Iris Murdoch (Nostalgia por lo particular)

PENSAMIENTO Y LENJUAGE

Quiero ocuparte del lenguaje como una forma de pensamiento, y para ello en primer lugar trataré de hacer una descripción del pensamiento. Dejo a un lado todas las teorías filosóficas, viejas y nuevas, que existen sobre la naturaleza del pensamiento: teorías tales como que el pensamiento consiste en tener representaciones, o conocer proposiciones, o manipular símbolos o comportarse de determinada manera. Asumiré, como hacemos mientras no estamos filosofando, que el pensamiento es una actividad privada que tiene lugar en nuestra cabeza, que es un «contenido de conciencia». Incluso aquellos que se oponen de manera más enérgica a la concepción del pensamiento como «vida interior» admiten la existencia de dichos «contenidos», si bien con una función extremadamente restringida, etiquetándolos como monólogos imaginarios, imágenes o frases dichas para uno mismo. Entenderé como pensamiento todo este tipo de actividad y, en primer lugar, intentaré describirlas y considerar su relación con el «lenguaje«. (Por lenguaje me referiré en todo momento al lenguaje verbal). Obviamente, dicha descripción no abarcará todo lo que entendemos por «conceptos mentales». No pretende abarcar modos de actividad habituales e irreflexivos que, no obstante, podrían llamarse inteligentes. Me ocuparé solo de aquellas formas de actividad mental (y lo que sean exactamente resultará evidente) que en el lenguaje ordinario se denomina «pensamiento». 

En esta descripción daré por supuesto —como, repito, todos hacemos— que, dentro de ciertos límites, todos tenemos experiencias «mentales» similares, Después de ofrecer la descripción consideraré su estatus lógico, su objetivo, y veremos cuánta luz puede arrojar sobre la naturaleza del lenguaje. 

Inicialmente podemos estar tentados de decir que el pensamiento es la articulación de palabras mentales. Entonces podríamos dividir el campo mental entre imágenes oscuras o borrosas, y pensamiento verbal claro, cuyo significado está determinado según criterios simples y patentes. Las palabras no aparecen en tanto que contenido de pensamiento como si fueran proyectadas sobre una pantalla y allí fueran leídas por la persona que piensa. Si imaginamos de manera explícita la articulación de un mensaje verbal para nosotros mismos, esta contrasta con la manera confusa en la que las palabras se presentan en «nuestra mente». Además, si pudiéramos escuchar y ver las palabras articuladas interiormente, podríamos preguntarnos qué significan; este tipo de interpretación es una experiencia que a veces se produce, como cuando Bunyan reflexiona acerca del sentido de un texto que de repente escucha que suena en sus oídos, pero esto no se parece a lo que habitualmente denominamos pensamiento. Una máquina que nos proporcionara una versión verbal del pensamiento de otra persona podría decirnos muy poco; e incluso si recordáramos en nuestro propio caso lo que «nos dijimos a nosotros mismos» en cierta ocasión, estaríamos mal informados a menos que que también pudiéramos recordar en qué estado de ánimo y con qué intención lo dijimos. El carácter significativo del discurso articulado requiere a menudo conciencia del gesto, del tono, de la postura, así como del contexto, para su total comprensión. Esto es claramente lo mismo, mutatis mutandis, en el caso del «discurso» interior: el pensamiento no son las palabras (si las hay), sino las palabras sucediéndose en una cierta manera y, por así decirlo, con una determinada fuerza y color. 
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¿Cómo se puede ser moralista en esta época? ¿A qué se debe apelar? Para apreciar la naturaleza de la apelación moral de T.S. Eliot es necesario comprender la base de su oposición al «liberalismo». Este ejercicio resulta de gran valor, pues, sin duda, tiene la mayor importancia para cualquiera de nosotros en estos días examinar a fondo de qué manera definimos dicho concepto. Eliot concibe el liberalismo como el producto final de una tradición de pensamiento que es posible rastrear en el estoicismo, en el Renacimiento, en el puritanismo, en el movimiento romántico y en el humanismo del siglo XIX. El rasgo característico de esta línea de pensamiento es el culto a la personalidad y la negación de cualquier autoridad externa al individuo. En la fisura entre Dante y Shakespeare descansa la pérdida que lamenta Eliot; la autodramatización de los héroes de Shakespeare presagia el romanticismo del mundo moderno. Los puritanos prosiguieron de manera más insidiosa la obra de socavamiento de la tradición y de la autoridad, y con su «débil mitología» inauguraron la época de las religiones para aficionados. Autorizados por Kant, inspirados por Blake y alentados más recientemente por Huxley, Russell, Wells y otros, cualquier hombre puede inventar ahora su propia religión y disponer de los placeres de la emoción religiosa sin la carga de la obediencia o del dogma. Eliot, que reconoce su deuda con Tawney, también atribuye a la influencia puritana gran parte del materialismo que caracteriza a nuestra sociedad industrial moderna con su idolatría del «éxito». Él mismo recuerda la moral en que «se asumía tácitamente que, si uno fuera ahorrativo, emprendedor, inteligente, práctico y prudente al no violar las convenciones sociales, debería tener una vida feliz y «exitosa». El Romanticismo que, con su negación del pecado original y su doctrina de la perfectibilidad humana, debilitó al Renacimiento atacando un organismo ya herido por los puritanos, produce el nuevo estilo de individualismo emocional, mientras que el humanismo, tratando de poner remedio, confunde aún más las categorías ofreciendo una visión magnánima de esa confusión de arte y religión que con los románticos ha permanecido al menos en un nivel más orgiástico. Por tanto, a partir de Matthew Arnold y del «mundo de ensueño» de la poesía romántica, a mediados del siglo XIX (esa «época de degradación progresiva») surge el liberalismo, la imprecisa filosofía de una sociedad de individuos materialistas e irresponsables. 

[...] El liberalismo, por tanto, destruye la tradición desafiando a la autoridad. En una sociedad en la que la opinión de cualquier hombre es igualmente válida no hay unidad de perspectiva. Esto favorece la superespecialización, el culto a la técnica y la división de la sociedad en dos partes separadas. El liberalismo es una doctrina que provoca disipación y relajamiento, y «puede abrir la puerta a aquello que constituye su misma negación: el control artificial, mecánico y brutal que es el remedio desesperado a su caos». 

Daniel Gamper (Las mejores palabras) De la libre expresión

MEDIR LOS SILENCIOS

Con el Edicto de Nantes (1598) se inaugura la tradición de la tolerancia como instrumento para la convivencia pacífica. Tras los desastres de las guerras de religión, Enrique IV permitió la libertad de conciencia y de culto para los hugonotes en aquellos territorios de la nación en los que estuvieran ya establecidos. Ciertamente, este permiso real ha sido interpretado como un primer paso en el reconocimiento universal de la libertad fundamental de profesar la religión que cada cual desee. Pero se trata, en primera instancia, de un movimiento estratégico orientado a la pacificación. No debe sorprender, por tanto, que en su primer artículo establezca 

que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros tras el comienzo del mes de marzo de 1585 y durante los convulsos precedentes hasta nuestro advenimiento a la corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida.

La paz requiere un velo de silencio:

No será posible ni estará permitido a nuestros procuradores generales, ni a ninguna otra persona pública o privada, en ningún tiempo, ni lugar, ni ocasión, sea esta la que sea, el hacer de ello, ni procesar o perseguir a ninguna corte o jurisdicción a nadie. 

La coexistencia pacífica entre diversos impone un respeto a las opiniones y religiones de los otros que en ocasiones pueden llevar a cerrar en falso un período histórico para poder mirar hacia el futuro. En estos casos, el consenso social necesario para construir o reconstruir la nación se sobrepone a la exigencia de sacar a la luz la verdad como paso previo para hacer justicia. Los ciudadanos deben acallar sus agravios pretéritos, pues en ambos lados hay relatos de víctimas y perpetradores. Este régimen también se sustenta en la magnanimidad con los proscritos del pasado y en las correlaciones de debilidades, al decir de Vázquez Montalbán a propósito de la Transición española. 

Las prácticas de silenciamiento de lo que puede dañar la coexistencia no son solo el resultado de elecciones instrumentales. La consustancial sociabilidad de lo humano impone también restricciones voluntarias a aquello que decimos cuando estamos fuera del grupo en el que nos reconocemos. En estos casos, podemos elegir cuidar las palabras y medir los silencios para evitar conflictos. Claro está que solo una reciprocidad perfecta en el deber de silencio es aceptable, como ya hacía efectivamente el Edicto de Nantes al imponer a todos la obligación de no resucitar las afrentas del pasado. Con suerte, estas prácticas están enraizadas en el tejido social por motivos que la evitación del conflicto, el cuidado recíproco. En cualquier caso, empero, se mantiene la lógica asimétrica de la tolerancia entendida como permiso: los tolerantes establecen el régimen de tolerancia, se imponen restricciones a sí mismos y condescienden con los tolerados. 

El silencio es también una conveniencia sugerida por la moral. Benjamín Franklin, a quien Max Weber consideró el epítome del espíritu del capitalismo antes del capitalismo, quiso guiar su existencia de acuerdo con los principios de frugalidad, temperancia, moderación, higiene, humildad, y otros en la línea pietista de su familia. Virtudes que no son de monocultivo, pues conviven con los vicios del burgués, como la avaricia. Entre estas virtudes destaca también el silencio, que no es ocultación, sino que se justifica por el respeto debido a los otros con la esperanza de mejorar el mundo. Tras constatar que los sermones presbiterianos no le servían para nada, pues no perseguía la ilustración civil del pueblo ni alimentaban virtudes públicas, estableció los preceptos con los que guiar su vida, entre los que destaca su resolución de

no hablar mal de nadie en absoluto, ni siquiera sobre la verdad de algo; buscar más bien modos de excusar las faltas que se atribuyen a otros, y, en ocasiones apropiadas (upon proper occasions), decir todo lo bueno que sé de todo el mundo.  

ALIENTO ARTICULADO

La fonación es cálida. Hablar es expulsar aire caliente de manera articulada. Las cuerdas vocales vibran al paso del soplo y luego la lengua y los labios dan forma a sonidos. Si estamos lo bastante cerca, podemos sentir en la piel la calidez de las palabras. Aliento moldeado que sale de los pulmones hasta alcanzar a alguien. Una escultura efímera, hecha de aire y sentido, que no existiría sin lo humano y viceversa.

Las primeras palabras que escuchamos tienen esta naturaleza espiritual y física. La voz humana acompaña a otros sentidos, el tacto, el olor, el sabor. Piel, orificios nasales, boca y oídos son los órganos con los que se ingresa en la civilización, receptores y emisores en el intercambio metabólico con la realidad circundante.

Esta calidez se da también en las relaciones con los otros. Tocamos el cuerpo del prójimo y sentimos la vida que palpita caliente. Las manos que friegan unos pies fríos realizan el milagro de la transmisión térmica entre cuerpos. El calor compartido es condición de posibilidad de la intimidad entre personas. Se diría que la dignidad es este calor que emana de los corazones humanos. 

Tomamos conciencia de la calidez humana cuando nos falta, en sociedad, donde la frialdad es la regla. Decimos <<hola>>, <<muy amable, gracias>>, <<buenas tardes>> sin mirarnos a la cara, como meros formalismos. El prójimo no es indiferente cuando no un estorbo. La vida se desempeña bajo el control administrativo de las instituciones; los ciudadanos luchan entre sí por satisfacer las necesidades básicas y esta lucha agiganta las diferencias sociales, económicas y culturales. La inseguridad y la desprotección de la sociedad líquida agotan las energías de las personas que se explotan así mismas. Quien sufre la violencia sistemática no la percibe, porque ese no ser percibido es precisamente su característica definitoria. 

Nuestro horizonte de sentido único es el individuo que utiliza la sociedad para satisfacer sus deseos. Vemos reflejado en este individualismo, por ejemplo, en las quejas que el tráfico suscita en los ciudadanos, al decir de las encuestas. Los obstáculos para circular libremente son una incomodidad habitual del habitante de las grandes conurbaciones. Prisiones aún de la hegemonía del automóvil, millones de personas se acumulan cada día en carreteras y autopistas del todo el globo y experimentan a sus congéneres como obstáculos para el cumplimiento de sus cometidos cotidianos. Todos preferirían que en ese momento el tráfico fuese fluido, que los otros no estuvieran también circulando por ahí. Se comportan al volante como psicópatas para quienes los otros son solo un incordio. Incluso desean que no haya ni peatones ni semáforos como en un lejano Oeste bien asfaltado. Conductores y pasajeros van en coche como si estuvieran en el salón de su casa, espacio privado que se da en una infraestructura pública. Se hallan en un interregno que ven desde la perspectiva de su interés en llegar lo antes posible al lugar en el que trabajarán duramente para pagar las letras del coche. De modo que, en realidad, lo que se da es un encuentro entre máquinas, pues así es como se perciben los automovilistas en los lapsus sociopáticos tan habituales al volante. La reacción puede deberse al hecho de que esa es también una experiencia en gran medida igualitaria: el atasco no hace diferencias entre un Honda Civic de 1997 y un Tesla. Todos están igual de atascados. Todos experimentan la libertad de movimiento en su forma negativa, pues todos quieren satisfacer al mismo tiempo y por las mismas vías. No es raro que casi todo el mundo tenga algo que decir sobre el tráfico. 

Antonio Pau (Manual de escapología) Teoría y práctica de la huida del mundo

NEOTRIBALISMO

[...] La huída de los jóvenes a las tribus urbanas se produce sobre todo en las ciudades del mundo occidental, con sociedades que, si bien  exaltan la juventud (y correlativamente marginan la vejez), no dan fácil acceso a los jóvenes al mundo de los adultos. La formación de la tribus es entonces, para los jóvenes, una vía de afirmación personal y de rechazo a la sociedad. Ese rechazo se produce en muchos casos por vías que la sociedad ya se ha anticipado a tipificar como delictivas: violencia, xenofobia, usurpación de viviendas... Pero frente a las tribus delictivas, hay tribus inocuas, centradas en la música y en un estilo de vestir, y en las que predomina el nihilismo y la melancolía. Lo que no hay son tribus urbanas filantrópicas y bienhechoras.

Todas esas tribus de las que se ha hablado tienen existencia real, física, unas más (naturistas, tribus urbanas) y otras menos (ecoaldeas, bolos). Pero la telemática ha cambiado radicalmente el neotribalismo, Al romper las barreras del tiempo y del espacio, ha permitido la constitución de infinitas tribus que agrupan individuos de todas las latitudes sin necesidad de contacto personal. Son las tribus @, en las que se da una paradójica contraposición entre el alejamiento geográfico de sus miembros (situados en países distantes entre sí) y la inmovilidad geográfica de cada uno de ellos (siempre entre las cuatro paredes de la habitación). Glocalismo se ha llamado a este fenómeno, porque se funden en él la globalización con el localismo. 

La noción de neotribalismo procede del profesor parisino Michel Maffesoli. A su juicio, el contrato social roussoniano ha sido siempre una ficción, pero en nuestros días más que nunca. Nadie se ha puesto de acuerdo con todos sus congéneres para concluir -aunque que sea tácita o presuntamente- un contrato que determine las bases de la convivencia social. Los únicos acuerdos reales se hacen con personas afines y con la finalidad de formar grupos de intereses muy concretos. Ha terminado el tiempo de las grandes instituciones unitarias, lo que Maffesoil llama las <<macroestructuras>> -el Estado, el partido, el sindicato, la ideología...-, y se ha pasado a un tiempo de tribus. Desde el propio título de la obra en que Maffesoli expone sus teorías, Le temps des tribus (1987), queda claro este cambio de paradigma social. 

Nuestro tiempo -¿la posmodernidad?- ha pasado de estar presidido por la razón a estar presidido por la emoción. Ha acabado la era que empezó con el Siglo de las Luces. Ya no hay adhesión a las grandes ideas, sino solo afinidades electivas: gustos comunes por un deporte concreto, por una música, por una determinada forma de sexo, por cierto empleo del ocio, por una modalidad dietética o alimentaria, por un tipo de espiritualidad. Estos grupos que comparten los mismos gustos forman tribus. Con el empleo de la telemática, resulta que las tribus no son urbanas, ni rurales, ni centrales, ni periféricas, ni nacionales, ni extranjeras: todas estas categorías han desaparecido. Pero las tribus, tan imprecisas en su ubicación y en su composición, producen el efecto de devolver al hombre la individualidad que la sociedad de masas le había arrebatado. El hombre de hoy, que es multitribal -porque nadie pertenece a una sola tribu y cualquiera puede emigrar y pasar de una tribu a otra con solo pulsar las teclas del ordenador-, se siente arropado, acompañado, identificado -o, mejor dicho, reconocido en su identidad-. Esto es lo que tienen en común el tribalismo histórico y el neotribalismo. Lo que los diferencia es que las viejas tribus estaban geográficamente localizadas y eran estables, y las tribus modernas no tienen ubicación física y son cambiantes. Maffesoil ha dicho que, prescindiendo de la connotación religiosa, las modernas tribus son como pequeñas <<comuniones de los santos>>

La relación entre los miembros de las tribus es una relación de sintonía (relation de syntonie, o mutual tuning in relationship, en expresión de los sociólogos anglófonos, Emotionsgemeinschaft para los alemanes), muy distinta de la relación táctil (rapport tactile) de la sociedad de masas, en que la gente simplemente se roza. Pero la tribu necesita ir más allá: exige encuentros presenciales, aunque sean esporádicos, a través de celebraciones, conciertos, banquetes. Se vuelve entonces a la relación táctil, pero ahora de una tacticidad emotiva y vibrante, muy distante de esa otra relación táctil que no es más que el roce distraído de la multitud en una gran avenida. 

Quizá con menor sutileza conceptual, el escritor norteameriano Daniel Quinn, ha advertido, en su obra Beyond Civilization. Next Great Adventure (1999) que se aproxima una revolución neotribal -la New Revolution-, que abrirá una época sociocultural en que la civilización se atomizará progresivamente en tribus ecológicamente sostenibles. A su juicio, las aglomeraciones urbanas han supuesto una destrucción masiva de la biodiversidad y del ecosistema, y las tribus son la fórmula más eficaz para remediarla. No se trata de volver a una civilización de caza con lanza y cultivo con arado, sino simplemente a un retorno a la armonía ecológica perdida.

La consigna de Quinn es tajante: Break out!, es decir, huid, huid en masa, y huid para dispersaros. Daniel Quinn se ha convertido así en el máximo exponente de la Escapología práctica.

José María Lassalle (Ciberleviatán) El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital

CUERPOS EN RETIRADA

Como acabamos de analizar, la tecnología ejerce ya una hegemonía cultural sobre nuestro tiempo. De sus desarrollos y aplicaciones depende casi todo. También el ser humano, que vive atrapado en una experiencia intermediada por pantallas y sumergida en un flujo de datos que gestionan los algoritmos. Hasta el inconsciente humano vive simbólicamente adherido a la superficie de las interfaces digitales que se convierten en las nuevas vías de acceso a una identidad extirpada de lo corpóreo.

El humanismo vive en crisis. Y lo está porque el hombre ha perdido la centralidad y narrativa del mundo. Ni es la medida de todas las cosas ni tampoco el eje gravitacional del mundo. Esto es consecuencia de muchos factores, todos relacionados con la aceleración e intensificación de la revolución digital. Hemos pasado en muy poco tiempo, de una transformación digital desarrollada a partir de un modelo de <<acceso>> a los datos que circulaban por internet, a otro en el que la IA mediante programas computacionales que realizan operaciones propias de la inteligencia humana, comienza a controlar una parte significativa de nuestras decisiones. 

[...] Los cuerpos se retiran. Con ellos, el modelo de subjetividad sensible y autoconsciente que se producía a partir de la sensibilidad corpórea. La consecuencia es la mutación de nuestra identidad en sus fundamentos espitemológicos. Estamos dejando de conocer a los otros, al mundo y a nosotros mismos a través de las vías de conocimiento sensible que han acompañado a la humanidad desde sus orígenes conscientes. Una revolución íntima amenaza con desestabilizarnos más profundamente de lo que pensamos a renunciar al sabio desconocido que, según Nietzsche, habita en nuestro cuerpo como un señor poderosísimo del que han surgido nuestros pensamientos y sentimientos más sinceros. 

La marginación de nuestro ser corpóreo y la sabiduría que nos ha permitido llegar hasta aquí de su mano está provocando alteraciones muy profundas en las psicología humana y en su estructura sensible. Lo explica Byun-Chul Han cuando señala que <<el medio digital despoja la comunicación de su carácter táctil y corporal >> al proyectarse sin la presencia de un rostro. Se desmonta lo real y lo imaginario se convierte en una totalidad sustitutiva que prescinde de los cuerpos y elimina la distancia física que hacía posible, y constituía, la otredad. La transformación digital de nuestra identidad está modificando inconscientemente la estructura de la subjetividad humana. Al desactivar la capacidad de empatía que nos proporciona vivirnos corpóreos y sabernos con experiencias intercambiables, se liberan dinámicas de socialización que frivolizan y generalizan, por ejemplo, nuevos modelos de crueldad a través de procesos de empatía-cero que se desarrollan en las redes sociales.

[...] La posmodernidad, abrazada al capitalismo cognitivo, se abre camino llevada por la inercia de la crisis ilustrada y la urgencia de encontrar un principio que organice el conocimiento masivo que, en forma de datos, amenaza con asfixiarnos bajo su presión. La confluencia de estos factores hace que el principio rector del nuevo orden cognitivo del siglo XXI pudiera ser una administración computacional superior que solape al big data el poder regulador de una dictadura tecnológica a la que transfiera la capacidad humana de decidir. Algo que se insinúa en el horizonte temporal de nuestra civilización. Es la consecuencia del colapso de la subjetividad moderna ante un contexto de sobreinformación que miniaturiza su entendimiento. Pero también a la premura de tomar decisiones públicas de calado global que no admiten dilaciones estatales. Estos hechos justifican que se transfiera la capacidad humana de decidir sobre el mundo a la inteligencia más fiable de las máquinas.

El Ciberleviatán avanza sin resistencia ofreciendo a la humanidad una zona de confort en medio de las incertidumbres que provoca el desvanecimiento de la sociedad corpórea como referente de lo humano. Dentro del perímetro acristalado de las pantallas se ofrece orden y seguridad mediante un eterno presente, sin horizonte ni memoria, que se ilumina constantemente ante nuestros ojos mediante un flujo infinito de información que interpreta el mundo para nosotros, pero sin nosotros. Un flujo que nos succiona en forma de datos y nos reconfigura como parte de una soberanía tecnológica que nos hace renunciar a ser ciudadanos para convertirnos en un zoon elektronikón.

* José María Lassalle (Contra el populismo) Cartografía de un... 

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