Bernard-Henri Lévy (Este virus que nos vuelve locos)

VUELVE, MICHEL FOUCAULT

Lo primero que me sorprendió fue el auge del «poder médico». 

Sin embargo, tampoco es novedad.

Ese poder lleva muchos años de historia a sus espaldas.

Galeno, el médico filósofo que —en calidad de médico— prácticamente fue el guía espiritual de Marco Aurelio, Cómodo y Septimio Severo.

John Locke, a quien acabamos de entender gracias a sus manuscritos de estudiante en Oxford, y lo que le debe su invención de los derechos humanos a su formación como experto en el bienestar del cuerpo. 

A partir de la Revolución francesa, la imagen del magistrado-médico, cuya figura emblemática sería Cabanis (que se salvó del Gran Terror gracias a sus saberes de galeno).

Michel Foucault explica que no se pueden entender las disciplinas que surgieron en la época clásica de la mano de los Estados si no reparamos en que se inspiran en el modelo tanto del hospital como de la prisión; Vigilar y castigar, sí, pero antes, El nacimiento de la clínica y su arqueología de la mirada médica llamada a alimentar los «saberes-poderes» contemporáneos. 

Al releer a este filósofo tampoco podemos evitar doblar las esquinas de las páginas que dedica a la gestión, hasta el siglo XVIII, de las epidemias de peste, en las que no se optaba, como con la lepra o los locos, por el ostracismo en una isla o por un gueto en los confines, sino por el confinamiento de la ciudad entera; cada cual en su casa; los vigilantes del barrio patrullando y amonestando a quienes se saltaban el confinamiento y, cuando caía la noche, todo el mundo salía al balcón; una costumbre que antaño no era para aplaudir a los sanitarios, sino para permitir a las autoridades contabilizar los muertos, los moribundos y los vivos. 

Pero ¿nos encontramos ante el descrédito creciente del discurso público?

¿El repudio de las élites en su estadio final?

¿El sello de los poderes desorientados que ya no saben a qué santo encomendarse?

Las cosas nunca habían llegado tan lejos.

Nunca se había invitado cada noche a todos los hogares a un médico para anunciar, como una pitonisa triste, el número de muertos de la jornada. 

Nunca habíamos visto en Europa a los jefes de Estado y presidentes rodearse de uno o varios comités científicos antes de hablar.


EL MARAVILLOSO CONFINAMIENTO

Hay una frase que me ha resultado insoportable.

La cita de Pascal, repetida hasta la náusea: «Todos los males del ser humano vienen de no saber estar en reposo en una habitación».

La cita se ha convertido en un viático para otra población de penitentes —o la misma— que ha descubierto que había cometido un segundo error: destruir el planeta, de acuerdo; permitir la globalización de las cadenas alimentarias y sanitarias, por supuesto; multiplicar los viajes en avión que constituyen tanto atentados contra la balanza de carbono como crímenes contra el clima, sin duda; pero también, al proyectarse de esa manera hacía el mundo, esas personas se han abandonado a sí mismas, a su verdad interior y a ese largo plazo al que aspiran, algo que el «confinamiento», de manera oportuna, iba a remediar.

Además, cabe decir que la cita estaba trucada.

Los que estaban felices con el confinamiento, los dichosos de zonas acaudaladas o los más afortunados que aprovechaban para cultivar su jardín —mientras que los demás, todos los demás, no estaban confinados con alegría y buen humor ni tenían la suerte de no vivir en una residencia de ancianos, en una ciudad dormitorio de los suburbios o en una casa de dos habitaciones con ruido y con niños—, los neourbanitas que veían en el pensamiento pascaliano una invitación a reencontrarse con felicidad con las pequeñas cosas, con la delicia del tiempo que no pasa, la alegría de los gestos cotidianos reaprendidos y, sobre todo, por la oportunidad de resetear su vida y aprender a escucharla, no han  sido capaces de leer la cita en cuestión hasta el final y, además, han omitido dos cosas. En primer lugar, para Pascal, «estar en reposo en una habitación» no era una sinecura, sino un acto de ascetismo; era una prueba dura, una dolorosa experiencia metafísica casi insoportable, porque nos hace palmaria nuestra finitud. En segundo lugar, esa prueba tan difícil consistía en no hacer nada, absolutamente nada: nada de cocinar, de hacer jardinería, de absurdos pasatiempos, de maquetas de Notre Dame en papel maché, de aperitivos por videoconferencia con una cervecita, de fotos de uno mismo sin hacer nada en la misma cuenta de Instigaran donde, la semana de antes, había olvidado que esa prueba, para Pascal, no solo era la prueba de la nada, sino el vértigo y el horros infinito de esa nada. 

Y, sobre todo, esos pascalianos domingueros o, incluso, de los siete domingos, esas almas muertas y resucitadas, esos que antes estaban perdidos y que —oh, lo prometemos— nunca volverían a girar como peonzas y que vieron en el confinamiento la oportunidad de bajar revoluciones, de reponer fuerzas y reconectar, como decía Valéry, con «el armonioso Yo», esos arrepentidos de la diversión a los que de repente les parecía maravilloso un viejo batín y unas pantuflas, que ya no tenían ganas de quitarse, los objetos que les serían de ayuda en su hermosa, noble y exultante aventura de ser ellos mismos, verdaderamente ellos mismos de una vez, de concentrarse por fin en ellos, en lo que hay de bueno y precioso en uno mismo. Todas esas personas se olvidaban de otra frase de Pascal, correlato de la que citan: «El yo es aborrecible». 

Roger Scruton (Pensadores de la nueva izquierda)


ABURRIMIENTO EN ALEMANIA: 
CUESTA ABAJO CON HABERMAS

DESPUÉS DE LA GUERRA, en lo que entonces era Alemania Occidental, las universidades entraron en crisis y todo académico serio empezó a preguntarse qué enseñar y cómo. Fue en gran parte en las universidades donde el nazismo había instalado su veneno en la mente de los jóvenes, por lo que era comprensible que se sospechara de todos los que habían logrado o mantenido su puesto académico durante el régimen de Hitler. En algunos casos, la sospecha estaba justificada, y el conocido caso de Heidegger nos recuerda que también un gran filósofo puede unir su surte, llegado el  momento, con las fuerzas de la destrucción. Si Heidegger hubiera dedicado su gigantesco ego a la causa del socialismo internacional, seguramente habría disfrutado de la amnistía como Sartre, Merleau-Ponty, Hobsbawm y otros defensores del Gulag. Pero el nacionalsocialismo no tuvo escusa y el pecado, en el caso de Heidegger, fue aún más grave: porque fue precisamente lo nacional, más que lo social, lo que le atrajo a ese credo. A su modo, Heidegger representaba una verdadera tradición nacional que se había canalizado a través de las universidades alemanas y, por ese motivo, era indispensable encontrar ideas  y razones alternativas para justificar su exilio. 

El currículo académico, el programa de estudios, la literatura: todo fue depurado; también se destronó de sus pedestales a los siniestros ídolos del nacionalsocialismo y se les arrojó a la cuneta de donde surgieron. Su lugar lo ocuparon nuevos ídolos: el humanismo marxista de la Escuela de Frankfurt, que había nacido en el periodo de entreguerras. Este nuevo ídolo se forjó al principio toscamente con los materiales que se habían enviado a América cuando comenzaron las revueltas anteriores a la guerra. Pero paulatinamente se refinó y, junto con el boom industrial de la Alemania de posguerra, apareció el nuevo intelectual de Frankfurt, pretencioso y culto, pero fabricado como si fuera un BMW en distintos modelos, complementarios, cada uno de ellos técnicamente perfecto y con una capacidad de rendimiento superior a la de sus coetáneos franceses y británicos. Un ejemplar típico de esos burócratas funcionalmente perfectos de la izquierda alemana ha sido Habermas

[...] Aunque Habermas habla de la "situación ideal del habla", apunta continuamente hacia un nuevo, y de algún modo también liberado, orden social, en el que se erradicará el veneno de la conciencia burguesa. En este nuevo orden la comunicación ya no estará distorsionada por el prejuicio, la autoridad, la vanidad o las dudas. De ella surgirá una nueva ética comunicativa que «asegura la universalidad de las normas admitidas y la autonomía de los sujetos actuantes». Este nuevo orden, que se atisba ya en su obra sobre la legitimación, conllevará la adopción de normas «en que todos los interesados se ponen de acuerdo (o podrían ponerse de acuerdo), sin coacción, como participantes de un discurso cuando entran (o podrían entrar) en una formación discursiva de la voluntad». 


GUERRAS CULTURALES POR TODO EL MUNDO. 
LA NUEVA IZQUIERDA, DE GRAMSCI A SAID

LA MÁQUINA SINSENTIDO PARISINA SE EMPLEÓ para asaltar la cultura burguesa, lanzando con ella densos bloques de impenetrable neolengua sobre las amenas del espacio público de la ciudad sitiada. Como Constitución de ello se destruyó la conversación de la que dependía la sociedad civil. Todas esas frágiles ideas sobre la ley, la constitución y las raíces del orden civil, todos los modos en que los seres humanos discuten sobre sus derechos y deberes, honran a sus oponentes y buscan llegar a acuerdos y compromisos, fueron devastadas por "mathemes", desterritorializados y finalmente quedaron sepultadas bajo los escombros del Gran Evento. Este fue el punto de inflexión de una batalla que ha estado librándose desde hace un siglo, la batalla por dominar la cultura y por definir la vida intelectual como un reducto que pertenece en exclusiva a la izquierda. 

Ya hemos visto cómo esta batalla se libró en el ámbito de lengua alemana con la Primera Guerra Mundial. Se rechazó la concepción burguesa de la realidad como "falsa conciencia", "fetichismo" y "reificación" y se propuso la revolución como una especie de purificación intelectual gracias a la cual la conciencia proletaria desplazaría a la ideología, y las cosas se verían por primera vez tal y como en realidad son. La batalla se extendió hasta Italia, donde adquirió la forma de confrontación entre el comunismo y el fascismo y donde la principal arma no fue esa impenetrable neolengua que alcanzó su apogeo con Deleuze, sino la sociología del sentido común de Antonio Gramsci. Fue de este enfoque sociológico de donde nacieron en gran parte las ideas culturales de la Nueva Izquierda en el Reino Unido y América, y muy probablemente hoy su influencia es tan importante como lo fue en Italia antes de la guerra. 

«Gramsci fue un filósofo extraordinario, quizá un genio, probablemente el pensador comunista más original del siglo XX en Europa occidental» (Eric Hobsbawm). «Si exceptuamos los grandes protagonistas de la revolución soviética, no hay personalidad en la historia del movimiento de los trabajadores cuya persona y trabajo hayan suscitado mayor interés que Gramsci» (Norberto Bobbio). «¿Quién ha intentado continuar las exploraciones de Marx y Engels?. Puedo pensar solo en Gramsci» (Louis Althusser). Estos elogios que proceden de eminentes miembros del establishment intelectual, no constituyen sino una pequeña muestra del tributo que se ha rendido en tiempos recientes a Gramsci. Hemos asistido a la creación del Instituto Gramsci en Roma, a la publicación virtual de todas sus obras póstumas, y a la inclusión de Gramsci en miles de cursos universitarios, en los que aparece como teórico de la política, revolucionario, crítico cultural y filósofo. Todo esto no es consecuencia de unos cuantos artículos académicos exclusivamente, sino de un extendido movimiento de simpatía, una especie de hambre por encontrar un guía intelectual y moral, que ha tomado a Gramsci como objeto, se ha aferrado a él con ardor en las últimas décadas del siglo XX y solo está ahora empezando a disminuir. 

[...] La importancia de Gramsci para nosotros hoy reside en su decidido intento de sacar la revolución de las calles y de las fábricas y llevarla al ámbito de la alta cultura. Rediseñó el programa de la izquierda como una revolución cultural, como una revolución que podría realizarse sin violencia y cuyo sitio eran las universidades, los teatros, las salas de conferencias y las escuelas donde los intelectuales encuentran su audiencia principal. La obra de la revolución, en adelante, debía implicar un ataque contra el viejo currículum y las obras de arte, la literatura y la crítica propias del mismo. Tenía que se un trabajo de subversión intelectual, que identificara las redes de poder, las estructuras de dominación, que se esconden en el seno de la alta cultura de nuestra civilización, con el fin de liberar las voces oprimidas. Desde entonces este ha sido el currículum de las humanidades.

Scruton, Roger (Conservadurismo)

Alessandro Baricco (Una cierta idea de mundo)

 11 de diciembre de 2011
Pierre Hador
EJERCICIOS ESPIRITUALES Y FILOSOFÍA ANTIGUA

«Me obligó a comprarlo una amiga que en cuestión de ensayos no se equivoca nunca. De hecho, no se equivocó.»

De acuerdo, el título suena siniestro. No tanto por la referencia a la filosofía antigua (que de por sí es un argumento de enorme atractivo) como por lo de «ejercicios espirituales», que induce a recuerdos no necesariamente alegres. Pero Hador es uno de esos viejos maestros que dejan huella, tanto es así que si yo tuviera que explicar qué es la filosofía no se me ocurriría nada mejor que coger estas páginas y ponerme a leerlas, lentamente, en voz alta. Estoy seguro de que muchísimos estudiantes dejarían de agonizar en clase de filosofía solo si les dieran por meter la nariz ahí dentro.

Lo que entenderían sería esto: en su origen la filosofía no era tanto una forma de pensar para conocer como un modo de vivir para ser feliz. Tal y como os digo. Era una praxis cotidiana, no un trabajo cerebral. No quisiera exagerar, pero era algo mucho más afín al yoga que a la lógica. O como dice Hadot: era una forma de curarse. Curarse de la infelicidad, una enfermedad que todos conocen. Estoicos, epicúreos, Sócrates, Platón, Aristóteles, gurús que no enseñaban teorías abstractas sino más bien una vía, una disciplina, un estilo de vida que permitiera salir ileso de las trampas de la existencia. Actualmente, en los libros de texto, estos autores ya no se estudian siguiendo el curso de sus pensamientos, lo cual es un sistema impreciso que, según Hadot, hace que se pierda la parte más interesante del asunto. Y ello porque el pensamiento era solo una parte de una actividad mucho más articulada que podríamos definir así: el intento de encontrar en uno mismo el equilibrio justo que lo proteja del dolor y del miedo. La especulación intelectual era importante, pero también lo eran otros ejercicios, que efectivamente podríamos definir como «espirituales», a través de los cuales cualquier persona podía aspirar a su salvación. Meditar, caminar, leer, cumplir con las propias obligaciones, saber gobernarse dentro del laberinto de los sentimientos, escuchar, cultivar amistades, dialogar... Ejercicios del alma, ejercicios espirituales. Hadot cita una fulminante frase de Plotino muy esclarecedora a este respecto: lo que tiene que hacer cada uno es esculpir su propia estatua. No debe entenderse en el sentido berlusconiano (ponerse en un pedestal, menos mal que tenemos a Silvio), sino un modo más sutil. Es importante recordar que la escultura para los griegos era el arte de la sustracción, la habilidad manual con la que obtener una figura a partir de un bloque de piedra, mediante sucesivas sustracciones. Y eso es exactamente lo que enseñaban estos celebérrimos gurús: trabajar sobre uno mismo, eliminando todo lo falso o inútil que se nos haya pegado para al final poder liberar lo que realmente somos, en la imperturbable consistencia de la grandeza de existir. Entonces llagaremos a ser verdaderos sabios, que no se refiere a alguien que lo sabe todo, sino a alguien al que ya nada le da miedo. Alguien que se ha curado. 

A continuación Hadot explica cómo se ha llegado a hacer de la filosofía una actividad puramente teórica y especulativa y que solo recientemente (con Nietzsche, Bergson y los existencialistas) se ha producido de nuevo un acercamiento a esa idea auroral de filosofía como conversión, curación y praxis de salud mental. Una magnífica guía cuya lectura aconsejo a todos, pero que ahora dejo a un lado porque es otra la cosa la que quiero decir, algo de enorme valor para mí. Justo al principio de uno de sus ensayos Hadot selecciona una cita a la que debía de tenerle mucho cariño, procedente de un sociólogo francés. Georges Friedmann. Es evidente que la puso ahí porque creía que algo debía recuperarse de las antiguas lecciones de los filósofos griegos, como la herencia de un deber, como el descubrimiento de una praxis. Tenía en mente cierta idea laica de ejercicio espiritual, cotidiano, paciente y fructífero. Debía de parecerle fundamental para quien considera importante el hecho de estar en este planeta con dignidad. Y para explicarla se sirvió de las palabras de Friedmann. Las recorto un poco y os las transcribo aquí porque vale la pena.

«Emprender el vuelo cada día. Al menos durante un momento por breve que sea, mientras resulte intenso. Cada día debe practicarse un "ejercicio espiritual", solo o en compañía de alguien que también aspire a mejorar. Escapar del tiempo. Esforzarse para escapar de las propias pasiones, de la vanidad, del afán de notoriedad en torno al propio nombre. Huir de las malas lenguas. Dejar a un lado la piedad y el odio. Amar a todas las personas libres. Semejante tarea en relación con uno mismo es necesaria, así como es justa semejante ambición."

Si le lees estas líneas a un bárbaro te tomará por tonto, soy consciente de ello. ¿Ejercicios espirituales? Lo entiendo. Aunque la cita no acaba ahí, hay tres líneas más, tremendas, que han sido escritas precisamente para el bárbaro, y no solo para él, también para mí y para todos los que nos consumimos en el extremo y legítimo deseo de revolucionar el mundo. Tres líneas que explican por qué, contra toda apariencia, esa tarea en relación con uno mismo es necesaria, así como es justa semejante ambición. Y lo hace de manera muy simple, se limita a recordarnos algo de lo que nos hemos olvidado por completo, casi todos, y algunos incluso con un pasotismo insoportable. Friedmann las escribió en 1977, lo cual explica una determinada referencia a la política, entendiendo el término «política» en su sentido más amplio. Dice lo siguiente: «Son muchos los que se vuelcan por entero en el militarismo político y en la preparación de la revolución social. Pero pocos, muy pocos, los que, como preparativo de la revolución, optan por convertirse en hombres dignos.»

 
23 de septiembre de 2012
George L. Mosse
LA CULTURA NAZI. LA VIDA INTELECTUAL, CULTURAL Y SOCIAL EN EL TERCER REICH.

«Me dijeron que si no lo leía no iba a entender nunca nada del nazismo. Un poco categórico, pero no tan lejos de la realidad.»

Puede resultar una banalidad, pero la pregunta, pensando en el nazismo, es siempre la misma: pero ¿cómo fue posible? ¿Cómo pudo suceder algo así justo en el corazón de la vieja, refinada y culta Europa? Y, sobre todo, ¿cómo ha podido ser sinceramente nazi gente absolutamente normal, de buen entendimiento, médicos a los que habrías acudido para quitarte las amígdalas, vecinos de casa que a las reuniones de la comunidad llevan el pastel que hicieron por la tarde o simpáticas asistentas a las que dejarías tus hijos con toda la tranquilidad? ? Qué clase de locura se apoderó de todos ellos?

En libro de Mosse da una respuesta a esta pregunta y yo tengo que resaltar el hecho de que ninguna respuesta, antes, me había parecido tan serena, inteligente y creíble como la suya. Si tuviera que resumirla grosso modo lo haría así: no era una locura, era la adhesión apasionada a una ideología que por arte de magia constituía ideales y convicciones que hacía largo tiempo que circulaban por el sistema sanguíneo de la mentalidad alemana. No era una enfermedad mental sino una construcción mental cuyos ingredientes venían de muy lejos. Para entender el nazismo hay que entender casi dos siglos de pensamiento alemán. 

Si uno lo hace, y Mosse lo hizo, descubre muchos afluentes que, sin ni siquiera saberlo, llevaron agua al devastador río del nazismo, afluentes procedentes de las cumbres o de la colinas de la sensibilidad alemana. Toda la tradición romántica, cierta vena mística, las fantasías clásicas-germánicas, el culto a la naturaleza, ciertas teorías extravagantes sobre razas y destinos, el nacionalismo patriótico que creció desmesuradamente después del prolongado parto de la Alemania unida, el instinto de hallar seguridad en el sentirse un pueblo antes incluso que un individuo, la tentación del antisemitismo, el culto hacia ciertas formas de élite dorada, la teorización de la juventud como fuego sagrado con el que recomponer la pureza de la existencia, Nietzsche y Hölderlin, el nudismo y el mito del paisaje campesino, el culto a la belleza masculina y la pasión por el canto polifónico. Todo eso llevaba un montón de tiempo ahí, en la incubadora alemana. Pero también hay que dejar claro que cada una de esas piezas, por sí misma, no tenía el nazismo como epílogo necesario e inevitable. Lo que hizo el nazismo fue meterlas a todas en el mismo saco, conformando un artificial sistema mental y luego político que blindaba numerosas pasiones alemanas dentro de la esfera de un único proyectil de plomo. 

Daniel Innerarity (Pandemocracia) Una filosofía de la crisis del coronavirus

                           

DEMOCRACIA EN TIEMPOS DE PANDEMIA

Decimos que esta crisis sanitaria podrá a prueba muchas cosas y que algunas de ellas no volverán a ser lo que eran, entre las cuales estaría la democracia. Ya se ha suscitado un intenso debate entre quienes piensan que esta crisis supondrá un revulsivo que derribará el capitalismo y quienes presagian un sistema de control que consolidará las tendencias autoritarias inscritas en eso que llamamos democracias liberales. Las medidas de excepción aprobadas podrían establecer un precedente peligroso y un recorte de libertades que sería aceptado por las poblaciones atemorizadas. Ya han surgido «coronadictaduras» como Israel y Hungría que aprovechan esta emergencia para acentuar sus perfiles iliberales. Al mismo tiempo, la larga lista de fracasos colectivos que cosechan nuestras democracias convierte en especialmente tentadoras las promesas de una eficacia a costa de las formalidades democráticas. La democracia, que ha ido sobreviviendo a los cambios de formato y a los de problemas, se encuentra en una encrucijada para la que no tiene precedentes. La supervivencia de la democracia está acondicionada a que sea capaz de actuar en los actuales entornos de complejidad, compatibilizando las expectativas de eficacia y los requerimientos de legitimidad.

El debate entre los filósofos y los científicos sociales acerca de la democracia tras el coronavirus ha tenido tonos épicos, proféticos y melancólicos; lo único que le ha faltado ha sido la modestia. Hay quien anuncia una nueva ola autoritaria, como Giorgio Agamben, Peter Sloterdijk o Naomi Klein, quien exalta la eficacia China y la presenta como un modelo seductor (Byung-Chul Han) o nos previene contra la vigilancia totalitaria de la monitorización biométrica (Yuval Noah Harari) y no podía faltar Slavoj Žižek prometiendo, una vez más, que esta sería la (definitiva) ruina del capitalismo. Pese al tono maximalista y la escasa base científica de sus predicciones, todos ellos nos ponen al menos ante tres problemas que resultan especialmente recurrentes para la democracia: el de excepción, el de la efectividad y el del cambio social.

Comencemos por el primero de los problemas, el que plantea a la democracia la lógica de la excepción. Este asunto es, desde hace tiempo, el tema preferido de Giorgio Agamben, quien la llegado a hablar ahora de «la invención de una epidemia» como disculpa para establecer un estado de excepción. Debe ser muy difícil sobrevivir al éxito de una metáfora y resistir la tentación de aplicarla a cualquier situación. Contradiciendo la evidencia de que si se proclama ahora el estado de excepción es porque no lo había antes, Agamben sostiene que «la epidemia muestra claramente que el estado de excepción se ha convertido en la condición normal de la democracia». Así que gracias a esta «virocracia» podríamos caer finalmente en la cuenta de que la lógica de la excepción es la lógica misma de la democracia... sin excepción. Algunos filósofos tendrían más lucidez si estudiaran un poco de política comparada, aunque eso despojaría de rotundidad a sus teorías. Si se confiere un poder excepcional a alguien es porque ni antes ni después lo tiene. Otro filósofo que en ocasiones prefiere una metáfora brillante a un buen argumento, Peter Sloterdijk, profetiza «el sometimiento a una dictadura médico-colectivista», de manera que «el sistema occidental se desvelará como igual de autoritario que el chino». Las emergencias decretadas por los gobiernos europeos están condicionadas a cuanto se refiere a la lucha contra el Covi-19, limitadas en el tiempo y crean nuevos delitos, tres condiciones de las que carece el excepcionalismo decretado por el gobierno de Hungría. Comparo, luego pienso.

Las situaciones de excepción no suspenden la democracia, tampoco su dimensión deliberativa y polémica. El pluralismo sigue intacto y el normal desacuerdo social continúa existiendo aunque su expresión deba estar condicionada a facilitar el objetivo prioritario de la urgencia sanitaria. Una limitación de las libertades es siempre lamentable y solo se puede justificar como medida temporal. Carl Schmitt, a quien ahora todo el mundo parece haber canonizado, era un decisionista, pero pocos advierten que entender la política como decisión implica reconocer que se ejerce en un contexto de contingencia, sin razones abrumadoras, ni siquiera en medio de las urgencias de la excepción. Contingencia significa que las decisiones son discutibles aunque se hayan modificado las condiciones que implícitamente regulan el modo de gobernar y el modo de hacer oposición.

Sería inaceptable cualquier medida presentada como si no hubiera alternativa y fuera científicamente indiscutible. Los virólogos tienen poderosos argumentos, por supuesto, pero cuando los políticos toman decisiones sobre la base de sus consejos están haciendo política, una política muy particular, por cierto, pero que no deja de tener esa dimensión de contingencia que la caracteriza también en circunstancias excepcionales. Hay distintos planteamientos acerca de cómo afrontar esta crisis, especialmente en lo que se refiere al equilibrio entre las urgencias sanitarias y los efectos económicos que puedan seguirse de las medidas adoptadas. Estar en una situación de alarma no significa renunciar al ejercicio de la razón y privarse de los beneficios de una deliberación serena y leal, así como de una coordinación entre las instituciones que no sea la sumisión a lo que decreta el mando único. La democracia, incluso en momentos de alarma, necesita contradicción y exige justificaciones. 

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Marc Fumaroli (El Estado cultural) Ensayo sobre una religión moderna

DEL PARTIDO CULTURAL AL MINISTERIO DE CULTURA

En última instancia, los orígenes del Estado cultural son bismarckianos. Pero el ejemplo del maquiavelismo de Bismarck no desplegó todas sus consecuencias funestas sobre la política europea hasta después de 1914. En 1917, el golpe de Estado de Lenin proveyó a Rusia de un Bismarck marxista, y el Estado leninista también tuvo su Kulturkampf, al lado de cual el de Bismarck hace el efecto retrospectivo de un modesto y efímero incidente. Sin embargo, olvidadizos de las lecciones de la historia, incluso recientes, e insensibles a las advertencias de Nietzsche, al cual pretende haber leído, Malraux y la generación de los intelectuales de los años treinta quedaron fascinados por la función aparentemente eminente que la dictadura leninista atribuía a su propiedad, la «cultura». El gobierno de Lenin incluía una Comisariado de la Cultura. En la cabeza tenía a Lunatcharski, y sus numerosas direcciones empleaban a las esposas y hermanas de los jefes bolcheviques: Krupskaia (señora de Lenin), Bouch-Bruevich (hermana de Lenin), Trotskaia (señora de Trotski), Kameneva, Dzerjinskaia, etc. En ese comisariado se encontraba Lito (Dirección del Libro, encargada entre otras cosas de la depuración de las bibliotecas), Muzo (Dirección de la Música), Iso (Dirección de las Artes Plásticas), Teo (Dirección del Teatro), Foto-Kino (Dirección de la Fotografía y el Cine, Chelikbez (Comisión Especial para la Liquidación del Analfabetismo). La propensión a sustantivar las siglas ha quedado, de Moscú a París, como costumbre de las burocracias «culturales». En 1982, Catherine Clément, saludando la nueva era, escribía: «La cuestión de la felicidad está planteada». Medio siglo antes, el comisario Lunatcharski declaraba: «La «conquista del poder no tendrá sentido si no hiciéramos felices a los hombres».

¿Cómo hacerles felices, es decir, dóciles? «El comisariado —escribía Lunatcharski— no tiene razón de ser si no sirve a la cultura. La instrucción, la ciencia, el arte, aparecen así no sólo como medios de nuestro movimiento, sino también como sus fines».
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CULTURA CONTRA UNIVERSIDAD

El error sobre el que se ha construido el edificio «cultural» es, primero de naturaleza política. Se ha querido una Francia «moderna», competitiva, pero no se ha querido ver que, por ese hecho, pasaba a ser justificable según los análisis de Tocqueville en La democracia en América. Ese singular estrabismo ha llevado a los políticos y tecnócratas, en el mismo momento en que remataban la metamorfosis del «querido y viejo país» en democracia comercial y consumidora a la americana, a hacer como si Francia fuera justificable según los esquemas en vigor entre los intelectuales de los años treinta: burguesía contra pueblo, artes de vanguardia contra burguesía.

Los vampiros del Estado han buscado en esas antítesis melodramáticas una poesía y una moral para embellecer su «modernización». Han encontrado en los slogans del 68, y en los del 81, un «segundo aliento», una «segunda» y una «tercera» juventud para ese «ideal» de los jóvenes anticuados. Traducidos en lenguaje ministerial, retraducidos en lenguaje rebelde, los tópicos de la «democratización cultural», y luego del «todo cultural«, se han ido cargando a su vez de las esperanzas puestas en otros tópicos: «Todos creativos», «Cambiemos la vida». Las palabras-pantalla y las coartadas son intercambiables. Se trata, en los despachos o en la calle, de un retrato y de un rechazo de análisis de lo real, y, por lo tanto, de una verdadera dimisión del ingenio francés ante sus nuevos cometidos, y eso en un país que, por su economía y sus costumbres, había entrado en la norma común de las democracias «desarrolladas».

Así que había llegado la hora, y Raymond Aron fue el primero en comprenderlo, de no leer ya La democracia en América como un informe diplomático, sino como un «conéctate a ti mismo». La mayor parte de los rasgos apuntados por Tocqueville en el amplio término americano (salvo la religión y el amor a la libertad) han pasado a ser los nuestros, y se ha amalgamado a supervivencias cada vez más fantasmagóricas de la antigua sociedad: el amor generalizado por los goces materiales, la simplificación de las maneras, la inquietud en medio del bienestar, el aspecto a la vez agitado y monótono de la vida pública, el ardor de las ambiciones y la ausencia de grandes ambiciones. Todos esos rasgos que han desabrido los caracteres, se ha extendido al mismos tiempo que los medios, desconocidos por Tocqueville, de hipertrofiarlos: la generalización de las distracciones, del turismo, de la tecnología, de las sensaciones visuales y auditivas prefabricadas... A los estadounidenses de su tiempo, Tocqueville, después de haber descrito de manera sobrecogedora el estado de la literatura en un régimen democrático («La masa siempre creciente de lectores y la continua necesidad que tienen de novedad aseguran la venta de un libro que apenas valoran»), les da un consejo de contrapeso:

Es evidente que, en las sociedades democráticas, el interés de los individuos, así como la seguridad del Estado, exige que la educación de la mayoría sea científica, comercial e industrial más que la literatura. El griego y el latín no deben ser enseñados en todas las escuelas, pero importa que aquellos cuyo carácter o fortuna destina a cultivar las letras, o predispone a apreciar, encuentren escuelas donde puedan llegar a dominar perfectamente literatura antigua y a penetrar enteramente en su espíritu. Algunas universidades excelentes valdrían más, para alcanzar ese objetivo, que una multitud de malos colegios o estudios superfluos, que se hacen mal e impiden hacer bien los estudios necesarios. Todos quienes ambicionan destacar en las letras, en las naciones democráticas, deben a menudo alimentarse de obras de la Antigüedad. Es una higiene saludable. 

Si nos atenemos al espíritu de este texto, que ha sobrevivido perfectamente a su letra históricamente fechada, se ve bien con qué profundidad se aplica a la Francia actual. Ésta tiene una tradición literaria, filosófica y artística que Estados Unidos no tiene. No la tiene, por la razón obvia de que no tiene Antigüedad, ni Edad Media, ni Antiguo Régimen, y de que ha construido su sistema político sobre la filosofía contemporánea a su nacimiento, la de las Luces, de Locke a Montesquieu. Estados Unidos es un país integramente moderno. Lo que no le impide, justo porque es moderno hasta ese punto, experimentar por compensación el deseo de conocer las tradiciones de Europa y Asia que están fundadas sobre un postulado común inverso al de su propio utilitarismo: la superioridad de la contemplación sobre la acción, el espíritu como iluminación de la materia. Al no poder reencontrarlas en su propia filiación, en su propia memoria, como es la suerte de nosotros los europeos, se ha dirigido al estudio sabio, y ha creado por ello, entre otras cosas, «universidades excelentes», y ha prestado una gran acogida a los sabios europeos, como Erwin Panofsky o Leo Strauss. Nadie más adecuado que esos profesores para tejer el hilo que la vincule a Mnemosine, madre de las Musas, y alivie de la avidez moderna, de la otra figura del tiempo que reina con ella: Cronos. 

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