Fernando Pessoa (La educación del estoico)

Nuestro mal no reside en el individualismo, sino en la cualidad de ese individualismo. Y esa cualidad consiste en que éste sea estático en vez de dinámico. Se nos valora por lo que pensamos, no por lo que hacemos. Olvidamos que, por aquello que no hicimos, no fuimos: que la primera función de la vida es la acción, del mismo modo que el primer aspecto de las cosas es el movimiento.

Al concederle a aquello que pensamos la importancia de haberlo pensado, al tomarnos, cada uno de nosotros a sí mismo, no, como decía el griego, como la medida de todas las cosas, sino como norma o modelo de ellas, creamos en nosotros, no una interpretación del universo, sino una crítica del universo -y, dado que no lo conocemos, no lo podemos criticar-, y los más débiles y desorientados de nosotros elevan esa crítica a una interpretación; pero una interpretación impuesta como una alucinación; no deducida, sino como una simple inducción. Es la alucinación propiamente dicha, pues la alucinación es la ilusión que parte de un hecho mal visto.

El hombre moderno, si es feliz, es pesimista.

Hay algo de vil, de degradante, en esta transposición de nuestras penas a todo el universo; hay algo de sórdido egoísmo en suponer que, o bien el universo está en nuestro interior, o bien somos una suerte de centro y síntesis, o símbolo, de él.

El hecho de que sufro puede ser, en efecto, un obstáculo para la existencia de un Creador íntegramente bueno, pero no demuestra la existencia de un Creador, ni la existencia de un Creador malo, ni siquiera la existencia de un Creador imparcial. Sólo demuestra que existe el mal en el mundo, cosa que no supone un descubrimiento, y que nadie se le ha ocurrido negar todavía.

Conceder valor e importancia a nuestras sensaciones sólo porque son nuestras -esto lo hacemos consciente o inconscientemente-, esta vanidad hacía dentro, a la que llamamos tantas veces orgullo, como llamamos a nuestra verdad las verdades de todas las especies.

El conflicto que nos quema el alma, Antero lo expresó mejor que ningún otro poeta, porque tenía tanto sentimiento como inteligencia. Es el conflicto entre la necesidad emotiva de la creencia y la imposibilidad intelectual de creer.

Llegué, por fin, a estos breves preceptos, a la regla intelectual de la vida.

No me arrepiento de haber quemado todo el esbozo de mis obras. No tengo nada más que legar al mundo que esto.


TRES PESIMISTAS

Los tres son víctimas de la ilusión romántica, y lo son sobre todo porque ninguno de ellos tenía temperamento romántico. Todos ellos estaban destinados a ser clasicistas y, en su manera de escribir, Leopardi siempre lo fue, Vigny casi siempre y Antero sólo en la forma de sus sonetos. Sin embargo, el soneto no es una composición clásica, aunque, debido a su base epigramática, debería serlo.

Los tres eran pensadores. Antero más que ninguno, ya que detentaba una auténtica capacidad metafísica; luego Leopardi, y Vigny en último lugar, pero aún así en este aspecto muy por delante de los otros románticos franceses, con los cuales, claro está, debería ser comparado a ese respecto.

La ilusión romántica consiste en entender literalmente la frase del filósofo griego de que el hombre es la medida de todas las cosas, o de entender sentimentalmente la afirmación básica de la filosofía crítica, de que el mundo entero es una concepción nuestra. Estas afirmaciones, que en sí mismas son inofensivas para el intelecto, son particularmente peligrosas y muchas veces absurdas y no sólo meros conceptos mentales.

El romántico lo refiere todo a sí mismo, y es incapaz de pensar objetivamente. Lo que a él le sucede, tendrá que sucederle a la universalidad de las cosas. Si está triste, el mundo no sólo le parece que está equivocado, sino que está equivocado.

Supongamos que un romántico se enamora de una muchacha de condición social elevada, y que esta diferencia de clase sea un impedimento para el matrimonio, o incluso para el amor de ella, pues las convenciones sociales llegan a los más hondo del alma humana, cosa que los reformadores a menudo ignoran. El romántico dirá: <<No puedo tener a la muchacha a la que amo porque las convenciones sociales se oponen a ello; estas últimas, por tanto, son malas>>. Mientras que el realista, el clasicista, habría dicho: <<El destino me ha sido adverso al hacer que me enamorara de una muchacha fuera de mi alcance>>, o bien, <<he sido imprudente al cultivar un amor imposible>>. Su amor no sería menor; su razón sería mayor. A un realista nunca se le ocurriría atacar las convenciones, o trastornos individuales de cualquier naturaleza. Él sabe que las leyes sólo son buenas o malas dentro de la generalidad, que ninguna ley podrá adecuarse a cada caso particular y que la mejor de las leyes está sujeta a causar terribles injusticias al solucionar casos particulares. Pero de ahí no llega a la conclusión de que no debería existir la ley; sólo concluirá que las personas que hayan estado implicadas en esos casos particulares han tenido poca suerte.

Convertir en realidades nuestros sentimientos y propensiones individuales, transformar nuestras disposiciones de ánimo en medidas del universo; creer que, porque deseamos justicia o porque amamos la justicia, la Naturaleza tendrá que tener necesariamente el mismo deseo o el mismo amor; supone que, porque una cosa es mala, puede volverse mejor sin empeorarla, todas son actitudes románticas y definen a todos aquellos espíritus que se muestran incapaces de concebir la realidad como algo que está fuera de ellos, como niños implorando lunas terrenales.

Casi todas las reformas sociales son concepciones románticas, un esfuerzo para adaptar la realidad a nuestros deseos. El concepto de la perfectibilidad humana.


EL JARDÍN DE EPICTETO

Lo apacible de ver estos frutos, y la frescura que ofrecen estos árboles frondosos son -dijo el Maestro- otras tantas solicitaciones de la naturaleza para que nos entreguemos a las mejores delicias de un pensamiento sereno. No hay mejor hora para meditar sobre la vida, aunque sea inútil, que ésta en que, sin que el sol esté en el ocaso, la tarde ya ha perdido el calor del día y parece que llega un viento de los campos enfriados.

Son muchas las cuestiones que tratamos, y mucho es el tiempo que perdemos en descubrir que nada podemos hacer al respecto. Dejarlas de lado, como quien pasa sin querer ver, sería mucho más para el hombre y poco para dios; entregarnos a ellas, como quien se entrega a un señor, sería vender lo que no tenemos.

Sosegaos conmigo a la sombra de los árboles verdes, que no albergan más pensamiento que el de secar las hojas cuando llegue el otoño, y estirar múltiples dedos yernos al cielo frío del invierno pasajero. Sosegaos conmigo y pensad cuán inútil es el esfuerzo, y extraña la voluntad, y la propia meditación, que no es más útil que el esfuerzo, ni más nuestra que la voluntad. Pensad también que una vida que no quiere nada no puede pesar en el decurso de las cosas, pero una vida que lo quiere todo tampoco puede pesar en el decurso de las cosas, porque no puede obtenerlo todo. Y obtener menos que todo no es digno de las almas que buscan la verdad.

Hijos, más vale estar a la sombra de un árbol que conocer la verdad, porque la sombra del árbol es verdadera mientras dura, y el conocimiento de la verdad es falso en el conocimiento mismo. Más vale, para un entendimiento justo, el verdor de las hojas que un gran pensamiento, porque el verdor de las hojas puedes enseñarlo a los demás, y nunca podrá enseñar a los demás un gran pensamiento. Nacemos sin saber hablar, y morimos son haber llegado a saber decir. Nuestra vida pasa entre el silencio de quien calla, y el silencio de aquél que no ha sido entendido y, en torno a esto, como una abeja que revolotea en un lugar sin flores, ancla, incógnito, un destino inútil.

Rafael Argullol (Manifiesto contra la servidumbre (Escritos frente a la guerra)

Manifiesto contra la servidumbre

Desde hace un cierto tiempo tengo la sensación -y creo no estar solo en esto- de que se me arrastra hacia una de las actitudes más envilecedoras de la libertad humana: la de elegir obligatoriamente entre dos opciones indeseables o responder, sin excusas, a dilemas engañosos. Es cierto que el maniqueísmo está alojado en una región profunda del corazón del hombre como la respuesta más inmediata a los sucesivos cercos del miedo y que todo individuo se ve tentado, en algún momento, a creer que un mundo dividido entre la pura luz y la tiniebla total es un mundo más fácil de entender y asumir; pero si algo nos ha enseñado la historia de la cultura -a medida en que uno lee- y la propia experiencia de la vida -mientras gastamos o ganamos nuestro tiempo, según se mire- es que la existencia transcurre, precisamente, entre la noche más profunda y el resplandor del mediodía, sin anclarse ni en una ni en el otro. Aunque no sepamos lo que es la libertad sí podemos sentir sus efectos cuando percibimos la <<infinitud cromática>> (Paul Valéry) que brota cada día entre el blanco y el negro.

A menor riqueza cromática menor experiencia de la libertad. La sensación envilecedora a la que me refería es de este tipo, más detectable pictóricamente que conceptualmente: una escenografía repleta de palabras e imágenes como fondo de un escenario opaco y oclusivo en el que, sin saber muy bien por qué ni con qué finalidad, nos movemos todos, unos con incomodidad, otros en silencio, la mayoría sin advertir que se hallan en un escenario, iluminados por los focos que les ciegan.

Ante el miedo el hombre siempre se ha refugiado en fortalezas, tanto exteriores como espirituales, y supongo que, de analizar cada siglo de la historia, identificaríamos las murallas y trincheras que se encontraron adecuadas en cada época. Por la misma razón el hombre ha dado lo mejor de sí mismo cuando al abrir los muros de su refugio se ha lanzado, pese a todas las dificultades, a la exploración de la existencia, a la búsqueda de colores y a la captura de matices. Al aventurarse en esta dirección un individuo o una comunidad el miedo no desaparece -inextirpable siempre- aunque queda provisionalmente detenido por el propio empuje de la acción, por la sobredosis de vitalidad que comportan el conocimiento y el deseo, la búsqueda y la transformación. Fuera de la fortaleza el valor de la aventura no estriba, por tanto, en la temeridad de creer que el miedo ha sido anulado porque el hombre es completamente libre, sino en la prudencia sobre la audacia de poder soñar libremente sobre lo que está más allá de la línea de horizonte.

Desde el interior de la fortaleza no hay línea de horizonte. Kafka ha descrito para siempre las servidumbres que tienen lugar entre sus muros: primero se pierde aquella línea que nos permite soñar; a continuación se nubla la visión de los campos abiertos, donde jugábamos y amábamos; luego se identifica el perímetro del recinto con los muros del mundo; finalmente, construidos esos muros en nuestra propia alma, ya no necesitamos que el enemigo exterior ataque a la fortaleza porque está apostado en nuestro interior mismo. Familiarizados por completo con el espíritu de la fortaleza no hace falta que se acerquen las huestes del miedo puesto que nosotros ya somos el miedo. Y ésta es la máxima servidumbre.

Sospecho que es una fortaleza de estas características la que hemos ido construyendo, renuncia a renuncia, y ya encerrados en ella ni siquiera nos permitimos sospechar. No es necesaria la censura donde actúa la autocensura; tampoco es necesario el adversario cuando cada uno puede ser el adversario de sí mismo. Los miedos del siglo XX se guiaron por el turbulento sismógrafo de las utopías bañadas de sangre y, después, por la calma mortal de la Guerra Fría. Pero en lo esencial eran miedos que procedían del pasado a caballo de ideologías del pasado y por eso un Nietzsche, más vidente que profeta, puedo predecir tanto de lo que estaba por llegar. No ha habido ese visionario para el miedo del incipiente siglo XXI porque éste es un miedo procedente del futuro.

Sólo así se comprende el zarpazo de las Torres Gemelas, por destructivo que fuera, haya sido tan significativo para el mundo y con efectos seguramente tan duraderos: golpeó desde lo <<incierto>> y lo <<desconocido>>. Procedía, por tanto, del futuro y la reacción debía de ser acorde con esta súbita incertidumbre. A velocidad de vértigo el mundo ha sido instalado en la nueva fortaleza, quizá la más ambiciosa y también la más prodigiosa que se haya concebido hasta ahora porque pretende ser universal, y en su universalidad adquiere tonos metafísicos y fantasmagóricos.

A lo largo de estos meses de densa escenografía visual y verbal no se ha encontrado a nadie que haya definido con tanta precisión y concisión el objetivo de la nueva fortaleza como lo ha hecho Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de Estados Unidos y, por tanto, uno de sus indiscutibles arquitectos. Rumsfeld, en su discurso pronunciado en 9 de febrero de 2002, confesó que la actual estrategia busca una protección a <<lo desconocido, lo desconocido, lo imprevisto, lo inesperado>>; palabras textuales que, en su rotundidad, parecen adecuadas para la situación de Godot en la obra de Samuel Beckett pero que son sorprendentes en boca de un ministro de Defensa.

Pero podemos mirarlo desde el ángulo inverso. Godot encarna la incertidumbre del mundo mientras Rumsfeld quiere un mundo que domestique la incertidumbre. El primero es un personaje literario que, aunque sea a través de una línea sinuosa, entronca otro personaje literario, El Prometeo de Esquilo, que sitúa al hombre rodeado de <<ciegas esperanza>>. Una humanidad en duda, pero explorando a campo abierto. Rumsfeld -involuntario poeta- sigue la estela de las fortalezas para anunciar la construcción de la más desmesurada de todas ellas.

Por asombroso que hubiera podido parecer a generaciones precedentes el mundo se ha ajustado con inusitada docilidad a esta desmesura. Si el acto terrorista de Nueva York -desde luego, gravísimo en sí mismo- hubiera sido acotado en su abrupta particularidad desde la perspectiva de un mundo abierto y henchido de contradicciones se hubiera podido iniciar un desafío radical al terrorismo, a sus consecuencias y también a sus causas. Junto con la acción se requería la discusión. Pero se optó por la proclamación universal del Terror, un enemigo que sería en adelante omnipresente aunque asimismo, en más de un sentido, espectral. Este enemigo cósmico, vanguardia de lo <<incierto>> y lo <<desconocido>>, convertiría en legítima la construcción de la Gran Fortaleza.

Bajo ese impulso, que impregnó la atmósfera desde el principio, no deja de ser curioso que un americano utilizara de inmediato una expresión que hemos venido aborreciendo en el transcurso de estos meses. William S. Cohen, antiguo Secretario de Defensa, tituló su artículo aparecido en The Washington Post el 12 de septiembre de 2001 <<La guerra santa americana>> (American Holy War). El <<tono>> estaba ya dado y pronto se escucharía por todas partes la melodía.

Casi todo lo que sucedido desde entonces encaja a la perfección con los engranajes kafkianos, sólo que en este caso las murallas de la fortaleza pretenden abarcar el entero planeta.[...]

Javier Marías (Los villanos de la nación) Letras de política y sociedad

Pánico y explotación

El euro, la macroeconomía, la coyuntura favorable, los momentáneos vientos de prosperidad, la reducción del déficit, el freno de la inflación... A nuestros políticos y a no pocos periodistas se les llena la boca con estas palabras, un día sí y otro también. Mientras, las calles de las ciudades están cada vez más sembradas de indigentes, muchos ni siquiera serían mendigos, porque no piden: sólo dormitan, esperan sin esperanza. Bueno, dirá el capitalista optimista, en todas partes hay <<bolsas de pobreza, en todas una población marginal que quizá lo es por su elección o su mala cabeza, el Estado no puede hacer de niñera de todos>>.

Vale. El optimista puede asomarse un rato a la calle y constatar lo bien que vive la gente al ver cómo tantos viajan en vacaciones o en puentes, no queda un solo billete de avión para ningún sitio, sobre todo para los más caros y lejanos. ¿Cuanto les cuesta exactamente poder tomar el billete de avión a los que lo toman, que por muchos que sean constituyen siempre una porción escasa de la ciudadanía? La mayoría de las personas que conozco y que están a sueldo de una empresa se desloman como no se veía desde hace por lo menos cuarenta años. Mientras se piden por ahí las treinta y cinco horas semanales, resulta que, oficialmente, cuantos dependen de la empresa privada pasan en sus oficinas unas cincuenta y cinco o cincuenta. Las jornadas son de ocho horas en teoría, pero en la práctica vienen a ser de diez, once o doce, y a veces hay que arrimar el hombro algún fin de semana especial, o hay que acompañar a algún superior en viaje de imagen, representación o acoso, o hay que llevarse tarea a casa. Todas estas personas amigas mías, en muy variados empleos, están últimamente medio enfermas, y psicológicamente desequilibradas. Algunas ganan un muy buen sueldo, que de poco les sirve a la hora de <<vivir bien>>. El trabajo ha pasado de serles algo estimulante -en el mejor de los casos- o meramente utilitario -en el pero- a invadirlo y contaminarlo todo, a convertirse en una pesadilla y una obsesión. Otras ganan una miseria, en las mismas condiciones de explotación salvaje, lo que los empresarios llaman <<rentabilidad del personal>>. Llegan mis conocidos a sus casas pasadas las nueve, reventados, derrotados, deshechos, sin fuerza más que para meterse en la cama o estragarse mirando el programa basura que exija menos esfuerzo de atención. La mañana siguiente se presenta en seguida, y otras vez para allá, la larga jornada hasta las ocho o nueve sin apenas interrupción.

Hay tanto paro que los empresarios saben que si un empleado se rompe lo sustituyen al instante por otro, y que habrá cola, y que son por lo tanto gente para usar, exprimir, estrujar y tirar. El despido es tan fácil y les resulta tan barato con los beneficios que obtienen, que prescindir de un individuo renqueante o exhausto (que ya no es tan <<rentable>>) no supone la menor contrariedad. Así, se saca todo el jugo a los empleados, se los aprieta bien para economizar, reducir plantillas, no tener que ampliarlas, y cuando no dan más de sí, fuera, la baja, a la calle o al hospital, con la propina de la indemnización. Los trabajadores son cada día más vistos como instrumentos o máquinas, como en el siglo XIX o casi. Yo le doy buenos tutes a mi máquina de escribir, y cuando se me casca, fuera, otra y a proseguir. Así deben de ver los patronos a sus empleados.

Pero lo más grave es el miedo con que viven esas amistades mías asalariadas. Tanto temen perder el sitio que no es ya que no luchen, como hacían hasta hace poco, por obtener mejoras y condiciones más humanas, sino que a la menor insinuación o petición, renuncian a sus derechos legales. Ay de aquel que a las seis en punto se levante y se marche, porque lo acordado era eso. Poco durará en la empresa. Ay de aquel que pretenda sus vacaciones enteras si los jefes lo quieren allí de retén. Ay de aquel que reclame algo (algo debido o obligatorio, qué más da). Lo más grave es la autoestima o autolimitación, la interiorización y asunción de los deseos e intereses de los patronos, no se vayan a mosquear conmigo. Y así, de qué sirve sacar un pasaje para el Caribe dos veces al año si los días que cuentan de verdad en las vidas, los que mucho se parecen por fuerza entre sí, son días sólo de pánico y explotación.

Adela Cortina (Ciudadanos del mundo) Hacia una teoría de la ciudadanía

Institucionalizar los mínimos de justicia, no de bienestar

Ciertamente, la crítica al Estado fiscal es hoy un lugar común. Desde un punto de vista económico, no parece ser el intervencionismo estatal la medida más adecuada para reactivar la riqueza; y desde esta perspectiva social, un estado paternalista no fomenta a la larga sino la pasividad de los ciudadanos. Parece, pues, que el Estado del bienestar, degenerado en megaestado, en Estado fiscal y, por último, en <<Estado electorero>>, es hoy incapaz de encarnar en la realidad social al menos dos de los valores éticos que han sido el estandarte de la Modernidad: la igualdad y la libertad.

La igualdad, porque la intervención estatal a distintos niveles ha sido un freno para la productividad, y de ahí que en nuestro momento pensadores y políticos de distinto signo vean el aumento de la productividad como el único camino incluso para lograr una sociedad más igualitaria. Y en lo que hace a la libertad, porque el megaestado no sólo ha traspasado la barrera de la libertad negativa (de la independencia individual), sino que también ha arrebatado en realidad a los ciudadanos su libertad positiva, es decir, su autonomía, a través de una presunta institucionalización de la solidaridad.

En efecto, el megaestado, con la excusa de lograr el mayor bienestar del mayor número, alegando para ello motivos de solidaridad, ha asumido con respecto a los ciudadanos una actitud paternalista, que tiene sin remedio nefastas consecuencias. 

El paternalismo consiste -recordemos- en imponer determinadas medidas en contra de la voluntad del destinatario para evitar un daño o para procurarle un bien, y está justificado cuando puede declararse que el destinatario de las medidas paternalistas es un <<incompetente básico>> en la materia de que se trate y, por lo tanto, no puede tomar al respecto decisiones racionales. 

Concluir de estas premisas que al paternalismo de los gobernantes corresponde la convicción de que los ciudadanos no son autónomos, sino heterónomos, no parece un despropósito sino, por el contrario, perfectamente coherente.  De ahí que pueda decirse que no sólo el despotismo ilustrado, sino también el Estado benefactor, generan ciudadanos heterónomos y dependientes, con las consiguientes secuelas psicológicas que ello comporta.

Porque el sujeto tratado como si fuera heterónomos acaba persuadido de su heteronomía en la vida política, económica y social la actitud de dependencia pasiva propia de un incompetente básico. Ciertamente reivindica, se queja y reclama, pero ha quedado incapacitado para percatarse de que es él quien ha de encontrar soluciones, porque piensa, con toda razón, que si el Estado fiscal es el dueño de todos los bienes, es de él de quien ha de esperar el remedio para su males o la satisfacción de sus deseos.

Puede decirse, pues, que el Estado paternalista ha generado un ciudadano dependiente, <<criticón>>  -que no <<crítico>>-, pasivo, apático y mediocre. Lejos de él queda todo pensamiento de libre iniciativa, responsabilidad o empresa creadora. Como se ha dicho, es éste un ciudadano que prefiere ser funcionario a ser empresario, prefiere la seguridad al riesgo.

Sin embargo, y siendo esto cierto, lo que resulta injusto es cargar estas nefastas herencias del megaestado a la cuesta de las aspiraciones modernas a la igualdad y la solidaridad, como si la búsqueda de estos valores hubiera encontrado su realización en el Estado benefactor, y resultaran, por tanto, incompatibles con la brega por la libertad, la creatividad, el riego y la iniciativa. Como hemos querido decir, el keynesianismo más buscaba asegurar el capitalismo que lograr la igualdad por motivos éticos. Y en lo que respeta a la solidaridad, ocurre con ella lo que con la libertad: que no puede ser impuestas.

Iniciaba Sancho Panza su gobierno en la Ínsula Barataria, según D. Miguel de Cervantes, y le fue llevado un mozo por pretender huir de la justicia. A las preguntas de Sancho contestó el mozo con tan socarrón donaire, que a Sancho le entraron ganas de hacerle dormir en prisión.

¡Por Dios! -dijo el mozo-, así me haga vuestra merced dormir en la cárcel como hacerme rey. [...] Presuponga vuestra merced que me manda llevar a la cárcel, y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le pone al alcalde graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche sin pegar pestaña, ¿será vuesa merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?

¿Será lo bastante poderoso el megaestado -podemos preguntarnos, prestando prestada la parábola -para hacer solidario a quien no quiere serlo? ¿No tendría que replicar como Sancho al mozo, si quisiera ser tan discreto como el sabio gobernador: <<Pues anda con Dios, idos a dormir a vuestra casa, y Dios os dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle>>?

Tendrá que hacerlo pues, si se empecina en la imposición, no sólo no logrará una ciudadanía solidaria, sino una alérgica a la solidaridad. No hace falta ser tan ocurrente como el mozo cervantino para llegar a la conclusión a la que tantos ciudadanos han llegado: que si el Estado es el que recauda los impuestos por ser el duelo de los dineros, a él toca resolver los problemas sociales, obligación de presunta <<solidaridad>>; bastante hace el ciudadano -sigue pensando el hombre de la calle- con desembolsar la parte alícuota cuando le llega el plazo, para que le anden reclamando un plus de solidaridad. Que pague el que cobra -concluye el contribuyente- y no el que ya ha pagado antes.

Y es que la solidaridad, como la libertad, es cosa de los hombres, no de los Estado. Pueden los Estados diseñar un marco jurídico en que ejercite su libertad quien lo desee, en que sea solidario quien así lo quiera. Pero deber intransferible de cualquier Estado de derecho que hoy quiera pretender legítimo -y hoy lo son casi todos los de la Unión Europea- es asegurar universalmente los mínimos de justicia, y no intentar arrebatar a los ciudadanos su opción por la solidaridad; satisfacer los derechos básicos de la segunda generación, y no empeñarse en garantizar el bienestar.

Decía P.J. Feuerbach que la felicidad es cosa del hombre, no del ciudadano, y yo quisiera puntualizar por mi cuenta y riesgo que los mínimos de justicia son cosa del Estado, mientras que el bienestar págueselo cada quien de su peculio. La cuestión estriba entonces en delimitar qué necesidades y bienes básicos han de considerarse como mínimos de justicia, que un Estado social de derecho no puede dejar insatisfechos sin perder su legitimidad.

* Adela Cortina (¿Para qué sirve realmente...? La Ética)
Adela Cortina (Aporofobia, el rechazo al pobre) Un desafío para la ...

Jesús Ibañez (El delirio del capitalismo)

El ocio, el tiempo de libertad, es programado de lo contrario, estallaríamos (a no ser que hiciéramos estallar el sistema). Pero no se programa el ocio por el mero cuidado de mantenernos vivos, de permitirnos soñar que lo estamos, como nosotros necesitamos que esté programado, el sistema necesita programar nuestro ocio. Así como el capitalismo de producción rendíamos trabajando (produciendo plusvalía), en el capitalismo de consumo rendimos consumiendo y divirtiéndonos. El ocio es el equivalente funcional del trabajo (antes "trabajábamos" trabajando, ahora "trabajamos" no-trabajando.

Cuantitativamente, el consumo tira de la producción: el sistema produce -mediante la publicidad- necesidades, y en un segundo momento, bienes y servicios. El sistema nos explota cuantitativamente, la plusvalía -que nos explota en cuanto a trabajadores- y la inflación -que nos explota en cuanto a consumidores-. Las industrias del ocio programado son una de las fuerzas privilegiadas de beneficio.

Cualitativamente, la explotación es dominación: mientras el trabajo es producto estamos en presencia de una dominación -para- algo, pero la dominación del ocio es una dominación -para- nada (una reproducción de la dominación). El primer -y, cada vez más. único- fin del sistema capitalista es la dominación: trabajo y ocio sirven para dominar a los seres humanos. En el capitalismo de producción, el ocio programado tenía forma de juego (mientras, subsistía un residuo de ocio no programado -creativo-). El juego tiene la misma forma que la guerra, deja un resto distribuyendo a los jugadores en vencedores y vencidos (de ahí su eficacia pedagógica para una sociedad competitiva: disciplina los cuerpos para que puedan funcionar competitivamente, y oculta la a asimetría del campo -en el campo histórico siempre ganan los mismos, salvo que se produzcan saltos revolucionarios-, produciendo la ideología del juego limpio). En el capitalismo de consumo, el ocio programado tiene forma de rito. El rito es la negación imaginaría de la guerra -compensación sacrifical-, no deja resto de victoria ( de ahí su eficacia pedagógica para una sociedad en la que la competición va siendo abolida -monopolios transnacionales, selección "científica" de los trabajadores-, lo importante no es ganar, sino participar).

En la programación del ocio juega un papel cada vez más importante el deporte, desde los colegios se promociona el deporte para todos. Pero el deporte es ritualizado, ocultando su fondo de victoria y de muerte. Es también un instrumento de domesticación, pero para otros fines congruentes con esta sociedad: domestica los cuerpos para convertirlos en signo, en maniquí (jugar es un pretexto para portar esas zapatillas que salen en la "tele"): y domestica las almas, convirtiendo el juego en espectáculo -que los demás actúen y no yo- (no solo son espectadores los espectadores que asisten al juego, sino también los mismos jugadores que se miran para ver qué zapatillas lleva el otro). Este deporte ritualizado simula que todos ganan, para ocultar que pierden -perdemos- todos.

Todas las utopías se han alimentado de la esperanza de ganar tiempo libre, tiempo de ocio, "creativo", que permitiría a los seres humanos "dar forma a su vida privada y social" -Marcuse- (colmar el contenido positivo de la vida, transgrediendo los límites del trabajo y la muerte). Los avances tecnológicos del proceso capitalista han permitido anclar esta esperanza en un contexto de aparente posibilidad: las máquinas acabarían liberándonos del trabajo como ocupación. Pero el tiempo que así se "libera" es tiempo muerto, perfecciona la tarea capitalista, la fuerza del trabajo queda reificada como tiempo abstracto de trabajo, precisamente "por la simulación del no-trabajo" -Baudrillard-. El ocio así producido es una situación, a la vez, de absoluta disponibilidad (para el sistema) y de absoluta impotencia (para cumplir fines "propios", individuales o colectivos).

O, tal vez, nos pone en situación de cumplir el único fin del que se puede decir que es verdaderamente "propio": morir. El ocio que nos prepara reifica -en la dimensión individual- el ser-para-la-muerte (Esperando a Godot). La cansina caravana de domingueros, el desvaído coágulo de cuerpos aparcados en la playa, la dispersa pululación de los televidentes, la masa de espectadores de un estadio, el ir y venir de ninguna a ninguna parte de los clientes de un supermercado o de los usuarios de una autopista: y tantas otras situaciones de espera de la muerte, de esperar nada. 

La liberación no consiste en el ocio (aunque sea "creativo"), no es un concepto meramente positivo. Exige articular la doble negatividad del pensamiento y el trabajo, exige la lucha. Es una actividad. Las puras abstracciones (vida/muerte, producción/consumo, trabajo/ocio) son imaginarias, lo real es la relación, el enfrentamiento entre los términos.

La liberación no está en la disyuntiva exclusiva entre trabajo u ocio, sino en su conjunción (trabajo y ocio productivo). El puro trabajo (situación real de los trabajadores en el capitalismo de producción) y el puro ocio (situación imaginaria de todos -en cuanto consumidores- en el capitalismo de consumo) están del lado de la muerte: del lado de la vida está su perpetuo enfrentamiento, transgredir los límites sin negarlos. Conquistar -en todo tiempo- parcelas concretas de libertad.

John Brockman, ed. (Cultura) Los principales científicos exploran las sociedades, el arte, el poder y la tecnología

Denis Dutton

Lo que entendemos por personalidad humana moderna evolucionó durante el Pleistoceno, hace entre 1.600.000 y 10.000 años. Si topara el lector con unos de sus ancestros de principios de aquella época paseando por la calle, lo más seguro es que corriera a llamar a la Sociedad para la Prevención del Maltrato a Animales y pidiera que enviasen a un equipo con dardos tranquilizantes y redes para volver a enviarlo al zoo. De encontrarse con alguien procedente de finales del Pleistoceno -es decir, de hace diez mil años-, la llamada iría destinada al Servicio de Inmigración y Naturalización, pues a esas alturas, el aspecto de nuestros antepasados no debería diferir mucho del que poseemos nosotros ahora. Este período, las ochenta mil generaciones del Pleistoceno que antecedieron a la era moderna, revisten una importancia crucial a la hora de entender la evolución de la psicología humana. Los atributos vitales que más humanos nos hacen -el lenguaje, la religión, el encanto, la seducción, la búsqueda de una posición social y las artes- se originaron en este tiempo, y en particular, sin lugar a dudas, durante los últimos cien mil años.

La personalidad humana -incluidos los aspectos imaginativos, expresivos y creativos- está clamando por una explicación darwiniana. Si vamos a tratar sus diversos aspectos, incluida la expresión estética, como adaptaciones, debemos hacerlo conforme a tres factores. El primero de ellos es el placer: el arte nos proporciona un gozo directo. Cierto estudio realizado en el Reino Unido hace unos años ponía de manifiesto que el adulto británico medio consagra el 6 por 100 e todo el tiempo que pasa despierto a disfrutar de historias ficticias cinematográficas, teatrales o de televisión. Esta proporción no incluía las novelas -ya sean de género romántico o ligero, ya de literatura seria o de cualquier otra clase-. Semejante dedicación de tiempo y su placentera recompensa exigen algún género de explicación.

El segundo es la universalidad. Lo que hemos tenido en los últimos cuarenta años en la vida académica es una ideología que considera las artes un hecho de construcción social exclusivo, por lo tanto, de culturas locales. Lo llamo ideología porque no se propugna, sino que se presupone, sin más, en la mayor parte del discurso estético. Ligado a esta postura se encuentra el convencimiento de que raras veces -quizá nunca- podemos entender de veras las manifestaciones artísticas de otras culturas, como ellas tampoco pueden llegar a comprender las nuestras. Todo el mundo vive en su mundo cultural singular, construido por su sociedad y sellado herméticamente.

Sin embargo, huelga decir que bastan unos instantes de reflexión para llegar a la conclusión de que tal cosa no puede ser cierta. Sabemos que a los brasileños les encantan los grabados japoneses y que en China se disfruta de la ópera italiana. Tanto Beethoven cono el cine de Hollywood han conquistado el planeta. No olvidemos, además, que el Conservatorio de Viena ha subsistido gracias a una combinación de pianistas japoneses, coreanos y chinos. Este carácter universal de las artes es innegable, y una vez más está pidiendo a gritos una explicación. Es evidente que no podemos seguir sosteniendo para siempre la farsa aseveración de que las artes son exclusivas de las diversas culturas.

* Denis Dutton (El instinto del arte)


Nicholas A. Christakis

LAS REDES SOCIALES SON COMO EL OJO

Uno de los ejemplos más celebres del debate que se produce en la biología evolutiva es la pregunta de si el ojo obedece a un diseño concreto o es <<así sin más>> por haber evolucionado y haber adoptado por cualquier otro motivo la forma que tiene. ¿Cómo ha podido formarse un objeto de complejidad tan increíble? Se diría que posee una función complicada hasta extremos indecibles, y a menudo se emplea al discutir sobre la evolución precisamente por ser tan complicado y tener un cometido tan especializado y tan crítico.

Para mí, las redes sociales son como el ojo: complejas  hermosas hasta lo indecible, y quien las observa no puede menos de preguntarse por qué existen y por qué han surgido. ¿Habrá que recurrir a algo semejante a una fábula para explicarlas? ¿Será que están ahí sin más, sin ningún motivo particular? ¿O responden a algún propósito concreto, ontológico y también pragmático?

[...] En nuestra investigación hemos comprobado que hay otras cosas,  más allá de la obesidad y del abandono del hábito de fumar, que se extienden a través de las redes. La felicidad es una de ellas. Si el amigo de un amigo se muestra feliz, su actitud puede contagiarse por la Red y hacernos felices también a nosotros. Vemos grupos de individuos contentos y descontentos en la red social como luces que se encienden y se apagan en esta estructura compleja en la que hay personas dichosas y otras desdichadas separadas por algo semejante a una zona gris. En este último espacio social se da una especie de equilibrio. Hemos comprobado que pueden transmitirse la depresión, los hábitos relativos a la bebida y la clase de alimentos que eligen las personas -también por los gustos, tal como está estudiando uno de mis alumnos de posgrado-- Y a todas estas conclusiones hemos llegado merced al conjunto de datos sobre redes sociales obtenido a través del programa de investigación cardiovascular de Framingham.

[...] Debería hace hincapié asimismo en algo muy importante: lo que nos interesa sobre todo a James Fowler y a mí no es la obesidad, sino las redes sociales. Aquella resulta ser un problema de salud pública importantísimo,  y el hecho de estudiarla tiene un gran relevancia, sobre todo porque puso de relieve que se trata de algo capaz de propagarse a través de las redes sociales, pese a que nadie había reparado en ello. Si hubiéramos demostrado, por ejemplo, que la moda se extiende por las redes sociales, el público no se habría interesado tanto, pero si se hace lo mismo con el sobrepeso, con la felicidad o aun con el bienestar, se está pisando terreno virgen.

Sucede que muchas de estas cosas guardan también relación con asuntos que preocupan a sociólogos y filósofos desde tiempos muy remotos, tal  como he señalado más arriba, porque suscitan no pocas cuestiones relativas al libre albedrío. Si mi conducta y mis pensamientos están determinados no solo por mi propia voluntad, sino por la conducta y los pensamientos de aquellos a quienes me encuentro vinculado, y aun por los de personas a la que no conozco y que se hallan más allá de mi horizonte social, pero que están conectadas con las que sí tengo relación, estamos poniendo en tela de juicio la condición volitiva del hombre. ¿Son aquellos de verdad libres, o están constreñidos por ser yo parte de una red social? Al ser un componente más de este superorganismo humano, ¿Puedo considerar disminuía mi individualidad? ¿Nos ofrece este hecho una percepción nueva del comportamiento del ser pensante?

Dado que hablamos de redes constituidas por seres humanos y no por neuronas ni por ordenadores, no podemos decir que nos hayan dejado caer, sin más, en una de ellas determinada por algún tipo de física exógena. No cabe duda que la topología obedece a ciertas reglas y leyes biológicas y psicológicas, aunque también es cierto que uno tiene la potestad de elegir a sus amigos y decir: <<No me gustan estas amistades: voy a buscar otras>>. Es decir: que los deseos e ideas del individuo pueden influir en la estructura de la red en que se halla. Así por ejemplo, si posee ideas que fomentan cierta clase de vínculos, estos promoverán, a su vez, determinada suerte de ideas. Es fácil imaginar una circunstancia en la que pueda sobrevivir una ideología y ofrecer unas ventajas concretas por unir o separar al grupo de un modo particular. Hemos reflexionado a este respecto en relación con grupos de personas que parecen dar muestras de comportamientos autodestructivos, aunque lo cierto es que apenas hemos llegado todavía a conclusiones preliminares.

[...] En cierto proyecto desarrollado a partir de esta investigación, nos planteamos la voluntad del usuario de mantener en privado su información en Internet. En un principio, sin trivializar un asunto tan serio como este, la intimidad supuso un gran fastidio metodológico; pero luego reparamos en que, aparte de la importancia conceptual que posee, podríamos tratar este rasgo como un gusto más, y observamos que fluía por la Red de tal modo que el que alguien optase por protegerla en Facebook, hacía más probable que las personas a él conectadas hiciesen lo mismo.

Observamos así un fenómeno más: hemos hablado del fluir de la obesidad, la felicidad, el abandono del hábito de fumar y de las modas por la Red, y ahora nos referimos a cómo se extienden por ella las preferencias relativas a la intimidad, así como los gustos tocantes a todo género de realidades: música, cine, lectura o comida,por ejemplo. También hemos dicho que el altruismo se transmite por la Red. Todas esas cosas pueden recorrer las redes sociales y obedecer a ciertas reglas que estamos tratando de descubrir.

Friedrich Nietzsche (La gaya ciencia)

Remordimiento de rebaño.- En los períodos más largos y remotos de la humanidad hubo un remordimiento muy distinto del actual. Hoy, el hombre sólo se siente responsable por lo que él mismo quiere y hace, y tiene el orgullo en sí mismo: todos los juristas parten de este sentimiento de dignidad propia y de placer del individuo, como si en todos los tiempos hubiese sido la fuente del derecho, Sin embargo, durante el período más largo de la humanidad no hubo nada tan terrible como sentirse individual. Estar solo, sentir individualmente, ni obedecer ni mandar, ser un individuo -en aquellos tiempos eso no era un placer, sino un castigo; se era condenado <<a individuo>>. La libertad e pensamiento era tenida por el malestar mismo. Mientras que nosotros sentimos la ley y la subordinación como una coacción y pérdida, en tiempos pasados se sentía el egoísmo como algo penoso, un verdadero apremio. Ser sí mismo, calibrarse a sí mismo según sus propias medidas y pesas -estaba en aquel entonces reñido con el gusto. Tal propensión se había considerado una locura; pues con la soledad se ligaba toda miseria y todo espanto. Por entonces, el <<libre albedrio>> estaba a un paso de la mala conciencia: y en cuanto mayor grado los actos carecieran de libertad y expresaran no el sentido personal, sino el instinto de rebaño, tanto más moral se creía ser. Todo lo que perjudicaba al rebaño, obedeciera o no a un propósito deliberado del individuo, turbaba la conciencia del individuo -¡y también la de su vecino, y aun la de todo el rebaño!- En este punto es donde más hemos cambiado.

Ser profundo y parecer profundo.- Quien sabe que es profundo, se esfuerza en ser claro; quien quiere parecer ante la masa profundo se esfuerza en ser obscuro. Pues la masa tiene por profundo todo aquello cuyo fondo no alcanza a ver: ¡es tan miedosa y le repugna tanto entrar en el agua!

¿En qué crees?.- En que los pesos de todas las cosas han de ser fijados de nuevo.

El pensador.- Es un pensador: quiere decir, sabe tomar las cosas más simples que como lo son.

Reír.- Reír significa: ser malicioso pero con la conciencia tranquila.

Originalidad.- ¿Qué es originalidad? Ver algo que aún no tiene nombre, que aún no puede ser nombrado aunque esté a la vista de todo el mundo. Siendo los hombres lo que son, sólo el nombre le hace las cosas visibles. -Los hombres originales han sido, en general, también los ponedores de nombres.

De la postrera hora.- Las tempestades constituyen mi peligro: ¿me estará reservada una tempestad a la cual habré de sucumbir, como Oliver Cromwell sucumbió a la suya? ¿O me apagaré como una luz que no espera a que el viento la apague soplando, sino que se ha cansado y saciado de sí misma, una luz consumida? O bien, ¿me apagaré yo mismo para no consumirme?

Ocio y ociosidad.- Hay una fiereza india, propia de la sangre de los pieles rojas, en la forma cómo los americanos ambicionan el oro: y la precipitación febril del trabajo -el vicio propiamente dicho del Nuevo Mundo- empieza ya, por contagio, a comunicar esa firmeza a la vieja Europa y tender sobre ella un singular vació intelectual. Ya a la gente se avergüenza de la calma; poco falta para que la larga meditación turbe la conciencia. Se piensa con el reloj en la mano, así como se almuerza con la mirada fija en las cotizaciones de La Bolsa -se vive como si continuamente se <<pudiera dejar algo sin hacer>>. <<Más vale hacer cualquier cosa que no hacer nada>> -esta máxima también es una soga con que se estrangula toda cultura y todo gusto superior. Y así como esta precipitación del que trabaja arruina a ojos vistas todas las firmas: así se arruina también hasta el sentido de la forma misma, la vista y el oído para la melodía de los movimientos. Prueba de ello es la burda franqueza que se exige ahora por doquier, en todas las situaciones donde el hombre quiere por una vez ser sincero con los hombres, en el trato con los amigos, mujeres, parientes, hijos, maestros, discípulos, caudillos y soberanos -ya no se tiene tiempo ni fuerza para las ceremonias, ni para los rodeos de la cortesía, ni para todo esprit de la conversación ni, en términos generales, para cualquier otium. Pues la vida de la caza de las ganancias obliga en todo momento a gastar el espíritu hasta el agotamiento en un incesante esfuerzo de simular, engañar y adelantarse: la virtud propiamente dicha es ahora hacer una cosa en menos tiempo que otro cualquiera. Así, son raras las horas de la sinceridad permitida; y, en éstas además, se está cansado, se quiere no sólo <<dejarse llevar>>, sino tenderse pesadamente cuan largo es. Según esta inclinación se escriben ahora las cartas: cuyo estilo y espíritu siempre serán el <<signo de la época>> propiamente dicho.Si hay aún algún placer en la vida social y las artes, es un placer tal como los que se preparan los esclavos fatigados por el trabajo. ¡Oh, esta modestia de <<alegría>> de nuestros cultos e incultos! ¡Oh, este recelo en aumento hacia toda la alegría! La buena conciencia recae cada vez más en el trabajo: la tendencia a la alegría se llama ya <<necesidad de esparcimiento>> y empieza a avergonzarse de sí misma. <<Debido a la salud>> -así habla quien es sorprendido en una excursión al campo. Incluso podría llegar pronto el día que no se cederá ante la tendencia a la vita contemplativa (quiero decir, al paseo en compañía de pensamientos y amigos) sin desprecio de sí mismo y mala conciencia. -Antes fue al inverso: el trabajo iba acompañado de la mala conciencia. El hombre de noble alcurnia disimulaba su trabajo cuando la necesidad le obligaba a trabajar. El esclavo trabajaba bajo el sentimiento de hacer algo despreciable- el <<hacer>> mismo era algo despreciable. <<¡La distinción y el honor sólo se encuentran junto a otium y bellum!>> ¡así sonaba la voz del prejuicio antiguo!

Albert Camus (Ni víctimas ni verdugos)

El mundo que nos rodea es desdichado y se nos pide hacer algo para cambiarlo. ¿Pero cuál es esa desdicha? A primera vista, se define fácilmente: se ha matado mucho en el mundo en estos últimos años y algunos prevén que todavía se seguirá matando. Un número tan elevado de muertos termina por enrarecer la atmósfera. Naturalmente esto no es nuevo. La historia oficial fue siempre la historia de los grandes crímenes. Y no es que Caín mata a Abel. Pero es de hoy Caín mata a Abel y reclama después la legión de Honor. Daré un ejemplo para que se me entienda mejor.

Durante las grandes huelgas de 1947, los diarios anunciaron que el verdugo de París abandonaría también su trabajo. No se ha reparado lo suficiente en mi opinión, en la decisión de nuestro compatriota. Sus reivindicaciones eran claras. Pedía naturalmente una prima por cada ejecución, lo que está en las normas de toda empresa. Pero, sobre todo, reclamaba con fuerza el rango de director de administración. quería, en efecto, recibir del Estado, al que tenía conciencia de servir eficientemente, la única consagración, el único honor tangible que una nación moderna puede ofrecer a sus buenos servidores, es decir, un estatuto administrativo. Así se apagaba, bajo el peso de la historia, una de nuestras últimas profesiones liberales. Pues es, efectivamente, bajo el peso de la historia. En los tiempos bárbaros, una aureola terrible mantenía alejado del mundo al verdugo. Era el que, atentaba contra el misterio de la vida y de la carne. Era, y lo sabía, objeto de horror. Y ese horror consagraba al tiempo el precio de la vida humana. Hoy es solo objeto de pudor. Y, en esas condiciones, encuentra que tiene razón al no querer ser más el pariente pobre al que se esconde en la cocina porque no tiene las uñas limpias. En una civilización en la que el homicidio y la violencia son ya doctrinas y están a punto de convertirse en instituciones, los verdugos tienen todo el derecho de ingresar en los cuadros administrativos. A decir verdad, nosotros los franceses estamos un poco atrasados. Un poco en todas partes del mundo, los verdugos ya están instalados en los sillones ministeriales. Reemplazaron tan solo el hacha por el sello.

Cuando la muerte se convierte en objeto administrativo y de estadística es que, las cosas del mundo van mal. Pero si la muerte se hace abstracta es que la vida también lo es. Y la vida de cada uno no puede ser sino abstracta a partir del momento en que a uno se le ocurre someterla a una ideología. Desgraciadamente estamos en la época de las ideologías, y de las ideologías totalitarias, es decir, muy seguras de sí mismas, de su razón imbécil o de su mezquina verdad, como para supeditar la salvación del mundo solo a su propia admiración. Y querer dominar a alguien o a algo es desear la esterilidad, el silencio o la muerte de ese alguien.

Alcanza, para constatarlo, con miras en derredor nuestro. No hay vida sin diálogo. Y en la mayor parte del mundo, el diálogo es reemplazado hoy por la polémica. El siglo XX es el siglo de la polémica y del insulto. La polémica ocupa, entre las naciones y los individuos, e incluso a nivel de las disciplinas antaño desinteresadas, el lugar que ocupaba tradicionalmente el diálogo reflexivo. Miles de voces, día y noche, cada una por su lado tras un monólogo tumultuoso vierte sobre los pueblos un torrente de palabras mistificadoras, ataques, defensa, exaltaciones.

¿Pero cuál es el mecanismo de la polémica? Consiste en considerar al adversario com enemigo, en simplificarlo, en consecuencia, y en negarse a verlo. Al que insulto, no le conozco más el color de sus ojos, ni si sonríe y de qué manera. Convertidos en casi ciegos gracias a la polémica, no vivimos más entre hombres, sino en un mundo de siluetas. 

No hay vida sin persuasión. Y el mundo de hoy solo conoce la intimidación. Los hombres viven y solamente pueden vivir, con la idea de que tienen algo en común, en lo que pueden siempre reencontrarse. Pero nosotros hemos descubierto esto: hay hombres a los que no se persuade.

Era y es imposible a una víctima de los campos de concentración explicar a quienes lo degradan que no deben hacerlo. Es que estos últimos ya no representan al hombre, sino a una idea, llevada a la altura de la más inflexible de las voluntades. El que quiere dominar es sordo.

Frente a él hay que pelear o morir. Es por eso que los hombres de hoy viven en el terror. En el Libro de los muertos se lee que el egipcio justo, para merecer el perdón, debía poder decir: "no he causado la muerte a nadie". En esas condiciones, buscaremos en vano a nuestros grandes contemporáneos, el día del juicio final, en la fila de los bienaventurados.

Cómo extrañarse que esas siluetas, sordas y ciegas, aterrorizadas, alimentadas de tickets, y cuya vida entera se resume en una ficha policial, puedan ser después tratadas como abstracciones anónimas. Es interesante constar que los regímenes surgidos de esas ideologías son, precisamente, los que, por sistema, proceden al desarraigo de las poblaciones paseándolas a la vista de Europa, como símbolos exangües que solo cobran vida irrisoria en las cifras de las estadísticas. Desde que esas dichosas filosofías entraron en la historia, multitud de hombres, cada uno de los cuales, no obstante, tenía antaño una manera de estrechar la mano, están definitivamente sepultados bajo las dos iniciales de las personas desplazadas, que un mundo muy lógico inventó para ellas.

Sí, todo es lógico. Cuando se quiere unificar el mundo entero en nombre de una teoría, no hay más camino que hacer este mundo tan descarnado, ciego y sordo como la teoría misma.

No hay más camino que cortar las raíces que fijan al hombre a la vida y a la naturaleza. Y no es por casualidad que no se encuentren paisajes en la literatura europea desde Dostoievki. No es por casualidad que los libros más significativos de hoy, en lugar de interesarse en los matices del corazón y en las verdades del amor, solo se apasionan por los jueces, los procesos y la mecánica de las acusaciones. Tampoco es casual que en lugar de abrir la ventana a la belleza del mundo, se cierre cuidadosamente sobre la angustia de los solitarios.  No es por casualidad que el filósofo que inspira hoy todo pensamiento europeo es el mismo que escribió que únicamente la ciudad moderna le permite al espíritu tomar conciencia de sí mismo y que llegó a decir que la naturaleza abstracta y que solo la razón correcta. Es, en efecto, el punto de vista de Hegel y es el punto de partida de una inmensa aventura de la inteligencia, la que termina por matar todo. Es el gran espectáculo de la naturaleza, esos espíritus ebrios solo se ven a sí mismos. Es la ceguera definitiva.

Carlos París (En la época de la mentira)

LA DOMINACIÓN DE LAS MASAS MEDIANTE LA MENTIRA

Pero la situación es absolutamente inversa cuando la mentira se utiliza por el poder para mantener a las masas dominadas. Se hace presente aquí una estrategia absolutamente condenable, pero, por desgracia, nada difícil de conducir viento en popa. Ya Jonathan Swift hablaba de la <<natural tendencia de los pueblos a dejarse engañar por sus gobernantes>>. Analizar esta situación y denunciar, no sólo su historia, sino su escandalosa actualidad, su enorme fuerza en estos días, constituye el objetivo principal de estas reflexiones, la inquietud que me ha llevado a escogerla como tema de esta conferencia inaugural y proponerles, a través de mis palabras, la reflexión sobre la gravedad de la situación que vivimos en esta época de reinado triunfal de la mentira.

Marcuse pensaba que en el siglo XXI los recursos tecnológicos y comunicativos del poder para controlar a las masas llegarían al extremo de hacer innecesario el uso de la violencia. En realidad, lo que se ha producido es una nefasta simbiosis entre ambos procederes.

En este línea de manipulación y domesticación de las conciencias, no sólo topamos con la mentira como recurso, sino con el cultivo de mitos e ilusiones capaces de mantener sumisa a la población. Con el montaje de un falaz Retablo de las Maravillas.

LA GRAN CONTRADICCIÓN DE NUESTRA CIVILIZACIÓN

En este sentido, yo diría que nos encontramos en una civilización en la cual gozamos de un prodigioso desarrollo científico y técnico. Es asombrosa la manera en que hemos llegado a conocer el universo, el cuerpo humano, la vida entera, los mecanismos de la sociedad, y es prodigiosa nuestra inmersión en una tecnosfera que nos rodea y se sobrepone a nuestra relación con la naturaleza. Desde que salimos del sueño, no por la luz del sol, sino por el chillido de una aparato despertador, hasta que nos acostamos y apagamos, la electricidad guía y posibilita toda nuestra vida cotidiana, nuestra información y comunicación, nuestro trabajo, nuestros desplazamientos. Y, sin embargo, yo observaría que ese desarrollo científico y técnico, de que disfrutamos en una gran parte del mundo, es abismalmente desigual. Lejos de servir al conjunto de la humanidad, está orientado en nuestra civilización actual hacia el beneficio económico de minorías privilegiadas que establecen su poder sobre el planeta, sobre los seres humanos que lo habitan y sobre sus recursos, en una desenfrenada carrera que hunde multitudes en la indigencia, en la miseria y pone en peligro nuestra biosfera.

EL NIÑO COMPRADOR Y LA EXALTACIÓN DE LA INFANCIA

A la exaltación de la juventud que era típica de los fascismos, reemplaza ahora la glorificación de la infancia y el esfuerzo por la infantilización de la sociedad. Dinamismo que se refleja, evidentemente, en primer lugar, y, como, punto de partida, siguiendo a Barber, en la promoción de la figura del <<niño comprador>>. O, si quieren ustedes decirlo con mayor exactitud, el niño que mueve a su favor compras de los padres y madres. Y es que, deseando ampliar el mercado, buscando nuevos compradores, aparece la figura del niño, y se cae en la cuenta de que éste materializa al comprador realmente ideal, porque es el más sugestionable.
Aquel a quien es más fácil convencer y provocar en él necesidades más o menos artificiosas, pero convenientes para la venta de los productos que llenan las estanterías de los comercios. Y, curiosamente, las peticiones del infante se imponen a los adultos, ganados, no sólo por el natural amor a los hijos, sino por la mitología que se va produciendo de la infancia. A veces, bajo la influencia de la crítica de una sociedad ampliamente persuadida de que se ha tratado a los niños de una forma demasiado despótica. Sin matizar las diferencias de época, de clase, de país. Entonces, en radical giro, se piensa que, en lugar de asumir la obligación de educarles, hay que concederles todos los caprichos. Amplio fenómeno, que no es ahora posible analizar con detalle, pero que sería muy interesante traer aquí a debate.

Y, arrancando de esta base, se extiende una amplia maniobra de infantilización hacia los adultos. Cachivaches como la Play Startion y los juegos ofrecidos por los ordenadores se van incorporando al entretenimiento de las personas mayores. Y Barber, después de un meticuloso estudio, nos da una interesante lista de las películas que se están proyectando, obteniendo el mayor éxito de audiencia, resultando que son aquellas que, por su orientación y desarrollo, se revelan más apropiadas para niños y adolescentes, sobre todo para estos últimos.

Y a ello se añade toda la literatura tan curiosa en manos de la actual y poderosa industria cultural que rodea al escritor, en que la profundización y exposición de los problemas del presente, y de aquellos que afectan hondamente a la condición humana, es suplantada por el escapismo. En lugar de novelas como las de Galdós o de Balzac, en línea con lo primero, o de Goethe de acuerdo con lo segundo, irrumpen relatos que nos llevan hacia los temibles extraterrestres o a los misterios de los templarios y del Santo Grial convertidos por la propaganda en <<best sellers>>. Y que no recogen, tampoco, la tradición de la gran novela histórica, sino que aportan puras fantasías de entretenimiento pueril, destinadas a huir de la realidad, su exposición y su crítica. Mientras las obras de mayor categoría literaria, que tampoco faltan en nuestros días, marginadas por la tendenciosa crítica, agonizan en las estanterías, abandonadas en su esfuerzo de levantar una cultura creadora.

Antonio López Vega (1914) El año que cambió la historia

Económicamente, entre 1918 y 1921, el comunismo emprendió la nacionalización de los latifundios, minas, ferrocarriles y empresas; al tiempo, todos los intercambios interiores y exteriores pasaron a estar bajo control del Estado. Sin embargo, en 1921, Lenin, acorralado por la asfixiante situación económica del país, moderó los rigores iniciales de la dictadura fundando la NEP, que permitía la subsistencia de la pequeña propiedad y los intercambios de mercado libre a nivel local. A la par, creó la institución que centralizaría la economía soviética: el Gosplan. Su objetivo era proceder a una modernización del país sobre la base de la industralización, para lo que durante unos años se buscaría atraer capitales extranjeros. En todo caso, los fines del Estado comunista estaban claros: <<La dictadura del proletariado es un poder ilimitado que se basa en la fuerza [y que no conoce] otras leyes que las que se da [a sí misma]>>. Para ello puso en marcha medidas de <<higiene social>>: la dictadura tenía que <<limpiar la tierra rusa>> de sus <<parásitos>>. Y, así, Lenin, en julio de 1918, ordenó la apertura del primer campo de concentración.

El totalitarismo difería esencialmente de otras formas de opresión política en el carácter y el alcance que otorgaba al Estado. Este actuaba como un todo, no toleraba la separación de poderes, se convertía en omnipresente y reclamaba -exigía- lealtad total. Allí donde alcanzaron el poder, los regímenes totalitarios transformaron las clases en masas; suplantaron el sistema de partidos no por dictaduras unipartidistas, sino por un movimiento que englobaba al conjunto de la población; desplazaron el centro del poder coercitivo del ejercito a la policía; y tuvieron por vocación de su política exterior la dominación global. El temible aparato totalitario tenía como objetivo crear una sociedad totalmente homogénea cuyo fin era, en el caso de la Rusia soviética, la consolidación del régimen comunista. En este sentido, la decisión de Stalin en 1929 de llevar a cabo la colectivización forzada de la agricultura y proceder a la industrialización acelerada del país para convertirlo en una gran potencia industrial, ignorando las advertencias de los asesores económicos del Gosplan, reflejaba el carácter voluntarista y totalitario de su acción de gobierno, al obligar a hombres y producción a amoldarse a sus decisiones políticas. Los rigores resultantes provocaron la resistencia de los campesinos, que Stalin atajó mediante el terror de los gulags. La imposición no fue menor en el plano industrial. A falta de capitales suficientes, se procedió a una verdadera explotación humana, transformando por la fuerza a los campesinos en obreros y sometiéndolos a una férrea disciplina que buscaba obtener de ellos los resultados establecidos en los planes quinquenales.

La situación se agravó con decisiones como la de realizar en cuatro años el Plan quinquenal -tomada a finales de 1929-, la de instalar fábricas en Siberia o en Asia o la de construir, sin ayuda de capital extranjero, la maquinaria necesaria. Los objetivos no alcanzados se atribuyeron a sabotajes que fueron achacados a rivales políticos de Stalin, acusados de traidores. Este proceso alcanzó su culmen entre 1935 y 1941, cuando fue ejecutada la vieja guardia bolchevique, los principales jefes del Ejército Rojo, las direcciones de varios partidos comunistas europeos exiliados en el URSS, y millones de ciudadanos soviéticos fueron enviados al gulags. La policía política era ya, bajo la dirección sucesiva de Yagoda, Ejov y Beria, la principal institución del régimen comunista.

A estas alturas resultaba obvio que la dictadura comunista no había alcanzado la igualdad que rezaban sus principios. Lo cierto y real fue que se abrió una gran distancia entre la <<élite dirigente>> y las masas. El Estado funcionaba sobre unos principios básicos de centralización de las informaciones y las tomas de decisión, con un modelo de funcionamiento similar al de una orquesta. División estricta del trabajo, disciplina rigurosa o liderazgo del jefe supremo a través del partido único -complemento indispensable del Estado totalitario, al punto de que las estructuras del mismo se confundían con las del propio Estado- fueron los elementos definitorios del comunismo soviético. Fue Stalin quien llevó al grado supremo esta organización en la que el partido pasaba a ser la única instancia que contaba en el Estado y se encargaba de orientar y controlar a la población, de reclutar a los nuevos dirigentes y de controlar el mundo de las ideas.

Tras la segunda Guerra Mundial se haría evidente que el totalitarismo comunista -como lo había sido el nazi- tenía una vocación internacionalista, lo que se tradujo en una política exterior agresiva en el mundo bipolar que entonces se abrió paso. En síntesis, entendía que el comunismo no podía triunfar si no se expandía por el mundo, porque las naciones, si no estaban sometidas a él, lo estarían al mundo capitalista. Tras la muerte de Stalin en 1953, los diferentes líderes del Partido Comunista hubieron de guardar un delicado equilibrio que, sin en el interior se tradujo en la acomodación de la planificación soviética a los crecientes desafíos que el mundo de la comunicación y de la tecnología trajeron en el segunda mitad del siglo XX, en el exterior -y, sobre todo, tras la crisis de los misiles de 1962- dio lugar a la puesta en práctica de una coexistencia pacífica con el coloso norteamericano. Fueron los años del teléfono rojo.

En el seno del bloque occidental, las diferentes variantes derivadas del movimiento obrero del siglo XIX -partidos socialistas, socialdemocracias y partidos laboristas- aceptaron plenamente el juego democrático y contribuyeron decisivamente a la consolidación de los estados del bienestar en Europa. En los Estados Unidos, los movimientos filosocialistas y filocomunistas -siempre minoritarios- prácticamente desaparecieron como consecuencia de la caza de brujas desatada en la inmediata posguerra por el senador McCarthy. En un segundo momento, y coincidiendo con la distensión de la Guerra Fría, los partidos comunistas europeos comenzaron a romper sus vínculos con Moscú: nació así el eurocomunismo. Por su parte, la mayoría de los partidos socialistas renunciaron al marxismo en su ideario oficial.

Tras el colapso del sistema soviético y la caída del muro de Berlín, los ideólogos de la izquierda centraron su discusión en torno a una posible tercera vía, en afortunada expresión del sociólogo Anthony Giddens. Se ponía fin así a un siglo XX en el que, pese al horror comunista, las reivindicaciones sociales emanadas de buena parte de estos movimientos contribuyeron decisivamente a dignificar la vida de los sectores más desfavorecidos de la población. El siglo XX fue, así el <<siglo de la lucha por una mayor justicia social>>.

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