Escenario de este desenfreno -no podía ser otro- era su imperio interior, donde había enterrado desde su nacimiento los contornos de todos los olores olfateados durante su vida. Para animarse, conjuraba primero los más antiguos y remotos: el vaho húmedo y hostil del dormitorio de madame Gaillard; el olor seco y correoso de sus manos; el aliento avinagrado del padre Terrier; el sudor histérico, cálido y maternal del ama Bussier; el hedor a cadáver del Cimetière des Innocents; el tufo de asesina de su madre. Y se revolcaba en la repugnancia y el odio y sus cabellos se rizaban de un horror voluptuoso.
Muchas veces, cuando ese aperitivo de abominaciones no le bastaba para empezar, daba un pequeño paseo olfatorio por la tenería de Grimal y se regalaba con el hedor de las pieles sanguinolentas y de los tintes y abonos o imaginaba el caldo de seiscientos mil parisienses en el sofocante calor de la canícula.
Entonces, de repente -éste era el sentido del ejercicio-, el odio brotaba en él con violencia de orgasmo, estallando como una tormenta contra aquellos olores que habían osado ofender su ilustre nariz. Caía sobre ellos como granizo sobre un campo de trigo, los pulverizaba como un furioso huracán y los ahogaba bajo un diluvio purificador de agua destilada.
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