Charles Pépin (Las virtudes del fracaso)

EL FRACASO COMO EXPERIENCIA DE LA REALIDAD
—una lectura estoica—

Lo que sí depende de ti es aceptar o no lo que no depende de ti.
                                                Epicteto

«Dios mío, dame fuerzas para aceptar lo que no puedo cambiar, la voluntad de cambiar lo que puedo cambiar, y la sabiduría de saber distinguir lo uno de lo otro»: con esta «oración», Marco Aurelio resume la sabiduría estoica. A semejanza de algunos fragmentos de los libros sagrados, estas palabras son de esas que tienen el poder de cambiar existencias. Marco Aurelio estuvo al frente del Imperio romano del año 161 al año 180: la sabiduría estoica es realmente una sabiduría de acción. ¿Qué es lo que nos dice exactamente? Que es vano intentar cambiar «lo que no depende de nosotros», que vano es querer modificar las fuerzas del cosmos en el estamos inmersos. Más vale usar nuestras fuerzas para actuar sobre «lo que sí depende de nosotros». Cuando menos intentemos luchar contra lo que no está a nuestro alcance, más podremos cambiar lo que sí lo está. Si nos agotamos queriendo cambiar lo que no se puede, no seremos capaces de intervenir allá donde sí se puede.

Pero si bien esta sabiduría parece de sentido común, a menudo somos incapaces de ponerla en práctica. Y es que somos demasiado «modernos». Alejados de esta sabiduría de los antiguos por siglos de progreso de las ciencias y de las técnicas, acunados desde la infancia por los «querer es poder», tenemos tendencia a creer que nuestra voluntad lo puede todo. Impacientes por vérnoslas con lo que buscamos, conjeturamos con frecuencia que todo depende de nosotros: nos hacemos una idea falsa de la realidad. La vemos como plastilina que podemos modelar a voluntad. Y desde luego no serán nuestros logros lo que nos convencerán de lo contrario. Cuando conquistamos lo que nos proponemos, no estamos en la mejor de las disposiciones para oír esa verdad que nos recuerda Marco Aurelio, y también Séneca o Epicteto, a saber, que la realidad a veces se resiste.

El fracaso nos ofrece la posibilidad de rendirnos por fin a la evidencia: existe por encima de nosotros algo que se llama realidad. Difícil negarla cuando resultados vencidos, cuando hemos dado lo mejor que teníamos pero, a pesar de todo, fracasamos. Y en esa realidad están efectivamente las cosas que dependen de mí y las que no; no siendo así, no habría fracaso. 

Ahora bien, esta distinción suele estar en el origen del éxito. El propio Marco Aurelio no deja de recordar en sus Meditaciones que hay que partir siempre de esta línea divisoria: antes de actuar, debemos empezar por identificar lo que no depende de uno y no intentar cambiarlo. Es necesaria la voluntad de cambiar lo que sí podemos cambiar. Hace falta la fuerza de no cambiar aquello que no podemos cambiar. Ganaríamos un tiempo y una energía considerables si fuéramos capaces de convertirnos en hombres y mujeres de acción estoicos.

[...] Los terapeutas, psicólogos o psicoanalistas confirman de hecho que los pacientes empiezan a mejorar cuando dejan de considerarse víctimas de una injusticia, el día en que empiezan a aceptar sus vidas tal como son, a decir «es lo que hay». Pero un «es lo que hay» rico en autoridad y valentía. No un «es lo que hay» agrio y lleno de resentimiento, sino un «es lo que hay» que estalla, atravesado por una fuerza de vida. Tampoco un «es lo que hay», ¡qué mala suerte tengo!, sino «es lo que hay, tengo que hacerme con ello y construir algo encima». Va a ser esta una de las mayores virtudes del fracaso (propiamente estoica): dotados de esta fuerza de afirmación de lo que hay y que no depende de nosotros, o ya no depende de nosotros. 

Santiago Alba Rico (Todo el pasado por delante)

LA CONDICIÓN POSLETRADA

Lo he dicho otras veces: el capitalismo va tan deprisa que ha dejado atrás al hombre mismo, el cual corre sin aliento, siempre rezagado, para acomodar su paso a una historia que ya no puede ser la suya. Un invento muy reciente, extraordinariamente poderoso, está a punto de desaparecer o quedar marginado sin haber agotado todas sus posibilidades internas: la escritura. Nació hace poco más de 4.000 años en Oriente Medio, Egipto y China y recibió un impulso decisivo hacia el año 900 a. C. en Grecia. cuyo alfabeto preciso, elegante y ligero ayudó a engendrar una mente nueva al mismo tiempo que un mundo susceptible -por primera vez- de orden y consenso. El alfabeto se convirtió en el umbral de lo que llamaré la condición letrada, un molde de percepción -maldito y venturoso- inseparable de todos esos hallazgos que identificamos con la historia misma del hombre: la objetividad, la división verdad/error, la ciencia y el derecho, el cuestionamiento de la fuerza y la autoridad personal, el carácter público de las leyes, el tiempo narrativo, la posibilidad misma de pensar de dentro afuera, al margen de las tradiciones colectivas y las inercias tribales. Hace poco más de 500 años la condición letrada encontró un potente vehículo de expansión en la imprenta de Gutemberg, gracias a la cual conseguimos robar la fabulosa técnica de Tor a los sacerdotes, gobernantes y burócratas para devolvérselas a los hombre.

De la Revolución francesa a la rusa, de las luchas anticoloniales al socialismo cubano, se comprendió enseguida que la condición letrada era, de algún modo -valga la redundancia-, la condición misma de la emancipación: es decir, de la igualdad, la democracia y la justicia o, lo que es lo mismo, de una auténtica condición humana. Para la izquierda fue siempre una cuestión de vida o muerte la alfabetización de esa mayoría planetaria sumergida en la miseria e intencionadamente separada de su propia conciencia, de manera que la escuela se convirtió -y sigue siendo- objetivo prioritario de todas las revoluciones victoriosas, tal y como vimos, a principios de este siglo, en Venezuela y Bolivia. Pero los progresos son lentos y allí donde se producen llegan demasiado tarde. Apenas 4.000 años después la condición letrada no solo no se ha generalizado, sino que retrocede en todo el mundo: antes de haber aprendido realmente a leer, se exige que nos adaptemos a un nuevo paradigma tecnológico y gneseológico.

La insistencia socialista en la educación letrada era desesperadamente certera. El problema es que la técnica de Tot es muy difícil; y la paradoja es que es esta misma dificultad la que proporciona a la escritura una ventaja incomparable que ningún otro medio posee. La dificultat de las letras estriba en que integran orgánicamente actividad y pasividad: no se puede aprender a leer sin aprender al mismo tiempo a escribir, y todos los lectores, por el simple hecho de serlo, son al mismo tiempo escritores. En realidad el solfeo, la programación informática o la manufacturación de imágenes -por citar algunas- son técnicas mucho más complicadas que la escritura. Pero, al contrario de lo que ocurre con la lectura, uno puede disfrutar de Beethoven sin saber armonía, contemplar y entender una película de Kurosawa sin aprender dirección cinematográfica y chatear y navegar por internet sin estar familiarizado con la informática. La paradoja es que si hace falta promocionar heroicamente la lectura, si hay que dedicar dinero y esfuerzo a hacer campañas en favor de la condición letrada, si es tan difícil conquistar un nuevo lector -mientras la televisión y el ordenador se imponen solos- es justamente por su superior calidad democrática. Por decirlo con Pitágoras, los lectores son matemáticos -activos, productivos, creativos- mientras que los espectadores e internautas, a merced de opacos programadores, son solo acusmáticos.

No sabemos aún qué son exactamente las nuevas tecnologías ni qué nueva mente están engendrando. No sabemos si internet es una técnica como la escritura, una herramienta como la imprenta, un nuevo continente como América o un órgano como nuestro riñón derecho. Lo que sí podemos decir es que nos introduce -nos está introduciendo ya- en una condición posletrada; en una condición en la que lo decisivo, como nuevo marco de percepción, no es ya la letra pública ni, como a menudo suele creerse, el dígito oculto, sino la pantalla encendida. La expresión no es elegante, pero a la espera de forjar una mejor podríamos hablar de condición pantállica. 

El papel está condenado a desaparecer no porque sea ecológicamente insostenible o caro, sino porque está muerto: recibe la luz de nuestro ojos y exige por lo tanto una atención intensa y disciplinada. Por eso la filosofía está orgánicamente atada a la madera y no sobrevivirá a su muerte. En su lugar, la pantalla está viva: emite su propia luz y, si resulta por ello más atractiva, demanda una atención mucho más débil y superficial; una atención dispersa, fugitiva, vaporizada, si se quiere, en la simultaniedad de las muchas pantallas abiertas al mismo tiempo antes nuestros ojos. Ningún cerebro finito estará jamás a la altura de la infinita potencia tecnológica de la red; ninguna razón finita podrá encontrar ahí la linealidad y sucesión que le proporcionan la frase y la hoja de papel -que solo se puede pasar despacio-.

Nunca fuimos realmente letrados, nunca llegamos a ser letrados, y ya no podemos serlo. La población mundial está cada vez más dividida entre analfabetos y posletrados. La franja propiamente letrada se encoge cada vez más y con ella todas las posibilidades entrevistas hace 4.000 años y nunca desplegadas por completo. ¿También el socialismo? Frente al entusiasmo acrítico de tantos internautas, la izquierda debe atreverse quizás a reconocer que también tecnológicamente está perdiendo la partida. Enseñar a leer ya no sirve. Y es a partir de este hecho desnudo -la condición posletrada y tal vez poshumana de la historia - que debe replantearse todas sus estrategias.

Manuel Cruz (La flecha (sin blanco) de la historia)

El resultado global, desde el punto de vista de la experiencia del individuo, es que el mundo en su conjunto se ha endurecido de manera extraordinaria. Dicho resultado se podría vincular—hasta el punto de que incluso podría ser considerado un desarrollo de ello— con lo que planteaba el novelista francés Michel Houellebecq acerca de la sociedad actual como ampliación del campo de batalla en la novela del mismo título (aunque bien podría afirmarse que hace lo propio en el resto de sus obras), ampliación en la que la lógica de la competitividad, del antagonismo, del darwinismo social habría impregnado absolutamente todas las regiones de la experiencia humana.

A nadie se le escapa que, con toda probabilidad, un gramsciano sostendría que nos encontramos en una situación que permite visibilizar de manera casi perfecta el concepto de «hegemonía», que viene a significar el dominio absoluto de un sector o clase social en todas las esferas de lo real. Tal vez, pero ello no impide señalar alguna diferencia, como la de que Gramsci todavía parecía pensar en términos de heterogeneidad de esferas, controladas por un mismo y solo poder, mientras que el problema en la actualidad es que todas las esferas han quedado homogeneizadas bajo el modelo de la esfera económica. Ahí está, por si hiciera falta a estas alturas algún ejemplo, la deriva sufrida por algunas ideas, cuyo significado también ha sido empapándose de determinaciones economicistas. Sin ir más lejos, la venerable idea de progreso ha dejado de plantearse como un instrumento teórico que daría cuenta del aumento del bienestar de los individuos y de las sociedades, o que describiría la mejoría de sus dimensiones espirituales, para pasar a referirse, casi en exclusiva, a indicadores macroeconómicos (prima de riesgo, PIB, costo de la deuda soberana, etc), ajenos por completo a las personas e incluso a los grupos. 

En realidad, puestos a buscar antecedentes que nos proporcionen las claves mayores para la inteligibilidad de lo que nos está ocurriendo, probablemente resultaría de mayor utilidad remontarse (de nuevo) a Marx, y evocar su clásica tesis según la cual las relaciones humanas han terminado por convertirse bajo el capitalismo en relaciones económicas, tesis presente desde bien temprano en sus textos de Marx, pero rotundamente expuesta en el Manifiesto comunista. El matiz fundamental que correspondería ahora introducir, y que marcaría en cierto modo la diferencia específica de nuestro presente, es que esa determinación por parte de lo económico, subyacente en cierto modo desde siempre en la historia, había emergido en esta fase del capitalismo a la superficie de la conciencia y de las relaciones humanas. De ser cierta esta hipótesis, se les estaría dando la razón a quienes describen nuestra época como una nueva Edad Media. En un aspecto al menos al menos el paralelismo estaría justificado: también hoy la ideología ha dejado de cumplir la función, en la que anduvo ocupada prioritariamente en las fases anteriores del capitalismo, de oscurecer la auténtica naturaleza de las relaciones de producción. Hoy, su tarea es más bien la de proporcionar a los individuos los argumentos ya no para legitimar el sistema económico sino para hacerlo soportable, de manera análoga a como la religión en el Medievo convertía en llevadera una vida de explotación e injusticia a base de considerarlas, toda ella, como un transitorio valle de lágrimas.

En cualquier caso, el matiz de que la esfera económica ha alcanzado una hegemonía casi absoluta en todas las regiones de lo real resulta completamente imprescindible para no interpretar que nuestra afirmación inicial acerca del endurecimiento del mundo aludía tan solo al endurecimiento de las condiciones materiales de la vida de los ciudadanos. En este sentido, cabría afirmar que lo característico de la sociedad actual sería que, más allá de lo planteado por el calvinismo (o, en su versión filosófica, por el kantinismo), que instaba a la interiorización de la ley moral, ahora lo que el individuo estaría interiorizando sería el entero orden del mundo (esto es, campo de batalla, ampliado en la forma que acabamos de señalar), sintiéndose responsable también de su ineficiencia en cualquier ámbito a través de la falacia del empresario de sí mismo, antes mencionado.

Pero el caso es que la creciente complejidad y agresividad de las nuevas realidades sociales, unida a la imagen deformada que de ella nos transmiten los mass media y a la pobreza de los dispositivos que esta sociedad proporciona para relacionarse con las mencionadas realidades, provocan que, sin grandes resistencia, los ciudadanos acaben, efectivamente, por responsabilizarse de prácticamente todo: de sus enfermedades, por no haberse cuidado lo suficiente; del cambio climático, por su escasa preocupación por el reciclaje de los residuos domésticos; de las exclusiones, por su falta de empatía con los diferentes; de la crisis económica, por haber vivido supuestamente por encima de sus posibilidades, y así hasta el infinito.

Marta García Aller (El fin del mundo tal y como no conocemos) Las grandes innovaciones que van a cambiar tu vida

FILTRO BURBUJA

El nacionalismo económico que quiere cerrar las fronteras ha resurgido al tiempo que se han hundido el prestigio y la credibilidad de las élites de los países occidentales a raíz de la crisis financiera. Paradójicamente, también internet y las redes sociales han jugado un papel crucial en construir esos nuevos muros mentales, ayudando al auge de los nacionalismos xenófobos y el populismo. No por tener más información que nunca estamos mejor informados.

La cobertura de noticias internacionales ha decrecido radicalmente. Aunque internet es una red mundial, se utiliza sobre todo para transmitir información local. Y las noticias que llegan de otros países son básicamente negativas. En Estados Unidos, solo el 11 por ciento de las noticias se ocupan de los asuntos exteriores y se reducen básicamente a Afganistán e Irak. En Francia y Alemania el porcentaje es aún menor. El volumen de la cobertura de noticias internacionales ha disminuido del 27 por ciento en 1987 al 11 por ciento en 2010. Y las redes sociales no son tan globales. Sólo el 4 por ciento de las amistades de Facebook están fuera de las fronteras nacionales.

«Cuantas más interacciones se tienen con el exterior, menos se percibe como una amenaza —explica Ghemawat—. Y hay una fuerte correlación entre no saber mucho de los demás países y tenerles miedo. Los países que están profundamente conectados a los flujos internacionales de información son menos propensos a ver sus culturas con una superioridad nacional. 

En los tres meses previos a la victoria de Trump, tuvieron más difusión las veinte noticias falsas más compartidas sobre la campaña estadounidense que las verdaderas. No. El papa no apoya a Donald Trump, ni Hillary Clinton le había vendido armas al ISIS. Pero tampoco nuestras vacaciones en Tailandia fueron perfectas, la paella nos quedó tan rica, ni el niño está siempre tan mono. Que la criatura también llora, vomita y se desvela por las noches. Pero esos no son los videos que compartimos. Lo que se comparte en el escaparate global es local y sesgado.

En España, las tres noticias más leídas en las redes sociales en 2016 eran falsas. En internet arrasan las mentiras. También las nuestras. Y que sean o no ciertas las noticias que se comparten es secundario para mucha gente al lado de lo que verdaderamente importa: que nos den la razón. Así que la era global de la comunicación nos está haciendo, paradójicamente, más tribales y aislacionistas. Y más manipulables.

Vivimos en burbujas informativas con la ilusión de globalidad, porque podemos rodearnos de personas repartidas por todo el planeta con ideas afines a las nuestras. Y como en las redes no buscamos noticias, sino que nos den la razón, la verdad es la gran damnificada. Esta zona de confort virtual crea votantes vulnerables y desinformados.

Zygmunt Bauman, el filósofo que bautizó nuestro tiempo como el de la modernidad líquida, se lo explicaba así al periodista Gonzalo Suárez en una de las últimas entrevistas que dio antes de su muerte a los 91 años:

Yo recuerdo los años en los que no había ni televisión. Así que imagina el optimismo que sintió la gente cuando salió de sus pueblos y abrió los ojos ante la World Wide Web. Internet aportaba los cimientos para crear una humanidad en la que todas las piezas estuvieran en contacto y se entendieran mutuamente. Sin embargo, los estudios sociales indican lo contrario: esta maravilla tecnológica no solo no te abre la mente, sino que es un instrumento fabuloso para cerrarte los ojos. Hay algo que no puedes hacer offline, pero sí online: blindarte de los enfrentamientos con los conflictos. En internet puedes barrerlos bajo la alfombra y pasar todo tu tiempo con gente que piensa igual que tú. Eso no pasaba en la vida real: en cuanto sales a la calle y llevas a tus hijos al colegio, te encuentras con una multiplicidad de seres distintos, con sus fricciones y sus conflictos. No puedes crear escondites artificiales. 

En un mundo saturado de información global, el cerebro opta por quedarse con lo que mejor comprende y más se parece a lo que piensa. Y el algoritmo, que filtra la información por afinidad, puede romper las barreras geográficas, pero no los prejuicios ideológicos. Es lo que Eli Pariser, activista y fundadora de la web Upworthy, bautizó con acierto como «filtro burbuja» en 2011.

La consecuencia de recibir solo noticias que le dan a uno la razón es la polarización de una opinión pública cada vez más encantada de conocerse. De ello se aprovechan estos nacionalismos xenófobos de nuevo cuño, tanto en Europa como en Estados Unidos, que están haciendo tambalearse la ilusión del cosmopolitismo de las últimas dos décadas. Había un sentimiento racista que ha salido del armario y ha vuelto con fuerza una búsqueda de la identidad nacional de la vieja mayoría.

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