Lorenzo Bernaldo de Quirós (En defensa del pluralismo liberal) Contra las religiones posmodernas

La Iglesia animalista o la Santa Hermandad entre las Bestias

Una de las religiones seculares con mayor potencia expansiva y capacidad de atraer creyentes con una considerable trasversabilidad es la «animalista», esto es, la secta que promueve y lucha por la extinción de los derechos disfrutados por las personas a las bestias, en el sentido etimológico del término. Aunque, como ha señalado Murray N. Rothbard, esta postura tropieza con múltiples dificultades, incluidas las concernientes a qué tipología animalesca deberían ver protegidos sus derechos y cuáles no si este criterio debería incorporar a todos los seres vivos, bacterias y plantas incluidas, el debate sobre esta cuestión tiene una mayor envergadura. De hecho, la concesión a cada miembro de las especies no humanas de derechos similares o iguales a los disfrutados por los hombres supone un vaciamiento absoluto de su significado y conduce de manera inevitable a lesionar los de los individuos. Por añadidura, implica ignorar y vulnerar el valor prioritario que todas las sociedades civilizadas han concedido a la vida humana.

A lo largo de la historia, la defensa de los derechos de los animales ha estado asentada en una falsa premisa, a saber, que éstos han de ser establecidos para proteger a las bestias de los innecesarios sufrimientos causados por la crueldad humana. Esa posición dio un salto cualitativo al señalar numerosos autores que algunos bichos, permítase el casticismo, tienen capacidad, eso sí a su manera, de razonar, de comunicarse a través del lenguaje y de ejercer un autocontrol consciente, lo que los hace ser acreedores de derechos. Y ese discurso alcanza las cumbres del disparate cuando uno de los padres del animalismo contemporáneo, Peter Singer, sostiene que: «No hay nada ni sé nada que me permita decir que una vida humana de cualquier calidad, por baja que sea, es más valiosa que una vida animal de cualquier calidad por alta que sea».

Los animalistas atacan de manera frontal los rasgos que distinguen al hombre del resto de las especies animales: su capacidad de razonar, de reconocer principios morales y, por tanto, de asumir la responsabilidad de sus actos y la dirección de su vida. Para ellos, «discriminar entre seres vivos en función de su especie es una forma de prejuicio, inmoral e indefendible, del mismo modo en que son inmorales e indefendibles las discriminaciones basadas en la raza». Esa declaración programática permite a activistas como Ingrid Newkirk (PETA) afirmar: «Seis millones de judíos murieron en los campos de concentración, pero seis millones de pollos parecen cada año en los mataderos». El único ser human «puro», ha teorizado Newkirk, es el hombre muerto. «Sólo los muertos son verdaderos puristas, alimentando a la tierra y a los seres vivos en lugar de destruirlos». 

La asimilación del hombre al resto de los animales ignora el valor que Occidente le ha concedido, su carácter único y singular. Para los animalistas, el individuo es una especie animal más. Ahora bien, si no hay diferencia entre el Homo sapiens y los gatos, los perros, las ratas y las bacterias, es absurdo tratarlos de manera distinta y, sobre esa base, es muy probable que no se termine por tratar a las bestias como humanos, sino a los humanos como bestias. La extensión de este principio y sus últimas consecuencias lógicas lleva directamente a Belsen, a Buchenwald, a Dachau, a Treblinka o a Auschwitz, donde los alemanes y los judíos tomaron respectivamente el lugar del lobo y el cordero. No es de extrañar que la protección de los animales fuese una de las prioridades legislativas del Tercer Reich y que la dieta vegetariana fuese practicada por gran parte de la élite nazi, incluyendo al Führer, El vegetarismo era considerado «un signo de pureza y comer carne [...] un símbolo de la decadente civilización que todavía practica actitudes de dominio sobre los animales». 

[...] Al margen de lo expuesto hasta el momento, surgen un sinnúmero de preguntas cuya respuesta es de una extraordinaria complejidad. ¡Cómo se resuelven los conflictos entre los derechos de los individuos y los de los animales? ¿Conforme a qué jerarquía? ¿Qué tratamiento se da al «asesinato» de una oveja por un lobo? ¿Es posible, como han proferido algunos animalistas, considerar que una gallina sea violada por un gallo en las granjas de cría? La casuística es interminable y daría lugar a una legislación y a una jurisprudencia arbitrarias y surrealistas. Esto podría llevar a una grotesca situación en la que sería necesario pedir permiso al gobierno para poner un raticida en casa, para cocinar un pollo o para diseccionar a un conejo. Si se concede a los poderes públicos la facultad de actuar en defensa de los intereses de los animales, el resultado será la creación de una vasta e intrusiva burocracia y de una estructura judicial grotesca e inoperante, ambas dotadas de una muy considerable capacidad discrecional para limitar los derechos de los individuos, que son los únicos que importan. 

El rasero para medir el trato a los animales son los intereses de las personas. Éstos pueden ser estéticos, humanitarios o de cualquier otro tipo. Es indeseable y bárbara la crueldad hacia las bestias, pero eso no tiene nada que ver con la aberración e pretender conceder derechos propios del ser humano a una rana antropomorfizada o al entrañable Bugs Bunny. Si un exceso de población de conejos amenaza las cosechas, han de ser exterminados. Si la investigación médica exige hacer vivisecciones, han de ser hechas. Si los lobos atacan los rebaños, pues ya saben... Ningún sistema legal ni ninguna sociedad en la que la garantía de los derechos humanos, los del individuo, es el factor legitimador de su existencia puede y debe actuar de otra forma. 

La Iglesia feminista radical o la apología de la desigualdad

[...] La tercera ola del feminismo radical mantiene la división de la sociedad en dos clases: los hombres y las mujeres. Reafirma la existencia de una guerra sin cuartel con los varones para terminar con el patriarcado imperante y asume la concepción de que la dominación de los varones sobre las hembras está causada por una superestructura pública y privada que consagra unas relaciones de poder, de la familia a las comunidades más extensas, que impone el ordeno y mando del macho patriarca. Esa situación, existente durante siglos, ha causado serios perjuicios a las mujeres, que han de ser reparados. Para cerrar esa brecha discriminatoria no basta con tener los mismos derechos ni recuperar la propiedad de su propio cuerpo. Es preciso dar un paso más y tener en cuenta que la lucha contra la tiranía patriarcal precisa de coerción estatal. Esto conduce a la demanda de políticas de discriminación positiva, sin las cuales es imposible que exista una verdadera igualdad de géneros.

La secta feminista radical ha logrado en las últimas tres décadas una influencia extraordinaria, que ha aumentado a medida que ha extremado su mensaje y la ha dotado de mayor sectarismo, logrando que buena parte de los propios hombres hayan aceptado con un acongojado sentimiento de culpa su papel ancestral de verdugos, convirtiendo en tabú la puesta en cuestión de sus demandas y, por supuesto, de cualquier crítica de sus mensajes en los foros públicos. Las feministas han convertido a las mujeres en uno de los animales sagrados, entiéndase ese adjetivo como una metáfora, de las religiones posmodernas, una de las especies representadas en el zoo de la corrección política. Además, sus vestales han logrado construir toda una mitología falsa o, al menos, una sesgada casuística que fundamenta sus reivindicaciones y sus protestas.

En este sentido, es interesante pasar revista a algunas de las demandas del radical-feminismo contemporáneo que suponen una distorsión de la realidad, oculta bajo la avalancha de una propaganda masiva de desinformación. Para comprender esta aseveración es útil analizar la situación de la mujer en términos comparados, es decir, contrastar el estado de la cuestión en un país X, España, por ejemplo, con la existencia en otras sociedades democráticas avanzadas. De este modo, es posible tener una visión equilibrada, rigurosa y real de la cuestión. Cualquier otra fórmula es sólo un ejercicio propagandístico con castañuelas demagógicas. Desde esta perspectiva, las estadísticas disponibles a escala internacional son muy numerosas y ofrecen resultados muy diferentes a los esgrimidos por el feminismo hispano. 

[...] La violencia de género en todas sus manifestaciones es uno de los temas básicos de la agenda feminista. combatir esta lacra es una obligación de cualquier sociedad y de los poderes públicos y, en ningún caso, es monopolio de nadie. Dicho esto, la existencia en las Españas es de las más bajas de la Unión Europea. Es el territorio de la UE-27 en el que ese tipo de actividad criminal está en niveles muy inferiores a la media. Sólo Italia, Francia y Países Bajos tienen tasas de esa modalidad delictiva inferiores a la vigentes en la vieja Piel de Toro, y ese dato se ha mantenido estable durante los postreros veinte años, esto es, desde bastante antes de la promulgación de la legislación especial sobre esta cuestión. Dicho esto, la introducción de un tratamiento legal-penal diferente, por razones de género, para los actos delictivos cometidos por seres adultos y racionales es contrario al principio de igualdad ante la ley y, en consecuencia, incompatible con la esencia de un Estado de Derecho. 

Victor Klemperer (LTI - La lengua del Tercer Reich)

[...] La mecanización inequívoca de la persona, sin embargo, queda reservada a la LTI. Su creación más característica en este ámbito, y quizá también la más temprana, se llama gleichsalten [sincronizar, coordinar, uniformar, homogeneizar]. Se percibe el pulsador que hace que las personas —no las instituciones, no las administraciones impersonales,— adopten una postura y un movimiento automático y uniforme; maestros de diferentes centros, grupos de diversos funcionarios de la administración de justicia o tributaria, miembros de los Cascos de Acero o de las SA, etcétera, son «coordinados» [gleicheschalter] casi ad infinitum. 

Esta palabra resulta tan terriblemente representativa de la convicción básica del nazismo que forma parte de las escasas expresiones a las que el arzobispo cardenal Faulhaber concedió el honor de satirizarlas en sus sermones de Adviento. En los pueblos asiáticos de la Antigüedad, dijo, la religión y el Estado estaban «coordinados». Al mismo tiempo que el príncipe de la Iglesia, algunos cabaretistas de poca monta también se atrevieron a proyectar una luz cómica sobre el verbo. Recuerdo a un presentador que, con ocasión de una «excursión sorpresa» de la Asociación Excursionista, declaró, cosechando grandes aplausos, que la naturaleza acababa de ser «coordinada«.

No existe en la LTI ninguna otra intrusión de términos técnicos que manifieste la tendencia a la mecanización y automatización de manera tan descarnada como este «coordinar». La expresión se utilizó durante los doce años: al principio con mayor frecuencia por el simple motivo de que todas las «coordinaciones» y «automatizaciones» se llevaron a cabo muy pronto y se convirtieron en algo del todo natural.

Otras expresiones adoptadas del ámbito de la electrotecnia son menos graves y menos inequívocas. Cuando aquí y allá se habla de corrientes de energía que confluyen en la naturaleza de un líder o que emanan de ella —tales cosas se pueden leer, con diversas variantes, sobre Mussolini y Hitler—, se trata de fórmulas metafóricas que remiten tanto a la electrotecnia como al magnetismo y se hallan, por consiguiente, próximas a la sensibilidad romántica. Esto llama la atención sobre todo en Ina Seidel, quien tanto en sus creaciones más puras como en su pecado más grave recurrió a la misma metáfora eléctrica..., pero Ina Seidel es un triste capítulo aparte.

Pero ¿puede calificarse de romántico que Goebbels, hablando de un viaje a las ciudades del oeste destruidas por los bombardeos, mienta patéticamente al decir que él, que pretendía dar ánimos a los afectados, se sentía «recargado» por su inquebrantable heroísmo?. No, en este caso solo actúa, sin duda, la costumbre de humillar al ser humano convirtiéndolo en aparato técnico.

Lo digo con toda determinación, por cuanto en las otras metáforas técnicas del ministro de Propaganda y del círculo de Goebbels la referencia directa a lo maquinal predomina sin ninguna reminiscencia de supuestas corrientes de energía. Las personas activas son comparadas una y otra vez con motores. Así, por ejemplo, sobre el gobernador de Hamburgo se afirma en el Reich que trabaja como «un motor que funciona al número máximo de revoluciones». La concepción básica mecanizante queda demostrada con mayor claridad y de forma mucho más grave que en esta comparación —que al menos traza una frontera entre la imagen y el objeto comparado por ella— en la siguiente frase de Goebbels: «En un tiempo no muy lejano funcionaremos al número máximo de revoluciones en una serie de ámbitos». O sea, ya no nos comparan con máquinas, sino que somos máquinas. Nosotros, esto es, Goebbels, el gobierno nazi, la totalidad de la Alemania hitleriana, que ha de recibir ánimos en una situación de grave miseria, de una terrible pérdida de sus fuerzas; y el elocuente predicador se compara y hasta se identifica a sí mismo e identifica a todos sus fieles con máquinas. Resulta imposible imaginar una mentalidad más desespiritualizada que la que aquí se revela.

Cuando el uso mecanizante de la lengua alcanza de manera tan directa a la persona, resulta lógico que procure asir también algo más próximo: los objetos situados fuera del ámbito técnico. No existe nada que no pueda ponerse en funcionamiento, que no pueda revisarse como una máquina al cabo de un tiempo prolongado de servicio, como un navío al cabo de un largo viaje, no existe nada que no pueda encauzarse en un sentido u otro y, por supuesto, —¡oh, lenguaje del incipiente Cuarto Reich!—, todo puede montarse. 

[...] Pero el lenguaje ¿lo saca realmente a la luz? No ceso de darle vueltas a una palabra que oigo una y otra vez ahora que los rusos procuran reconstruir nuestro sistema escolar destruido: se suele citar la frase de Lenin según la cual el maestro es el ingeniero del alma. También se trata, desde luego, de una imagen técnica, quizá de la más técnica de todas. Un ingeniero trabaja con máquinas y, si es considerado la persona adecuada para cuidar el alma, deberé concluir que se toma el alma por una máquina...

¿Debo llegar realmente a esta conclusión? Los nazis enseñaban siempre que el marxismo es materialismo y que el bolchevismo supera, en cuanto a materialismo, a la doctrina socialista, puesto que procura imitar los métodos industriales de los norteamericanos y adopta sus pensamientos y sentimientos tecnificados. ¿Qué hay de cierto en todo ello?

Todo y nada.

Sin duda, el bolchevismo aprende de la técnica de los norteamericanos y tecnifica su país con fervor, lo cual debe dejar una impronta significativa en su lenguaje. Pero ¿por qué tecnifica su país? Para procurar a sus habitantes una existencia digna de un ser humano, para ofrecerles la posibilidad de un ascenso espiritual, apoyándose en una base física mejorada y reduciendo la carga opresiva del trabajo. La cantidad nueva de términos técnicos en su lenguaje demuestra, pues, precisamente lo contrario de lo que demuestra en la Alemania de Hitler: se refiere a los medios con que se lucha por la liberación del espíritu, mientras que, en Alemania, las intrusiones de la técnica me llevan a inferir, necesariamente, la existencia de una esclavización del espíritu.

Cuando dos hacen lo mismo... Un adagio del todo trivial. En mis apuntes de un filólogo quiero hacer hincapié, sin embargo, en la fórmula propia de mi profesión: cuando dos personas emplean la misma forma de expresión, no necesariamente han de partir de la misma intención. Precisamente aquí y ahora quiero subrayarlo una y otra vez, con trazos bien gruesos, pues nos resulta sumamente necesario conocer el verdadero espíritu de los pueblos, de los cuales permanecimos durante mucho tiempo excluidos y sobre los cuales oímos tantas como sobre el pueblo ruso... Y nada nos acerca tanto al alma de un pueblo como su lenguaje... Así y todo: «coordinar» e «ingeniero del alma»..., expresiones técnicas en ambos casos, pero la metáfora alemana emite a la esclavitud, y la rusa, a la libertad. 

Jorge Alemán (Ideología) Nosotras en la época. La época en nosotros

 Captura del Mayo del 68

El gobierno de las almas originado a partir del neoliberalismo, ha desembocado en una subjetividad que se revela como ajena a todas las coordenadas simbólicas que conocíamos. La subjetividad capitalista está construida de tal forma que en ella se desconocen los legados históricos y se desenvuelve en un presente absoluto, sin atender ni querer saber nada de proyectos políticos. Este presente absoluto también atenta contra la temporalidad implícita en la historia singular de cada uno. Temporalidad que describo apoyándome en la fórmula lacaniana: lo que habré sido para lo que estoy llegando a ser. En cambio, para el neoliberalismo, la existencia se tiene que jugar en el presente absoluto y de ese modo poder ser remitida a la circulación de «novedades». La novedad es la firma del presente absoluto. En este aspecto es necesario diferenciar lo «nuevo», en tanto contingencia incalculable e imprevisible, del circuito iterativo de las novedades. Lo nuevo que remite a lo nuevo encubre la compulsión a la repetición. Incluso los proyectos que se inauguran con una indudable vocación emancipatoria pueden ser integrados en la «avidez de novedades».  Un ejemplo culminante del modo en que el neoliberalismo puede incluir un pensamiento crítico en el circuito mercantil de la novedad fue el conocido Mayo del 68. Al poco tiempo, las premisas del 68, como es sabido, dieron forma a un nuevo espíritu del capitalismo. El nuevo Amo comenzó a privilegiar las iniciativas novedosas, el talento original, la imaginación y la creatividad, siempre que todo eso, claro está, se organizase a través del orden del mercado.

Los estudiantes del 68 habían atravesado violentamente, si se puede decir así, el fantasma del progreso y habían captado la inconsistencia que el Otro simbólico encarnaba en la realidad. De este modo el 68 hizo surgir un «no saber» sobre la vida de los lazos sociales. Por eso la revuelta fue posible e introdujo una crisis ético-política sin precedentes en Europa. Pero aún quedaba por venir un Amo: el Discurso capitalista, que iba a realizar una operación distinta; mientras la falta asoma en un tiempo sincrónico se colma la misma con la presencia de un objeto, que a la vez renueva la insatisfacción del deseo. Al respecto, se puede evocar aquel momento en el cual Lacan en el Panteón de París se dirigió a los estudiantes y les dijo algo muy revelador: ¿Ustedes quieren un amo? Lo van a tener. Y fue precisamente el nuevo amo del mercado el que irrumpió para dominar y «saciar» las consignas del 68, tales como la imaginación al poder o seamos realistas, pidamos lo imposible. Es cierto que el Amo al que los estudiantes invocaban no tenía un sostén tradicional ni tampoco estaba ligado a las herencias históricas. Tal vez por eso los manifestantes no podían dislumbrar que efectivamente la renovación del capitalismo necesitaba de discursos neoliberales para producir ese deseo en la subjetividad, hasta poder incorporarlo en términos de libertad. Esta traducción del Mayo del 68 puede dar cuenta de la capacidad del discurso capitalista, en su circularidad, para reintegrar lo que se presentaba como una ruptura y un  nuevo ciclo en una nueva transformación. 

En este sentido, se entiende que los manifestantes actuales frente al confinamiento se sientan «libertarios» cuando en realidad lo que hacen es «servir voluntariamente» al avance del capitalismo, porque al decirse a sí mismos que están siendo coaccionados bajo un poder dictatorial, con su demanda de «libertad» están favoreciendo a las Horcas Caudinas del mercado. En cierta forma, el neoliberalismo ha logrado atrapar muchos elementos que los pensamientos conservadores tradicionales y los pensamientos liberales aún no conseguían reabsorber; ésta era la razón de sus distintas crisis de legitimidad. Esto se resolvió con la configuración de una subjetividad que opera como aliada del capitalismo, y en donde las crisis en lugar de debilitar su movimiento lo que hace no es otra cosas que relanzarlo, fortaleciendo con ello su estructura de dominación. Por todas estas razones se confirma desde hace tiempo que el capitalismo tiende hacia un nuevo tipo de estado de excepción. Lo que antes exigía un golpe militar clásico, ahora se desplaza y se condensa en un poder que constituye un conglomerado de corporaciones, grupos financieros y conexiones internacionales, cuya novedad reside en alcanzar al menos —parcialmente— el aparato psíquico. Como ya he afirmado en distintas ocasiones, eso le otorga a la denominada ideología una forma de penetración en el orden fantástico (y viceversa) que sostiene al sujeto en su realidad. En la subjetividad producida por el capitalismo, la interpelación ideológica descrita por Althusser se inscribe en las exigencias del superyó específico del tiempo neoliberal. Hay que recordar que la destrucción de los diversos grupos de pertenencia, como son los sectores populares, la vida barrial o las familias, no sólo no reducen la potencia mortífera del superyó sino que la amplifican. 

Susan George (El Informe Lugano II*) Esta vez, vamos a liquidar la democracia

 Ficciones gemelas: democracia y derechos humanos

La confidencialidad de este informe nos permite nombrar y analizar varios principios pasados de moda. El primero es la democracia. Postular que millones de personas que no saben nada de nada deberían tener derecho de decidir cómo hay que gobernarlas ya no es una idea viable. El arte del gobierno es complejo: intervienen demasiados parámetros jurídicos, técnicos y políticos; lo que está en juego es demasiado importante. En resumen, es una cuestión que más vale dejar a los especialistas, los expertos y los elementos mejor preparados para gobernar: las élites.

Otro concepto obsoleto es la idea más reciente de derechos del hombre o derechos humanos, a la que en breve dedicaremos nuestra atención. Sin embargo, en una época en que la democracia está directamente vinculada a estos derechos -o incluso considerada como uno de éstos-, debemos expresarnos con total claridad. No recomendamos en absoluto atrocidades como la tortura o el encarcelamiento ilegal y tampoco deseamos restringir libertades, pensamiento, expresión y reunión.

La religión puede convertirse en una fuente de problemas y de revueltas con demasiada facilidad si los ciudadanos consideran que sus decisiones espirituales han sido violadas, por muy estúpidas o desacertadas que sean sus creencias. La opinión y la expresión son fáciles de mantener dentro de los límites de lo razonable mientras se pueda contar con medios de comunicación dóciles y sin sentido crítico, como lo son casi todos hoy en día. No debe ponerse ninguna traba al sector editorial. Repetiremos que no hay que llamar la atención ni generar controversias mediante la censura cuando resulta relativamente sencillo escribir superventas que saturan las librerías y celebran el estilo de vida capitalista. Como las múltiples variantes modernas del cuento de la chica pobre que se casa con un príncipe o del inadaptado de clase que se hace millonario. Así como las llamadas obras de desarrollo personal, género muy extendido cuyo mensaje es evidente: cuando alguien no se siente bien consigo mismo, es siempre culpa suya, nunca del sistema en el que vive y trabaja.

¿Y qué decir de la libertad de reunión? Cuando se reúne un número elevado de personas, suele ser con motivo de un acontecimiento deportivo o un concierto de rock. Pero si alguien quiere organizar un mitin o expresar opiniones minoritarias ante algunas docenas o centenares de personas, no vemos ningún inconveniente. Llamenos a este tipo de cosas el derecho al desahogo, a la válvula de seguridad. Ni que decir tiene que el derecho a la propiedad, sin restricciones cuantitativas ni cualitativas, es un valor positivo que merece ser fomentado y salvaguardado. 

En lo que respecta a los derechos humanos, los textos precursores son los documentos de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) en Francia, y las diez primeras enmiendas a la Constitución de Estados Unidos, que colectivamente se llaman Bill of Rights (Carta de Derechos) (1791), concebidas por James Madison para limitar los poderes del Estado federal y garantizar las libertades individuales. 

A partir de entonces, muchos de estos derechos vinculados a la democracia se han visto consagrados en las constituciones nacionales. La Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada en 1948 por las Naciones Unidas va aún más lejos, por ejemplo en lo relativo a los derechos políticos previstos en el artículo 21:

- Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos.

- Toda persona tiene el derecho al acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país.

- La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público.

Que el pueblo crea que estas disposiciones son ciertas no puede hacer ningún daño. Otra cosa completamente distinta es permitir que se concreten.

Sus consecuencias podrían ser francamente peligrosas en estos tiempos de complejidad geopolítica. Hay que controlar de cerca y, si es necesario, restringirlas.

Las ventajas de la <<política de identidad>>

En la Declaración Universal de los Derechos Humanos la palabra más peligrosa es <<universal>>, pues indica un punto de convergencia última aunque irrealizable de la humanidad donde todo el mundo, en todas partes, lo tendrá todo. Es un tipo de aspiración que conviene desalentar activamente. Por nuestro propio interés, en lugar de insistir en el concepto de derechos universales debemos animar a las personas a creer que pertenecen a un grupo humano maltratado y víctima de discriminaciones basadas en la raza, la etnia, el sexo, la religión, le edad o el aspecto físico. Y que por ello gozan de derechos particulares y específicos, entre ellos el de recibir una indemnización financiera u otras compensaciones asociadas a sus quejas particulares y específicas.

El objetivo consiste en crear una inmensa cacofonía de colectivos victimizados que ejercerán todos sus derechos democráticos, harán las reivindicaciones y exigirán que se les satisfaga cuanto antes. Cuanto más concentradas mantengamos a estas personas en lo que las diferencian de todos los demás grupos y en sus reivindicaciones militantes ante el Estado, más fácil será dirigirlas y menos problemas causarán. Hay que prohibir formalmente a los policías demasiado diligentes y a sus superiores crear mártires en estos grupos y si lo hacen habrá que castigarlos duramente y en público, por una sencilla razón: el mártir une a las víctimas.

De vez en cuando conviene satisfacer las reivindicaciones cacofónicas menos exageradas, levando siempre por dejar insatisfechas una gran parte de éstas. Si estos quejicas dejaran de estar ocupados formulando y reclamando privilegios basándose en su vida privada y su identidad personal, se correría el riesgo de que se pusieran a reflexionar sobre lo que podrían hacer juntos si unieran sus fuerzas en el espacio público. Naturalmente, es algo que conviene evitar.

También podemos explotar con gran provecho el miedo a los vecinos, como demuestra una largo historial de problemas relacionados con la seguridad personal. Los actos de violencia que reciben una amplia cobertura en los medios de comunicación (preferentemente cometidos por jóvenes, personas de color o individuos étnica o sexualmente diferentes contra acciones, blanco, o miembros de la mayoría heterosexual), en caso de que no se produzcan espontáneamente, son fáciles de organizar.

Todo lo relacionado con la sexualidad, el cuerpo o la salud en general puede explotarse juiciosamente cuando se necesita desviar la atención de cuestiones graves que afectan a la mayoría. La revelación a los franceses durante la campaña de las elecciones presidenciales de 2012 de que, sin saberlo, consumían carne halal (sacrificada de acuerdo a la ley coránica) permitió descansar un poco de problemas como el desempleo, el rápido aumento de las desigualdades o la degradación programada de la educación, dándole al mismo tiempo la ventaja a la extrema derecha.

* 
El Informe Lugano es la publicación, por parte de Susan George, de un informe elaborado por nueve expertos mundiales sobre los peligros que debería afrontar el sistema capitalista en el siglo XXI, así como las posibles soluciones para asegurar su continuidad.

George, Susan (Informe Lugano)
George, Susan y Martin Wolf (La globalización liberal) A favor...

Andrew Doyle (La libertad de expresión) y por qué es tan importante

EL DISCURSO DE ODIO
 
El odio es una emoción humana a la que aprendemos a resistirnos a través de la socialización durante la infancia. Reconocer los peligros del odio no consigue eliminar el instinto y, en muchos casos, ese instinto puede incluso estar justificado. ¿Acaso no es razonable, e incluso moralmente sensato, odiar a quienes disfrutan del genocidio, de las violaciones y de la tortura? Aunque lográramos reunir algo de empatía por los sociópatas o verles como víctimas de un sistema que ha fallado, ¿no aborrecemos sus actos de crueldad? Y por encima de todo, ¿acaso no tenemos derecho a expresar ese impulso innato del ser humano, cuando y como lo sintamos, al margen de si la formulación de ese tipo de sentimientos tiene alguna justificación moral?

En vista de las dificultades, está claro que el «discurso de odio» no es algo que pueda definirse coherentemente, un hecho que han reconocido tanto el Tribunal Europe de Derechos Humanos como la UNESCO. Sin embargo, como esboza Paul Coleman en su libro La censura maquillada: cómo las leyes contra el «discurso del odio» amenazan la libertad de expresión (2002), todos los países europeos tienen leyes contra el discurso de odio, y «su empleo, abuso y expansión constantes están teniendo un profundo efecto sobre la libertad de expresión a lo largo y ancho del continente». Dejando a un lado la cuestionable moralidad de intentar criminalizar una emoción, ¿cómo habría que establecer los parámetros? En otras palabras, ¿a quién le corresponde decidir qué constituye un «discurso de odio», para empezar?

Las actuales directrices de la Fiscalía General de la Corona definen el «crimen de odio» como «cualquier delito criminal percibido por la víctima o por cualquier otra persona como un acto motivado por la hostilidad o por los prejuicios basados en la discapacidad o en la discapacidad percibida, en la raza o en la raza percibida, en la religión o en la religión percibida, en la orientación sexual o en la orientación sexual percibida, o en la condición de transexual o en la condición de transexual percibida, de una persona». Análogamente, un «incidente de odio» se define como un acto no delictivo que sea «percibido por la víctima, o por cualquier otra persona, como un acto motivado por la hostilidad o los prejuicios basados en las cinco caractériscas protegidas» 

La policía notifica los «incidentes de odio no delictivos» cuando no se ha cometido ningún delito pero sí se ha investigado el empleo de lenguaje o conductas ofensivas. Eso puede tener repercusiones para el acusado, porque ese tipo de denuncias aparecen en las búsquedas del Disclosure and Barring Service (DBS), a las que los empleadores están obligados por ley. Lo más preocupante es que la Directriz Operativa para los Delitos de Odio publicada por el College of Policing británico ordena a los agentes presentar un atestado de todos los incidentes de odio «independientemente de si existe alguna prueba para identificar el elemento de odio».

En todos los casos, las definiciones dependen explícitamente de la percepción subjetiva de la «víctima», un término que se salta el proceso debido y presupone culpa por parte del acusado. ¿Y qué pasa cuando alguien le dice sin querer algo ofensivo a otra persona, pero esta percibe que ha sido adrede? Como ya he argumentado, nuestras sospechas sobre los móviles que animan a los demás rara vez son exactas, sobre todo en los momentos en que las emociones están a flor de piel. Además, la intuición no suele ser una base prudente para procesar penalmente a alguien.

Si bien quienes afirman que estamos viviendo una «crisis de la libre expresión» podrían pecar de exagerados, no les falta razón cuando llaman la atención sobre las formas en las que el actual procedimiento policial pone de manifiesto una erosión gradual de las libertades civiles. Nuestros cuerpos y fuerzas de seguridad no deberían dedicarse a auditar nuestras emociones. De la misma forma, es inquietante escuchar a altos funcionarios del Estado —como Huzma Yousaf, secretario de Justicia de Escocia— reivindicar la criminalización de la libre expresión en el ámbito privado. Cuando la policía investiga de forma rutinaria a los ciudadanos por «no-delitos», y utiliza expresiones como «necesitamos verificar su forma de pensar«, es evidente que algo se ha torcido del todo. Aunque levantar un atestado de los «no delitos» no da lugar a una imputación, es de todas formas un reflejo de una tendencia más amplia a la politización de nuestro sistema de justicia penal y de la desconfianza respeto a la libre expresión más en general.

Cuando la policía no actúa de una manera políticamente neutral, inevitablemente está dando un viraje hacia el autoritarismo. Cada año la policía detiene a tres mil personas en el Reino Unido por comentarios ofensivos que han publicado en Internet, incluso en los casos donde claramente había una intención humorística. El apartado 127 de la Ley de Comunicaciones de 2003 criminaliza las expresiones online que a juicio de los tribunales puedan considerarse «gravemente ofensivas». Una vez más, el requisito de que el fiscal demuestre que había algún tipo de intención de ofender brilla por su ausencia. 

Por añadidura, debemos estar alerta frente a la promulgación de leyes que incluso obligarían a determinadas formas de libre expresión. Uno de los ejemplos más famosos de los últimos años es el caso del psicólogo clínico Jordan Peterson, cuya negativa a utilizar pronombres neutros dio lugar a que algunos exigieran su dimisión de la Universidad de Toronto (Canadá) y a la posibilidad de acciones legales en su contra en virtud del código de derechos humanos de la provincia de Ontario. En el Reino Unido, los periódicos han informado en muchas ocasiones de investigaciones policiales sobre «misgendering» —referirse a una persona con un pronombre de un género distinto a su identidad.

En su ensayo «Looking Back on the Spanish War» George Orwell imaginaba «un mundo de pesadilla donde el Lider, o alguna camarilla gobernante, controla no solo el futuro sino tambien el pasado. Si el Lider dice que este o aquel acontecimiento «nunca sucedió», pues nunca ocurrió. Si dice «dos y dos son cinco», pues dos y dos son cinco. Esa posibilidad me asusta mucho más que las bombas». Obligar a los ciudadanos a decir mentiras como si fueran verdad es una forma de control psicológico común a todas las dictaduras. Como argumentaba Spinoza, que un hombre «se vea obligado a hablar únicamente conforme a los dictados del poder supremo» es una gravísima contravención de su «inalienable derecho natural» a ser «dueño de sus propios pensamientos». 

En última instancia, la cuestión de a quién le corresponde definir lo que es un «discursos de odio» es insalvable. Para poder establecer los parámetros, primero hay que moverse por un conjunto de conceptos abstractos —«odio», «ofensa», «percepción»— que son irremisiblemente subjetivos. E indefectiblemente, la decisión se delega a una figura de autoridad o en un organismo político, con sus propios sesgos, preferencias y una meta intrínseca de autoconservación que nunca podrán obviarse.

Para colmo, los precedentes jurídicos son un aspecto clave en el funcionamiento del sistema judicial y, si el Estado está dispuesto a pasar por alto el derecho de un ciudadano a la libre expresión, ninguno de nosotros está a salvo. Aunque lograra medirse de alguna forma el «discurso de odio», la terminología seguirá siendo eternamente imprecisa. Puede que usted confíe en que los dirigentes sepan juzgar estas cuestiones con sensatez, pero hace falta ser bastante miope para no ver que los gobiernos del futuro podrían intentar abusar del precedentes. Que la mayoría de la gente tenga sentido común es una escasa garantía de seguridad frente a un Estado aún por nacer que podría tener tendencias pérfidas o incluso totalitarias.

El precio que pagamos por una sociedad libre es que las personas malas dicen cosas malas. Lo toleramos, no porque aprobemos el contenido de su discurso, sino porque cuando ponemos en peligro el principio de la libre expresión estamos allanando el camino a una futura tiranía.

Anónimo (Manifiesto conspiracionista)

Pero en general es la izquierda en su conjunto la que está dando, desde hace dos años, lo mejor de sí misma. Ha caído en todas las trampas habidas y por haber. Ha difundido todos los memes producidos por las agencias de comunicación gubernamentales y no ha rechistado ante ningún chantaje emocional, ante ningún paralogismo, ante ningún mutismo cómplice. Se ha mostrado como lo que es: irracional a fuerza de racionalismo, oscurantista a fuerza de cientifismo, insensible a fuerza de sensiblería, mórbida por higienista, estúpida por creerse cultivada y maléfica a fuerza de querer estar del lado del Bien. Durante estos dos últimos años, en todos los países del mundo, quitando a Gracia, la izquierda, tanto la socialista como la anarquista, tanto la moderada como la radical, tanto la ecologista como la estalinista, se ha lanzado a apoyar sistemáticamente el golpe de mundo tecnocrático. Ningún confinamiento, ningún toque de queda, ninguna vacunación, ninguna censura, ninguna restricción le ha parecido lo bastante extrema como para repugnarle. Hasta el punto de dejar que la extrema derecha se esté llevando el agua de la libertad, la democracia, la alternativa, la revolución e incluso la insurrección a su molino conceptual. Hay que decir que la izquierda siempre ha encarnado al partido de la biopolítica. Para terminar, desde Nueva York, los marxistas molones de Jacobin fliparon con la mascarilla, en la que vieron el anuncio del socialismo venidero, mientras otros llegaban a teorizar el «comunismo vacunal». Se intuyen apasionantes discusiones en los vertederos de la historia. 

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La all-hazards preparedness porta la marca del contexto en el que se desarrolló: esos años noventa del «nuevo orden mundial», de la «transformación de la guerra» en la que Martin van Creveld señalaba la prevalencia de los conflictos de baja intensidad, y del «choque de civilizaciones», en el que Samuel Huntington anunciaba la vuelta de los conflictos entre identidades culturales y religiosas. En aquellos primeros años noventa, toda una «civilización atlántica», todo un complejo militar-industrial, todo un clero secular, todo un monumento de intereses aliados es presa del vértigo ante la desaparición de su mejor enemigo estructural, y de su razón de ser: la URSS. «Me estoy quedando sin demonios, me estoy quedando sin granujas, ya solo me quedan Castro y Kim Il-sung», se lamentaba en 1992 Colin Powel, principal consejero militar del presidente de Estados Unidos. Hay que configurar la incertidumbre para no tener que padecerla en estado puro. Hay que volver a darle forma al enemigo. Hay que estructurar la situación para justificar el orden existente. De hecho, bastará con que la Guerra Fría se atenúe para que renazca en el acto la revuelta anticapitalista, con la ola creciente de disturbios de movimientos antiglobalización entre 1998 y 2001. Entre los gobernantes, el miedo al pueblo siempre ha prevalecido sobre el miedo al enemigo externo. La lucha declarada contra el uno sirve en primer lugar como coartada para la lucha de hecho contra el todo.Todos los dirigentes del mundo están en el mismo barco cuando se trata de meter en cintura a su propia población. Bashar al-Ásad ha demostrado incluso que algunos de ellos prefieren renunciar a su población antes que a su poder; los mancos y los tuertos de las protestas de los chalecos amarillos lo han comprobado en sus propias carnes. ¿Cómo llamar a la «unidad» en torno a un orden social injusto sin señalar alguna amenaza externa indescriptible? Un terrorista, un virus, el caos climático cumplen igual de bien esta función: la función bíblica del Mal universal. Bill Gates lo subrayó oportunamente en 2017, en una de esas Conferencias de Seguridad de Múnich en las que cada año se reúne la flor y nata policial-militar mundial: 
«Obviamos la relación entre seguridad sanitaria y seguridad internacional por nuestra cuenta y riesgo [...] Se avecina un ataque con armas biológicas, es solo cuestión de tiempo. Tenemos que prepararnos. Tenemos que prepararnos para las epidemias del mismo modo que los militares se preparan para la guerra»

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Todos los pequeños gestos cotidianos, tan chuscos, mediante los cuales han querido que manifestásemos nuestra participación en la «guerra contra el virus» solo servían para que nos adhiriéramos a las desorbitadas medidas de restricción de libertades. Y ello en virtud del «efecto cubito de hielo» teorizado en 1947 por Kurt Lewin.

La disposición a hacer lo que te manden, aun cuando ello implique comportarse de manera absolutamente inhumana, a poco que quien lo ordene sea alguien vestido con una bata blanca: ese era el objeto del famoso experimento de «obediencia a la autoridad» de Stanley Milgram en 1961. Desde 2020, la comunicación gubernamental ha sacado todas las consecuencias posibles del mismo. 

Las imágenes de transeúntes muriendo de repente de coronavirus en las calle de Wuhan en enero de 2020 o las de los agonizantes en los pasillos de los hospitales explotaron explícitamente el «efecto ancla» formulado en los años setenta en las investigaciones de los psicólogos Amos Tversky y Daniel Kahnemman, asociados para siempre a la «programación neurolingüista» de Richard Bandler y John Grinder. Este punto de vista afirma que, en las situaciones de incertidumbre, a los sujetos humanos les resulta sumamente difícil desprenderse de la primera impresión que han asociado, o que ha sido asociada, a una representación. 

Los testimonios difundidos por los medios de famosos contando su vacunación buscaban explotar el «efecto halo» identificado por Nisbet y Wilson en 1977: parece que la fama de la persona que te habla altera de manera inconsciente tu juicio con respecto a la validez de lo que te esté contando.

La campaña mundial de vacunación general no responde a racionalidad médica alguna. Para la mayoría de la gente, las principales «vacunas» son más nocivas que el virus, y no inmunizan contra la enfermedad en cuanto tal. Favorecen incluso la aparición de variantes más virulentas. En resumen: solo satisfacen la pasión de experimentar con nuevos juguetes a escala mundial, y la rapacidad de quienes las vende. Por lo tanto, resulta tentador ver en ella una aplicación de la célebre y crucial «teoría del compromiso» formulada en 1971 por Kiesler en su [La psicología del compromiso: experimentos que relacionan el comportamiento con las creencias]. La hipótesis antropológica de Kiesler y de toda la psicología social es que los humanos no actúan en función de lo que piensan y dicen. Su conciencia y su discurso sirven únicamente para justificar a posteriori los actos que ya han llevado a cabo. Uno está predispuesto a decir que sí a un vendedor que le sonríe y que le coge del brazo, y a racionalizar acto seguido su decisión. Para el psicólogo social, quien ha consentido irracionalmente que le inyecten tenderá a justificar toda la propaganda que le ha llevado a ello. Para defender su gesto, defenderá el orden político que le ha empujado a hacerlo. El «sesgo de confirmación», según el cual cada uno selecciona las informaciones que le dan la razón, hará el resto.

[...] Lo que estamos padeciendo de forma generalizada desde marzo de 2020 es parte de una gigantesca operación de psicología social que constituye al mismo tiempo un ataque especulativo a la baja contra nuestros semejantes. Es sin duda la más colosal acometida contra la alegría de vivir, que se haya alcanzado hasta la fecha. Los propietarios de esta sociedad nos han aplicado, en una grado de concentración inédito, una combinación de todas las técnicas de influencia elaboradas desde la Segunda Guerra Mundial. Un fuego a discreción de manipulaciones. Hay que leer el KUBARK —el manual de «interrogatorios» de la CIA— para captar la semejanza entre lo que hemos vivido y las prácticas de tortura psicológica dirigidas a quebrar la resistencia de los prisioneros y hacer que cooperen

«Si se mantiene el tiempo suficiente, un miedo grande a cualquier elemento vago o desconocido induce la regresión [...] No basta con colocar a la fuente que se resiste bajo la presión del miedo; también es preciso que perciba una vía de salida aceptable. [...] La amenaza, como todas las demás técnicas coercitivas, es más eficaz cuando se utiliza para favorecer la regresión y cuando se acompaña de la insinuación de una salida». 

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La intuición de que los dueños de este mundo quieren deshacerse de nosotros, ahora que ya no tienen necesidad y sí todo que temerlo nosotros, no es en absoluto descabellada. Es incluso de sentido común. Según una vieja máxima gubernamental, «al pueblo conviene tenerlo siempre ocupado [...] Son muy peligros para el público sosiego los que no tienen intereses» (Giovanni Botero, La razón de estado, 1591). Un empresario de Silicon Valley, gurú efímero de la «nueva economía» de los años noventa, especulaba en el New York Times hace ya más de veinte años: «El 2 por ciento de los americanos bastaría para alimentarnos, y el 5 por ciento para producir todo lo que necesitamos». Todos los trabajos de mierda del mundo no bastan para contener la marea creciente de carácter esclavista —ya que «toda mano de obra, desde el momento en que es puesta a competir con un esclavo, sea este humano o mecánico, ha de aceptar las condiciones de trabajo esclavo», como advertía Nobert Wiener en 1949 al sindicato de trabajadores del automóvil— no cambiará nada al respecto, como tampoco las ansias de control universal. Esta situación imposibles no puede ser estabilizada

Tal es el secreto a voces de esta época, que se vislumbra aquí y allá, a fogonazos. El resultado es una curiosa configuración ortogonal de los poderes, tanto públicos como privados. A la cabeza tanto de las grandes empresas como de los Estados se observa la misma disposición: un puñado de ejecutivos, inmersos en un ambiente viril de banda a la conquista del mundo y, por debajo de este pequeño núcleo de horizontalidad desinhibida, una vertical, no del poder, sino de la sumisión. Una vertiginosa cascada de obediencia temblorosa, tanto en la Administración como en las empresas que ya no trata de entender lo que le hacen hacer. Semejante estructura, por más que se apoye en las fuerzas de seguridad y en las consultorías mundiales, dispone de una capacidad de resistencia muy escasa. Carece de consistencia propia. 

Costica Bradatan (Morir por las ideas) La peligrosa vida de los filósofos

 INTRODUCCIÓN

La muerte es lo más precioso que le ha sido dado al hombre. Por esa razón hacer un mal uso de la misma constituye una impiedad suprema. Morir mal.
SIMONE WEILL

UNA CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE

Sócrates no escribió ni una sola línea, pero su muerte fue una obra maestra y ha conservado vivo su nombre. Mientras vivió, Jan Palach —el estudiante checo que se incineró en enero de 1969 para protestar por la ocupación soviética de su país— fue un individuo sin importancia. Después de morir abrasado, sin embargo, pasó a ser poco menos que un semidiós, un ser lleno de tremenda vitalidad e influencia. Palach, desde la tumba, determinó la historia de Checoslovaquia. Cada vez que Gandhi empezaba uno de sus «ayunos hasta la muerte», todo se volvía insólitamente vivo en la India, más animado que nunca. Durante esos ayunos «cada cambio» que se producía en su salud «se anunciaba por la radio en todos los rincones del país» (Fisher 1983,318). Toda la India vivía el ayuno de Gandhi.

La muerte, por lo visto, no significa siempre negación de la vida, a veces tiene la paradójica capacidad de aumentarla, de intensificarla hasta el punto, sí, de insuflar nueva vida a la vida. La presencia de la muerte puede inculcar en los vivos una revalorización de la existencia, de hecho un conocimiento más profundo de la misma. Sería justo decir, pues, que la vida necesita la muerte. Si la muerte fuera proscrita, por así decirlo, la vida recibiría un golpe devastador.

Ante todo, la vida necesita la muerte por motivos de autorrealización. Sucede a menudo que solo nos damos cuenta de lo valioso que es algo cuando lo perdemos o estamos a punto de perderlo; la perspectiva de su inminente ausencia nos enseña a apreciar el valor y significado de su presencia. Así pues, la muerte, por su sola proximidad, puede infundir una intensidad renovada en el hecho de vivir. Los historiadores han señalado un curioso fenómeno y es que, por lo general, cuando se producen catástrofes naturales o sociales con un elevado índice de mortandad —por ejemplo, epidemias o guerras—, la población parece más inclinada a entregarse a excesos mundanos. Se buscan placeres físicos (beber, comer, relaciones sexuales) con una pasión redoblada. Más que dedicarse a conservar prudentemente los recursos, como es de esperar que el sentido común aconseje en periodos de crisis, la población se apresura a consumir lo que le queda. Estas personas parecen poseídas por la prisa: corren a atracarse de placeres de la vida en el preciso momento en que se acerca la muerte. Lo que aumente su sed de vida es precisamente la presencia de la muerte. Esta actitud podría parecer irracional, pero hay algo fascinante en ella. En víspera de la aniquilación, estas personas descubren el milagro de la vida y lo celebran.

[...] Además, necesitamos la muerte para entender mejor la vida. Sin muerte, la vida sería algo ilimitado e informe, en última instancia insípido. No habría forma de abarcarla porque no tendría fronteras. Puesto que dar sentido a algo equivale a integrarlo en un  relato, la vida personal solo tiene sentido en la medida en que puede contarse. Así como sería imposible una historia sin final, una vida sin muerte carecería de significado. En un ensayo que escribió ocho años antes de su muerte, y que comentaré más adelante con algún detalle, Pier Paolo Pasolini señala precisamente esta cuestión. «Morir —escribe— es absolutamente necesario, porque mientras vivimos no tenemos significado y el lenguaje de nuestra vida [...] es intraducible.» No es más que un «caos de posibilidades, una búsqueda de relaciones y significados sin conclusión» (Pasolini 1988, 236-237; versión esp., p. 317; cursivas del autor). Morir es dar a la vida del individuo una especie de organización. La muerte es el editor, el montador experto que pone orden en la vida del individuo para que se vuelva inteligible. Una vida humana infinita sería algo así como una existencia mineral: algo exangüe, indiferenciado, indescriptible, tan insensible como una piedra. Persistiría una era geológica tras otra mecánicamente, sin ninguna finalidad. Desde un punto de vista más práctico, si fuera posible una vida así, no estoy seguro de que fuera deseable. Como en el caso de las novelas, una biografía —incluso la más interesante— que se prolonga más allá de ciertos límites siempre acaba por aburrir. Prolongarla aún más sería llamar a las puertas del horror. Si un día fuéramos inmortales, es posible que al día siguiente muriéramos por falta de significación.

Sin embargo, hay otro aspecto en el que la muerte puede dictar la dinámica de la vida. Se trata de una cuestión más delicada y difícil. No se trata ya de que nuestra muerte dé sentido a nuestra vida, sino de que se la dé a la de los demás. Es la clase de aniquilación a la que me referí al principio: la muerte de quienes deciden «morir por una causa», por algo más importante que ellos mismos. Estas muertes voluntarias afectan a la vida de los que siguen existiendo de un modo profundo y persistente: orientan sus opiniones morales, determinan su concepción de lo que es importante e impregnan su interpretación de lo que significa ser humano. Terminan por ser parte de su memoria cultural. A veces se apoderan de su conciencia y hacen que se sientan moralmente obligados a hacer algo. Gracias al altruismo (o presunto altruismo) de quienes se sacrifican, a que están dispuestos a renunciar a su propia vida, acabamos mistificado a algunos de estos individuos. Estas muertes revelan a menudo el umbral donde termina la historia y empieza la mitología.

Parece que los seres humanos vienen muriendo «por una causa» desde que el mundo es mundo. Han muerto por Dios o por la humanidad, por ideas o por ideales, por cosas reales o imaginarias, razonables o utópicas. Este libro trata, entre todas las variedades posibles de muerte voluntaria, de filósofos que murieron por su filosofía. Morir por esta razón no carece de ironía: es pagar con lo más valioso que se tiene (la propia vida) por lo que normalmente se considera la actividad menos consecuente. Pero los filósofos —al menos los más interesantes— no son nada sin ironía. En cierto modo, Morir por las ideas es un ensayo sobre una antología aún por explotar: la antología de la existencia irónica.

Remedios Zafra (El bucle invisible)

 Cuerpos catalogados

—Quiero un seguro de salud.

—De acuerdo, pero su póliza no le cubrirá los servicios ni pruebas médicas relacionadas con hígado ni con pulmones.

—¿Por qué?

—Porque en la base de datos usted aparece como sujeto de riesgo en hígado y pulmones.

—Pero quiero un seguro de salud para cuidar esos problemas y evitar que hígado y pulmones empeoren. 

—Lo siento, pero usted es un sujeto de riesgo en hígado y pulmones. El seguro no puede cubrir esos servicios.

—Pagaré más por ello.

—Lo siento, no es posible. Si lo desea, podemos ofrecerle un magnífico seguro dental.

Petra Hincapié, 2020


Nunca había un después. No lo había como momento tranquilo que aplacara el ruido y el tiempo en las salas de espera. Un después como recuperación definida y prolongada liberada de visitas al hospital. No lo había porque el después se había convertido en la nueva cita que se encadenaba a la anterior, fragmentando la atención médica en una prueba aquí, otra allá, una visita al especialista 1, dos pruebas más, una reclamación, otra visita al especialista 6, teléfonos colapsados, colas y salas de espera, cada semana, cada año. En los últimos tiempos no recuerdo un periodo de descanso y disfrute del cuerpo tratado y mejorado, sino una incesante cadena de pruebas en las que los médicos pedían seguir vigilando las partes sin integrar el cuerpo, negándome la posibilidad de vivir con calma de enferma. Vivir en la enfermedad contemporánea es habitar el limbo burocrático del cuerpo funambulista, fragmentado y visto por especialistas de órganos y funciones que encajan en las bases de datos.

Ay, si alguno me propusiera (que yo habría aceptado) facilitar yo misma información sobre mis dolencias en alguna sencilla pero flexible aplicación. Porque si el mal que a una aqueja es «raro», ¿no podría yo ser también suministradora de datos cotidianos y subjetivos, sin miedo a que fueran narrados, más allá de los estándares que siempre me miden como parte de la masa? 

En los últimos años he pasado largo tiempo esperando y haciendo colas en distintos especialistas de la Seguridad Social. Allí donde habita un numeroso grupo de «sujetos de riesgo» como ancianos, discapacitados y pobres, mientras se normaliza tener un seguro privado que muchos de ellos no podrán pagar o que por sus enfermedades se les niega. Cuando pasamos por un escáner, imagino que las bases de datos se comunican y que pronto también nos identificarán en nuestros viajes y desplazamientos como enfermos, riesgo de baja, riesgo de morosidad, potencialmente ansioso y conflictivo.

Pienso en la eugenesia como principio de selección de los mejores perfiles biológicos, como por defecto de rechazo de los perfiles que se consideran peores o dañados. Si lo observa, la selección de perfiles es una práctica habitual en la categorización que precisan las bases de datos, en los procesos de ranking y selección de productos que alientan los patrones neoliberales en la actual economía de mercado. Allí donde el producto envasado esconde no solo el valor de llevar una etiqueta de calidad o excelencia, sino de valor de la apariencia

Bajo las mismas lógicas que priman la selección y clasificación de productos atendiendo a un grado de pureza, calidad y propiedades, también las sociedades clasifican de formas más o menos explícitas o eufemísticas aquellos grupos e individuos a lo que se presupone un comportamiento y una solvencia que los hace llevar el sello de «seres fiables», «pasaportes de primer mundo», «barrio rico» o «gente educada». Así, los lugares donde vivimos, nuestra formación, el género que señalamos, nuestro poder adquisitivo y cada vez más, la edad y el historial médico, forman parte de las distintas clasificaciones identitarias útiles para las bases de datos con las que administraciones y empresas pueden leernos.

En una época que todo lo cataloga, tener ochenta años o padecer un determinado síndrome te clasifica de muchas maneras. La fragilidad que los humanos han experimentado en el tiempo de pandemia ha situado la salud como una categoría primera. Como efecto, la saturación de la sanidad pública ha sido paralela al aumento de la vulnerabilidad de quienes ya hacían un uso habitual de la misma.

Como la conversación que inicia estas reflexiones aludiendo a la imposibilidad de que ayuden a la protagonista con sus pruebas de hígado y pulmones, en este tiempo he vivenciado situaciones muy similares. Una persona con discapacidad visual y auditiva no podrá contratar una póliza privada que cubra sus problemas de visión y oído solicitados acorde al sentido común de que, justamente, requerirá servicios relacionados con ojos y oídos. En el trámite telefónico te preguntan y encasillan en 1, 2 o 3, correspondiendo a la categoría que ellos mismos te ofrecen. Fui paciente para responder, dócil en sus derivas por X preguntas, intenté contestar con brevedad lo que para mí era extenso y matizado. Le aseguro que no noté en el proceso ninguna señal de que estaba siendo evaluada como potencial cliente de riesgo. Al final del camino protocolizado de preguntas recuperé la comunicación con un humano que, según parece, sólo tenía que <<darme la noticia>>, pues la aplicación ya había hecho su trabajo. Dado que usted tiene la enfermedad X, la dolencia Z, una discapacidad 00, no podemos ofrecerle ninguna póliza que cubra pruebas en ojos ni oídos. Y ahí puedes entrar en ese otro bucle de la queja: <<pero si lo necesito y pagaré por ello>>, <<pero no podemos>>, <<pero es injusto>>, <<pero es sujeto de riesgo>>, <<pero, por eso necesito esos servicios>>. Y como un eco entre montañas notas que la voz se va haciendo más lejana, como si la interlocutora se apartara el teléfono blindada en la respuesta automática, hasta que te despides.

[...] Los enfermos y los ancianos son damnificados de los procesos de privatización que normalizan que ante una saturación cronificada de la sanidad pública, vapuleada y precarizada, lo esperable es que todos tengan además un seguro privado. Nadie se escandaliza cuando el cambio ha sido tan lento, progresivo y aceptado. 

Se encallece el alma consistiendo la precariedad de la sanidad pública, sucumbiendo a la normalización de que la sanidad es algo que te debes ganar, pagando por ella, más cuanto más viejo y más enfermo, más cuanto más dicen tus datos que puedes enfermar en el futuro. Se encallece el alma aceptando la precariedad de la sanidad pública, más tarde también de la privada. Porque el enriquecimiento no suele ir a los trabajadores, parece quedarse en quienes se lucran de los beneficios que generan estos negocios privados, presentados como luminosos carteles de salas que parecen el paraíso en la tierra, tan blancas e inmaculadas que recuerdan a los lisiados y viejos que en ellas no quedarían bien, serían máculas sobre ese impecable mobiliario minimalista pensado, parece ser, para gente más sana y más joven, es decir, gente que probablemente no las necesita.

Podemos seguir esperando en nuestra lista de espera, porque esperando y tramitando un día u otro no resistiremos la violencia burocrática que conlleva enfrentarse a la gestión y el descarte como daños colaterales o pérdidas a las que empuja la propia selección natural y nos estallará el corazón. Camuflado pero latente, ese nihilismo que ayudará a «caer al débil» se hace fuerte cuando no se protege el suelo social de los servicios público. Por esta razón, entre otras, el protagonismo mediático que la sanidad pública ha adquirido en la pandemia llega ser emocionante, sin achicarse ni una mueca, en cada inversión lograda para mejorar su salud que es la social.

Esteban Hernández (El rencor de clase media alta y el fin de una era)

 La altivez ideológica

Alemania es hoy un país con notables dificultades, y por méritos propios. Parece un contrasentido incidir en el mal momento germano, el Estado con más músculo económico, financiero y productivo de la eurozona, sobre todo si se lo compara con España o Italia, pero lo cierto es que ha dilapidado todo aquello que la estructura de la UE puso en sus manos. Uno de  sus principales errores fue, paradójicamente, el de no saber manejar la economía. El exceso de capital que le generaron su posición en el euro y las reformas internas que instigó, como detallan Pettis y Klein, se invirtió de manera incompetente, entre otras cosas, en el ladrillo europeo, en las cajas españolas o en subprime estadounidense, con resultados catastróficos. En lugar de orientar esas grandes cantidades hacia la economía productiva, Alemania especuló con ellas y provocó una innecesaria y avariciosa exposición a los derivados que los bancos estadounidenses le vendieron. Las malas inversiones germanas supusieron que España tuviera que rescatar con dinero público las cajas de ahorro para que los bancos germanos no resultaran aún más dañados y, con ello, la esfera financiera global. 

Ese fue un instante crucial, por cuanto hubo que decidir qué camino tomar para superar la crisis. Fue el momento de cambiar el paso y de recomponer la Unión para que adquiriese una posición más sólida. Fue entonces cuando se pudo tomar conciencia de las trampas a las que abocaba la insistencia en la expansión y el enfoque en el exterior. Pero se prefirió persistir en la fórmula que beneficiaba al norte europeo, y Alemania, convencida de que bastaba con apretar los presupuestos públicos de los Estados meridionales para regresar al momento de efervescencia anterior, prosiguió con su proceso de desarme político y geopolítico. La era Merkel no fue un periodo dorado, sino «el momento en que Alemania perdió su ventaja tecnológica debido a un enfoque mal dirigido a los superávits fiscales y la falta de innovación». El resultado fue dinero dilapidado, falta de cohesión interior y pérdida de valor tecnológico.

Puedo haber sido de otra manera: si Alemania hubiera dedicado el exceso de capital a una finalidad distinta, si hubiera comprendido algo tan evidente como que su fortaleza dependía de impulsar un mercado interno poderoso, que debía fortalecer industrias estratégicas y retener áreas clave, como la tecnológica y la digital, y que debía recomponer el poder adquisitivo de su población para impulsar el consumo y el crecimiento, las cosas serían hoy diferentes. Si hubiera sido consciente de que la UE debía avanzar en el camino de crear un espacio europeo fuerte, en lo económico, lo político y lo geopolítico, las facturas de esta época serían mucho más fáciles de afrontar. 

[...] Las elites económicas de los países europeos sacaban partido de la arquitectura global y continuaban fijadas en su interés privado, aunque este fuera de corto alcance. Y los cuerpos dirigentes de la UE, la tecnocracia europea, respondieron desde una perniciosa mezcla de idealismo y altivez. La forma en que desarrollan sus tareas, las funciones que desempeñan y su carácter opaco suponen la constatación de un deseo, el de la ausencia de la política y del parlamentarismo en Europa, una construcción en el vacío que Peter Mair describió con precisión. Son un cuerpo de elite con un carácter y una forma de pensar propios, que se desenvuelve en un entorno construido desde la suficiencia y que opera sin un parlamento que pueda ejercer de contrapeso real. Esa falta de democracia y de transparencia es entendida como una necesidad para Europa, como una garantía de conocimiento técnico no contaminado por la política. Se ha conformado así un cuerpo encerrado en sus propias convicciones y con un poder notable, y la conjunción de estos factores no puede dar otro resultado que un sector aplanado, sin nervio, sin capacidad de reacción y sin talento estratégico. Sus certezas no son programáticas para esta época, como no lo eran para la inmediatamente anterior, pero se dictan desde la soberbia de quienes se sienten en un escalón superior, el de la técnica y la ciencia, respecto a las decisiones políticas. Por lo tanto, nada brillante, innovador o pragmático podía salir de ese espacio, porque vivía encerrado en una ciudadela en la que no entraba la luz. El anquilosamiento que Ortega señalaba en la España de hace un siglo encontró una continuación en las capas tecnocráticas europeas. 

Las elites funcionariales no operan de este modo por simple voluntad. Han sido conformadas por un espíritu concreto, por una comprensión del mundo que apenas les deja margen para una acción diferente. Esa mirada ideológica, y a estas enormemente cálidas, que caló en los huesos de la construcción de la Unión Europea, encontró en estos cuerpos sus mejores aliados. Han sido los principales convencidos de que el mundo se estructuraría mediante el comercio, la disputas se dirimirían en organizaciones internaciones a través de las leyes, y la economía de mercado ofrecería la paz y la prosperidad que siglos de ideología y de nacionalismo habían impedido. Desde esta abstracción de la realidad han gobernado las elites europeas, hasta que la realidad ha venido a llamar a la puerta en forma de guerra.

[...] Es un destino lógico para una zona geográfica que se creyó un modelo a imitar al mismo tiempo que se hacía dependiente del exterior: en lugar de fortalecer todo aquello que le era propio, desde la industria hasta su mercado interior, desde el nivel de vida de sus ciudadanos, hasta toda su industria (y no sólo la alemana), prefirió confiar en un sistema global en el que era un actor que carecía de los colmillos del poder. Cuando el viejo orden ha comenzado a disolverse, han quedado al desnudo los efectos estratégicos en los que incurrió esta Europa modélica. Se apostó por los valores en detrimento del poder, y quizá no tengamos ni uno ni los otros.


El tiempo convertido en espacio

Sin embargo, la tendencia que despunta con la desglobalización es el regreso del nacionalismo por otros caminos, y quizá Rusia sea el mejor ejemplo. No es la prosperidad la que agrupó a los rusos en torno a una idea nacional, sino su opuesto. La caída de la URSS supuso un shock para ellos, que no sólo perdieron muchos territorios que se independizaron, a menudo en términos hostiles, sino que vivieron una doble crisis, la del descenso brutal en el nivel de vida para buena parte de sus poblaciones y la desorganización de la vida cotidiana. La conversión de las mafias en el poder informal y continuo que estructuraba el día a día tuvo crueles consecuencias para las poblaciones rusas. Al poco tiempo de la llegada de Putin al poder, el país comenzó a recomponerse, porque el nuevo dirigente trajo orden, reestructuró las instituciones, aunque fuera autoritariamente, y disciplinó a los oligarcas para someterlos al Estado. En ese cambio asentó su popularidad interior, ya que se percibió como un avance enorme respecto de los tiempos de caos. El desarrollo continuó siendo socialmente desigual, pero al menos se había recuperado la paz cotidiana. En una segunda fase, el regreso del orgullo nacional se convirtió en la oferta cohesionada de Putin. El país seguía manejándose en una economía neoliberal, los oligarcas continuaban teniendo poder y las diferencias económicas estaban muy presentes, pero Rusia avanzaba como potencia y recuperaba la posición internacional que le era debida. La antigua gran potencia volvía a ser mucho más que una gasolinera con armas, y era el momento de recobrar la influencia y el poder que el desplome de la Unión Soviética le había restado. La guerra de Ucrania ha intensificado esa posición ideológica según la cual hay que construir una Rusia grande y soberana, que mantenga a EEUU fuera de su territorio y que impulse otro modelo de relaciones internacionales. Dado que las sanciones obligaran a un repliegue interno, Putin quiere aprovechar ese cierre para convertirlo en una virtud y regresar no sólo al alma rusa sino a su antigua productividad y a la construcción de capacidades nacionales que conviertan el Estado en mucho más autónomo. Si el resultado de ese desacople con Occidente, ligado a la suerte final de la guerra de Ucrania y de los efectos de las sanciones, es favorable a Putin, habrá logrado su propósito de ofrecer un sentido nacional al esfuerzo y sacrificio de sus poblaciones, y otros países seguirán su camino.

En todo caso, el repliegue en el territorio como elemento conhesionador y como camino de salida para los perdedores está siendo muy relevante. Se vivió en el Brexit o con la llegada de Trump al poder, y ahora puede elevarse a una dimensión mucho mayor. Los territorios que se sentían en declive y que deseaban recuperar la pujanza reclamaron el auge perdido mediante la desconexión global. La protección y la dignidad que les habían sustraído en las décadas anteriores las trataban de reconquistar mediante la recuperación de la fortaleza nacional, el único camino de salida que percibían como posible. La clase había sido sustituida por el territorio como factor político primero.

Hernández, Esteban (Nosotros o el caos) Así es la derecha que viene
Hernández, Esteban (Los límites del deseo) Instrucciones de uso del...
Hernández, Esteban (El tiempo pervertido) Derecha e izquierda en el...
Hernández, Esteban (Así empieza todo) La guerra oculta del siglo XXI

Johann Chapoutot (Libres para obedecer) El management desde el nazismo hasta hoy

MANAGEMENT Y PRESERVACION DEL «RECURSO HUMANO»

El trabajo teórico de los juristas nazis sobre la «dirección de los hombres», el Menschenführung, que traduce y germaniza el término americano management, es indisoluble de una ambición y de una obsesión: poner fin a la «lucha de clases» mediante la unidad racial y el trabajo conjunto en beneficio de Alemania y la Volksgemeinschatf («Comunidad del pueblo»). La idea según la cual el grupo humano es una sociedad formada por individuos y marcada por conflictos de clase es, según los nazis, una aberración que se debe a los revolucionarios franceses y a sus inspiradores (empezando por Rousseau), así como a Karl Marx y a los judeobolcheviques alemanas y rusos.

La celebración del Día del Trabajo el 1 de mayo de 1933 se aprovechó para proclamar, en una gran ceremonia en Berlin-Tempelhof, el fin de la lucha de clases y el advenimiento de una sociedad de «camaradas de raza» (Volksgenossen) unidos en la lucha que Alemania debe llevar a cabo por su propia supervivencia. 

La visión nazi del mundo y de la historia es sombría: la vida es una lucha permanente contra la naturaleza, contra las enfermedades, contra otros pueblos y otras razas. Ese topos del darwinismo social se radicalizó y se repitió bajo el Tercer Reich, en una Alemania fuertemente sacudida por traumas que van sucediéndose uno tras otro: modernización rápida y brutal de 1871 a 1914, Gran Guerra (1914-1918-19) y derrota, casi guerra civil entre 1918 y 1923, hiperinflación en 1922 y 1923 y otra vez gran crisis económica, social y política —así como cultural y psicológica— a partir de 1929. La representación obsidional de una Alemania amenazada por todas partes y sitiada encuentra así elementos ciertos de verosimilitud en la historia reciente: con su discurso ansiogénico y deplorable, los nazis saben que tienen eco en la experiencia de sus contemporáneos. 

Un discurso que es tanto más atendido cuanto que no se contenta con lamentarse: también propone «soluciones», desde una lógica socialdarwiniana, entremezclada de racismo y de eugenesia, lo cual, una vez más, resulta perfectamente asumido. Para que el pueblo alemán sobreviva en este universo hostil, es necesario combinar dureza (Härte) y (Heil) y conseguir que los Volksgenossen sean los más «eficientes» posible. El termino leistungsfähig, que era omnipresente en esa época, puede traducirse como «eficiente«, y también como «productivo» o «rentable». La Leistung es ante todo la acción, el hecho de hacer algo, y también hacerlo mucho (productividad) e intensamente (rentabilidad). La Leistung, como el trabajo, es una cuestión de raza. 

[...] Para los nazis y todos aquellos que comparten la misma sensibilidad, el hombre es el hombre de la «comunidad» (Gemeinschaft) y del «trabajo» (Arbeit). Se ocupa de producir objetos (armas, nutrientes, por ejemplo) y niños para devolver a la «comunidad del pueblo» lo que esta le ha dado (cuidados al recién nacido, educación al niño...) y devolverle el céntuplo siendo competente. En caso de necesidad, esa competencia debe reforzarse con la química, que es otra obra notable del genio germánico: el consumo masivo de metanfetaminas, en forma de píldoras de Pervitin, prescritas a trabajadores y soldados para aumentar en ellos el tiempo de vigilia, la agudeza psicológica y la presencia física, es buen testimonio de ello.

Esa visión del individuo —que no existe en sí mismo, puesto que «el individuo no es nada, su pueblo lo es todo»— es a un tiempo utilitarista y cosificante. Transforma a cada uno en cosa (res), en objeto, que debe ser útil para tener derecho a vivir y a existir. El individuo germánico se convierte en una herramienta, un material (Menschenmaterial) y un factor —factor de producción, de crecimiento, de prosperidad—. El racismo nazi es eugenésico, no basta con tener la sangre y el color de piel apropiados, también hay que ser plenamente empleable como aparato productor y reproductor. Como el pronóstico genético prenatal no existía en esa época, lo que se hace es un diagnóstico: todos aquellos que se considera que son enfermos hereditarios deben quedar excluidos del ciclo procreador (400.000 esterilizaciones forzadas entre 1933-1945), o incluso de asesinados, como es el caso a partir del comienzos de la guerra, en 1939 (200.000 muertos hasta 1945), en el marco de la acción T4 y sus extensiones: podemos ver por consiguiente, que el crimen contra la humanidad y la masacres de masas también afectan a la biología o, literalmente, la biomasa «germánica« cuando esta se considera insatisfactoria o deficiente. Los «seres no competentes» no «productivos», no «rentables» son «seres indignos de vivir», meros «envoltorios corporales humanoides vacíos» que deben quedar excluidos del «patrimonio genérico alemán». Los médicos tienen tanto menos escrúpulos en colaborar en esa empresa de ingeniería biopolítica o, por decirlo en palabras de un jurista nazi, «bionómina» cuanto que consideran que el sujeto que hay que tratar no es el individuo, sino el «cuerpo» de la «comunidad del pueblo» en su conjunto, de la que los individuos son solo miembros.

[...] El hombre alemán, por lo tanto, no debe estar enfermo, ni ocioso ni comprometido contra el nuevo poder. Como procreador, debe ser de constitución saludable y mantenerse así por medio de la higiene y del deporte, con el fin de curtirse para el trabajo, así como para la guerra. Ya hemos hablado en otro momento de que el tríptico procrear-combartir-reinar, resume la misión histórica y la vocación biológica del germano. La producción por el trabajo es una de las modalidades de ese combate, sobre todo en un contexto estratégico en el que la producción económica está orientada por y hacia la guerra por venir. Ya en 1933, y más aún a partir de 1936, la economía alemana se puso en orden de batalla de cara a una guerra que estaba prevista para 1940 como muy pronto. La reorientación de la producción es cualitativa (hay que producir armas y sus componentes), aunque también cuantitativa (hay que producir mucho). Lo que se les exige a los trabajadores alemanes de la industria pesada, de la industria química, a los productores de componentes eléctricos, etcétera, es considerable en términos de esfuerzo físico y de inversión de tiempo. 

G.K. Chesterton (Lo que está mal en el mundo)

LA FRIALDAD  DE CLOE

Oímos hablar mucho del error humano que acepta lo que es falso y lo que es real. Pero merece la pena recordar que, en los asuntos poco familiares, a menudo confundimos lo que es real con lo que es falso. Es cierto que un hombre muy joven puede pensar que la peluca de una actriz es su verdadero pelo. Pero también es cierto que un niño más joven aún puede pensar que el pelo de un negro es una peluca. Sólo porque el lanudo salvaje es remoto y bárbaro, él parece extrañamente limpio y pulcro. Todo el mundo debe de haber notado lo mismo en el color fijo y casi ofensivo de todas las cosas poco familiares, los pájaros tropicales y las flores tropicales. Los pájaros tropicales parecen juguetes en una juguetería. Las flores tropicales parecen sencillamente flores artificiales, como objetos hechos de cera. Éste es un asunto profundo y, creo, conectado con la divinidad, pero en cualquier caso es cierto que cuando vemos las cosas por primera vez, sentimos inmediatamente que son creaciones ficticias; sentimos el dedo de Dios. Sólo cuando estamos completamente acostumbrados a ellas y nuestros cinco sentidos están cansados, las vemos como cosas raras y sin objeto; como las copas informes de los árboles o la nube que pasa. En sentido de las mezclas y las confusiones en ese diseño sólo llega después, a través de la experiencia y de una monotonía casi misteriosa. Si un hombre viera las estrellas de repente por casualidad, pensaría que son tan festivas y falsas como unos fuegos artificiales. Hablamos de la locura de pintar un lirio, pero si vemos el lirio sin advertencia previa, pensaríamos que está pintado. Decimos que el diablo no es tan negro como lo pintan, pero la propia frase es testimonio de la relación entre lo que se llama «vivido» y lo que se llama «artificial». Si el sabio moderno echara un solo vistazo a la hierba y al cielo, diría que la hierba no es tan verde como la pintaban, que el cielo no es tan azul como lo pintaban. Si uno pudiera ver el universo entero de repente, parecería un juguete de brillantes colores, igual que al cálao sudamericano parece un juguete de brillantes colores. Y eso es lo que son... ambos, naturalmente. 

[...] Se dice que el siglo XVIII fue un tiempo de artificialidades, al menos en lo externo, pero, sin duda, se puede decir un par de cosas sobre esto. En el discurso moderno, se usa la artificialidad queriendo expresar indefinidamente una especie de engaño; y el siglo VXIII era demasiado artificial para engañar. Cultivaba ese completísimo arte que no esconde el arte. Sus modas y sus trajes revelaban sin duda la naturaleza al permitir el artificio; como aquel obvio ejemplo del barbero que escarchaba todas las cabezas con la misma plata. Sería fantástico decir que eso era prueba de una singular humildad que ocultaba la juventud; pero, la menos, no era lo mismo que el orgullo malentendido que ocultaba la avanzada edad. Bajo los dictados de la moda del siglo XVIII, la gente no pretendía parecer joven, más bien aceptaba ser anciana. Lo mismo se puede aplicar a la más extraña y antinatural de sus modas: eran extravagantes, pero no falsos. Una dama podía ser o no ser tan roja como el colorete que se aplicaba, pero sin duda no era tan negra como los lunares con los que se adornaba. 

Pero sólo introduzco al lector en este ambiente de las ficciones más antiguas y más francas para inducirlo a tener paciencia durante un instante con cierto elemento que es muy corriente en la decoración y la literatura de esa época, y de los dos siglos que la precedieron. Hay que mencionarlos en este contexto porque es exactamente una de esas cosas que parecen tan superficiales como los polvos, y están en realidad tan arraigadas como el pelo.

En las antiguas canciones de amor floridas y pastoriles, sobre todo las de los siglos XVII y XVIII, encontramos un perpétuo reproche contra la mujer en lo que se refiere a su frialdad; incesantes y rancios símiles que comparan sus ojos con las estrellas del norte, su corazón con el hielo, o su pecho con la nieve. Ahora bien, la mayoría de nosotros ha supuesto siempre que esas viejas frases itinerantes son un simple patrón de palabras muertas, una cosa como un frío papel de pared. Pero creo que esos antiguos caballeros poetas que escribían sobre la frialdad de Cloe, entendían una verdad psicológica que se pierde en casi todas las novelas psicológicas realistas de hoy. Nuestros novelistas psicológicos representan eternamente a las esposas aterrorizando a sus maridos, cuando ruedan por el suelo, rechinan los dientes, lanzan al aire los muebles o envenenan el café; todo esto según una extraña teoría fija que dice que las mujeres son lo que ellos llaman emocionales. Pero lo cierto es que la forma antigua y frígida está mucho más cerca de la realidad vital. La mayoría de los hombres, si son sinceros, estarán de acuerdo en que la cualidad más terrible de las mujeres, ya sea en la amistad, en el cortejo o en el matrimonio, no es el ser apasionadas, sino el no serlo.

Hay una espantosa armadura de hielo que tal vez sea la protección legítima de un organismo más delicado, pero sea cual fuere la explicación psicológica, el hecho en sin duda incuestionable. El grito instintivo de la hembra iracunda es moli me tangere. Lo entiendo como el ejemplo más obvio y al mismo tiempo el menos trillado de una cualidad fundamental en la tradición femenina, que ha tendido en nuestro tiempo a ser inconmensurablemente malentendida, tanto por parte de los moralistas como por parte de los inmoralistas. El nombre propio de la cosa en cuestión es «modestia», pero, como vivimos en un tiempo de prejuicios y no debemos llamar a las cosas por su nombre, nos ceñiremos a una nomenclatura más moderna y lo llamaremos «dignidad». Sea lo que sea, es lo que mil poetas y un millón de amantes han llamado «la frialdad de Cloe». Es semejante a lo clásico, y es como poco lo opuesto de los grotesco. Y como aquí estamos hablando principalmente de tipos y símbolos, quizá se pueda encontrar una explicación de la idea tan buena como cualquier otra en el mero hecho de que la mujer lleve falda.  Es muy típico del feroz mimetismo que ahora pasa por ser emancipación el que hace muy poco tiempo fuera corriente que una mujer «avanzada« exigiese el derecho a llevar pantalones; un derecho más o menos tan grotesco como el de llevar una nariz postiza. No sé si la libertad femenina avanza mucho gracias la hecho de llevar una falda en cada pierna; tal vez las mujeres turcas puedan ofrecer alguna información al respecto. Pero si la mujer occidental camina por ahí (por así decirlo) arrastrando consigo las cortinas del harén, es bastante cierto que su tejida mansión está pensada para ser un palacio ambulante, no una prisión ambulante. Es muy cierto que la falda representa la dignidad de la mujer, no la sumisión de la mujer; esto puede demostrarse con la más simple de las pruebas. Ningún gobernante se vestiría deliberadamente con los reconocidos grilletes de un esclavo; ningún juez aparecería cubierto con el símbolo de la fecha. Pero cuando los hombres desean impresionar de manera segura, como los jueces, sacerdotes o reyes, llevan faldas, las largas y flotantes túnicas de la dignidad femenina. Todo el mundo está bajo el gobierno de las enaguas, pues incluso los hombres llevan enaguas cuando desean gobernar.

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