Edgar Cabanas y Eva Illouz (Happycracia) Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas


Más leña al fuego

Conviene pues preguntarse si la ciencia de la felicidad, con su concepción individualista del bienestar humano, no estará contribuyendo a sostener e incluso crear ese mismo malestar para el cual propone remedio. Si, como dicen los psicólogos positivos, existe una estrecha correlación entre la felicidad y el individualismo, no es descabellado pensar que las técnicas y los consejos de la psicología positiva destinados a aumentar el bienestar bien podrían venir acompañados de los mismos problemas que comúnmente se asocian a los valores individualistas (soledad, egoísmo, ansiedad, desencanto, etc.). 

Los psicólogos positivos son de la opinión de que «nunca antes en la historia hemos vivido más tiempo y más felices que en la actualidad». Al parecer, esto sería porque las sociedades modernas individualistas ofrecen mayores cotas de libertad, elección y exploración y mayores oportunidades para desarrollar sus metas y dedicarse a así mismo. Sin embargo, la afirmación de que nunca antes habíamos sido más felices en la historia de la humanidad (por «nosotros» imaginamos que entienden todo el mundo», si excepción) contrasta de forma sobresaliente con los millones de personas que cada año recurren a terapias, servicios y productos para aumentar la felicidad, incluyendo cursos de mindfulness, servicios de coaching, terapia positiva, libros de autoayuda, medicamentos para el ánimo, aplicaciones de mejora personal para móviles, etc, lo cual da a entender, al menos en principio, que no somos tan felices como señalan estos psicólogos. 

Esta afirmación también contrasta con las conclusiones de estudios que muestran los alarmantes índices de depresión, angustia, enfermedades mentales, alteraciones del ánimo y aislamiento social que caracterizan las sociedades individualistas —también llamadas «culturas narcisistas», «culturas del yo» o «culturas del amor propio», que contribuyen a deshacer y sustituir culturas más centradas en reformar el tejido social y el cuidado mutuo—: el Reino Unido es un caso reciente en este sentido, donde a principios del año 2018, la primera ministra Theresa May decretaba la soledad como un grave problema de salud pública después de que la Comisión Jo Cox sobre aislamiento social señalase «el efecto devastador» y la «enorme crisis» que la soledad produce entre los británicos. Siguiendo a Schiller y Weber, el filósofo Charles Taylor destacaba la estrecha relación entre el individualismo y cierta sensación de desencanto, de desarraigo y de soledad que acompaña a la progresiva erosión del tejido social y colectivo en favor del personal y privado. Según Taylor, el individualismo ha ido debilitando de forma progresiva los marcos de sentido que conectan a la gente con una concepción más amplia de interés común y sustituyéndolos por otros que ponen el yo y la vida privada como únicos horizontes de sentido válidos y legítimos.

La afirmación de los psicólogos positivos, además, contrasta con numerosos estudios sociológicos que señalan el vínculo directo que se produce entre el aumento del individualismo y las crecientes tasas de suicidio y depresión, algo que no solo se aprecia en países desarrollados, sino también en los países en vías de desarrollo. A este respecto, sociólogos como Ashis Nandy han analizado las consecuencias derivadas de la irrupción de la felicidad en la India en los últimos diez años (también comentado en el capítulo anterior). La «búsqueda desenfrenada de la felicidad» y la fe en «la capacidad de construirse uno mismo», dice Nandy, han pasado a formar parte del acervo cultural de los indios en muy poco tiempo, muchos de los cuales creen firmemente en la idea de que «ser feliz depende únicamente de uno mismo», que «la felicidad no ocurre por sí sola», sino que «solo se adquiere a base de esfuerzo y sacrificio personal». Según Nandy, este giro hacia la felicidad debe entenderse como un «efecto secundario del incremento del individualismo en el país», como «una enfermedad cultural» que ha impuesto «el reinado del narcisismo», característico de Occidente y que la globalización se han encargado de propagar. Una de las consecuencias principales, señala el autor, es la epidemia de soledad y frustración que el aumento del individualismo ha traído consigo, algo que los indios, no conocían antes y que explicaría buena parte del incremento en la tasa de suicidios en este país en los últimos años. 

El argumento de Nandy coincide con el de muchos otros autores que han venido denunciando la felicidad como la punta de lanza de una ideología que promueve el mantra de la responsabilidad personal. Estos autores señalan que la felicidad no debería considerarse como algo opuesto o incompatible con el sufrimiento. Al contrario, señalan que la felicidad no solo reproduce muchas de las nefastas consecuencias que comúnmente se asocian con el individualismo, sino que, y quizá más importante, también crea sus propias formas de malestar e insatisfacción (cuestión que exploraremos en los capítulos 4 y 5). Iris Mauss y colaboradores observan que en tanto la felicidad se define en términos de sentimientos positivos ligados al beneficio exclusivamente personal, su búsqueda individual se correlaciona con sentimientos de soledad y distanciamiento. Otros autores muestran una correlación directa entre la felicidad y el narcisismo, este último a su ves relacionado con egoísmo, el egocentrismo, el exceso de optimismo y el repliegue sobre uno mismo, todos ellos aspectos que subyacen a una amplia variedad de trastornos mentales. 

También se ha señalado la estrecha correlación entre la felicidad y la tendencia a la autoculpabilización. A medida que el discurso de la felicidad responsabiliza a las personas por los éxitos y fracasos en su vida, el malestar y la sensación de impotencia para superarlo se han llegado a experimentar como fuentes de descontento y debilidad personal, como indicios de una psique defectuosa o mal gestionada, y hasta como síntomas de una biografía frustrada o una vida desperdiciada. Como señala Lipovetsky, el declararse infeliz o incapaz de sentirse mejor se entiende hoy en día como algo vergonzoso, como una ofensa a nosotros mismo, de modo que los individuos tienden a presentarse ante sí mismos y ante los demás como personas felices y bastante felices incluso en las circunstancias más adversas.

* Eva Illouz (Erotismo de autoayuda) Cincuenta sombras de Grey y el...

Lev Tolstói (La revolución interior) Antología, ensayo y epílogo de Stefan Zweig

Stefan Zweig
Ningún hombre y ningún libro han contribuido tanto a la radicalización de Rusia como el radicalismo del pensamiento de Tolstói, nadie ha alentado tanto a sus compatriotas a no retroceder ante la osadía. Pese a todas las divergencias internas, habría merecido un monumento en la Plaza Roja, pues así como Rousseau fue el precursor de la Revolución francesa, Tolstói (probablemente muy en contra de su voluntad, al igual que aquel otro individualista supremo) ha sido el germen y el auténtico precursor de la Revolución Rusa. El auténtico precursor de la revolución mundial del proletariado.

Lo curioso, sin embargo, es que su doctrina ha influenciado al mismo tiempo a otros tantos millones de personas en el sentido exactamente opuesto. Mientras los rusos adoptaban el radicalismo de Tolstói, Gandhi, hinduista y apasionado lector del ruso, adoptó en la India el apostolado del cristianismo primitivo y la tesis de la non-résistance y organizó por primera vez la técnica de la resistencia pasiva seguido por tres millones de seres humanos. En su lucha empleó las mismas armas incruentas que Tolstói reconocía como las únicas admisibles: el rechazo de la industria, la autosuficiencia económica y la conquista de la independencia moral y política mediante la limitación de las necesidades externas. Millones de personas —unas en la revolución activa de Rusia y otras en la pasiva de la India— se apropiaron, por tanto, de las ideas de este revolucionario conservador o de este reaccionario insurrecto, y consiguieron llevarlas a la práctica —si bien en un sentido que su creador habría negado y rechazado—.

Pero las ideas carecen de dirección. Sólo cuando el tiempo las captura se dejan orientar como una vela a merced del viento. Las ideas no son más que fuerzas motoras, vectores de movimiento que ignoran la meta a la que conducirá el impulso y la emoción que las origina. No importa cuántas de ellas puedan ser discutibles. Las ideas de Tolstói han permitido que la historia mundial contemporánea madure en el sentido más amplio y, por ello, podemos afirmar que sus escritos teóricos, pese a las contradicciones internas, figuran con pleno derecho entre los bienes sociales y espirituales más importantes de nuestro tiempo, y que aún hoy en día tienen mucho que ofrecer a cualquier individuo. Quien luche por el pacifismo y la compresión pacífica entre los seres humanos no encontrará un arsenal tan fecundo y sistemático ni mejores armas contra la guerra. Quien rechace en su interior la costumbre, tan frecuente en nuestros días, de endiosar al Estado como único guía supuestamente legítimo de nuestro pensamiento y de nuestro esfuerzo, quien se niegue a padecer el letal sacrificio de uno mismo que exige esta idolatría, se encontrará maravillosamente fortalecido por este fuoruscito* y hallará razones frente a toda patriotería. Cualquier hombre de Estado, cualquier sociólogo descubrirá en la crítica fundamental de Tolstói a nuestro tiempo un saber proféticamente anticipado; cualquier artista se sentirá estimulado por la acción ejemplar de este escritor inmenso que sometió su alma al tormento con el fin de pensar en beneficio de la humanidad y de luchar contra la injusticia sobre la tierra mediante la fuerza de sus palabras. Siempre es alentador comprobar que el artista eminente es, a la vez, un ejemplo ético, un hombre que, en lugar de imponer el dominio que brinda sus propia fama, se convierte en servidor de la humanidad y, en su lucha por el verdadero ethos, se somete a una sola de entre todas las autoridades sobre la tierra: su propia e incorruptible conciencia.

*Aquel que deber exiliarse de la patria por motivos religiosos o políticos.


Lev Tolstói
Nuestra vida está en permanente contradicción con todo cuanto sabemos y consideramos necesario y obligatorio.  Esta contradicción se encuentra por todas partes: en la vida económica, en la vida política y en las relaciones internacionales. Es como si hubiésemos olvidado lo que sabemos y apartado provisionalmente cuanto creemos justo, haciendo lo contrario de lo que nos piden nuestra razón y nuestro sentido común.

En nuestras relaciones económicas, sociales e internacionales, por ejemplo, continuamos guiándonos por los principios que eran buenos para los hombres de hace tres mil y cinco mil años, y que se hallan en contradicción directa tanto con nuestra conciencia como con las condiciones de la vida actual.

En la Antigüedad, sin ir más lejos, el hombre vivía tranquilo en una sociedad que dividía a la humanidad en amos y esclavos, puesto que creían que esa jerarquía la establecía el mismo Dios y que, por tanto, era inevitable. Pero ¿es posible mantener tal división en nuestros tiempos?

En aquella época, los hombres creían que quienes descendiesen del noble linaje de Jafet habían nacido con el derecho de gozar en detrimento de los viles hijos de Cam, a los que hacían sufrir de generación en generación. También nuestros sabios ancestros, Platón y Aristóteles, los educadores de la humanidad, justificaban la esclavitud y trataban de demostrar su legitimidad, e incluso hace sólo tres siglos aquellos que imaginaron la sociedad del futuro no pudieron representársela sin esclavos. Desde la Antigüedad hasta más allá de la Edad Media, por tanto, se ha creído que los hombres no eran iguales, que únicamente los persas y los griegos o los romanos tenían derechos, pero nosotros, por descontado, no podemos mantener esta opinión, y aquellos que, en nuestra época, trabajan en defensa de la aristocracia y del patriotismo, no pueden creer lo que afirman.

Cualquiera que sean las ideas y el grado de instrucción de un hombre de nuestra época, éste sabe que los demás tienen el mismo derechos a la vida y a los goces de este mundo que él, que no existen hombres mejores o peores, que son todos iguales. Sin embargo, todos ven a su alrededor la división en dos castas, la que sufre y la que goza y, voluntariamente o no, toman parte en la continuidad de aquellos dos estratos que su conciencia condena.

Ya sea señor o esclavo, el hombre de hoy no puede dejar de experimentar esa contradicción constante, aguda, entre su conciencia y la realidad, ni ser ajeno a los sufrimientos que de ella resultan.

La masa trabajadora, la gran mayoría de los hombres, que soporta la pena y las privaciones sin fin y sin razón que absorben toda la vida, sufre aún más con la contradicción flagrante entre lo que es y lo que debería ser, según que ellos mismos profesan y lo que profesan los que les redujeron a ese estado.

Saben, de hecho, que son esclavos y que, como tales, se hallan condenados a la miseria y a las tinieblas sólo para el placer de la minoría. Lo saben y así lo dicen. Y esta conciencia no sólo acrecienta su sufrimiento, sino que se convierte en su principal causa.

El esclavo antiguo sabía que era esclavo por orden de la naturaleza, mientras que nuestro obrero, sintiéndose también esclavo, sabe que no debería serlo, y por ese motivo sufre el suplicio de Tándalo, que desea y no obtiene no solamente lo que podría concedérsele, sino ni siquiera lo que se le debe.

* Lev Tolstói (Contra aquellos que nos gobiernan)

Mary Midgley (¿Podemos formular juicios morales?)

Lo que es el juicio

Tal vez convendrá que adelantemos un poco uno de los términos clave que hemos empleado desde el principio.

Juzgar no suele consistir en dar por buena una de dos alternativas preconcebidas. No puede hacerse tirando una moneda al aire. Consiste en encontrar razones para pensar y actuar de un modo correcto. Se trata de una función integral, en la que interviene nuestra naturaleza al completo, mediante la cual nos guiamos y hallamos un camino en un auténtico bosque de posibilidades. Aquí no hay reglas científicas, ni tampoco un sistema dado de hechos que nos indiquen la ruta a seguir. Siempre nos movemos en un territorio nuevo.

Una vez más, existen en este caso algunos mapas explícitos y algunas guías generales para los exploradores, que podemos consultar. Hay un empleo constante de la racionalidad; la zona es cognitiva; podemos conocer cosas. No se trata de una adivinación ni de una apuesta. Quien toma una decisión, ya sea sobre un hecho o sobre unos valores, no se introduce de repente en un papel distinto, como, al parecer, imaginan los objetores del juicio moral. No es en ese momento un actor que representa el papel del juez, se pone la toga, entra en un tribunal de cartón piedra y se convierte efectivamente en otra persona. Todo lo contrario: se compromete con una decisión que nace de su forma de actuar, da fe de ella y es más o menos coherente con el resto de su vida.

Por supuesto la coherencia nunca es absoluta, porque las actitudes nunca son en sí mismas enteramente articuladas, pero es imprescindible que la ejerzamos lo más posible, pues una separación caótica entre el pensamiento y la actuación no solo resulta dolorosa, sino que es también destructiva para la individualidad y la identidad personal. 

Los usos de la tradición

[...] La idea romántica de un comienzo por completo nuevo, de un movimiento «moderno» que no debe nada a sus predecesores —muy extendida a principios del siglo XX—, tomada literalmente, es una fantasía. En ese momento, mediante cambios sin duda limitados, los artistas crearon formas muy interesantes, pero, viéndolo con retrospectiva, la continuidad con el arte de sus predecesores es obvia, y el esfuerzo de los teóricos por demostrar que todo el mérito procedía de sus capacidades «modernas» y sin precedentes resulta poco convincente. Sin el armazón previo de una tradición compartida, las obras y las notas no serían otras que ruidos indistinguibles e insignificantes. Es una regla general de la naturaleza del significado. Donde no existen patrones de expectativa, nada sorprende y nada significa. En esa situación, los aspirantes a innovadores serían mudos; y sus oyentes, sordos. Los signos solo significan algo dentro de una sociedad coherente, con una tradición coherente de expectativas.

La escalera mecánica progresiva

Hace ya más de un siglo que los ciudadanos de Occidente depositan una gran confianza en la posibilidad de continuar guiándose sin más por la dirección en la que ya viajan. Se sienten profundamente apegados a la idea de que los rápidos cambios que se producen en su civilización los conducen por un sendero derecho y ascendente, una especie de escalera mecánica del progreso (o de los avances o de la evolución) encaminada a una situación ideal.

Esto significa que todas las dudas que suscite el siguiente paso pueden resolverse, en principio, perseverando en lo mismo; es decir, llevando a cabo nuevos cambios en la línea de los anteriores. De modo que si la población, la rapidez de los viajes o el tamaño de las ciudades se han multiplicado por cinco en los últimos tiempos, el siguiente paso progresivo consistirá en repetir el proceso: moverse todo lo lejos y todo lo rápido que sea posible en una dirección fija, distanciándose del statu quo. Aquella frase odiosa de «conduzcamos a la población, de grado o por la fuerza, al siglo XX» se ha oído con frecuencia en boca de quienes se encuentran cómodamente asentados en la escalera mecánica, cuya actitud parece tan aceptada que no ha despertado la crítica que la brutalidad de la frase habría merecido. 

El signo de los tiempos

Llegamos así a otro punto interesante de lo que, como he afirmado, tienen en común estas declaraciones. Todas ellas pertenecen esencialmente a nuestra época y es probable que no hubieran podido escribirse en ninguna otra. Nietzsche, que publicó en los años ochenta del siglo XIX, se encuentra entre los primeros profetas del individualismo radical que consideramos típicamente moderno, y de los elementos de subjetivismo que lo acompañan. La etiqueta de modernidad sigue confundiéndose a la hora de verlo, porque a lo largo del siglo XX hemos tendido a creer que esas notables ideas «modernas» eran la última palabra, una especie de cambio irreversible. Nos han impresionado como si fueran un descubrimiento científico, unas revelaciones que se nos imponen por su evidencia y que debemos aceptar: hechos, quizá hechos científicos como la existencia de unos planetas recién descubiertos o la composición química del agua. Nietzsche inauguró la moda, y esa es la razón de su declaración retórica «Dios ha muerto». «¡Será posible! —exclama Zaratustra—. ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto!». 

Así que el santo está anticuado, desfasado. Pero Nietzsche no se refiere a una mera cuestión de moda, aunque por desgracias le concedió a esta una enorme importancia y se dejó seducir fácilmente por un vago ideal de futuro. Tampoco se refería a un fracaso de la religión. Con la muerte de Dios aludía a un conjunto de cambios reales en el mundo, descubrimientos —hechos— que, a la hora de adoptar decisiones morales, hacían absurdo contar con cualquier cosa que estuviera al margen de la propia voluntad. 

¿Qué explicación?

Conviene observar cómo sostiene la gente sus juicios morales y cómo espera que los sostengan los demás. A veces creen que sus juicios se defienden solos. Por ejemplo, ¿cómo se demuestran los derechos humanos? «Sostenemos estas verdades como evidentes en sí mismas, escribieron Jefferson, Franklin y Paine, entre otros, al redactar la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, sabiendo que en muchas sociedades resultaría sorprendente. Lo cierto es que no dependían de la evidencia, porque no la necesitaban.

Aunque de Declaración hizo época, los Padres Fundadores no tomaron estas ideas de la nada. No inventaron ningún «valor nuevo». Se basaron en un contexto de argumentaciones ya completo, en algunas ideas mucho más complejas, que habían surtido efecto tanto en la teoría como en la práctica en su propio tiempo y, muchas de ellas, incluso antes. Dieron por sentados varios principios sobre la libertad y la igualdad entre los seres humanos que procedían de los griegos y de la visión cristiana del valor inestimable del alma individual. Y, más cerca en el tiempo, les sirvieron de inspiración algunas cosas negativas: el odio a la tiranía, la comprensible desconfianza en las instituciones aristocráticas y el miedo a la opresión. 

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