones sociales de nuestro tiempo; son las cualidades que suelen mencionarse en los anuncios que solicitan un director-ejecutivo jove. Para él, y para otros muchos que piensan como él, madurez es lo mismo que adaptación a nuestra sociedad, sin preguntarse nunca si esa adaptación que experimenta es la adaptación a un modo saludable o a un modo patológico de conducir la vida.

* Erich Fromm (El arte de escuchar)

Francisco Umbral (Cela: un cadáver exquisito)

Cela y el dinero
Nunca he sabido si a Cela le interesabna o no le interesaba el dinero. Él lo despreciaba de palabra y despreciaba más aún al escritor que pretende cambiar su escritura por dinero. Sin embargo, nos cuenta que tuvo una niñez de rico y siempre me ha parecido que quiere seguir viviendo como tal. Pero la relación de Cela con el dinero no es clara. A mí, cuando menos, me parece contradictoria.
Su moral va contra el dinero y su literatura nunca ha pretendido ser muy comercial, sino que algunos libros se le han vuelto comerciales por sorpresa. Nadie le podría criticar que haya escrito una sola línea por dinero, aunque quizá todo sea más sinuoso. Yo diría que la literatura de Cela, cuando no da dinero inmediato es que está hecha para darlo a la larga. Y no me refiero aquí al capital de la consagración, aunque también, sino a ese efecto retardado de algo que se escribió un día líricamente y luego se comercializa sin saber cómo. Así, el libro sobre dibujos de Picasso, por ejemplo. Con Picasso como ilustrador cualquiera vende un libro. Lo que sí está claro es que CJC abandonó pronto la mera colaboración o la novela anual para hacer otro tipo de libros. Libros de lujo para gente de lujo. A mí me ha dicho más de una vez:
- No te juntes con los escritores Paco, que no tienen más que hambre.
Era una invitación implícita a frecuentar los ricos que frecuentaba él.
Por una parte anoto una pasión literaria que se decanta siempre por lo mejor. Y, de otro lado, asisto a sus frecuentes olvidos de la literatura para dedicarse a otros negocios. A pesar del premio Nobel, no creo que haya vivido nunca de escritor, teniendo en cuenta lo que asimismo me dijo en una ocasión:
- Me cuesta un millón diario abrir la tienda, Paco.
Hubo una época en que hasta tuvo un helicóptero para ir a dar las conferencias. Digamos que Cela es un millonario malogrado por la pasión de escribir.
Pero vocación de millonario tiene, desde luego, como la tuvieron, entre otros, Blasco Ibañez o Felipe Trigo. Claro que todo aquello era una influencia de los escritores mondaine franceses. Más que tener dinero, yo diría que a Cela le gustaba ganarlo. Y sobre todo gastarlo. Está muy lejos del buen burgués que se resigna a ir tirando. Cela lo que va tirando es la vida y el talento a manos llenas. Pero ha tenido la rara fortuna de que siempre hay alguien que le sufraga los caprichos. No se puede llamar avariento a un escritor que sólo hace novelas experimentales.

* Francisco Umbral (Los metales nocturnos)

José Ovejero (La ética de la crueldad)

Todos estamos a favor de la justicia, pero sólo unos pocos actúan para conseguirla. Leer no es en muchos casos, como nos dicen desde el poder, una forma de crecimiento y liberación personal, sino una estrategia de enquistamiento. La lectura, igual que viajar, se ha convertido para la mayoría en una actividad recreativa. Si una vez y otra recibimos el mensaje de que leer es bueno se debe a que leer, como escribir, se ha vuelto inocuo. Pan y circo. Y Literatura. E Internet. La literatura es el opio del pueblo.
Los libros crueles son aquellos que niegan la sumisión a la banal dictadura del entretenimiento, aquellos que nos obligan a cambiar, si no de vida, al menos de postura, que nos vuelven incómoda esa en la que estábamos plácidamente aposentados en nuestra existencia.

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Son muchos los aspectos de la vida, las creencias y los sentimientos humanos para los que hay una interpretación predeterminada de la que nadie debe desviarse. Sabemos cómo debemos sentir y pensar, y eso no es sólo característico de nuestros tiempos de corrección política. Siempre ha sido así: hay una narrativa dominante que no puede ser desafiada sin caer en el mal gusto, la subversión o la perversión, sin ser un traidor a la sociedad. Con algunas cosas no se juega: basta mencionar palabras como terrorismo, sexualidad infantil, violencia de género, aborto, para darnos cuenta de que cualquiera que se enfrente al discuso dominante, en lugar de ser escuchado, será enviado al bando de los violentos o de los pervertidos o de los machistas o de los reaccionarios. Imaginemos que alguien defiende desde un foro público la violencia contra la violencia sutil de los Estados, o que abogue por la reducción de la edad para que sean lícitas las relaciones sexuales, o que, incluso siendo por lo demás persona de izquierdas, considere que el aborto es un crimen, o que lance una campaña para defender los derechos de los maridos que han agredido a sus mujeres, por ejemplo los relativos a la custodia de los hijos. Sin entrar en los argumentos que podrían esgrimirse para defender tales ideas, está claro que el discurso publico consensuado, aquel donde se decide el vocabulario y la moralidad que deben primar en la sociedad -y dos buenos termómetros son los libros de texto y el lenguaje de los políticos-, condenarían al autor, asociaciones de ciudadanos expresarían su repulsa y pedirían la intervención de los tribunales, los mensajes de los lectores de los periódicos digitales se llenarían de insultos; ante afirmaciones como las formuladas, a nadie le interesarían el contexto ni las razones de su autor, que sería inmediatamente adscrito a una determinada filiación política: cualquiera que esté en contra del aborto es de derechas. No hay medias tintas ni lugar para matices o argumentos. Por supuesto en una sociedad puede haber discursos contradictorios sobre ciertos asuntos: a favor o en contra del aborto; a favor o en contra del matrimonio homosexual; ambos extremos son hegemónicos en un sector importante de la sociedad, y mantener una u otra opinión es una manera de inscribirse en un bando. Pero hay algunos asuntos que trascienden a los bandos, las clases, las ideologías, y quien no comparte la opinión dominante sobre ellos se sitúa en la marginalidad. Como escribía unos renglones más arriba, con ciertas cosas no se juega. El luto patriótico de una comunidad es una de esas cosas. Cualquiera que no muestra la aflición debida es un traidor, una persona sin escrúpulos.

Stefan Zweig (La mujer y el paisaje)

Sí, ¡es un arte extremado el del carterista, que se ve sometido a una tensión tremenda, espantosa al robar en la calle y en plena luz del día! Hasta entonces sólo vinculaba la figura del ratero con un concepto impreciso, alguien con gran descaro y habilidad manual; de hecho, no consideraba ese oficio más que como un ejercicio de destreza en el que sólo se ponen en juego los dedos, semejante al malabarista o al del jugador de cartas. Dickens describió una vez en Oliver Twist cómo un maestro de ladrones enseñaba a los más jóvenes a robar un pañuelo de una chaqueta sin que se notara absolutamente nada. En la parte superior de la chaqueta había fijado una campanilla y si ésta sonaba mientras el novato tiraba del pañuelo para sacarlo del bolsillo, es que el golpe había salido mal y era demasiado torpe. Pero Dickens, de esto me estoy dando cuanta ahora, sólo prestó atención al aspecto técnico, el más burdo de la cuestión, al arte de los dedos; es probable que jamás hubiera observado a un carterista en vivo..., que jamás hubiera tenido la ocasión de descubrir (como la he tenido yo ahora, gracias a una feliz coincidencia) que un carterista que trabaja a plena luz del día no sólo pone en juego su diestra mano, sino todas las fuerzas de su espíritu: la decisión, el dominio de sí mismo, una avezada psicología fría y veloz como un rayo, y ante todo un valor insensato, descabellado, pues el golpe de un carterista, lo comprendí muy bien después de aquellos sesenta minutos de iniciación, ha de poseer la resolución de un cirujano, que, sabiendo que un segundo de duda sería fatal, se dispone a saturar un corazón; aunque, por los menos, en una operación el paciente se encuentra convenientemente dormido con cloroformo y no se puede mover, no se puede defender, mientras que el hurto exige un golpe sutil y repentino en el cuerpo de un hombre totalmente consciente...y justo en su billetera, un punto donde las personas son particularmente sensibles. Sin embargo, mientras el ratero se dispone a dar el golpe, mientras su mano avanza desde abajo a la velocidad del rayo, justo en ese momento de máxima tensión, de máximo nerviosismo, debe tener un absoluto control sobre todos los músculos y reflejos de su rostro, debe actuar con indiferencia, casi con desgana. No puede revelar su agitación, no pude permitir que el ímpetu de su golpe se refleje en su pupila, como le ocurre al violento, al asesino, mientras hunde su cuchillo..., al contrario, mientras su mano se lanza, el ratero debe mostrarse a su víctima unos ojos claros, amables y decir humildemente un <<Pardon, monsieur>> al topar con ella, sin que su voz llame en absoluto la atención. Pero tampoco es suficiente con que en el instante del robo se muestre inteligente y despierto..., antes ya de dar el golpe, ha de acreditar su buen juicio, su conocimiento del ser humano, ha de examinar como psicólogo, como fisiólogo la idoneidad de su víctima, pues sólo los descuidados, los que no desconfían de nadie se pueden considerar como candidatos y, entre estos, sólo aquellos que no llevan la chaqueta abotonada hasta arriba, los que no van demasiado deprisa para que uno pueda acercarse sigilosamente, sin llamar a atención; de los cien, de los quinientos hombres que pasan por la calle, los conté durante aquella hora, apenas había uno o dos que entren en la diana. Por lo general, un carterista se aventura a trabajar con poquísimas víctimas, incluso con ellas hay ocasiones en que el golpe sale mal como consecuencia de innumerables casualidades que son las que deciden la mayoría de las veces en el último minuto.

Manuel Chaves Nogales (Bajo el signo de la esvástica) Cómo se vive en los países de régimen fascista

¿Quién le daba este dinero?
Mucho se ha fantaseado sobre esto. Ha habido incluso quien ha afirmado que en el movimiento nazi corría el oro de Moscú; ese oro inagotable que por todo el mundo se esparce con pavorosa prodigalidad. Pero no parece muy verosímil que los comunistas de Moscú gastasen su oro en que los nazis les rompieran la cara a sus correligionarios los comunistas de Berlín.
No; seamos más razonables. La verdad es que no se sabe exactamente de dónde salía el dinero que en costearse un ejército gastaba Hitler. Nadie conoce al céntimo los ingresos del nacionalsocialismo, pero no es aventurado afirmar -entre otras cosas porque los interesados no lo han recatado demasiado- que muchos aristócratas alemanes, y sobre todo la gran industria germánica, han nutrido con largueza las cajas hitlerianas.
Krupp, Boesig, Thyssen, las grandes firmas de la industria pesada alemana, han estado casi desde el primer momento al lado de Hitler, el hombre que puede con su doctrina y con la fuerza de que dispone realizar en Alemania el milagro de los trabajadores voluntarios; esos hombres que trabajan durante una jornada de ocho o nueve horas por dos reales.

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El alemán tiene que trabajar siempre. Tener trabajo es ser hombre. El alemán, a diferencia de los demás hombres de la tierra, trabaja por un principio invisible, ajeno a la remuneración; no es la consecución del bienestar por el trabajo lo que le hace feliz, sino que su felicidad es el trabajo mismo. Si por la adversidad de las circunstancias el trabajo sólo lo dan hoy a toque de corneta y sin más remuneración que la comida, ¿qué se le va a hacer? Todo es cuestión de acostumbrarse. Tengo la convicción de que a la vuelta de unos días, estos sociales y estos judios marcarán el paso y saludarán a la bandera del imperio con el mismo fervor que los otros. Lo importante es trabajar. Solo por los caminos del Mundo, vagando a la deriva, viviendo de milagro y la aventura, como normalmente viven muchos millares de españoles, estos tipos germánicos son incapaces de vivir. En España, estos muchachos, antes de meterse en este cuartel, se convertirían en mendigos o pondrían bombas.
Aquí es otro cosa.

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El trabajador alemán se ha dejado ganar por lo que Hitler ha tomado prestado del socialismo. Para conquistar al proletariado, Hitler ha seguido el mismo camino que siguió Mussolini: ha puesto en práctica lo que un escritor francés -Fabre Luce- llamó la teoría de la vacuna. Hitler, para combatir el socialismo, ha vacunado con virus socialista la burguesía alemana.
Esas impresionantes afirmaciones del nacionalsocialismo contra la renta, contra la propiedad privada de la tierra, contra la especulación y contra toda la burguesía, han hecho su efecto en las masas. No se olvide que Hitler ha mantenido hasta ahora sus postulados revolucionarios en materia social y que aún ahora, aliado con los barones y los grandes industriales, procura dar la impresión de que está luchando contra ellos, hasta el punto de que en sus relaciones con von Papen la gente quiere ver un doble juego: el de que cada uno va a engañar al otro. El alemán, hombre de buena fe, cree que Hitler va a convertir al socialismo a las fuerzas conservadoras del estado; la opinión no alemana, más recelosa, cree que Hitler es sencillamente una vacuna, un recurso terapéutico de la burguesía alemana.

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La raza de los arios aparece sobre la faz de la tierra hacia 1830; hace aproximadamente un siglo; antes de esta fecha, las razas no estaban diferenciadas, y la humanidad vivía en el caos. Esto es lo que se deduce de las normas puestas en vigor por Hitler, para saber cuáles son los alemanes puros y cuáles los judíos. Son arios puros aquéllos que puedan presentar las partidas de bautismo de sus cuatro abuelos; un solo abuelo no bautizado convierte a un alemán en semita, y en cambio, una pura ascendencia judía de veinte siglos, y la conversión final al cristianismo de los cuatro abuelos, sirven para trocar al más legítimo hijo de Israel en ario purísimo, dotado de todas las nobles virtudes de la raza nórdica.
¿Es un poco grotesco, verdad? Pues con este concepto de la raza aria, diferenciada de las demás hace cien años -cuando pudieron bautizarse o dejar de hacerlo los cuatro abuelos del ciudadano alemán- está haciendo Hitler la división de sus súbditos en ciudadanos que tienen derecho a la vida y ciudadanos que deben morirse; porque no tendrán más remedio que morirse.

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El judio está tan atemorizado, que se allana a todo, y pasando por las más humillantes vejaciones, sólo pide que le dejen el derecho a vivir. No he oído en mi vida un apóstrofe tan patético como el de ese intelectual judío que días atrás clamaba dirigiéndose a los nazis:
-Haced con nosotros lo que queráis, pero dejadnos vivir a costa de lo que sea. Las últimas experiencias científicas han demostrado que a un pero se le puede extraer hasta la última gota de su sangre para volver a llenar sus venas con sangre de otro perro de casta distinta; hacedlo con nosotros, si no queréis que tengamos sangre judía; pero dejadnos vivir. O dejadnos marchar.

Manuel Chaves Nogales (La vuelta a Europa en avión) Un pequeño...
* Manuel Chaves Nogales (La agonía de Francia)
Manuel Chaves Nogales (¿Qué pasa en Catalunya?)
Manuel Chaves Nogales (A sangre y fuego) Héroes, bestias y mártires...

Estefan Zweig (Castellio contra Calvino) Conciencia contra violencia

Hasta qué punto habría transformado la cultura europea semejante imposición victoriosa de la doctrina calvinista, se puede calcular por el modo que, en el más corto periodo de tiempo, el calvinismo imprimió su sello en la particular estructura de los países que se entregaron a él. Dondequiera que la Iglesia de Ginebra pudo hacer realidad su dictado religioso y moral, aunque sólo fuera por un tiempo, ha surgido dentro de la idiosincrasia nacional un tipo peculiar: el del que vive discretamente, el del ciudadano <<ejemplar>>, el del que <<sin tachas>> cumple con sus obligaciones morales y religiosas. Por todas partes, lo sensual y libre ha sido sofocado, convirtiéndose en algo metódico, dócil, y la vida ha adquirido un porte más frio. Ya desde la calle -tan poderosamente es capaz de perpetuarse una fuerte personalidad hasta en lo práctico-, se percibe aún hoy al primer vistazo en cualquier país la presencia, actual o pasada, del orden calvinista en cierto comedimiento en el modo de comportarse, en una atonía en la forma de vestir y en la actitud, e incluso en la sencillez y la falta de solemnidad de los edificios de piedra. Quebrantando en todos los aspectos el individualismo y el impetuoso derecho a la vida del individuo, reforzando en todas partes la autoridad del gobierno, el calvinismo ha creado en las naciones por él dominadas el tipo del correcto cumplidor, del que humilde y firmemente se pliega al conjunto, el tipo de funcionario perfecto, por tanto, y del hombre de la clase media ideal. Con razón, Weber, en su famoso estudio sobre el capitalismo, ha demostrado que nada ayudó tanto a preparar el fenómeno de la industrialización como la doctrina calvinista de la obediencia absoluta, pues ya en la escuela las masas son educadas de forma religiosa en la uniformidad y la mecanización. Por otro lado, la energía exterior, militar, de un Estado siempre acrecienta la organización decidida y hasta el último detalle de sus súbditos. Aquella soberbia, dura y tenaz estirpe de navegantes y colonos, rica en privaciones, que conquistó y pobló nuevos continentes, primero para Holanda y después para Inglaterra, era en su mayor parte de origen puritano. Y esa procedencia espiritual ha determinado a su vez de modo fecundo el carácter americano. Todas esas naciones deben buena parte de los éxitos de su política imperialista a la severa influencia educativa del predicador de san Pedro, originario de la Picardía.
Y, sin embargo, menuda pesadilla si Calvino, De Beze o John Knox, esos <<aguafiestas>> hubieran conquistado el mundo entero en la forma más cruda de sus primeras pretensiones. Qué sobriedad, qué uniformidad, qué falta de colorido habría dominado toda Europa. Lo que habrían bramado esos enemigos acérrimos del arte, de la alegría y de la vida en contra de la magnífica exaltación de todas las dulces profusiones de la existencia en las que el impulso lúdico del artista se manifiesta en su divina variedad. Habrían arrasado todos y cado uno de los contrastes sociales y nacionales, precisamente los que en su sensual policromía hacen de Occidente el imperio del arte, en bien de una árida monotonía, del mismo modo que con su orden terrible y exacto habrían prohibido la embriaguez de la creación. Al igual que en Ginebra castraron durante siglos todo impulso artístico y en sus primeros pasos hacía el dominio inglés aplastaron sin contemplaciones uno de los más espléndidos brotes del espíritu -el teatro de Shakespeare- al igual que destrozaron las pinturas de los viejos maestros en las iglesias e instituyeron el temor de Dios en lugar de la alegría humana, cualquier ferviente empeño que no fuera el de aproximarse sencillamente a la divinidad por medio de la devoción canonizada habría sido víctima en toda Europa de su anatema bíblico-mosaico. Qué sensación la de imaginar Europa en los siglos XVII, XVIII y XIX, sin música, sin pintores, sin teatros, sin bailes, sin la suntuosidad de su arquitectura, sin sus fiestas, sin su depurado erotismo, sin el refinamiento de su vida social. Sólo las iglesias peladas y severos sermones edificantes. Sólo disciplina, sumisión y temor de Dios. Los predicadores nos habrían prohibido el arte, esa divina luz en medio de nuestros oscuros e indistintos días de trabajo, considerada por ellos como una pecaminosa disipación, un libertinaje. Un Rembrandt se habría quedado en ayudante de molinero. Molière, en tapicero o simple empleado. Espantados, habrían quemado los voluptuosos cuadros de Rubens y tal vez a él mismo. A un Mozart, le habrían prohibido su bendito aire festivo. A Beethoven, lo habrían rebajado, haciéndole componer música para sus salmos. A Shelley, Goethe y Keats, ¿puede alguien imaginarlos con el plácet o el imprimátur de los piadosos miembros del Consistorio? ¿A Kant o Nietzsche construyendo sus sistemas de pensamiento a la sombra de la disciplina? El derroche y la audacia del espíritu artístico jamás habrían podido quedar inmortalizados en la piedra con tan memorable esplendor como lo hicieron en Versalles o en el Barroco romano. Jamás en la moda o en el baile se habrían podido desplegar los delicados efectos de color del rococó. El espíritu europeo se habría atrofiado dedicándose a la sofistería teológica,  en lugar de manifestarse con creativa versatilidad, pues el mundo permanece infructuoso e improductivo, si no se impregna y no es amimado por la libertad y la alegría. Y la vida, bajo cualquier sistema rígido, se hiela siempre.

* Stefan Zweig (Erasmo de Rotterdam) Triunfo y tragedia de un...
* Stefan Zweig (Correspondencia con Sigmund Freud, Rainer María...)
* Stefan Zweig (Montaigne)
* Stefan Zweig (La curación por el espíritu) Mesmer, Mary Baker-Eddy...
* Stefan Zweig (La mujer y el paisaje)
* Stefan Zweig (Fouché) Retrato de un hombre político
Stefan Zweig (La lucha contra el demonio) Hölderlin, Kleist, Nietzsche
Stefan Zweig (El mundo de ayer) Memorias de un europeo
Stefan Zweig (Amok)
Stefan Zweig (Novela de ajedrez)
* Stefan Zweig (Clarissa)

Josep Maria Esquirol (El respirar de los días) Una reflexión filosófica sobre el tiempo y la vida

Los sistemas sociales tienden a autoconstruirse como estructuras impersonales. Esto quiere decir que ningún <<manual de instrucciones>> -por impresionante que sea el dispositivo que haya de ponerse en marcha- puede descalabrar el sistema, mientras que sí puede incomodarlo realmente la palabra del que habla desde el corazón. Lo que de veras sacude el sistema no son los grupos o los movimientos antisistema, sino la profunda palabra del testigo. Al sistema le es difícil fagocitar el testimonio. Si éste lo es de algo profundamente humano, entonces la personificada palabra del testigo transcenderá a su muerte y, años después, seguirá inquietando a los que se aprovechan de las injusticias y de las inercias sociales. Gandhi o Luther King son buenos ejemplos de cómo el testimonio incomoda al sistema y deja una importante herencia.
En un mundo cada días más impersonal, el testimonio vuelve a hacernos conscientes de la unicidad e irreversibilidad de la vida, y con ello recuperamos también -por así decirlo- lo <<extraño>>, en contraste con todos los elementos del sistema que tienden a la homogeneidad. Nuestra sociedad mediática es un ejemplo de lo que es previsible y repetitivo. Por eso, los testimonios propiamente dichos han de venir de <<fuera>> del sistema. Por otro lado, los testimonios no se fabrican; a veces, y según qué ámbitos, se los espera. Una sociedad sin lo otro, sin lo extraño, sin misterio, es una sociedad que se encamina hacía una gris y mortecina uniformización. Paradójicamente, el testimonio, ligado a la irreversibilidad y a la unicidad de la vida, ofrece lo extraño y, a la vez, abre el horizonte.

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La desorientación más común y típica de nuestra época está en tener la impresión de que hemos de adaptarnos a la creciente velocidad de nuestro entorno. Todo lo hemos de hacer lo más rápidamente posible ni no queremos quedarnos rezagados. Se considera que los niños, ya desde muy pequeñitos, han de aprender muchas cosas y han de adquirir mucha habilidades para no perder después el el ultrarrápido tren del progreso. Así van de cansados tantos pequeños, y no son pocos los adultos que cada día se toman más estimulantes (abusando del café, de las anfetaminas o de drogas como la cocaína) para aguantar el esfuerzo de su adaptación, nunca lograda del todo, a la creciente velocidad ambiental. Emplazados ya en semejante situación, muchos acaban creyendo que la solución consiste en dar prioridad a determinados asuntos y en ganar así tiempo. Pero la verdad es que, si si piensa de este modo, ya no hay salida. Nos lo ilustra magistralmente el principito:

              Era un vendedor de píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se sienten ganas de beber.
            -¿Por qué vendes eso?- preguntó el principito.
            - Porque con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los expertos, se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
            -¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
            - Lo que cada uno quiera...
            <<Si yo dispusiera de cincuenta y tres minutos -pensó el principito- iría poco a poco hacia una fuente...>>

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