Daniel Bernabé (La trampa de la diversidad) Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora

Deconstruir identidades hasta atomizarlas es dar anfetaminas neoliberales a la posmodernidad. Somos cada vez más diversos porque somos cada vez más desiguales, por lo que necesitamos llenar de cualquier manera el espacio que antes ocupaban la clase, la nacionalidad o la religión. Esta fascinación por la representación tiene el efecto negativo de que la misma cada vez resulta menos representativa. Referirnos a un grupo o colectivo, antes de la irrupción de lo neoliberal, significaba referirnos a millones de personas. En el caso de las mujeres a algo más de la mitad de la población humana. Ahora el colectivo mengua porque la diversidad tiende al infinito. Se niega a sí misma porque en el fondo, cuando todos somos diversos, nadie lo es realmente.

La diversidad es un producto que compramos, como cualquier producto compite en un mercado. Este mercado de la diversidad competitiva se manifiesta en que las nuevas identidades que vamos adquiriendo entran en contradicción de una forma cada vez más notable. Somos más nosotros en cuanto conseguimos que el resto sea menos. Los grupos, cada vez más atomizados, entran constantemente en conflicto, en una especie de reinos de taifas identitarios. Así hay conflictos intrafeministas, de activistas queer contra feministas, de activistas LGTB contra activistas queer, de activistas multiculturales contra las feministas, de feministas islámicas contra feministas árabes, de los animalistas contra todos.

[...] Que el activismo de la diversidad es un producto que compite en un mercado se observa en su desplazamiento cada vez más habitual desde su origen político hasta su aspiración de negocio. Encuentro este titular: <<Una eroteca vegana, feminista, transgénero y respetuosa con  la diversidad relacional y corporal>> a propósito de un reportaje sobre una tienda donde se venden cosas. Al igual que la empresaria del capón, los negocios relacionados con la diversidad política pretenden pasar por servicios y ofrecer experiencias, pero, repetimos, son tiendas donde se venden cosas. En este caso, sus propietarias nos explican que buscan <<generar nuevos espacios de conversación y activismo, y abrir el espectro mostrando modelos que no se limiten al hetero-monógamo>>. También cuenta que les <<encanta dinamitar los roles de género y fomentar la sapiosexualidad: intentamos transmitir que las mentes son sexis, más allá del cuerpo>>. La tienda vende a sus clientes, perdón, el espacio de activismo y conversación proporciona a sus usuarios cuerdas bondage no tratadas con ceras animales, lubricantes libres de proteínas lácteas y, en general, productos que <<están libres de crueldad porque ninguno de sus componentes es de origen animal ni ha sido testado en animales>>.

No se trata aquí de criticar las aficiones o estilos de vida sexual de los clientes de la tienda de condones eco-friendly, las cuales nos dan bastante igual, sino de observar una vuelta de tuerca más que interesante: cómo el activismo por la representación pasa bajo el neoliberalismo a abjetivizarse en el mercado de la diversidad y cómo este mercado, en su lógica interna ineludible, acaba materializándose en negocios concretos. Algo similar al proceso sufrido por la pobre Frida Lahlo pero en términos generales. Hemos pasado de ideologías que, al constituirse en partidos o movimientos, necesitaban librerías e imprentas para difundir sus ideas, a ideas convertidas en productos que necesitan hacerse mercancía tangible para poder reproducirse y sobrevivir. 

Si hay un producto consustancial a esta trampa de la diversidad ese es el del antiespecismo. Este antiespecismo, surgió a principios de los setenta pero con especial éxito en este nuevo siglo, explica que los animales, no humanos, reciben una discriminación arbitrarias por parte de los animales humanos. Busca una sociedad vegana, pero no sólo, sino que apunta a la no discriminación de los animales salvajes sobre los domesticados y explicita que <<el movimiento antiespecista como tal, sin embargo, no puede comprometerse con tesis políticas más generales. Ello se debe a que el rechazo al especismo no depende de adoptar alguna posición política particular, desde el liberalismo de derechas hasta el de izquierdas>>

El antiespecismo va un poco más allá al afirmar que a los animales salvajes se <<los ha abandonado a su suerte>> y que el futuro de todos los <<seres sintientes>>, sin importar su especie u origen, es liberarse <<no sólo de la opresión humana, sino también libres de toda necesidad, de toda enfermedad, de todo sufrimiento>>

Lo interesante de este sistema de creencias, no nos atrevemos a usar el término ideología, no son sus inconsistencias, sus metáforas desafortunadas al comparar los campos de concentración nazis con los mataderos animales, sino el profundo nihilismo y arrepentimiento místico que destila. En una última vuelta de tuerca angustiada de la diversidad, la forma de entrar a su mercado de especificialidades ya no es a través del consumo de identidades sobre uno mismo, sino proyectadas en otros, en este caso los animales. Si la modernidad sustituyó a Dios por el ser humano, la posmodernidad en su etapa decadente ha atomizado tanto la identidad humana que esta sólo puede encontrar refugio en una caridad iluminada hacia los <<seres sintientes>>

Gemma Orozco tiene veinticinco años, se gana la vida como técnica informática y es entrevistada por el diario El Mundo, curiosamente para su sección <<Futuro>>, porque es antinatalista. Según ella:

             el nuestro es un mundo superpoblado en el que sobre gente, en el que la industria ganadera es una de las principales responsables del cambio climático y de la deforestación, no es razonable traer a un nuevo ser humano. Por no hablar de los motivos políticos: vivimos bajo un capitalismo terrible y despiadado y tener un hijo significa darle un nuevo esclavo al sistema, darle más carne de cañón. 

Si los antiespecistas desviaban su atención de los humanos a los animales, los antinatalistas van un paso más allá, completando la espiral y descendiendo al siguiente nivel. El análisis de la entrevistada es impecable, salvo que su solución no pasa por la acción política colectiva, por buscar unas soluciones razonables para su hijo, sino por negar al hijo. No es aquí motivo de critica la opción personal de no tener descendencia, sí de la vincular esta opción con algún tipo de activismo que podríamos llamar de individualidad negativa. 

Conocemos y adelantamos el siguiente paso: tras antiespecismo y antanatalismo, ya sólo nos queda el suicidio en grupo para afirmar nuestra identidad. El pastor Jim Jones vuelve de entre los muertos desafiante.

José Luis Melero (El lector incorregible)

LIMINAR

Uno es escritor de pocos lectores. Pero tal vez de los mejores, como me atreví a sugerir en el delantal que escribí para El tenedor de libros. Ya sé que decir esto me convierte inmediatamente en un arrogante presumido, en un presuntuoso, pero la verdad tiene un solo nombre. Uno escribe de cosas y sobre asuntos que a pocos interesan hoy, aunque esos pocos sean los que más me interesan a mí. La lectura de viejos libros, de viejos autores, solo nos producen melancolía, y los nuevos tiempos no quieren ni oírla nombrar. Se vive deprisa, y el poco tiempo de que se dispone nadie quiere utilizarlo en leer libros antiguos y pasados de moda, de los que es imposible presumir en fiestas y saraos. Nadie, menos mis ejemplares lectores, mis lectores incorregibles, que resisten numantinamente con esos libros en el sofá de sus casas, mientras sus amigos y vecinos, entregados furiosamente al culto al cuerpo, corren y corren por los parques, sudorosos, a veces exhaustos, con una cinta en la frente y chándal haciendo juego, pero felices de ver que, aunque no sepan quién es Wislawa Szymborska, ni maldita falta que les hace, han perdido trescientos gramos desde por la mañana. Estos son los tiempos que corren (nunca mejor dicho) y con ellos hemos de lidiar.

Los libros de viejo llevan camino de ser como los sombreros de copa: una elegante excentricidad. Uno nunca ve a jóvenes en las librerías de viejo. Bueno, en realidad, uno nunca ve en estas a casi nadie, que subsisten ya mayoritariamente gracias a las ventas por internet. Pero los jóvenes podrían aprender mucho en esas librerías, de las que yo salí un día convertido en escritor y dispuesto a contar algunas de las cosas que había aprendido en los viejos libros que en ellas fui descubriendo.Podría decir que todos los libros que he escrito tienen su origen en esas librerías de viejo, en las que cuando uno entra nunca sabe qué a va encontrar ni con qué libros va a salir. El suspense está garantizado, como en las mejores películas de Hitchcock. Y sería bueno que nuestros jóvenes, los letraheridos al menos, supieran que por poco dinero, desde luego por mucho menos de los que les cuesta la última versión del móvil más psicodélico, pueden comprar libros maravillosos que les cambiarán la vida.

Sería bueno, decía, pero no es fácil ya enganchar a muchos a la lectura del papel impreso, sometidos como estamos a la tiranía del mundo digital. Y si cuesta no poco que se vendan los libros de éxito, esos de los que todo el mundo habla (no hay sino preguntar a nuestros amigos libreros para saber las enormes dificultades con las que se enfrentan para sacar sus pequeños negocios adelante), no quiero ni pensar lo que puede costar que se lean libros como los míos (como los nuestros, pues a nosotros, amigos de la misma cofradía de raros y chiflados, me dirijo), en los que no vamos a encontrar recetas para triunfar sino herramientas para sobrevivir. 

[...] Mis lectores incorregibles conocen de sobra lo que van a encontrar en estas páginas: mucha pasión por los libros y la literatura, algunos pocos saberes inútiles, interés por no tomarse nunca demasiado en serio, voluntad de condimentar todo con algo de humor, y un tono que siempre pretendo que sea amable y confianzudo, para que las horas de lectura se pasen sin darse uno cuenta. Nada me gustaría más que un día, al encontrarnos en cualquier librería, pudierais decirme que las historias de este libro os habrían proporcionado un poco de felicidad. Todo entonces habrá merecido la pena. 

Manuel Arias Maldonado (Antropoceno) La política en la era humana

Liberalismo, capitalismo, sostenibilidad

El Sobre la libertad, John Stuart Mill indaga sobre «la naturaleza y los límites del poder que puede ejercerse legítimamente por la sociedad sobre el individuo»; su protagonismo en la discusión que nos ocupa resulta así inevitable. A su modo de ver, ese poder solo puede ejercerse de manera justa contra alguien con objeto de prevenir el daño a otros. De manera que terminan siendo acciones privadas las que no causan perjuicio a los demás y públicas las que sí lo hacen. Ahora bien: Mill, de ahí su vigencia, se cuida de definir de manera rígida su Principio del Daño. Por una parte, no especifica qué condición tiene que darse para que la comunidad pueda interferir en la libertad del individuo. Por otra, añade un matiz importante: que el daño o probabilidad de daño a los intereses de los demás pueda justificar esa interferencia no implica que esta se encuentre siempre justificada. Allí donde la ley nada disponga, habrá que debatir sobre el caso en concreto.

Eso es, precisamente, lo que hacemos cuando hablamos de las consecuencias políticas del Antropoceno: es decir, en primer lugar, si la libertad individual ha de ser limitada en nombre de la sostenibilidad, y, en segundo lugar, discutir qué extensión y qué formas habría de conocer dicha limitación. Todo ello con una mirada puesta en la preservación, hasta donde sea posible, de otros valores que también definen nuestras democracias constitucionales: diversidad, pluralismo, igualdad, tolerancia. Salta a la vista que no es fácil guardar los equilibrios teóricos si queremos que una sociedad sea a la vez liberal, sostenible y democrática. Para empezar, porque conviene preguntarse si una sociedad que renuncia al crecimiento económico gozará de legitimidad suficiente a ojos de sus ciudadanos, muchos de los cuales aspiran todavía, y con razones fundadas, a mejorar sus condiciones materiales de vida. Se da por supuesto con demasiada facilidad que las limitaciones al crecimiento y las restricciones a la libertad individual gozarán de apoyo popular en unas democracias cuya relativa fragilidad se ha hecho evidente a raíz de la gran recesión iniciada a finales de 2008, que nos ha recordado la prioridad que los electores otorgan al empleo y a la desigualdad. Y tal vez con razón: ni siquiera queda claro que el crecimiento económico per se constituya forzosamente una causa de insostenibilidad. 

Si lo supiéramos con certeza, dejaríamos de crecer: mejor vivos que ricos. De ahí proviene, seguramente, la tentación autoritaria en la que en ocasiones ha caído ecologismo político. Nada sorprendente: si la democracia es un obstáculo para la supervivencia, esta última tiene preferencia. William Ophuls dejó sentado en principio fundacional del ecoautoritarismo a finales de los años setenta del siglo pasado: «Solo un Gobierno con amplios poderes para regular la conducta individual en nombre del interés ecológico puede lidiar de manera eficaz con esa tragedia de los bienes comunes». Ha pasado mucho tiempo y el ecologismo político ha abandonado este discurso, pero la contradicción fundamental entre los procedimientos democráticos y los resultados sostenibles sigue sin resolverse: no hay ninguna garantía de que los primeros produzcan los segundos. 

De hecho, la amenaza del cambio climático ha renovado esos miedos y pueden observarse algunos coqueteos con el Leviatán ecológico. Hemos leído que «la humanidad habrá de sacrificar la libertad de vivir de cualquier manera en favor de un sistema que prime la supervivencia»; incluso un periodista tan reconocido como Thomas Friedman ha elogiado la capacidad de la autocracia china para imponer políticas impopulares pero necesarias. A veces, son los científicos quienes razonan así, abrumados por los resultados que arrojan sus modelos predictivos: James Lovelock compara el cambio climático con una guerra y aconseja suspender el régimen democrático durante el tiempo que hayamos de librarla. Un caso distinto es el de quienes, sin reclamar formas autoritarias de manera explícita, hablan del Antropoceno en unos términos tan apocalípticos que no se encuentra la manera de abordarlo sin recurrir a formas políticas autoritarias.

No obstante, podemos plantear este dilema de otro modo: no sabemos si el crecimiento es forzosamente insostenible, pero empezamos a aprender que una economía fósil parece serlo. El problema radicaría entonces en la idea de que cualquier modelo de crecimiento es insostenible, un temor malthusiano que se basa en una noción rígida de los límites naturales. Sin embargo, ni siquiera está claro que un mandarinato ecológico —encargado de mantener a raya la actividad humana para evitar una completa desestabilización planetaria —diese buen resultado. Téngase en cuenta que, si toda la sociedad ha de cooperar para alcanzar un objetivo, la legitimidad no puede separarse de la eficacia. Por añadidura, un régimen autoritario tampoco garantiza los resultados adecuados, que en buena medida dependen de la circulación de ideas y de los procesos de ensayo y error que las instituciones liberales —entre ellas, el mercado— facilitan. La contratesis sería: la democracia tampoco garantiza un Antropoceno sostenible. Y así es, salvo que la sostenibilidad —como ya sucede con otros bienes esenciales en la democracia constitucional— se fije como objetivo irrenunciables de la comunidad política, sobre la muy razonable base de que, sin sostenibilidad, no existe comunidad política. Al ser la sostenibilidad un proceso dinámico, como la propia relación socionatural, la democracia liberal parece mejor equipada para esta tarea que un régimen autoritario.

* Manuel Arias Maldonado (Nostalgia del Soberano) 

Luisgé Martín (El mundo feliz) Una apología de la vida falsa

UN MUNDO FELIZ

Cuando era adolescente leí por primera vez Un mundo feliz, la novela de ciencia ficción de Aldous Huxley que recrea una sociedad futura en la que los seres humanos son fecundados artificialmente y divididos en castas cerradas cuyos miembros saben en cada caso cuál es el mundo y la vida que les espera. Los lectores de Un mundo feliz —y el propio Huxley, por supuesto— aseguraban que la sociedad descrita en la novela era distópica; es decir, que tenía «características negativas causantes de la alienación humana», según define el diccionario. A mí, sin embargo, me parecía una sociedad casi feliz, como irónicamente sugería el título; un modelo de progreso razonable. En aquella época atribuí la discrepancia entre mi opinión y la del resto de los lectores a la ignorancia o a la inocencia de mi edad, pero cuarenta años después, al releer la novela, sigo pensando lo mismo: la condición humana es lo suficientemente frágil e insustancial como para que podamos pensar que un mundo como el de Huxley es feliz y deseable. 

En el mundo de Huxley no existe el amor romántico ni los vínculos familiares biológicos. Los seres humanos, como he dicho, se fecundan artificialmente y se gestan en máquinas bajo el control de una serie de funcionarios. Hay varias castas establecidas —desde los Alfas, que son la casta superior, hasta los Epsilones, que están destinados a tareas manuales—, y en el proceso de gestación se predeterminan orgánicamente al individuo para que se adapte a su rol: «Cuanto más baja es la casta», explica un funcionario, «menos oxígeno se le da. El primer órgano afectado es el cerebro. Después de este, el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno normal se obtienen enanos». De modo que los Alfas nacen con todas las capacidades biológicas y los Epsilones con limitaciones de inteligencia. Hay muchos otros condicionamientos en la gestación: a algunos fetos, por ejemplo, se les emiten rayos X cuando atraviesan los túneles de frío del proceso de maduración, y así se logra que sientan aversión hacia las temperaturas bajas y que estén predestinados, en consecuencia, a emigrar a los trópicos, a ser mineros o metalúrgicos.

[...] La conciencia del lugar que uno ocupa en el mundo libra de muchos males, pero no de todos. Para curar el resto, en el mundo de Huxley existe el soma, una droga de la felicidad que se parece bastante a las que la industria farmacéutica lleva tratando de crear en nuestro mundo sin un éxito completo durante décadas. «Si alguna vez, por cierta desafortunada casualidad, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre nos queda el soma para depararnos unas buenas vacaciones alejadas de la realidad. Siempre nos queda el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, solo se podían conseguir estas cosas haciendo un gran esfuerzo y tras muchos años de dura formación moral. Hoy día cualquiera puede ser virtuoso. Ahora, uno se traga dos o tres tabletas de medio gramo y ya está. Uno puede llevarse en un fracaso por lo menos la mitad de su moralidad. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma. Huxley ya lo había advertido antes de una forma muy expresiva: el soma tiene «todas las ventajas del cristianismo y del alcohol, y ninguno de sus inconvenientes».

El amor romántico se sustituye por la sexualidad libre. Cada individuo busca el placer múltiple en distintos amantes, y esas pericias se enseñan desde la infancia a través de juegos eróticos consentidos y estimulados. Desaparecen los sufrimientos sentimentales, los celos, los desamores. Los impulsos emotivos se vuelven simplemente hedonistas o utilitarios.

[...] Y en medio de ese mundo feliz aparece de repente un hombre como nosotros: John, el Salvaje. Ha sido engendrado mediante un coito, ha nacido del vientre de una mujer y ha crecido en una reserva primitiva en la que se mantienen los modos de vida tradicional. Ese individuo, que ha leído y cita continuamente a Shakespeare, abre una brecha en la sociedad perfecta. Lucha por la libertad, por la simplicidad de lo humano, por la vida manchada. Lucha por la belleza intensa del mundo real. Lucha por la autenticidad y por el heroísmo. Al final de la novela hay una escena, en la que intervienen el Salvaje y Mustafá Mond (una especie de presidente plenipotenciario de Occidente), que explica bien el dilema esencial —o existencial— planteado por Huxley:

—Lo que ustedes necesitan—continuó el Salvaje—es algo que cueste lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo suficiente [...] «Atreverse a exponer lo moral y lo inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque solo sea por una simple cáscara de huevo...». ¿Acaso esto no tiene sentido? —preguntó el Salvaje mirando a Mustafá Mond—. Independientemente de Dios, aunque Dios, desde luego, sería una razón para ello. ¿No tiene su punto de fantasía vivir peligrosamente. 

—Por supuesto que sí, y mucho —replicó el controlador—. De cuando en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombre y mujeres.

—Qué? —preguntó el Salvaje un tanto desorientado.

—Es uno de los requisitos para conservar en perfectas condiciones la salud. Por esto hemos hecho obligatorios los tratamientos PVA.

—¿PVA?

—Pasión Violenta Artificial. Normalmente, una vez al mes le damos al organismo un chute extra de adrenalina. Es el equivalente fisiológico completo del terror y el furor. Provoca en nuestro organismo todos los efectos tónicos del asesinato de Desdémona y de ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.

—Pero a mí me gustan los inconvenientes.

—A nosotros no —dijo el controlador—. Preferimos hacer las cosas cómodamente.

—Pero yo no quiero comodidades. Yo quiero a Dios, yo quiero la poesía, yo quiero el peligro real, yo quiero la bondad. Yo quiero el pecado. 

—Efectivamente —dijo Mustafá Mond—, usted reclama el derecho a ser desgraciado.

—Efectivamente —dijo el Salvaje, en tono desafiante—, reclamo el derecho a ser desgraciado.

—Por no hablar del derecho a envejecer, a volverme feo e impotente; del derecho a tener sífilis y cáncer; del derecho a pasar hambre; del derecho a ser un piojoso; del derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda pasar mañana; del derecho a coger la tifoidea; del derecho a ser acribillado por los más horribles tormentos.

Se produjo un largo silencio.

—Reclamo todos esos derechos —concluyó el Salvaje.

Mustafá Mond se encogió de hombros.

—Quedan todos a su disposición— dijo. 

[...] ¿Es preferible la libertad dolorosa a la servidumbre voluntaria feliz? ¿Son en realidad diferentes la servidumbre voluntaria y la libertad? ¿Puede llamarse servidumbre a la autorrestricción consciente de ciertos instintos humanos ponzoñosos o dañinos? El Salvaje responde a cada una de estas preguntas afirmativamente, pero no lo hace, a nuestro juicio, siguiendo su razón ilustrada, sino su superstición humanista. O lo que es lo mismo: sus ideas religiosas sobre la libertad, la justicia, la igualdad, la dignidad y la fraternidad de los seres humanos. 

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