Jordi Pigem (Tècnica i totalitarisme) Digitalizació, deshumanizació i els anells del poder global

LA DIGITALITZACIÓ DEL MÓN és el procés històricament més transcendent que estem vivint des de fa tres dècades.

Abans ens comunicàvem amb persones, mirant-nos als ulls; ara cada vegada més ens comuniquem a través de pantalles —o amb sistemes d'algoritmes que reaccionen mecànicament als sons que pronunciem o els mots que teclegem. Ens responen sense saber què diuen, mentre enregistren la nostra veu i les nostres dades, que seran emmagatzemades, probablement comercialitzades i pot-ser, algun dia, manipulades. Com escriu Carissa Véliz, investigadora a Oxford i autora de Privacy is power (La pri-vacitat és poder, 2020):

A finals del segle xx, el teu cotxe era un cotxe –no li inte-ressava quina música t'agradava, no t'escoltava les converses, no et mesurava el pes, no registrava a on anaves i d'on venies. [...] Per alguns de nosaltres, despertar a la vigilància de l'era digital va ser com anar a dormir una nit i trobar un món completament diferent l'endemà— un món més llòbrec, si més no pel que fa a la privacitat i a la nostra autonomia sobre els objectes que ens envolten.

Dotzenes d'aparells d'ús quotidià enregistren contínuament les nostres dades, i com més serveis ens donen, més serveis donem nosaltres a les entitats que hi ha a l'altra banda de la connexió, sense que generalment en siguem conscients. Així paguem multitud de serveis que només són gratuits en aparença. Tots aquests aparells enregistren el que fem i diem. I no ho fan, al capdavall, pel nostre bé. Com escriu Véliz, en la «societar de la vigilancias que és l són usades en contra teva». 

Si Alexa, Siri o l'assistent de Google responen quan se'ls crida, és perquè sempre estan escoltant. És cone- gut el cas d'una dona nord-americana que va saber que una conversa íntima que acabava de mantenir havia sigut enviada a un contacte aleatori (Amazon va allegar que Alexa devia haver malinterpretat alguna ordre) i e d'un home que, en arribar a casa a Londres, va começar a rebre ordres «kafkianes» que li dictava el seu Amazon Echo. L'any 2021, el Parlament d'Irlanda va demanar a tots els seus funcionaris que «evitin tenir converses confidencials de treball prop d`assistents digitals de la llar o altaveus "intelligents" (com Alexa o Google Home), ja que poden enregistrar el que es diu i compartir-ho amb la seva empresa matriu».

Fins i tot el televisor «intelligent» pot estar enregistrant i fent circular el que es diu davant seu. La Iletra petita de Samsung sobre la funció de reconeixement de veu del seu televisor «intelligent» inclou aquesta frase: «Sisplau, tingui present que si les seves paraules inclouen informació personal o altra informació delicada, aquesta informació formarà part de les dades que són capturades i transmeses a un tercer». Tècnicament, es pot desactivar aquesta funció però, pel que sembla, pot ser reactivada a distància per agències d'espionatge i altres beneficiaris del totalisme digital. També les noves aspiradores Roomba, mentre netegen, rastregen: els mateixos sensors amb quê sorienten enregistren dades que són enviades molt lluny de casa.

Pel que fa als comptadors d'electricitat «intelli-gents» (smart meters), poden determinar a quina hora et lleves, quan entres i surts de casa o distingir quins aparells elèctrics estàs fent servir a cada moment; i en la societat de la vigilância, hi ha moltes entitats disposades a comprar aquestes dades.

Carissa Véliz es demana com hem arribat aquí, com és que la nostra vida quotidiana s'ha transformat en dades que es poden fer servir per manipular-nos. ¿Com hem arribat al món de la hipervigilància digital? La resposta més breu és aquesta: «A través de la teva interacció amb ordinadors. L'ús d'aparells digitals genera dades com a subproducte.»

TRADUCCIÓN

LA DIGITALIZACIÓN DEL MUNDO es el proceso históricamente más trancendental que estamos viviendo desde hace tres décadas.

Antes nos comunicábamos con las personas mirándonos a los ojos; ahora cada vez más nos comunicamos a través de pantallas —o con sistemas de algoritmos que reaccionan mecánicamente a los sonidos que pronunciamos o a las palabras que tecleamos. Nos responden sin saber lo que dicen, mientras registran  nuestra voz y nuestros datos, que serán almacenados, probablemente comercializados y puede ser que, algún  día, manipulados. Como escribe Carissa Véliz, investigadora en Oxford y autora de Privacy is power (La privacidad es poder, 2020).

Al finales del siglo XX, tu coche era un coche —no le interesaba qué música te gustaba, no escuchaba las conversaciones, no calculaba tu peso, no registraba a dónde ibas y de dónde venías. [...] Para algunos de nosotros, despertar de la vigilancia de la era digital fue como ir a dormir una noche y encontrar un mundo completamente diferente al día siguiente —un mundo más lúgubre, no solo en lo que se refiere a nuestra privacidad y nuestra autonomía sobre los objetos que nos rodean. 

Docenas de aparatos de uso cotidiano registran continuamente nuestros datos, y cuanto más servicios nos ofrecen, más servicios entregamos nosotros a las entidades que hay al otro lado de la conexión, sin que generalmente seamos conscientes. Así pagamos multitud de servicios que solo son gratuitos en apariencia. Todos estos aparatos registran lo que hacemos y decimos. Y lo hacen, al fin y al cabo, por nuestro bien. 

Como escribe Véliz, en la «sociedad de la vigilancia» que es la sociedad contemporánea, «en todo momento, tus datos son usados en contra tuya». 

Si Alexa, Siri o el asistente de Google responden cuando se les llama, es porque siempre están escuchando. Es conocido el caso de una señora norteamericana que descubrió que una conversación íntima que acababa de mantener había sido enviada a un contacto aleatorio (Amazon alegó que Alexa debía haber malinterpretado una orden) y el de un hombre que, al llegar a su casa en Londres, empezó a recibir ordenes «kafkianes» que le dictaba su Amazon Echo. En el año 2021, el Parlamento de Irlanda aconsejó a todos sus funcionarios que «evitasen tener conversaciones de trabajo cerca de asistentes digitales en casa o altavoces "inteligentes" (como Alexa o Google Home), ya que podían registrar lo que decían y compartirlo con su empresa matriz. 

Hasta el televisor «inteligentes» puede estar registrando y haciendo circular lo que se dice delante suyo. La letra pequeña de Samsung sobre el funcionamiento del reconocimiento de voz de su televisor «inteligente» incluye esta frase: «Por favor, tenga presente que si sus palabras incluyen información personal u otra información delicada, esta información formará parte de los datos que son capturados y transmitidos a terceros. Técnicamente, se puede desactivar esta función pero, por lo que parece, puede ser reactivada a distancia por agencias de espionaje y otros beneficiarios del totalitarismo digital. También las nuevas aspiradas Roomba, mientras limpian, rastrean: los mismos sensores con los que se orientan registran datos que son enviados muy lejos de casa.  Por lo que hace a los compradores de electricidad «inte.ligents» (smart meters), pueden determinar a qué hora te levantas, cuándo entras y sales de casa o distinguir qué aparatos eléctricos se están usando en cada momento; y en la sociedad de la vigilancia, existen entidades dispuestas a comprar estos datos. 

Carissa Véliz nos pregunta cómo hemos llegado aquí, cómo es que nuestra vida cotidiana se ha transformado en datos que se pueden utilizar para manipularnos. ¿Cómo hemos llegado al mundo de la hipervigilancia digital? La respuesta más breve es esta: «A través de tu interacción con ordenadores. El uso de aparatos digitales genera datos como subproducto». 

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Roberto Esteban Duque (Nostalgia de futuro) Transhumanismo y desafíos a la naturaleza humana

El hombre que dio pie a las especulaciones eugenésicas fue Francis Galton, quien, inspirándose en las ideas evolucionistas de su primo, Charles Darwin, pensó que la libertad humana sería tal cuando tuviera bajo su control su propia evolución. Así, partiendo de una evolución natural, tras su acción providente el ser humano estaría comenzando su evolución artificial, que Galton denominó eugenesia.

El eugenismo tiene su origen en la obra de Galton, quien devaluaba el papel del ambiente en la vida y la biografía, considerando que la genética determinaba eternamente ambas realidades. Para él, la eugenesia como ciencia para mejorar la especie humana tenía una función negativa: reducir el número de individuos no aptos o indeseables, las razas inferiores; y otra positiva, incrementar los individuos aptos o deseables, las razas superiores.

Esta doble función de la eugenesia se plasmó inicialmente en la legislación norteamericana de comienzos del siglo XX gracias al movimiento Planned Parenthood Federation of America, fundado por Margaret H. Sanger. Para ella, el propósito de la planificación familiar era «crear una raza de pura sangre» y «procrear más hijos aptos, menos no aptos». Su Negro Proyect pretendía acabar con la masa de negros producto de un error genético y logró que de cada cuatro abortos, tres fueran de mujeres negras.

Este tipo de eugenesia tuvo una enorme influencia en las políticas del Tercer Reich, el mayor experimento histórico de primacía de lo impersonal, la técnica, sobre lo personal y al mismo tiempo de negación de la humanidad a grandes sectores de la población, los que eran eliminados primero en la Aktion T4 y después en los campos de concentración y en las cámaras de gas.

La brutalidad de la práctica eugenésica por parte del nazismo reaparecerá como «nueva eugenesia» a finales de los 60 bajo la figura del hedonismo. Su pretensión de apoyo en la autonomía de la voluntad se mostrará falaz a tener como centro el embrión. La nueva eugenesia se practica ahora sobre el embrión, siendo los adultos de un modo coactivo lo que deciden por él. Lo que se persigue es la homologación del embrión con el producto manufacturado, imponiéndole la exigencia del control de calidad. Se permitirá su eliminación tras el diagnóstico prenatal o preimplantartorio, descartando a los embriones con algún tipo de deficiencia o aquellos que superen el número de los que quieren ser implantados, y su reducción a material para la experimentación en eventual beneficio a terceros, o bien su mejora genética para satisfacer la fantasía de los padres.
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El método científico se ha mostrado tan efectivo para conocer la realidad material como inadecuado para abordar los cuestionamientos filosóficos y existenciales. Las ciencias espírico-materiales nada pueden aportar al hombre sobre cuál es su lugar en el mundo, sobre el sentido de su existencia o sobre los fundamentos de la moral. Así quedo demostrado, por ejemplo, en el intento de Monod por establecer una ética del conocimiento fundamentada en el conocimiento científico experimental.

En lo que respecta a la modificación de los estados de ánimo y el mejoramiento de la personalidad, la posición transhumanista encuentra una especial dificultad para poder apreciar qué se puede considerar una mejora y qué no. Experimentar estados indeseables puede mejorar nuestra comprensión de nosotros mismos y de los demás, y dar a nuestra personalidad una riqueza y una profundidad mayor que si solo se experimentan emociones positivas. Sin un criterio objetivo, la consideración de que el criterio sea que el sujeto pueda elegir modificar su estado de ánimo y los rasgos de su personalidad a su antojo, amparado en la autodeterminación del sujeto, puede conllevar varios problemas.

El primero de ellos está relacionado con la modificación de los sentimientos y las emociones que busca la anulación de todos esos sentimientos asociados a experiencias negativas en la línea de lo que se propone el imperativo hedonista de David Pearce. Modificar la componente subjetiva asociada a una experiencia negativa que el sujeto padece no elimina la causa del sufrimiento en tanto que lo que sucede no es modificado. Modificar exclusivamente la experiencia subjetiva mediante la manipulación biológica del sujeto supondría no solo una desorientación para el propio sujeto, sino también una suerte de alienación. La manipulación biológica supone siempre un atentado contra la libertad humana.

El segundo problema está relacionado con la posibilidad de modificar la personalidad. Sabiendo que en el fondo del corazón hay un deseo de ser amable a los ojos de los demás, la posibilidad de modificar nuestra propia personalidad puede alimentar la esclavitud que padecemos de la mirada de los otros. Así, confundiendo amor con admiración y reconocimiento se podría modificar la personalidad, amparado en el derecho de autodeterminación, atentando contra uno mismo para dejar de ser amados por lo que somos y someternos a la idea que el otro tiene de nosotros. 

Por último, cabe tratar la cuestión del mejoramiento de la sociedad y de la especie, que además de una vertiente de mejora biológica, cuenta con una componente marcadamente política. Tras las propuestas transhumanistas se puede apreciar un anhelo de justicia social, de igualdad y de bien común. Mejorar las condiciones de vida del ser humano es algo loable, aunque no hay una asociación directa entre el bienestar y la plenitud. En los planteamientos transhumanistas no se considera siempre el bien de todos y cada uno de los seres humanos. Es el caso de la eugenesia prenatal defendida por Savulescu y sostenida sobre el principio de beneficencia procreativa que se representa como un deber moral y que está lejos de mirar por el bien de todos y cada uno de los seres humanos. Los embriones humanos, seres vivos de la especie humana según el estado actual de la biología, son tratados como meros objetos y su vida no es considerada en sí misma como intrínsecamente valiosa. De este modo, amparado en su supuesto bien para la humanidad, se vulnera la dignidad de los individuos particulares que desde el transhumanismo no siempre es reconocida. El pensamiento pragmático-utilitarista no ayuda en este sentido, pues justifica vulnerar el bien individual en aras de un supuesto bien colectivo que deshumaniza el individuo y lleva a justificar acciones que vulneran la dignidad de la persona. 

Por otro lado, aunque el transhumanismo busca hacer de las tecnologías algo disponible y seguro para cualquier persona no deja de ser un desiderátum utópico que a nivel práctico no traería más que un aumento de la desigualdad y la discriminación. El deseo por parte del transhumanismo de promover la justicia distributiva, la igualdad de oportunidades e incluso la preocupación por promover las mejoras que solo ofrezcan beneficios intrínsecos o externalidades positivas es loable. 
Sin embargo, no podemos pretender abstraer las aplicaciones tecnológicas y los avances científicos de los sujetos a los que se aplican y las sociedades en las que se implementan. Además, los recursos siempre son limitados y la implementación de las mejoras que promueve el transhumanismo no podía llegar en igualdad y equidad a todas las personas. 

Parece evidente que la propuesta transhumanista, sostenida en planteamientos puramente materialistas, no puede ofrecer una respuesta adecuada al anhelo de plenitud y perfección del ser humano. Las condiciones ontológicas del mundo material son la limitación y las contingencias, y en este sentido las respuestas que podemos dar a un deseo que es infinito desde la materialidad van a ser siempre insuficientes. Aunque alguna de las propuestas transhumanistas pudiese ayudar a mejorar la vida de las personas o reducir las ocasiones de sufrimiento, la reducción del horizonte de lo real a lo material imposibilita encontrar una respuestas que satisfaga el deseo en toda su amplitud y complejidad. Reduciendo el horizonte de lo real a lo material solo nos quedaría reconocer al ser humano como un eterno insatisfecho, condenado a no encontrar una respuesta a la medida del anhelo que reconoce dentro de sí. La sombra del nihilismo se deja entrever tras las luces del optimismo tecnológico y los esfuerzos del transhumanismo por alcanzar la plenitud de lo humano como el trabajo de Sísifo. El intento de divinizar la materia a través de la técnica y la pretensión del hombre de salvarse así mismo a través de la ciencia puede acabar deshumanizando al hombre. 

Resulta bastante paradójico que una corriente materialista encuentre en la materialidad y sus condiciones ontológicas a su mayor enemigo. El transhumanismo, pretendiendo negar al espiritualidad del hombre, deja entrever lo que puede entenderse, no como una prueba, pero al menos sí como un indicio, de la espiritualidad humana. 

Los intentos del transhumanismo por responder y satisfacer los deseos del corazón humano puede acabar de dos maneras. La primera pasa por no abandonar los planteamientos materialistas y acabar acallado el deseo mediante la anulación de la propia conciencia humana, silenciar el grito de un ser humano que no se pliega ante las leyes de la materia y que clama por algo más de lo que la vida terrena le puede ofrecer, pues la realidad material es y será siempre contingente y limitada. Así tendríamos a un hombre alienado y desnaturalizado en el que el sufrimiento quizá pueda haberse callado, pero en ningún caso satisfecho el anhelo de plenitud. La segunda vía pasa por abandonar los planteamientos materialistas, no reduciendo al ser humano a su condición material, reconociendo que está llamado a algo más, a  una vida distinta a la que está sujeta a las leyes de la materia. Se plantea así abrirse a la posibilidad de la existencia de una vida ultraterrena en la que el espíritu pueda encontrar una respuesta a la medida de la infinitud del deseo.

Valerio Massimo Manfredi y Fabio Emilio Manfredi (La herencia de Roma) Civis Romanus Sum

El equilibrio entre deberes y derechos cimienta el pacto social y crea círculos virtuosos entre los dos polos del ciudadano y el Estado. Cuando se afloja este vínculo que ata a los individuos a la colectividad, se afloja también la entrega de los ciudadanos a la res publica. Si se pierde de vista la conciencia de que estamos ligados los unos a los otros por un pacto, desaparece la conciencia del propio papel de ciudadano, con los deberes no tanto sólo legales como también y, sobre todo, morales que esto comporta. Y, si en nombre del interés personal, dejamos de pensarnos como miembros de una comunidad, nos preguntaremos, por ejemplo, para qué pagar impuestos. Así, por un malentendido concepto de «libertad privada», seremos inducidos a ver el Estado no como una organización de los ciudadanos en protección de las libertades de todos, sino como un enemigo. Y esta pérdida de poder del Estado, llevará a una erosión de la idea misma de ciudadanía. Entonces, la colectividad acabará a merced de otros poderes sin escrúpulos y desvinculados de cualquier obligación respecto de ella. La arbitrariedad del más fuerte se hará ley.

Hoy, en la época del poder excesivo de las finanzas globales, la tendencia es suprimir o subordinar la idea de ciudadanía a la de sumisión económica; ya no ciudadanos, sino clientes. Ciertamente, los antiguos romanos eran antes ciudadanos que consumidores. Al proclamarse cives, reivindicaban los derechos que las leyes les conferían, incluida la asistencia pública, que, en efecto, fue creciendo sin parar hasta la decadencia del Imperio. La tentación actual, en tiempos de los aventureros de las finanzas globales —cuya importancia es desproporcionada respecto de la economía real—, es que nos consideramos primero consumidores y luego ciudadanos. 

Y ¿cómo actúa esta estrategia de disolución de la res publica? Desautorizando al Estado y a cualquier otra forma de organización social que no tenga el provecho de pocos como fin preminente que justifica cualquier medio. El derecho a la educación, a un nivel de vida digno, a la salud o a un acceso a la cultura, derechos primordiales en toda comunidad de ciudadanos, se convierten en simples ofertas de servicios reservadas a quien se las pueda pagar.

Así, a la larga, como la historia de Roma nos enseña, también las sociedades más fuertes y florecientes son corroídas desde el interior y, una vez vaciadas, se disgregan y se derrumban. 

Demos un último ejemplo. Roma, en tiempos del Imperio, tenía once acueductos y una red hídrica en condiciones de abastecer diariamente a su millón y medio de ciudadanos. Ahora, dos mil años después, ¿el agua es aún un derecho? Se diría que no... A fines de los años noventa, la ciudad boliviana de Cochabamba, con 500 000 habitantes, sufría una relación problemática con el servicio de aguas: gestionada por cooperativas, era distribuida a precios populares, pero, por desgracia, la red hídrica era vieja y ruinosa. Puesto que sólo la mitad de la ciudadanía tenía el privilegio de poder acceder a ella durante algunas horas al día, entre los más pobres se había difundido un sistema de aprovisionamiento muy sencillo y artesanal: se cavaban pozos o se ponían cisternas sobre los tejados para recoger el agua pluvial.

En un momento dado, el gobierno boliviano decidió reestructurar el sistema hídrico de la ciudad. Pero, para hacerlo, se vio obligado a pedir un préstamo bancario de 25 millones de dólares al Banco Mundial, quien, a su vez, respondió vinculando la entrega del dinero a una condición: que la gestión de los servicios hídricos de Cochabamba fuera privatizada. Y así se hizo. El agua de Cochabamba se convirtió en una mercancía comprable, propiedad de un consorcio detrás del cual se escondía la misteriosa International Water Limited: una empresa con sede en Londres, pero que en realidad era una joint venture entre la italiana Edison y la multinacional estadounidense Bechtel Enterprise Holding.

En esa época, en el sitio de la International Water, se podía leer una entusiasta declaración de intenciones: «Durante muchos años, los gobiernos han creído que la reserva de agua potable y la canalización segura de las aguas residuales era una materia demasiado importante para que fuera el mercado quien se ocupara de ello. Ahora sabemos más. International Water ya ha demostrado que unos recursos potentes, hábilmente aplicados por empresas privadas, podrían quitar un gran peso de los hombros de los gobiernos y, por tanto, transformar la vida de los ciudadanos».

En efecto, con la llegada de la International Water, la vida de los ciudadanos de Cochabamba se transformó. En pocos meses, el precio del agua potable sufrió aumentos de hasta el 300%. Muchas familias se encontraron con facturas mensuales que sumaban la cuarta parte de su renta mensual. Quedaban los pozos y las cisternas..., pero el consorcio vetó de inmediato la recogida de aguas pluviales.

En febrero de 2000, en Cochabamba estalló la revuelta. Los sindicatos obreros y las organizaciones campesinas locales formaron una «Coordinadora de defensa del Agua y de la Vida» e implicaron en las movilizaciones a la opinión pública boliviana. Una oleada de huelgas arrolló el país, y miles de personas en marcha hacia Cochabamba para unirse a las protestas. El gobierno reaccionó declarando el estado de sitio en todo el territorio nacional. En Cochabamba, algunos de los promotores de la coordinadora fueron arrestados, y otros se vieron obligados a echarse al monte.

En abril, la situación se precipitó. La policía y el ejército convergieron sobre la ciudad rebelde, que el día 8 se transformó en un campo de batalla: los militares dispararon sobre la multitud. Ante las cámaras, se vio a un oficial apuntar y golpear en la cabeza a un muchacho de diecisiete años. En el segundo día de enfrentamientos, con seis muertos y centenares de heridos, Cochabamba parecía ya a punto de hundirse en el abismo de una guerra civil. Inesperadamente, el 10 de abril llegó un anuncio: el gobierno había anulado unilateralmente el contrato con el consorcio. La gestión de la red hídrica ciudadana pasaba a manos de la Coordinadora.

¿En base a qué asidero legal el gobierno boliviano había podido rescindir el acuerdo? Sencillo: el contrato de cesión presentaba una «pequeña» irregularidad: el valor de la red hídrica de la ciudad había sido estimado en millones de dólares, pero luego, inexplicablemente, fue vendido al consorcio (es decir, a la International Water) por la mísera cifra de 25 000 dólares.

La fuerza había puesto al descubierto el abuso. El derecho lo había remediado. La ciudadanía había vencido.

Philipp Blom (El gran teatro del mundo)

 ENDARKENMENT

¿Ha fracasado el ideal de la convivencia cosmopolita al colisionar con la naturaleza humana, la realidad de la globalización y la reacción defensiva que esta suscita? ¿Ha fracasado la Ilustración? ¿Es la única respuesta consecuente, à la Rousseau, refugiarse en los bosques y fundar una república de la virtud en la que un legislador sabio impone, con violencia si es necesario, lo que él y los suyos consideran bueno? A la vista de las migraciones globales, de la redes sociales y de la furiosa política identitaria, ¿es suficiente esperar que lo común se realice en la pluralidad? ¿Viene, después de las Luces (Enlightenment), el oscurecimiento, el Endarkenment?

Cuanta más presión —interna y externa soporten los grupos humanos, más grande es la probabilidad de que aumenten el miedo y se narren historias sobre luchas históricas y superioridad que hace tiempo dejaron de ser verdad. 

Los enemigos se identifican de conformidad con esa lógica: así se buscan los chivos expiatorios, se mata a las víctimas. Siempre hay alguien a quien incluso los más miserables pueden mirar desde arriba y pisotear. Desde Rusia hasta las Filipinas pasando por Hungría, y desde China hasta Brasil y los Estados Unidos, el universo se ha dado por muerto, se ha escogido o ha quedado totalmente derogado, se han restringido los derechos humanos y también los derechos civiles, se han cerrado o socavado las libertades. Asistimos a la agonía del modelo democrático y progresista de la segunda posguerra.

La Ilustración defendió esos derechos, pero desde su perspectiva no se comprende la furia de nuestra modernidad globalizada, líquida, porque los ilustrados no pudieron pensar más allá de un desarrollo gradual de sus sociedades. ¿Significa eso que la Ilustración ha fracasado, que es uno de los muchos extravíos de la historia que exige incontables sacrificios antes de que se derrumbe sobre sí mismo o acabe enterrado? 

¿O estamos ante el caso contrario? Es posible que, en el curso de su historia, la Ilustración haya quedado por detrás de sus propias exigencias precisamente porque no haya pensando lo suficiente —y lo cierto es que desde el horizonte de sus contemporáneos no podía ir mucho más lejos, pues la magnitud de la transformación que provocó la Revolución Industrial no era previsible: véase la máquina de vapor de Diderot—. La idea básica de la Ilustración era ser la oposición, una corriente de pensamiento orientada introducir una nueva imagen del hombre en cultura, ciencia y política. Los derechos humanos universales y el pensamiento racional primero tuvieron que introducirse y defenderse en el debate público, pero lograron imponerse porque estaban estrechamente vinculados a los intereses de una clase media culta. 

Ese es también el talón de Aquiles del pensamiento ilustrado: el malentendido, la falsa idea de que las sociedades humanas se desarrollarían de manera lineal y racional porque los hombres son seres racionales. La idea fracasó porque el Homo sapiens comparte con todos los demás animales la cualidad de que las fuerzas que lo mueven no son racionales, y tampoco aspiran a una vida según principios racionales y no siguen en primer lugar motivaciones racionales. 

Una parte considerable de la imagen ilustrada del hombre parece, por tanto, producto de un entusiasmo histórico, en concreto, del momento en que la razón, como señaló Peter Gay, estuvo por primera vez en la historia de la humanidad en condiciones de prevalecer con hipótesis y experimentos científicos y así aprovechar fuerzas ocultas como al electricidad, descubrir nuevos mundos con el microscopio y modificar el que habitaba. Al mismo tiempo, dicha idea encajaba en la del ser racional de la concepción cristiana del alma y su relación con el cuerpo. El dualismo cartesiano, espíritu y materia, se adecuaba eficazmente para una transformación de viejos contenidos en una nueva forma. El hombre como ser racional en lucha con la corporeidad irracional se podía integrar fácilmente en maneras de pensar preexistentes. 

La razón ilustrada y el alma cristiana se asemejaban tanto entre sí que aquella pudo ocupar el lugar del alma. El alma del cristianismo debía limpiarse de los bajos instintos y deseos del cuerpo. La razón ilustrada tradujo ese mecanismo a su propio vocabulario. Sensualidad e instinto no se contemplaban ni se combatían con la razón; solo la razón pura podía alcanzar el objetivo. Fue algo parecido a un cambio de etiquetas. Allí donde había razón, a menudo también había alma.

Es comprensible, pues, que, en medio de la euforia ilustrada, pareciera que el objetivo de la historia era un orden racional del mundo, con individuos racionales y autónomos, un paraíso secularizado. Después, durante el siglo XX, la pía ilusión del hombre como ser racional se pisoteó tan a menudo que ya no parecía sostenible. Se racionalizaron incluso los peores asesinatos masivos de la modernidad, se respaldaron con argumentos filosóficos y científicos que iban desde las mediciones craneales hasta Heidegger, desde los gulags hasta los campos de exterminio. Kant había pedido que el hombre saliera de su «minoría de edad autoculpable», pero entretanto se vio que más allá de esa salida pueden ocurrir cosas terribles y que son cada ves más los que han dejado de buscarla. 

Por tanto, los ilustrados no pensaron solo de manera científico-empírica; también concibieron ficciones sólidas. Por una parte, insistían en la importancia de estudiar y comprender la naturaleza y a los seres humanos del medio más racional y realista posible; por la otra, se fijaron metas lejanas que solo se podrían alcanzar gracias a una convivencia civilizada y a una mejora de las sociedades humanas. Los derechos humanos —libertad, igualdad— son algunas de esas ficciones, pues en la naturaleza no existen. Ninguna brizna de hierba, ningún arenque, ningún fénec tienen derecho a nada. 

Los derechos se otorgan dentro de grupos basándose en jerarquías sociales y por interés propio, de acuerdo con un relato que una sociedad se cuanta a sí misma. Cada lobo de la manada ocupa en la jerarquía un lugar vinculado a determinados derechos (quién come primero, apareamiento). El Homo sapiens es el único animal que, al menos en teoría, ha ampliado esa garantía por encima de su manda y la propia tribu para hacerla extensiva a toda la especie. Es todavía muy reciente el relato histórico que afirma que todos los hombres tienen los mismos derechos y libertades y que, dentro de la comunidad en que se narra esa historia, cada miembro es igual a los demás. 

Esa historía hay que volver a narrársela una y otra vez. Hay que insuflarle nueva vida, volver a desafiar al statu quo. Esos derechos humanos no los dicta un dios, ni un mito de la Creación ni un catálogo de mandamientos divinos. Solo dependen de la determinación de los que abogan por ellos.

La doble orientación estratégica de la Ilustración combina el saber empírico y sólido con ficciones necesarias. ¿Qué pasaría, entonces, si pensáramos la Ilustración de un modo más ambicioso y consecuente?

Blom Philipp (Lo que está en juego)

Jesús Zamora Bonilla (En busca del yo) El mito del sujeto y el libre albedrío

 La noción filosófica de <<libre albedrío>>

El concepto de «libertad» está posiblemente sometido a una serie de ambigüedades semánticas más graves aún que las que rodean a los otros conceptos sobre la mente con los que nos hemos encontrado en los capítulos anteriores («espíritu»«pensamiento», «inteligencia», etcétera). Es convenientes, por lo tanto, que dediquemos algo de espacio a aclarar en la medida de lo posible a qué nos vemos a referir en las próximas páginas cuando hablemos de «libertad» o de comportamientos o seres «libres». Y primer lugar, vamos a reflexionar sobre el uso cotidiano de esta expresión. Decaíamos al principio del libro que la principal función biológica de los sistemas nerviosos en general, y de los cerebros en particular, es permitir que los organismos desarrollen conductas más y más complejas. En este sentido, podemos usar la palabra «libertad» para afirmar que algunos animales son más libres que otros, es decir, pueden elaborar comportamientos más variados y sofisticados. Un animal puede a veces ser más libre y a veces serlo menos: así, podemos encerrarlo en una jaula, o podemos observar cómo vive «en libertad» (algo que quizá no diríamos sobre un árbol, por ejemplo). No tendemos a llamar «libres», de todas formas, a todos los comportamientos a los que da lugar el sistema nervioso de un animal o una persona, sino solo a aquellos en los que se da una elección consciente, es decir, a los actos que son voluntarios y no meramente reflejos. La capacidad de actuar de modo voluntario no es exclusiva, por supuesto, de los seres humanos, sino que seguramente la compartimos con muchísimas otras especies animales, si no la mayoría. Así que podemos decir que un ser vivo es tanto más libre cuanto mayor y más variado sea el conjunto de las acciones que puede realizar voluntariamente. Según esto, los monos son más libres que las abejas, y los seres humanos más libres que los monos, aunque un mono encerrado en una jaula o u ser humano atado a un árbol son menos libres que otros congéneres suyos no sometidos a esas limitaciones. Este sentido del concepto de «libertad», creo que bastante próximo al que utilizamos en el lenguaje ordinario cuando decimos que una persona o un animal son más o menos «libres», no está sujeto a ninguna dificultad importante de entre las que veremos en el resto de este capítulo, y que se refieren, en cambio, a la idea de «libertad» que suele ser habitual en las discusiones filosóficas, y que ha solido recibir un nombre más sofisticado, como les gusta a los filósofos. Me refiero, claro está, a la noción de libre albedrío. La diferencia principal entre ambas nociones es que el concepto filosófico añade algo más al único requisito (el de la voluntariedad) que establecía la definición que hemos dado arriba. Este «algo más», consiste en los dos principios siguientes:

1. Una acción es libre solo si habría sido posible que el sujeto hubiera actuado de otra manera (principio de existencia de alternativas)

2. Una acción es libre solo si el sujeto que la realiza es el causante último de la acción (principio del control último)

Nótese que, al contrario que la voluntariedad o involuntariedad de una acción, que es algo relativamente fácil de determinar (no solo para el propio individuo que actúa y decide, sino incluso para un observador externo: pensemos en el árbitro que tiene que juzgar si un futbolista ha tocado el balón con la mano de forma voluntaria o involuntaria), los puntos 1 y 2 que acabamos de citar son cualquier cosa menos obvios: ¿cómo puedes averiguar si el universo contenía la posibilidad física de que hubieras decidido hacer algo distinto a los que decidiste hacer?, ¿cómo puedes identificar todas y cada una de las causas que te han llevado a hacer lo que has hecho, para estar seguro de que no ha habido ninguna que te haya «forzado» a hacerlo? Por muy «de sentido común» que nos puedan parecer las ideas de que tú «tenías más de una alternativa» al elegir como has elegido y de que tú eres «la persona responsable última» de haber decidido hacer lo que has hecho, a poco que lo pienses verás que te resultaría muy difícil demostrarlo

Los filósofos de la Antigüedad no se preocuparon excesivamente por esta noción, digamos, moderna, de «libre albedrío». La libertad era para ellos, más bien, un concepto que hoy llamaríamos <<jurídico>>: aquello que distingue una persona libre de una persona esclava. Y aunque algunos autores parece que estaban preocupados por la relación entre la idea de libertad y la cuestión del «destino» o «hado» (fatum), no parece que fuese un tema al que se dedicase mucha atención. Quizá los únicos ejemplos de filósofos griegos a los que la compatibilidad entre el halo y la libertad les pareció un problema importante fueron los estoicos y los epicúreos. Los primeros lo intentaron resolver considerando que lo importante no es si nuestras acciones son evitables o inevitables (pues los estoicos pensaban que esas acciones son inevitables, ya que según ellos todo lo que ocurre está predestinado mediante un encadenamiento racional de causas y efectos), sino si una acción está forzada por causas <<externas>> o si, por el contrario, surge de la propia naturaleza «interna» de cada persona, y ellos pensaban que la voluntad era, precisamente, ese tipo de causa «interna». Los segundos optaron por la solución contraria: negar que todo estuviera predestinado, y admitir que los átomos (que según ellos eran el componente último del universo) pueden de vez en cuando moverse al azar. Epicuro sería, así, el padre del indeterminismo, un concepto que analizaremos con más detalle en el apartado siguiente.

El problema del libre albedrío se hizo más acuciante para los filósofos cristianos, pues una libertad humana racional parecía difícilmente compatible con la omnisciencia y omnipotencia divinas: Si Dios sabe desde antes del principio de los tiempos a qué partido votarás en las próximas elecciones, ¿cómo puede ser tu decisión realmente libre? Y si nada puede ocurrir en contra de Su voluntad, ¿cómo puedes tú tomar una decisión diferente de la que Él quiere que tomes? Pero, por otro lado, el libre albedrío parecía también necesario como fundamento de la responsabilidad moral: ¿cómo podía una acción ser un pecado, si quien la comete no podría haber evitado de ninguna manera cometerla? También era importante mantener la creencia en la libertad humana para justificar que Dios no era el responsable de los males que hay en el mundo, sino que se debían a nuestra propia perversidad. Estos debates teológicos son apasionantes, pero nos alejarían demasiado de nuestra tema. Indiquemos solamente que la solución más razonable que dieron los teólogos a esta pregunta fue la del jesuita español del siglo XVI, Luis de Molina, una tesis conocida por ello como molinismo: Dios sabe desde el principio de los tiempos qué es lo que tú vas a decidir libremente en cada ocasión, más o menos (podemos imaginar que añadiría el bueno de don Luis guiñándonos el ojo) como lo sabe tu madre. 

Marco d´Eramo (Dominio) La guerra invisible de los poderosos contra los súbditos

La privatización del cerebro
 
Pero si hay algo que quienes operan en un mercado no pueden hacer es cambiar el mercado y sus reglas. En la concepción neoliberal de la política no hay lugar para las transformaciones: la idea de poder «cambiar» el «mundo» es completamente peregrina. Este es el «realismo capitalista» que suscita (y es provocado por) una impotencia reflexiva: no se trata de una cuestión de apatía o cinismo, sino de que incluso sabiendo «que las cosas andan mal, más aún son conscientes de que ellos no pueden hacer nada al respecto. Sin embargo, este "conocimiento", esta reflexividad, no es resultado de la observación pasiva de un estado de cosas previamente existentes. Es más bien una suerte de profecía autocumplida».

De hecho, si hay algo que nos atormenta sin parar, sobre todo desde la crisis de 2008, es ver que no hay señales de revuelta. La pregunta es: ¿por qué diablos no nos rebelamos? ¿Por qué razón no estalla la ira de los jóvenes?

Sí, aquí y allá brotan tímidos y endebles movimientos (por lo demás reabsorbidos de inmediato), pero son gimoteos indefensos frente a las bofetadas que los dominadores están soltando a los dominados, a los garrotazos que los amos del mundo propinan a la plebe. Nos invade el desaliento, se nos viene a la cabeza el estupor que se apoderó de David Hume y Étienne de La Boétie ante la vocación humana a la subordinación, a la aquiescencia, a sufrir el dominio de otros. 

El iluminista escocés se quedó atónito: «Nada más sorprendente para quienes consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si nos preguntamos por qué medios se produce este milagro, hallaremos que, puesto que la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión, que es, por tanto, el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a lo más populares y libre». 

Mirando a nuestro alrededor, quizá tuviéramos algo que decir acerca de la idea de que «la fuerza está siempre del lado de los gobernados». Por otro lado, el objeto del texto que el lector tiene en sus manos es precisamente cómo nos están moldeando nuestra «opinión». 

Ya dos siglos antes, Étienne de La Boétie, el amigo humanista de Michel de Montaigne, se asombraba ante la «servidumbre voluntaria» con la que los humanos se someten al tirano: «Es realmente sorprendente —y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos— ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y sojuzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una fuerza mayor, sino, por el contrario, por que están fascinados y, por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no deberían ni temer (puesto que está solo), ni apreciar (puesto que se muestra para con ellos inhumano y salvaje)». «¿Cómo llamar a ese vicio, ese vicio tan horrible?», se preguntaba el joven Étienne de La Boétie (tenía veinticuatro años cuando escribió estas palabras), «acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan solo obedecer, sino arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados». Su conclusión fue desoladora: «Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con solo dejar de servir, romperían sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; el que, teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o, peor aún, lo persigue». 

Sin embargo, tanto La Boétie como Hume escribieron antes de que empezara la «era de las revoluciones». Solo un par de décadas después de las palabras de Hume, los pueblos demostrarían una y otra vez, con una ráfaga de revoluciones, que los muchos no se dejan gobernar tan fácilmente por los pocos y que no siempre se someten ni «se degüellan a sí mismo»: Francia 1789, 1830, 1879; Haití, 1791; toda Europa, 1848; Rusia, 195, 1917; Alemania, 1919, 1989; China, 1948; Cuba, 1959 (no he incluido la «revolución americana» de 1765, 1783 porque estrictamente hablando fue una «guerra colonial de independencia», no una revolución). Jamás, en los anteriores cinco mil años, la historia de la humanidad había sido testigo de un número tan elevado y frecuente de revoluciones.

Por otro lado, el propio término «revolución» hacía poco que había dejado de significar la rotación de un planeta alrededor del Sol y había comenzado a indicar un cambio de régimen repentino y general (la «Revolución Gloriosa» inglesa de 1688). Para los levantamientos que, como es natural, habían tachonado la historia, se utilizaban otros términos: motines, sublevaciones, tumultos (los ciompi en Florencia, Cola di Rienzo en Roma, el Carnaval de Romans en el Delfinato, Thomas Müntzer en Alemania, Masaniello en Nápoles). Y, sobre todo, jamás tantas revoluciones fueron victoriosas: al fin y al cabo, los únicos éxitos duraderos (aunque parciales) de los dominados se remontaban uno a más de dos mil años atrás, la secesión de la plebe romana en el 493 a.C., que estuvo la creación de los «tributos de la plebe», y el otro a más de un siglo antes, cuando los ingleses fueron el primer pueblo de la historia que cortó la cabeza a su propio rey.

Por lo tanto, una posible hipótesis podría ser que la «era de las revoluciones» ha sido muy corta, ha durado apenas un par de siglos y ya ha finalizado. Incluso en ese caso, sin embargo, habría que preguntarse cómo es que terminó y por qué razones, qué acabó con ella, dado que durante dos siglos los seres humanos aborrecieron la «servidumbre voluntaria»: por qué motivo, después de dos siglos en los que los pueblos creyeron que el mundo había cambiado, ha echado raíces en cambio la impotencia reflexiva de la que habla Fisher. 

Una posible explicación es la que nos proporciona Wendy Brown. Brutalmente dicho: la victoria de la contraofensiva ideológica del último siglo, de la counterintellighentsia, no solo ha privatizado los ferrocarriles, la educación, la sanidad, los ejércitos, la policía, las carreteras, sino que nos ha privatizado el cerebro. 

«Al reducir todos los problemas políticos y sociales a términos de mercado, el neoliberalismo los convierte en problemas individuales con soluciones de mercado. En los Estados Unidos los ejemplos son innumerables: el agua embotellada como respuesta a la contaminación del agua del grifo; colegios privados, colegios concertados y un sistema de vales como respuesta al colapso de la calidad de la educación pública; alarmas antirrobo, vigilantes privados y comunidades cerradas [gated communities) como respuesta a la producción de una clase "desechable" y a la creciente desigualdad económica [...] y, por supuesto, toda una panoplia de antidepresivos finamente diferenciados y dirigidos como respuesta a vidas de insignificancia o desesperación en medio de la comodidad y la libertad. 

[...] La privatización de nuestras cabezas va aún más allá del cuadro trazado por Wendy Brown: no solo transforma las soluciones sociales de los problemas en mercancía; la privatización de las cabezas nos ha convencido a todos de que la acción colectiva no tiene sentido, no produce nada, de que la única salvación de nuestros problemas no radica en cooperar y actuar juntos, sino de darnos codazos, abrirnos caminos, y que la única relación entre los seres humanos es la del mercado, es decir, entre cliente y proveedor por un lado y de competencia por otro, lo que nos hace mirar a nuestros semejantes solo encarnados en estas tres figuras: cliente, proveedor o competidor. Llegados a ese punto, «algo como la sociedad ni siquiera existe» y no tiene ningún sentido hablar de justicia social: ¿justicia entre clientes? ¿Entre proveedores? ¿Justicia entre competidores?

Una vez más volvemos a la futilidad: la ación política colectiva es «fútil» porque lo que importa es la acción económica individual.

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