Carlos Peña (Por qué importa la filosofía)

LA CULTURA Y LA PREGUNTA POR EL SENTIDO

[...] Si un hombre pudiera escribir un libro sobre ética que de veras fuera un libro sobre ética, ese libro destruiría, con una explosión, todos los otros libros en el mundo.*

Y es que un libro sobre ética que lo fuera de veras velaría el misterio de la maravilla del mundo y luego de eso nada más importaría. ¿Por qué? Lo que ocurriría es que un vez que la pregunta final (¿por qué hay ser y no más bien nada?) tuviera respuesta cabal, todos nuestros acercamientos a lo que existe, las formas de concebirlo, los debates acerca de su verdadera fisonomía, perderían sentido: el secreto final habría sido develado. No sabemos si Heidegger estaría de acuerdo con esa extraordinaria afirmación de Wittgenstein, pero lo más probable es que sí. Si la respuesta por el ser tuviera una única respuesta, una respuesta final que no pudiera ser revocada ni matizada con una ulterior interpretación, entonces la cultura entera y la propia historia dejarían de tener sentido, puesto que su sentido es la búsqueda de sentido. Pero si el sentido fuera de una vez por todas esclarecido, si alguien pudiera clavar la rueda de la fortuna (la fortuna era una diosa que distribuía azarosamente los bienes y os días), entonces la historia dejaría de ser tal y pasaría a ser un páramo quiescente y fijo, sin sorpresas y sin tiempo. 

Por supuesto que esa forma de concebir el trabajo de la filosofía —dilucidando nuestra capacidad de formular preguntas finales, pero sin que le sea dado decirnos cuál es la respuesta— no está a la altura de las expectativas de sentido que la cultura humana parece anhelar.

En efecto, la cultura humana, los seres humanos y los esfuerzos que hacen por discernir su destino, parecen anhelar una respuesta final, un sentido, un baremo o regla que les permita medir la calidad de nuestras respuestas y el rumbo que la existencia debe tomar. Y de hecho, la cultura entera, como muestra la sociología, se orienta por ese tipo de preguntas, por la pregunta por el sentido, y sus costumbres, sus prácticas, sus ritos, su esfuerzo por separar lo sagrado de lo profano, son el esfuerzo por coagular esas respuestas en el tiempo, por proveer la ilusión de eternidad; una ilusión, porque la posteridad de cada cultura mira hacia atrás y solo ve, como advirtió Hegel, ruinas:

    Pero aun cuando consideremos la historia como el ara ante la cual han sido sacrificados la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?

Y en la propia literatura filosófica (y en el propio Heidegger) es posible encontrar también esa búsqueda del sentido final, como si la condición humana a la que la filosofía permite asomarse, tuviera posibilidad de atrapar ese sentido mediante algunos de sus quehaceres.

Hay quienes, por ejemplo, sugieren que Heidegger habría arribado a un callejón sin salida porque luego de haber detectado que la pregunta por el ser estaba a la base de nuestra cultura (de toda la cultura occidental, nada menos), nunca logró discernir un criterio de sentido que nos permitiera saber cuál era la respuesta que esa pregunta merecía. Esa acusación, esa acusación de fracaso, por llamarla así, se ha dirigido también contra Wittgenstein, que luego de haber mostrado que todos nuestros esfuerzos estaban orientados por la construcción de sentido (este era el motivo, como vimos, de por qué le parecía que Frazer había malentendido otras culturas empeñadas en el mismo quehacer que nosotros), no fue capaz de señalar de qué forma, sin embargo, ese sentido podía ser alcanzado.

Pero podemos dejar pendiente la cuestión de si acaso necesitamos que la pregunta heideggeriana tenga alguna respuesta o si la sola pregunta es suficientemente iluminadora. Volveremos a ella una vez que nos asomemos a la manera en que Heidegger y Weber caracterizan la modernidad y la falta que en ella detectan.

Para ello conviene asomarse, siquiera, preliminarmente, a lo que significa «mundo».
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UNA JAULA DE HIERRO

LA RACIONALIZACIÓN DEL MUNDO

El concepto de racionalización del mundo aparece especialmente en los estudios de sociología de la religión de Max Weber, quien lo anuncia, al modo casi de un acertijo, en la introducción a esos estudios que, en la versión inglesa que se debe a Talcott Parsons, suele ir como introducción a su famosa La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Pues bien, en esa introducción, Max Weber observa un conjunto de fenómenos culturales que se verifican, com o repite una y otra vez como si se tratara de una letanía, «en Occidente y solo en Occidente».  

Detenerse en el análisis de Weber ayuda a entender qué se quiere decir cuando se afirma que la nuestra es una época esencialmente técnica. Lo que Weber identifica como rasgo fundamental de esa época, la racionalización, coincide en muchos aspectos con lo que Heidegger, en sus estudios sobre la técnica, llamará pensar calculante, esa tendencia a concebir el mundo como una suma de recursos a disposición.

En todas las culturas, anota Weber, ha habido observaciones regulares y registros acerca del curso de la naturaleza, pero solo en Occidente esas observaciones se han matematizado en la forma de la ciencia; en todas partes han existido consejos acerca del modo de mantener el poder, pero solo en Occidente existió un Maquiavelo capaz de sistematizar su íntimo mecanismo; todas las estructuras sociales han poseído reglas, pero es solo en Occidente donde apareció el derecho tal y como hoy los conocemos, recogido en reglas a cargo de un cuerpo profesional que las administra en base a una disciplina; el arte tipográfico se constata en casi todas las culturas, y desde luego en China, pero la literatura impresa y la mediatización de la cultura es un fenómeno estrictamente occidental; todas las culturas han poseído comercio, intercambios y ánimo de lucro, pero solo en Occidente se observa una disciplina del lucro, un cierto ascetismo regulado en base a lo que hoy conocemos como contabilidad; y, en fin, en todos los sitios ha habido arquitectura, pero solo en Occidente se desarrolló la bóveda gótica y la perspectiva como ocurre con la pintura del Renacimiento. ¿Qué explica que en Occidente y solo en Occidente hayan aparecido ese conjunto de fenómenos? La respuesta a esa pregunta permite comprender buena parte de lo que hoy llamamos modernidad; pero al mismo tiempo ayuda a entender las condiciones, a menudo incómodas y difíciles, en medio de las que debe desenvolverse la filosofía y ayuda, al mismo tiempo, a comprender el sentido profundo de la inutilidad que ella, según hemos visto, parece poseer [...]

EL DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO

[...] Pero ¿cómo pudo ocurrir que la realidad social racionalizada al extremo de tecnificarse y, como diría el propio Weber, encerrar al ser humano en una jaula de hierro, condenándolo a vivir en una «época ignorante de Dios y para la cual los profetas son desconocido»?

[...] Los tres y densos volúmenes de la Sociología de la religión pueden ser leídos como el esfuerzo por comprender el origen de la racionalización occidental, encontrar una respuesta a la pregunta de por qué «en Occidente y solo en Occidente» la vida había llegado a ser un quehacer previsible, planificado, formalmente racionalizado, donde todo se somete al cálculo de la eficiencia o de la producción, al extremo de que, como muestra la moderna burocracia, o la universidad moderna como veremos más adelante, ella parecía haberse despojado de cualquier chispa de sorpresa y de misterio. 

Y aunque suene sorprendente para quien no se ha asomado a la sociología, la opinión de Weber es que esa particular forma de encarnar la existencia —eso que había llegado a ser un páramo puramente técnico— había surgido, al menos en parte, de la religión.

Algunas creencias, en particular el judaísmo y el cristianismo, dos de las religiones mundiales, habrían dado origen a una «imagen del mundo» sistemática y habrían estimulado una toma de posición práctica inspirada por ella. 

[...] Había, observado Weber, una cierta «afinidad electiva» que él estimula, por una parte, y el moderno capitalismo, cuyo espíritu se habría expandido así al compás de ese racionalismo específicamente religioso, por otra.

¿Cómo fue, entonces, que acabó transformándose en el moderno racionalismo formal de la democracia y el mercado? ¿Cómo fue que ese anhelo de comprender la totalidad acabó en ese mundo de reglas y procedimientos desprovisto de misterios y de preguntas finales, este mundo técnico, donde la filosofía parece no tener nada, o muy poco, que hacer?

Para comprender el fenómeno hay que recordar que Weber no está intentando probar una hipótesis causal mostrando que las ideas religiosas modelan la cultura. Como él mismo insistió una y otra vez, se trata de mostrar las «afinidades electivas» entre la ética económica del protestantismo, él aludia a la forma en que el protestantismo orientaba, como un guardagujas, como una señal vital, la acción económica. Esa ética fortaleció, por decirlo así, la que traía el propio capitalismo, contribuyendo de esa forma a racionalizar la vida, a hacer del quehacer mundano algo racional, planificado, previsible. Pero esa orientación de la acción, religiosamente inspirada, que convergía con el capitalismo, acabó siendo atrapada por este. Richard Baxter, un escritor puritano inglés, había dicho que la preocupación por los bienes exteriores que la orientación profesional permitía acumular, no era más que «un liviano manto que se puede arrojar en cualquier instante». No resultó así. El liviano manto se transformó, en palabras de Weber, en una jaula de hierro, en un envoltorio férreo pero vacío de sentido, en una simple «petrificación mecanizada». Los bienes exteriores alcanzaron un «poder irresistible sobre los hombres, un poder que no ha tenido semejante en la historia». Así, esa ética habría contribuido a conformar el poderosos cosmos del orden económico moderno que, amarrado a la producción técnica, determina el

    estilo de vida de todos quienes nacen dentro de sus engranajes (no solo de los que participan directamente en la actividad económica), y lo seguirá determinando quizás mientras quede por consumir la última tonelada de combustible fósil. 

Wittgenstein

Fernando Díaz Villanueva (La contra historia del comunismo) La gran utopía del siglo XX en 35 episodios

 Prólogo

¿Es el comunismo una <<secta criminal>>?

Hace unos años, la izquierda local de un ayuntamiento de la Comunidad de Madrid montó una sonora campaña contra Jesús Gómez, un concejal del Partido Popular que, una década antes, había escrito un artículo sobre los límites que el Estado nunca debe sobrepasar. El concejal, que cuando escribió el citado artículo ejercía de periodista, argumentaba que bajo ningún concepto el Estado puede arrogarse la facultad de retirar la patria potestad a los ciudadanos por motivos ideológicos.

La polémica había surgido a raíz de una secta de cristianos fundamentalistas que, en los años noventa, vio cómo sus hijos les eran arrebatados por los servicios sociales de la Generalitat de Catalunya. Los padres recurrieron a los tribunales de Justicia, que terminaron por darles la razón obligando a la administración regional a devolver a los menores de edad a sus padres. Para apuntalar el argumento, Jesús Gómez puso como ejemplo el comunismo, que, como ideología, ha sido responsable de la muerte de cien millones de seres humanos y que, en ciertos momentos y lugares, adquirió la categoría de auténtica secta destructiva. ¿Tiene derecho el Estado a retirar la patria potestad a los padres comunistas?, se preguntó Gómez para, a continuación, responder que no, que en ese caso regía idéntico principio que con la secta cristiana.

La izquierda de ese ayuntamiento, formada a la sazón por el Partido Socialista y la coalición comunista Izquierda Unida, acusó al concejal conservador de defender justo lo contrario de lo que decía amputando y descontextualizando una frase. La izquierda, una vez más, utilizaba la mentira como arma revolucionaria. La cuestión en aquel momento no era tanto lo que había dicho el concejal como organizar un escándalo político, airearlo en los medios y luego pedir su dimisión.

El caso de Jesús Gómez llegó a los periódicos y murió pronto porque la mentira era tan grosera que no se pudo sostener durante mucho tiempo más. A cambio se abrió un pequeño debate que, como era de esperar, vino acompañado de una formidable polémica. El debate se resumía en una sola pregunta: a la luz de los hechos, de un siglo de barbarie en nombre del ideal, ¿debía o no debía el comunismo ser considerado una secta criminal?

Desde el punto de vista teórico, evidentemente, no. No delinquen las ideas sino las personas. Decir, por ejemplo, que la burguesía debe de ser borrada de la faz de la Tierra guerra de clases mediante no es ni debería ser delictivo bajo ningún orden político que se autodenomine libre. Las palabras pueden herir la sensibilidad pero nunca han matado a nadie. Desde este punto de vista alguien que se defina como comunista y haga profesión de fe de marxismo-leninismo no es ni de lejos un delincuente, lo sería si decide aplicar por su cuenta y riesgo el manual revolucionario y tomar al asalto la casa de un burgués para después <<socializar>> toda esa riqueza incautada. 

Si la ideología comunista en sí no es ni puede ser delictiva, ¿de dónde viene la fama criminal que arrastra el comunismo, especialmente en los países que han padecido sus excesos ideológicos en carne propia? De la experiencia, obviamente. Si al liberalismo lo caracteriza el intercambio libre y voluntario de bienes y servicios entre individuos, al comunismo lo hace la revolución, objetivo máximo que se deriva inevitablemente de la teoría. En todo tiempo y lugar donde se ha impuesto o ha tratado de imponerse un régimen comunista se han cometido multitud de crímenes, algunos especialmente aberrantes como los de las tiranías de Stalin, Mao o Pol Pot. Esto es un hecho histórico, no una opinión.

Estos crímenes venían dictados por la ideología. El ideal comunista, que sobre el papel es inocuo, se convierte siempre en la práctica en una pesadilla totalitaria. Ejemplos históricos sobran. Desde la primera revolución típicamente socialista -la bolchevique- hasta su epígono más reciente -la Venezuela bolivariana-, la praxis revolucionaria se ha cobrado la vida de unos 100 millones de personas en todo el mundo y en menos de un siglo. Eso siendo conservador con los números, porque puede que sean mucho más. Los responsable de todas estas muertes son quienes las infringieron, pero, y aquí está el quid de la cuestión, con toda seguridad sin el componente ideológicos que motivaba a los verdugos esos asesinatos jamás se hubiesen cometido. 

¿Hay, por lo tanto, que proscribir en las leyes la ideología comunista? No y mil veces no. El comunismo ruso, fue prácticamente inofensivo hasta que llegó al poder en 1917 y se redujo a idéntica condición tras la caída de la URSS en 1991. Lo mismo podría decirse de los comunistas españoles, muchos de los cuales cometieron verdaderas atrocidades durante la Guerra Civil y luego, cuarenta años después, contribuyeron de mejor o peor gana a la transición democrática. Algunos dicen que esto fue así porque entonces se sentían débiles. Tal vez sea cierto. Es una constante histórica que cuando las organizaciones comunistas se ven mermadas de apoyos piden un diálogo que luego niegan a sus adversarios cuando se han reforzado.

Sea como fuere, el hecho es que las ideas de Marx, Engels, Lenin, Mao o Enver Hoxa son intelectualmente erróneas, pero perfectamente inocuas si no salen del papel. Abimael Guzmán sembró el terror en Perú con una banda de asesinos conocida como Sendero Luminoso. Estos asesinos justificaban sus crímenes en la idea, pero, al cabo, eran ellos mismos los culpables, no la idea, que por lo demás sigue ahí, rodando de cabeza en cabeza sin que hayamos tenido que lamentar más muertes desde la detención del carnicero Guzmán en 1992 y la desarticulación de la banda.

Si la experiencia, es decir, la Historia, nos enseña que el comunismo solo tiene un modo, necesariamente violento, de alcanzar y conservar el poder, la teoría nos advierte de los riesgos que se corren al adoptar como propias ciertas ideas que recategorizan los seres humanos entre buenos y salvables, y malos y condenables. El comunismo debería ser, por consiguiente, una ideología poco atractiva y con un fuerte estigma social como lo son otras de corte parecido como el nazismo o el fascismo, ambas nacidas de la matriz socialista en los años veinte del siglo pasado.

El comunismo, sin embargo, mantiene una suerte de bula justificada en algo tan simple como las intenciones. La intención del comunismo es construir una sociedad más justa. Punto. Eso les ha salvado de la quema, bueno, eso y la ventaja de disponer de una técnica propagandística depuradísima y un transformismo político digno de encomio. Ese es el secreto de que la momia siga vivaqueando.

Esto en lo que toca a la parte <<criminal>> de la ideología. Para la sectaria echemos mano nuevamente de la Historia. Si algo ha caracterizado a los partidos comunistas de todo el mundo es que se han comportado como sectas, en el sentido de organizaciones muy cerradas en sí mismas, en tensión con el resto de la sociedad y poseedoras de una verdad revelada y sotética que solo los iniciados -la vanguardia- conoce. Es escritor Arthur Koestler, que fue un devoto comunista durante una parte de su vida, definía en estos términos su afiliación al Partido:

    Decir que uno había visto la luz es una pobre descripción del éxtasis mental que solo el converso conoce. La nueva luz parece brotar desde todas las direcciones del cráneo; todo el universo encaja en un patrón, como piezas aisladas de un rompecabezas, unidas de golpe por la magia. Ahora hay una respuesta para todas las preguntas, las dudas y los conflictos son cosa del pasado. A partir de este momento nada puede perturbar la paz interior y la serenidad del converso, excepto el temor ocasional de volver a perder la fe, perdiendo de este modo lo único por lo que vale la pena vivir, y cayendo de nuevo en la oscuridad exterior.

Si esto no es lo más parecido a una secta, que baje Dios y lo vea.

Los comunistas siempre han sido una minoría. El propio Lenin, fundador del primer partido-secta de la historia, el Bolchevique, tomó precisamente ese nombre para transformar la realidad mediante el uso de las palabras. 

Bolshevik en ruso significa <<mayoría>>, aunque el grupo de Lenin no era más que una minúscula escisión del Partido Socialdemócrata ruso. Esa minoría estaba formada por pocos militantes, pero, en palabras de Lenin, <<obedientes, mentalizados y disciplinados>>. Esta vanguardia se encargaría de guiar a las masas para que se materializasen las tesis marxistas. Para ello cualquier abuso estaba permitido. Así, mediante la conversión del partido en secta, una ideología que propugnaba la violencia terminó cristalizando en crímenes reales con muertos de verdad.

Partidos como el que fundó Lenin o el del citado Abimael Guzmán sí que eran sectas criminales a fuer de comunistas. Otros, que se autodenominaban comunistas, no son ni una cosa ni la otra. El comunismo pues, solo es secta y solo es criminal cuando sigue al pie de la letra los dictados de Marx y Lenin. Y no es una opinión, es un hecho.

Noelle Mering (El dogma Woke) Una respuesta cristiana ante la ideología de moda

 TOLERANCIA REPRESIVA

En su influyente ensayo La tolerancia represiva, Marcuse rechaza los ideales de la libertad de expresión y mutua tolerancia y, en contraposición diserta sobre el imperativo de discriminar a cualquiera que esté en la lado equivocado de la revolución. «La estructura jerárquica de la sociedad es inherentemente violenta contra el progreso de la sociedad. Por tanto, cualquier violencia que introduzcan los oprimidos en nombre del progreso no supone violencia, sino que es justa reacción a un sistema violento».
No solo está justificada la intolerancia contra los enemigos de la revolución; es necesaria, e incluso justa.

Como Marcuse agregaría, no se puede defender por igual la tolerancia, pues funciona en beneficio de los poderosos y exhorta a los oprimidos a sentirse en un falso nivel de igualdad. Aunque esto pueda parecer justo en la práctica. Marcuse les aseguraba a aquellos a quienes estaban radicalizando que era necesario en aras del progreso histórico. Prosigue: «¿Desde cuándo la historia se hace conforme a baremos éticos? Comenzar a aplicarlos en este momento en que los oprimidos se rebelan contra los opresores, los desposeídos contra los acaudalados, es ponerse al servicio de la causa de la verdadera violencia, puesto que socava la protesta contra esta misma violencia opresora».

La influencia de Marcuse y la Escuela de Fráncfort sigue viva y coleando dentro del movimiento woke contemporáneo. Al orientar en el modo en que se debe llevar a cabo la justicia social en las escuelas, las consejeras raciales Özlem Sensoy y DiAngelo ponen un ejemplo acerca de cómo emplear tácticas de tolerancia represiva mientras se imparten en el aula sesiones contra el acoso escolar relativo a las identidades sexuales. Al concluir una sesión, se plantea una situación hipotética a modo de ejemplo sobre cómo aplicar la discriminación en aras de la ideología. Ante ese caso hipotético, una estudiante levanta la mano y plantea que tiene un desacuerdo moral con una determinada opción de estilo de vida sexual y cree que no se le debe pedir que exprese su aceptación. El instructor le permite terminar y le agradece el haber compartido su punto de vista, y luego da paso al siguiente alumno que tenga algo que comentar. Según Özlem Sensoy y DiAngelo, esta es una manera incorrecta de manejar la situación, ya que permite que el aula esté sujeta a narrativas opresoras dominantes y microagresiones. Por el contrario, hay que silenciar la voz dominante que expresa normas sexuales tradicionales:

    Cuando , en nombre de la «equidad» o el «juego limpio» los instructores conceden el mismo tiempo a las narrativas dominantes, reforzamos los efectos discursivos problemáticos, al legitimar la idea de que la conversación se iguala solo cuando también se incluye a voces dominantes. Por eso hemos llegado a negar el mismo tiempo a todas las narrativas en nuestra aula. Nuestra intención, al proceder de esta manera, consiste en corregir los desequilibrios de poder existentes bajando el volumen de narrativas dominantes; permitir espacio a las narrativas dominantes, para ser «ecuánimes», es tanto como asumir que estos desequilibrios ya no existen o que la igualdad de tiempo en el turno de palabra es todo cuanto se necesita para corregirlos. Debido a esto, pensamos que restringir las narrativas dominantes es, en realidad, más igualitario. 

Un libre intercambio de ideas nunca ha sido una meta woke. Una aplicación de criterios de justicia nunca ha sido lo que han pretendido. Así es como los radicales, Marcuse incluido, dieron su visto bueno a las tácticas terroristas y atentados de la organización Weather Underground. Es fácil observar la mera como esta mecánica conecta con nuestra actual «cultura de la cancelación», al igual que el vandalismo y los disturbios, que se consideran incuestionables cuando los realizan miembros de un grupo oprimido. Como escribe Ibram X. Kendi: «El único remedio para la discriminación en el pasado es la discriminación en el presente».

Comprender la táctica de la tolerancia represiva ayuda a conocer el sentido de artículos como el de The Washington Post titulado «Por qué no podemos odiar a los hombres?» Su autora se dirige a los hombres y les dice que, debido a su biología, «no os postuléis para un cargo público, no ejerzáis cargo alguno, manteneos lejos del poder. Esto es lo que tenemos. Y tened muy presente que vuestras lágrimas de cocodrilo ya no os las vamos a seguir enjugando. Tenemos todo el derecho a odiaros. Nos habéis tratado mal. #PorculpadelPatriarcado. Ya es hora de jugar duro para el Equipo Femenino. Y ganar».

Este es también el motivo por el que la jefa de Black Lives Matter en Toronto se sintió perfectamente en sus cabales al escribir una diatriba racista, empleando un género alternativo de género neutro para «humano» («humanx», como otros recurren al «human@») en una anotación online que ahora está borrada. «La blancura no es humanx. En realidad, la piel blanca es sub-humanx. Todos los fenotipos existen dentro de la familia negra y [gente] blanca es un defecto genético de la negritud».  

El objetivo no es una igualdad humanizadora común y a los ojos de la ley, sino una subversión del poder. 


COMPORTAMIENTO SECTARIO

Si bien el gentío y la turba es el hábitat natural de los woke, el movimiento adopta las tácticas psicológicas de una secta. Es cierto que mucha gente de izquierdas sigue siendo razonable y capaz de ver las cosas desde otros puntos de vista, pero, cuanto más se adentra uno en la ideología, más antiliberal y cerrado de mente tiende a volverse. Hay comparaciones muy trilladas entre lo woke y las religiones fundamentalistas: rechazo del pensamiento crítico, exigencia de adhesión total de los dogmas, avergonzamiento ritualista y rechazo de los transgresores. Los seres humanos tenemos instinto de religiosidad, y en el vacío que deja nuestro alejamiento de Dios, tendemos a erigirnos falsos e inclementes dioses de nosotros mismo. 

Queremos ser parte de un gran drama o de una gran narrativa que dé sentido a nuestra vida, a nuestros sufrimientos, a nuestros esfuerzos diarios. La cultura woke posmoderna nos despoja de las grandes narrativas y despedaza cada relato en una preferencia personal sin conexión con un significado último. Tenemos narrativas, pero son narrativas fútiles. Quien observa esto con honestidad suele caer en la cuenta de que el nihilismo es demasiado difícil de soportar. Otros se distraen con el pan y circo, y no se percatan de la falta de sentido. Otros labran una especie de religión a partir de sus ideas políticas, pero no es una religión cohesionada en torno a un gran narrativa sino a un enemigo común. Es la búsqueda y denuncia cíclica de un chivo expiatorio sin llegar jamás a la Víctima Inocente. 

Los woke no se tomarán a la ligera que se los defina como una religión y, mucho menos, como una secta. Pero el adoctrinamiento en su ideología a menudo adopta tácticas propias de una secta en su proselitismo. Ahora vamos a tomar consideración algunas características de las sectas y hasta qué punto están incorporadas en los woke.

Dogmas incuestionables

Se desaconseja el pensamiento crítico. La sustitución del pensamiento crítico por la teoría crítica deja de asumir como algo positivo cualquier cuestionamiento de sus postulados y expresa hostilidad hacia la razón, el debate y el pensamiento libre. Impera un dogma imposible de desmentir e indiscutible.

Los adeptos nunca pueden ser lo suficientemente buenos

Debes confesar tu privilegio, formarte en las doctrinas woke a través de la reeducación y comprometerte de por vida en esforzarte para resististe a tu pecado original de blancura (una tarea imposible, a fin de cuentas). El ensayista James Lindsay afirma: «Debes ser un aliado, pero acepta que tu alianza siempre será precaria».

Aislamiento de la gente ajena al grupo, incluyendo familiares y amigos

No hay rasgo más clásicamente liberal que la libertad de pensamiento y de debate. El seguidor de una secta rechaza tal modo de debatir y, si se siente amenazado por ideas adversas, substituye el debate por denuncias y «llamamientos». La oposición a los dogmas woke se consideran hirientes y dañina, y una señal de maldad por parte del otro. Las fisuras en las familias y viejas amistades surgen y se calcifican. Es algo que se ha ido corroborando en un abundante número de artículos que relatan cómo se han roto las amistades e incluso matrimonios porque la parte woke ya no podía aceptar seguir manteniendo relación con un partidario de Trump. 

El mal comportamiento moral está justificado para algunos, pero resulta intolerable en otros

Esta quizá sea una de las características más notables durante la transición hacia un comportamiento similar al de una casta. No se trata, simplemente, de que haya corrupción moral entre los adeptos, lo que puede ocurrir y ocurre en cualquier grupo; se trata, más bien, de que la creencia en la ideología es el principio que justifica y exonera conductas que, de otro modo, se considerarían repugnantes. El saque, el vandalismo y la violencia contra los transgresores de la secta se excusan o justifican si se llevan a cabo por el bien de la ideología. 

Ataca, rehúye y deslegitima a quienes se apartan del dogma

Es algo evidente en la <<cultura de cancelación>>. Despertar -ser woke- consiste en ver cómo el mal está omnipresente en cada una de las facetas del mundo. Todo cuanto se desvíe de la doctrina woke -despertada- es algo problemático. La evangelización woke requiere avergonzar al nuevo adepto.

Manía persecutoria y pensamientos catastrofistas

La base de esta ideología consiste en que la persecución y la opresión se hallan por todas partes, incluso en pequeños detalles y aspectos inopinados, como las microagresiones, y tales microagresiones constituyen un tipo de violencia. Esto fomenta  la paranoia y la hiperreactividad. 

Consignas para evitar la reflexión rigurosa o el cuestionamiento

El pensamiento crítico, según la tradición clásica, es la actividad del hombre auténticamente libre. La teoría crítica, según la tradición neomarxista, es la actividad del hombre controlado y controlador. Las creencias a las que llegamos por medio de un análisis libre y ponderado las poseemos en profundidad. Si el pensamiento no se deriva de procesos internos de este tipo, entonces debe imponerse desde fuera. Despojada de un concepto significativo y consistente de la naturaleza, la razón y la persona humana, la ideología woke es un castillo de naipes que demanda lealtad por medio de la intimidación y el poder. Como descubrió Hannah Arendt durante el juicio de Eichmann, el ideólogo se caracteriza por la curiosa incapacidad de pensar. Una vez adoctrinado, el pensamiento es reemplazado por clichés sectarios, propaganda y consignas.

La ideología woke es como un filtro cosido al ojo de la mente por medio del cual se tamiza todo el conocimiento y cada dinámica humana. No deja de ser una perversión de aquello que decía C.S. Lewis: <<Creo en el cristianismo igual que creo que el sol acaba de salir: no solo porque lo veo, sino porque, gracias a él, veo todo lo demás>>. Gracias a Cristo, comenzamos a ver todo en este mundo como signos y sombras de su perfecta bondad. Por medio de la ideología woke, comenzamos a ver todo como signos y sombras de opresión.

Manuel Santirso (La revolución francesa y Napoleón) El fin del Antiguo Régimen y el inicio de la Edad Contemporánea

 La fase napoleónica 1799-1815

Desde el golpe del 18 de Brumario hasta la derrota de Waterloo, , transcurrió un largo periodo que se suele separar con la cesura de la coronación imperial de Napoleón en 1804. Sin embargo, la división entre Consulado e Imperio separa de modo institucional y formalista un periodo con un carácter conjunto muy claro, que combinó algunos elementos heredados del Directorio y otros nuevos. La mezcla evolucionó durante esos quince años siguiendo su propia lógica y la de un contexto cambiante, pero siempre mantuvo algunos rasgos básicos. 

En síntesis, la época napoleónica puede describirse como la confluencia de tres líneas de fuerza, más complementarias que contrapuestas. En primer lugar, se trató de un régimen autocrático y autoritario. Como tal, desplegó una represión sobre la disidencia política o la simple asociación paras la que también aprovechó el legado de fases anteriores. Como en ellas, golpeó indistintamente a derecha e izquierda, contra la oposición monárquica —realista o constitucional— y la república, que aspiraban a la conquista de un poder que se presentaba como apartidista. Las cárceles siguieron pobladas y la guillotina continuó funcionando: el atentado contra Napoleón de 1800 organizado por el vendeano Georges Cadoudal y la gran conspiración monárquica de 1804 también urdida por él, el duque de Enghien y el general Pichegru dieron argumentos para mantener el artefacto engrasado. 

Las captura de esos enemigos políticos no se confió a un organismo separado, como el Comité de Salvación Pública, ni se hizo participar en ella a ciudadanos fervientes, como los que habían nutrido los comités de vigilancia: najo Napoleón, el Estado tuvo siempre el control de la represión, que ejerció de forma selectiva y con ayuda de instrumentos propios. El principal de ellos fue una policía que, como muchos otros aspectos del periodo napoleónico, había surgido bajo el Directorio. ¿Y quién podía haber mejor para dirigirla que el antiguo «terrorista» Fouché. Fue él quien se encargaría de la policía hasta 1811, con un breve paréntesis entre 1802 y 1804, dedicado a demostrar la filiación realista del atentado de 1800. 

No obstante, y al igual que otros regímenes autoritarios que le seguirían y la copiarían, la autocracia napoleónica no se sostuvo tan solo sobre la represión. Se basó asimismo en un consentimiento social muy amplio, que casi hasta el fin del régimen valoró el orden, la estabilidad económica y la claridad legal que había propiciado, sin que importase demasiado un carácter violento y expansivo que, al fin y al cabo, abría mercados cada vez mayores. El Consulado y el Imperio contaron siempre con el beneplácito de los propietarios, urbanos y esta vez también rurales, que formarían la columna vertebral de la Francia burguesa durante un siglo y medio. 


Los ficheros de Fouché

Cuando se dice de alguien que le han fichado, se está rindiendo un homenaje inadvertido a Joseph Fouché (1759-1820), uno de los personajes más interesantes que produjo la Revolución francesa. Convencional regicida, fue enviado por el Comité de Salvación Pública como representante en misión a diversos destinos, donde hizo gala de codicia y crueldad. Cayó en desgracia ante Robespierre, de quien se vengó conspirando para el golpe de Temidor. Después se asoció a Baboeuf y hubo de esconderse durante un tiempo, hasta que se benefició de la amnistía de 1796. El Directorio lo empleó en la recién creada policía, que pasó a dirigir gracias a Barras en julio de 1799.

Por policía se entendía el espionaje interior, para el que la información resultaba esencial. Fouché había estudiado en el seminario de los oratorianos donde, a pesar de su incapacidad para hablar en público, dio clases de matemáticas y física durante diez años. Aplicó el espíritu científico a su nueva tarea, que continuaría bajo Napoleón: organizar la información que le traían sus espías mediante fichas personales, una versión rudimentaria de lo que hoy llamamos una base de datos que fue creciendo entre 1804 y 1810. Sus principales fuentes de información estaban en las timbas y prostíbulos; él y sus agentes las extorsionaban para sus fondos reservados y para beneficio propio.

Fouché ordenó la destrucción de las fichas como venganza cuando Napoleón lo destituyó y lo mando de embajador a Roma. Sin embargo, se decía que había confeccionado dos ficheros, el conocido por sus agentes y ahora utilizados, y otro secreto, al que solo él tenía acceso.

Su vital información le fue de gran utilidad para sobrevivir a la primera caída del emperador, reconciliarse con él en los Cien Días, presidir su gabinete y después pasarse con armas y bagajes a la Restauración de Luis XVIII. Ninguno de los gobernantes de esta época conocía a ciencia cierta qué sabía de él Fouché.

Jacques Maritain (El hombre y el Estado)

Comunidad y sociedad

Se hace necesaria una distinción preliminar: la distinción entre comunidad y sociedad. Es lícito, sin duda, emplear estos dos términos cono sinónimos y yo mismo lo he hecho muchas veces. Pero es lícito tambien —y fundado en la razón—aplicarlos a dos clases de agrupaciones sociales de índole profundamente distinta. Esta distinción (por gravemente que haya podido abusar de ella los teóricos de la superioridad de la «vida» sobre la razón) es en sí misma un hecho sociológico reconocido. La comunidad y la sociedad son, una y otra, realidades ético-sociales verdaderamente humanas y no solo biológicas. Pero una comunidad es ante todo obra de la naturaleza y se encuentra más estrechamente ligada al orden biológico; en cambio, una sociedad es sobre todo obra de la razón y se encuentra más estrechamente vinculada a las aptitudes intelectuales y espirituales del hombre. Su naturaleza social y sus caracteres intrínsecos no coinciden, como tampoco sus esferas de realización. 

El Estado

[...] El Estado no es la suprema encarnación de la Idea, como decía Hegel. No es una especie de superhombre colectivo. El Estado no es más que un órgano habilitado para hacer uso del poder y la coerción y compuesto de expertos o especialistas en el orden y el bienestar públicos; es un instrumento al servicio del hombre. Poner al hombre al servicio de este instrumento es una perversión política. La persona humana en cuanto a individuo es para el cuerpo político, y el cuerpo político es para la persona humana en cuanto persona. Pero el hombre no es en modo alguno para el Estado. El Estado es para el hombre.

[...] El Estado transformado en un absoluto ha revelado su verdadera faz. Nuestra época ha tenido el privilegio de contemplar el totalitarismo estatal de la Raza con el Nazismo germánico, de la Nación con el Fascismo italiano y de la Comunidad económica con el Comunismo ruso.

El punto en el que conviene insistir es el siguiente: para las democracias de hoy el esfuerzo más urgente es el de desarrollar la justicia social y mejorar la organización económica mundial y el defenderse ellas mismas contra las amenazas totalitarias del exterior y contra la expansión totalitaria del mundo. Mas la prosecución de esos objetivos entraña inevitablemente el riesgo de ver demasiadas funciones de la vida social controladas desde arriba por el Estado y nos veremos inevitablemente obligados a aceptar ese riesgo mientras nuestra noción del Estado no haya sido restaurada sobre verdaderos y auténticos fundamentos democráticos y mientras el cuerpo político no haya renovado sus propias estructuras y su conciencia de sí, de tal manera que el pueblo se encuentre preparado de modo más eficaz para la práctica de la libertad y el Estado llegue a ser verdaderamente un instrumento al servicio del bien común de todos.

El pueblo

[...] Acabo de indicar que el pueblo no es soberano en el verdadero sentido de la palabra. Pues, en su sentido auténtico, la noción de soberanía se refiere a un poder y a una independencia que son supremos separadamente y por encima del todo que gobierna el soberano. Y con toda evidencia, el poder y la independencia del pueblo no son supremos separadamente y por encima del pueblo mismo. Del pueblo, como cuerpo político, debemos decir, no en modo alguno que es soberano, sino que tiene un derecho natural a la plena autonomía o a gobernarse a sí mismo. 

El pueblo ejerce ese derecho cuando establece la Constitución, escrita o no escrita, del cuerpo político; o cuando, en un grupo político de dimensiones lo bastante reducidas, se reúne para hacer una ley o tomar una decisión; o cuando elige a sus representantes. Y este derecho permanece siempre en él. Es en virtud de ese derecho como controla al Estado y a sus propios funcionarios administrativos. Es en virtud de ese derecho como trasmite a quienes son designados para cuidar del bien común el derecho de legislar y gobernar, de tal manera que, revistiendo de autoridad a esos hombres particulares, dentro de ciertos límites de duración y poder, el ejercicio mismo del derecho del pueblo al self-government restringe en la misma medida su ejercicio ulterior, mas ni suprime ni disminuye en ningún caso la posesión de este mismo derecho. 

[...] Es la expresión de Lincoln: «El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Lo cual quiere decir que el pueblo está gobernado por hombres que él mismo ha escogido y a los que ha confiado el derecho de mandar, para funciones de índole y duración determinadas y de cuya gestión mantiene un control regular, en primerísimo lugar por medio de sus representantes y de las asambleas así constituidas.

La racionalización técnica de la vida política

En el albor de la historia y de la ciencia moderna, Maquiavelo, en su Príncipe, nos propuso una filosofía de la racionalización puramente técnica de la política; en otras palabras, convirtió en sistema racional la manera en que los hombres se comportan de hecho más a menudo y se dedicó a someter ese comportamiento a una forma y a reglas puramente artísticas. Así, la buena política se convertía por definición en una política amoral que tiene éxito: el arte de conquistar y conservar el poder por cualquier medio (incluso bueno, si se presenta la ocasión, rara ocasión), con la única condición de que sea adecuado para conseguir el éxito.

[...] La ilusión propia del maquiavelismo es la ilusión del éxito inmediato. La duración de la vida de un hombre o, mejor, la duración de la actividad del príncipe, del hombre político, delimita el espacio del tiempo máximo requerido por lo que llamo el éxito inmediato. El éxito inmediato es éxito para un hombre, no para un Estado o una nación, de acuerdo con la duración propia de las vicisitudes de los Estados o de las naciones. Cuanto más terrible en intensidad se afirma el poder del mal, menores en duración histórica son los progresos internos y el vigor vital adquirido por el Estado que hace uso de tal poder. 

La racionalización moral de la vida política

Hay otra clase de racionalización de la vida política: racionalización, no artística o técnica, sino moral. Esta se funda en el reconocimiento de los fines esencialmente humanos de la vida política y de sus resortes más profundos: la justicia, la ley y la amistad recíproca. Y significa también un esfuerzo incesante para aplicar las vivas y móviles estructuras del cuerpo político al servicio del bien común, de la dignidad de la persona humana y del sentido del amor fraterno; para someter a la forma y determinaciones de la razón que estimula la libertad humana y el enorme condicionamiento material, a la vez natural y técnico, y el pesado aparato de intereses en conflicto, de poder y coerción inherente a la vida social; y para fundamentar la actividad política, no en lo que en realidad implica una mentalidad infantil —la ambición, los celos, el egoísmo, el orgullo y el engaño, las reivindicaciones de prestigio y de dominación transformadas en reglas sagradas de un juego trágicamente serio—, sino en un conocimiento adulto de las más íntimas necesidades de la vida de la humanidad, de las exigencias reales de la paz y el amor y de las energías morales y espirituales del hombre. 

Los medios de control a disposición del pueblo y el Estado democrático

[...] Consideremos el caso de un Estado democrático. El control del pueblo sobre el Estado, incluso si el Estado, de hecho, intenta escapar de él, se halla inscrito en los principios y en la estructura constitucional del cuerpo político. El pueblo tiene medios regulares y estatutarios de ejercer su control. Escoge periódicamente a sus representantes y, directa o indirectamente, a su personal de gobierno. Si lo desaprueba, no solo desplazará a este último en las siguientes elecciones, sino que, con las asambleas de sus representantes, controla y vigila su gobierno y hace presión sobre él durante el tiempo en que ejerce el poder. 

No pretendo decir que las asambleas tendrían que gobernar en lugar del poder ejecutivo. Más, para vigilar, frenar o modificar la manera en que gobierna éste, emplean los diversos recursos puestos a su disposición por la Constitución, el más apropiado de los cuales, en las democracias europeas, es el de remover al gobierno cuando están descontentas de su política.

[...] Existen asimismo los medios de agitación política —de propaganda, presión o coacción obrada por la población misma—, que, en ciertos momentos críticos, puede poner en práctica un grupo de ciudadanos, considerándose como abanderados del pueblo, y que voy a llamar «medios carnales de combate político. 

[...] Existe, finalmente, una categoría de medios completamente diferentes, a los cuales, a decir verdad, apenas ha atendido nuestra civilización occidental y que ofrece al espíritu humano un campo de hallazgos sin límites: son los medios espirituales sistemáticamente aplicados al dominio temporal, un contundente ejemplo de los cuales ha sido el Satyagraha de Gandhi.  Desearía llamarlos «medios de guerra espiritual».

Es sabido que Satyagraha quiere decir «la fuerza de la verdad». Gandhi ha afirmado constantemente el valor de la «Fuerza del Amor», de la «Fuerza del alma» o de la «Fuerza de la Verdad» como instrumentos o medios de acción política y social. Porque —decía— «la paciencia y el sufrimiento voluntario, la defensa de la verdad que inflige sufrimiento, no al adversario, sino a nosotros mismos» son «las armas de los fuertes entre los fuertes»

El segundo elemento (gnoseológico) de la ley natural

Llegamos así al segundo elemento fundamental que tomar en consideración en la ley natural, quiero decir, a la ley natural en cuanto conocida y como midiendo así efectivamente a la razón práctica humana, que es, a su vez, la medida de los actos humanos.

La ley natural no es una ley escrita. Los hombres la conocen con mayor o menor dificultad, en grados diversos y exponiéndose aquí a error como otras cosas. El único conocimiento práctico que todos los hombres tienen natural y infaliblemente en común, como un principio evidente de por sí e intelectualmente percibido en virtud de los conceptos implicados en él, es que hay que hacer el bien y evitar el mal. Este es el preámbulo y el principio de la ley natural; pero no es la ley natural misma. La ley natural es el conjunto de las cosas que hacer y que no hacer que se siguen de aquí de manera necesaria

[...] Conviene a este respecto insistir en el hecho de que la razón humana no descubre las regulaciones de la ley natural de una manera abstracta y teórica, como una serie de teoremas de geometría. Más aún, no las descubre por el ejercicio conceptual de la inteligencia o por vía de conocimiento racional. Yo creo que hemos de comprender la enseñanza de Tomás de Aquino sobre este punto de una manera más profunda y más precisa de la que se tiene ordinario. Cuando él dice que la razón humana descubre las regulaciones de la ley natural bajo la guía de las inclinaciones de la naturaleza humana, quiere decir que el modo mismo en que la razón humana conoce la ley natural no es el conocimiento racional, sino el del conocimiento por inclinación. Esta clase de conocimiento no es un conocimiento claro por conceptos y juicios conceptuales; es un conocimiento oscuro, no sistemático, vital, que procede por experiencia tendencial o «connaturalidad», y en el que el intelecto, para formar un juicio, escucha y consulta la especie de canto producido en el sujeto por la vibración de sus tendencias interiores.

Los herejes políticos

Hay que reconocer que el cuerpo político tiene herejes como tiene la Iglesia los suyos. Es más: san Pablo nos dice que es preciso que haya herejes, y probablemente son aún más inevitables en el Estado que en la Iglesia. ¿No hemos insistido, acaso, en el hecho de que existe una carta democrática o, más aún, un credo democrático y que hay una «fe» secular democrática? Ahora bien, ahí donde hay una fe, divina o humana, religiosa o secular, hay también herejes que amenazan la unidad de la comunidad, sea religiosa o civil. En la sociedad sacral de la Edad Media el hereje era el que rompía la unidad religiosa. En una sociedad laica de hombres libres el hereje es el que rompe «las creencias y las prácticas democráticas comunes», el que toma postura contra la libertad, contra la igualdad fundamental de los hombres, contra la dignidad y los derechos de la persona humana o contra el poder moral de la ley.

[...] La cuestión de la libertad de expresión, no es una cuestión sencilla. Es hoy tan grande la confusión sobre ella, que vemos ciertos principios de sentido común ignorados en el pasado por los adoradores de una libertad falsa y engañosa utilizados hoy de una manera engañosa y falsa para destruir la verdadera libertad. 

[...] En la discusión de cuanto se refiere a la libertad de expresión hemos de tener en cuenta una diversidad de aspectos. Por una parte, no es verdad que todo pensamiento, por el mero hecho de que haya germinado en un intelecto humano, tenga derecho a difundir en el cuerpo político.

Por otra parte, no solo la censura y los métodos policiales, sino toda restricción directa de la libertad de expresión, son el peor medio de garantizar que los derechos del cuerpo político defiendan la libertad, la carta común y la moralidad común. Porque toda restricción de esta índole viene a oponerse al espíritu mismo de una sociedad democrática: Una sociedad democrática sabe que las energías internas de la subjetividad humana, la razón y la conciencia son los más preciosos resortes de la vida política. Sabe que de nada sirve el combatir a las ideas con cordones de policías y medidas represivas (incluso lo saben los Estados totalitarios; por eso matan simplemente a sus herejes, si bien empleando poderosos medios psicotécnicos para domesticar o corromper a las mismas ideas).

Por lo demás, hemos visto que el consentimiento común que se expresa en la «fe» democrática es de naturaleza, no doctrinal, sino puramente práctica. Por consiguiente, el criterio de toda intervención del Estado en el campo de la expresión del pensamiento debe ser, él también, práctico, no ideológico: cuanto más exterior sea este criterio al contenido mismo del pensamiento, mejor será. Es demasiado para el Estado juzgar, por ejemplo, si una obra de arte presenta una cualidad intrínseca de inmoralidad (entonces condenaría a Baudelaire o a Joyce); es suficiente para él juzgar si un autor o un editor se dedica a ganar dinero vendiendo obscenidades. Es demasiado para el Estado juzgar si una teoría política es herética en relación con los principios democráticos, es suficiente para él juzgar —siempre con las garantías institucionales de la justicia y de la ley—si un hereje político amenaza a la carta democrática con actos tangibles o recibiendo dinero de un Estado extranjero para alimentar una propaganda antidemocrática. 

Antonio-Carlos Pereira Menaut (La sociedad del delirio) Un análisis sobre el Gran Reset Mundial.

¿QUÉ HA CAMBIADO?

SI FUERA POSIBLE RESUMIR estos grandes cambios en un mínimo de palabras diríamos que lo que ha habido es un impresionante desarrollo tecnológico que no ha sido acompañado por un paralelo florecimiento humano; lo cual es nuevo. Podemos añadir el alejamiento de Dios y el alejamiento de la realidad. Intentemos un desglose más detallado.

EL CAMBIO ANTROPOLÓGICO 

De los principales cambios que han tenido lugar, el antropológico es, posiblemente el que debe mencionarse en primer lugar.  El hombre moderno ha dejado de saber quién es; cada vez se conoce y se entiende menos (una iluminadora idea que el papa Wojtyla expresó muchas veces). El hombre pagano grecorromano sabía quién era; el cristiano, también; el musulmán, también; el africano de nuestros días, también; los amish y los mormones, también.

Hablando en general, el cambio antropológico tiene que ver con la percepción que el hombre tiene de sí mismo y de su lugar en el cosmos, problema ya detectado por Max Scheler en una conferencia de 1927 con ese título. En principio, ese lugar no puede cambiar por iniciativa del resto de la creación; solo el hombre puede destruirse a sí mismo. Resultado de esa auto-destitución: cuándo oyó usted por última vez hablar del hombre como medida de todas las cosas, como decía el sofista Protágoras? De esa posición rebajada en el cosmos, que Scheler detecta, al poshuamanismo, a la "inutilidad de la dignidad humana" (Macklin, Pinker u otros) o a la equiparación con every sentient being, hay alguna distancia, pero la dirección es la misma. El antropocentrismo ya es pasado pues, aunque los animales y las plantas no puedan ver al hombre sino como lo han visto desde el origen de los tiempos, es este quien está viéndose a sí mismo con otros ojos. Unos hombres que parecen haber olvidado el orden del universo y que no parecen verse a sí mismos como reyes de lo creado atribuyen a los animales sentimientos y lenguaje; imaginando los que la especie animal usaría, si pudiera expresarse, para referirse a su opresora, la especie humana. Entre ambas ven una diferencia más de grado que de naturaleza. Como siempre, esto también tiene una cara económica: hay productos para limpiar bien todos los dientes de los perros, cojines para aliviar su ansiedad, profesionales que se ocupan de las crisis de identidad de los simios y tanatorios para mascotas. Todo ello es particularmente ajeno a la tradición española: el tipo humano español está más seriamente alterado que otros; algunos se preguntan si se le debería seguir considerando propiamente español. Me atrevo a pensar que el estudiante medio español de Derecho no discute hoy el aborto, acepta la eutanasia y considera que todos los seres sintientes tienen derechos. Su contexto social es otro y -una cuestión de mayor importancia- su conjunto de trained emotions ha sido cambiado. Recientemente, una persona lamentaba en internet que alguien había matado brutalmente a su perro. El can tenía nombre humano y la persona recogía firmas en su apoyo lamentando la desaparición de su "compañero de vida", calificación que a las personas desavisadas hasta ahora nos sonaba a condolencia hacia quien acaba de quedarse viuda.

La legislación protectora de los animales, en España, pasa la frontera de lo ridículo; producto de unos legisladores obligados a aparentar que siguen siendo de izquierdas. Por otro lado, la eutanasia infantil va penetrando en varios países. Y va haciendo también algunos progresos, sin faltarles los auspicios de alguna comisión de la ONU, la posibilidad legal de relaciones sexuales con menores. No queremos decir que las personas animalistas sean partidarias de la eutanasia infantil o las relaciones con menores; solo se trata de señalar que un sistema legal en el que todo eso coexiste es causa, o efecto, o ambas cosas, de algún gran cambio antropológico conducente a la general pérdida de sentido. 

Tal mudanza antropológica, inimaginable hace bien poco, no da indicios de detenerse por el momento. Andando el tiempo, podría culminar en un mundo poshumano, transhumano (radicando a las personas sobre una base de silicio) y tal vez incluso, a falta de otro calificativo, <<posmundo>>. Por todas partes vemos deshumanización, desencarnación, <<descosificación>>. Ya no es que el mundo esté desencantado, sin nada de mágico (visión pagana), ni que ya no sea <<sacramental>> (visión cristiana); es que se desmaterializa, tanto porque se vuelve más y más virtual como porque tendemos a no tener nada material como propio. <<No tendrás nada y serás feliz>>. Esta descosificación es compatible con la cosificación del cuerpo humano, que entra a gran velocidad en las res intra commercium, por ejemplo, en el caso de la maternidad encargada o vientres de alquiler. 

El nuevo tipo antropológico es más justiciero, menos perdonador y también más serio y triste; la gente en España ahora no canta por la calle. La acedia es lo normal; poca alegría de vivir se ve. Hay <<una extraña desgana de futuro de Europa>>. Hace decenios que ha dejado de formar parte del paisaje lo que era normal desde el neolítico, los niños correteando en las calles y plazas -ya Jesús los mencionaba (Mateo, 1116)- y jugando a juegos espontáneos no diseñados para ellos por los expertos. La infertilidad y la esterilidad, que prima facie no suenan naturales ni buenas, están ahora bien consideradas; reproducirse es una irresponsabilidad. ¿Hacia qué lado nos estamos inclinando: hacia la vida o hacia la muerte?


EL MUNDO ACTUAL: ¿UN CAOS DE VIRTUDES?

[...] Es excelente solidarizarnos con los damnificados por un terremoto en las antípodas, pero nosotros tenemos que luchar más contra, por ejemplo, la mentalidad de suicidio y la plaga de soledad aquí. La solidaridad con los problemas lejanos, la preocupación abstracta por el planeta y tantas otras cosas en principio buenas podrían seguir creciendo sin que por ello dejasen de crecer la sumisión, las enfermedades mentales, la depravación personal o la alienación virtual. Estamos en 2023. Hay que contrarrestar un amplio y heterogéneo abanico de problemas con muy diferentes raíces, desde la debilidad de las relaciones interpersonales a la desestructuración social, pasando por la carencia de hábitos de leer, conservar y pensar; la falta de infancia en los niños y la madurez en los mayores, el poco aprecio por la libertad, el ir al psicólogo para todo desde niños, la sumisión de las universidades a la tecnología y la economía. Mucha gente buena no combate esto porque sus causas a priori no se presentan como algo directamente inmoral sino como avances técnicos y económicos los cuales, en principio, ellos aprueban. 

En el mundo jurídico y político, siempre hay que razonar partiendo de la realidad, no de las teorías ni del wishful thinking. Y siendo la nuestra como es —no hay otra—, los factores específicos que necesitamos fomentar hoy deberían tender a generar fuertes sentimientos y compromisos en el terreno personal y mucha independencia y espíritu crítico en el político, sin excluir —llegado el caso— la desobediencia a leyes, gobiernos y policías mientras no sean justos. Esto cada día se puede dar menos por supuesto, ni siquiera como genérica presunción iuris tantum, mientras no se demuestre lo contrario. Deberíamos así mismo fomentar que los niños jugaran a juegos infantiles espontáneos, que supiéramos predecir el tiempo mirando al cielo, que las personas entonaran juntas canciones con raíces. Deberíamos quejarnos de los impuestos aunque fueran pocos y justos (cosa aún más improbable); preguntarle las cosas a nuestra madre o abuela antes que a Google; desconfiar de los expertos, hacerse uno todo lo que pueda por sí mismo con sus manos, desmarcarse de los protocolos y falsillas que cuadriculan nuestras vidas desde que nacemos aunque no nos obliguen directamente a nada malo... Necesitamos universitarios independientes y rebeldes, como lo fueron siempre —era parte de la imagen del universitario—; padres y madres que eduquen como honradamente les parezca lo mejor para sus hijos, gente que no se fíe a ciegas de los políticos, de los medios, de la ONU, la OMS ni, últimamente —lamento tener que decirlo—, de la Unión Europea; gente que luche por lo real contra lo virtual; que defienda los cinco democráticos sentidos de todo ser humano, incluso de un analfabeto; gente que analice críticamente los pros y contras del Metaverso y ChatGPT antes de adelantar un juicio entusiasmado sobre ellos; gente que se oponga a la bancocracia y a toda imposición global autoritaria, incluso de medidas sanitarias o dietas bienintencionadas. Este mundo que amamos necesita urgentemente personas que no sean felices obedeciendo, pagando impuestos y hablando el lenguaje que le dicten, especialmente, si se lo dictan lejos. Y todo esto no es una cuestión solo de virtudes morales o de lucha contra el mal moral más obvio (aunque también, e incluso en primer lugar).

Esta es la razón de que —repitamos— los muchos avances y aspectos positivos existentes en nuestros días no tiendan a solucionar nuestros problemas. Tendieron a solucionar otros, como hemos dicho, pero no —o no mucho— los nuestros; incluso podrían haberlos empeorado. No contrarrestan, o insuficientemente, la estructura de deshumanización; no corrigen los problemas señalados por Lewis, Anders, B.C. Han y otros. China redujo mucho la pobreza material (que no es la única) mientras avanzaba en la punta de lanza de la deshumanización. 

César Antonio Molina Sánchez (¿Qué hacemos con los humanos?) Por qué los robots, la inteligencia artificial y los algoritmos representan una amenaza para la supervivencia del ser humano.

[...] ¿Estamos ante un apocalipsis digital? ¿Estamos en los prolegómenos de nuestra aniquilación y la de nuestro mundo? En este desenfrenado desarrollo científico y tecnológico, ¿perderá su sentido nuestra herencia espiritual, tanto como si no hubiera existido? ¿O estamos frente aquello que Kant denominó «eutanasia de la razón». ¿Estamos en una aceleración de la historia que nos llevará por delante? A pesar de que hoy en día, con el resurgimiento de las guerras, seguimos amenazados por el apocalipsis atómico, también se han ido añadiendo otras formas de catástrofes. ¿Esta Singularidad poshumana podría ser una de ellas? Lo que somos, según sus reglas, dejaríamos de serlo. A pesar de que Kurzweil afirma que seguiremos actuando como individuos responsables y libres, eso no está ni mucho menos garantizado.

Heidegger, contrario a la tecnología, escribió que el peligro nuclear no era lo peor, sino la explotación tecnológica de la realidad. La Singularidad nos lleva a una especie de Estado totalitario donde todos los seres humanos estarían sumergidos en una gran mente, sin individualidad, todo compartido y transparente. Žižek, en un alarde de ironía cínica, se pregunta por la posibilidad de quedarnos fuera de la Singularidad. ¿Sería posible? ¿Sería posible el mantenimiento de la individualidad y el espíritu crítico? En el libro de Kurzweil se nos da la solución. Aquellos que no se adapten a las nuevas normas serán declarados como ilegales. La Singularidad, que tiene una gran apariencia pacífica, no excluye la violencia. Una violencia que hoy en día se puede ejercer de múltiples y variadas maneras.

¿Quién pagará las pensiones del futuro? De esto siempre se habla, pero de lo que no se habla es de otra cuestión cuya gravedad es incluso mayor. ¿Qué pasará cuando la inteligencia artificial esté a pleno rendimiento? ¿Qué pasará cuando los robots nos reemplacen en un gran número de trabajos? ¿Qué pasará, como ya está pasando a suceder, cuando los algoritmos nos contraten y nos cesen de los trabajos? Ya lo decía Adorno en su Dialéctica de la Ilustración: «La idea de progreso no puede existir sin la de humanidad».

El progreso tecnológico no destruye puestos de trabajo. El aprendizaje automático, la robótica y la automatización sí. La inteligencia artificial podría acabar haciéndolo mejor. Una élite económica ganará más y tendrá más privilegios, mientras la gran mayoría de los ciudadanos, o excluidos, perderán sus empleos, sus ingresos y su dignidad. La distancia que había entre la inteligencia humana y la artificial se ha ido reduciendo muchísimo en estos últimos tiempos. Y, en cualquier momento, esta última puede sobrepasar a la primera. Ya se hacen casas prefabricadas con la inteligencia artificial e impresoras 3D. El personal que se necesita para montarlas es mínimo. ¿Vamos camino de una unión de humanos superinteligentes con los ordenadores que superen la inteligencia humana, y con robots que tienen habilidades mecánicas sobrehumanas? ¿Cómo será ese mundo? ¿Habrá una nueva especie humana híbrida que desplace al Homo sapiens? ¿Cómo se regulará la economía con muchos menos puestos de trabajo humanos, menos recursos individuales y menos consumo?

Martin Ford, en El ascenso de los robots, afirma que «a medida que los puestos de trabajo y los ingresos se van automatizando implacablemente, el grueso de los consumidores puede llegar a carecer de los ingresos y el poder adquisitivo necesarios para impulsar la demanda, fundamental para el crecimiento económico sostenido». Investigadores estadounidenses calculan que en los próximos años, quizá dentro de esta misma década o la siguiente, casi mil profesiones serán afectadas radicalmente por la inteligencia artificial. Y en el propio Estados Unidos se calcula que más de un cincuenta por ciento de los empleos desaparecerán, creando personas sobrantes. ¿Y qué haremos con ellos? ¿Pondremos en práctica aquello que se contaba en el filme de Richard Fleischer Cuando el destino nos alcance?

La inteligencia artificial tardará más o menos en imponerse, pero se impondrá en todas partes, es la conclusión generalizada de los grandes expertos a los que acude Nouriel Roubini en su libro Megamenazas, sobre las diez tendencias globales que ponen en peligro nuestro futuro. Nada quedará al margen, tampoco las actividades creadoras de cultura. No hace mucho escuché la décima sinfonía de Mahler completada por un ordenador y era un horros. Pero los gustos cambian y quién sabe si dentro de no mucho tiempo los espectadores prefieran este atrevimiento al resto de la sinfonía inacabada del maestro vienés. La Orquesta Sinfónica de Londres (y a estas alturas no creo que sea la única) ha interpretado varias piezas creadas por la inteligencia artificial. Dentro de no demasiado tiempo esta música estará en lo alto de las listas de discos más vendidos o escuchados; así como las novelas escritas de la misma manera llegarán a la lista de los bestsellers, que, dado los títulos que hay ahora, tampoco requerirán para superarlos un gran esfuerzo. A estas alturas hay que estar preparados para todo. Roubini cita a Calum Chace, crítico de libros de la revista Forbes, quien observó la empatía robótica en A World without Work, de Daniel Susskind: «No podemos confiar en que los trabajos que requieren capacidades afectivas estén siempre reservados a los humanos; las máquinas ya pueden saber si estás contento, sorprendido, triste o alegre». Y lo pueden saber por las expresiones faciales, por la manera de caminar o de escribir. La inteligencia artificial avanza a marchas forzadas e irá transformando a la sociedad aún más de lo que lo está haciendo ahora.

En La genealogía de la moral, Nietzsche escribió: «Cada paso adelante se hace a costa del dolor mental y físico de alguien». Isaac Asimov, en el relato «El círculo vicioso» (1942), describió tres características esenciales que debería tener en cuenta un ordenador: no herir a una persona, obedecer las órdenes de los humanos y, por último, protegerse él mismo, pero cumpliendo las dos primeras condiciones. Más de ochenta años después, la robotización supone un riesgo existencial para humanidad, según el investigador Matthew Scherer. Incluso de habla se robots asesinos y hay una nutrida lista de personas fallecidas por el mal funcionamiento de estas máquinas. Muchos trabajos siguen haciéndolos los seres humanos. Walmart (la cadena norteamericana de grandes almacenes de descuento) despidió en el año 2020 a los robots de inventario porque «los humanos pueden escanear los productos de forma más sencilla y eficiente que las máquinas gigantes». 

Los ordenadores cada vez se confundirán con los humanos. En el año 1968, Kubrick lo representaba en su película 2001, Una odisea del espacio. El ordenador Hal 900 era sospechoso, era una especie de antropomorfo. Manifestaba raciocinio propio y sentimientos. Incluso llega a afirmar que la misión «es demasiado importante para mí como para permitir que la pongáis en peligro». El israelí Yuval Harari, autor de Homo Deus, plantea la unión del Homo sapiens con la inteligencia artificial y con una descendencia superinteligente. Para él, el Homo sapiens está acabado, como le pasó al Homo erectus, al Homo habilis y otros humanos primitivos desaparecidos. Harari habla del Homo Deus unido a las máquinas: más inteligente, fuerte e inmortal. Y este mismo autor afirma que la cuestión más importante de la economía del siglo XXI, como ya hemos comentado, bien podría ser qué hacer con toda la masa sobrante. ¿Qué harán los humanos conscientes una vez que tengamos algoritmos no conscientes altamente inteligentes que puedan hacer casi todo mejor?

La inteligencia artificial es ¿amiga o enemiga? ¿Es de derechas o de izquierdas? ¿Sustituirán los algoritmos de autoaprendizaje a las funciones más humanas, incluso los programadores, que puedan crear las industrias del futuro? Todavía es pronto para afirmar algo con rotundidad, pero un gran cambio se llegará a producir. 

Éric Sadin (Hacer disidencia) Una política de nosotros mismos

GRANDEZA Y LÍMITES DE LA CRÍTICA AL CAPITALISMO

Si los amontonásemos uno sobre otro, llegaría de la Tierra a la Luna. Desde hacía mucho tiempo su producción era abundante, pero se intensificó notablemente a comienzos de los años 2000. En aquel momento, cierto pensamiento crítico empezó a virar hacía un régimen completamente distinto y proliferó la literatura anticapitalista. No había día en que no descubriéramos un montón de nuevas publicaciones, al tiempo que nacían, principalmente en Europa y en América del Norte y del Sur, nuevas editoriales dedicadas a estos temas. El anticapitalismo adquiría una dimensión libresca desconocida hasta entonces. No era un simple azar, por supuesto, sino el resultado de un conjunto de factores que favorecieron esos fenómenos. Era el supuesto advenimiento del «fin de la historia», tras la caída del muro de Berlín en 1989. El mundo llamado «libre» había ganado la batalla al comunismo autoritario; era el momento de un capitalismo radiante, que se extendía sin obstáculos por toda la superficie de una Tierra que se había vuelto «plana». Y era mucho más plana, o «lisa», porque se organizaba una red global que, según se decía, uniría a los individuos, pero sobre todo haría surgir una «nueva economía» basada en la circulación ininterrumpida de informaciones, de capitales y de lógicas de innovación que pretendían facilitar los intercambios directos y suprimir todos los organismos intermediarios. Era, al aproximarse el año 2000 y los fuegos artificiales que se anunciaban grandiosos, el tiempo de un comercio sin límites, destinado a reconciliar a las naciones y del que todos podían obtener el mayor beneficio en pie de igualdad.

[...] Se publicaron montañas de libros, de calidad desigual. Analizaban los efectos perversos de una competencia económica que operaba ya a escala global, la generalización de una gestión empresarial implacable, la constitución de gigantescos grupos que imponían sus leyes y empleaban métodos sofisticados de lobbying, el desmantelamiento de los servicios públicos y de los mecanismo de solidaridad y el apoyo al sostenimiento de este movimiento por parte de organizaciones internacionales recién constituidas. Todos estos textos llenaban los estantes de las librerías: los comentaban los lectores, y algunos medios, en las universidades. La crítica al capitalismo se había convertido casi en una disciplina de pleno derecho, con sus coloquios, sus encuentros informales y también sus gurús. Al principio Viviana Forrester y su libro inaugural El Horror económico, publicado en 1996, Noam Chomsky, Naomi Klein, Alain Badiou, Toni Negri y Giorgio Agamben, antes de que aparecieran, en un segundo momento, Slavoj Žižek, David Graeber, Mark Fisher o Frédéric Lordon, entre otros. Pero no se trataba únicamente de un fenómeno intelectual, en la medida en que estaba en consonancia con muchas experiencias diarias individuales y colectivas, hasta que, mucho más tarde, la crisis del COVID vino a confirmar la agudeza de muchas de estas posturas.

[...] Vista la rapidez de los cambios que se están produciendo, propiciados sobre todo por descarnadas potencias técnico-económicas, debemos ser plenamente de nuestro tiempo. No para estar a la última moda, sino para tratar de captar los decisivos desafíos contemporáneos en el momento en que se forman y abordarlos seriamente. Y lo que podemos decir es que todos estos trabajos bibliográficos, en los albores de los años 2000, ignoraron por completo el principal problema de la época: la aparición de un continente que iba a modificar a gran velocidad las reglas de la producción de valor, de los intercambios comerciales, de las lógicas de destrucción creadora, de las relaciones habituales entre economía y Estados... A causa de una ruptura histórica: la aparición de Internet y del proceso de digitalización de la sociedad, que pronto sería total. Hechos de repercusiones incalculables, que habían sido entonces ostensiblemente ignorados, mientras se mantenían esquemas de pensamiento que estaban desconectados de una realidad que se estaba creando, y que a sus espaldas se habían vuelto repentinamente inoperantes o habían envejecido seriamente. En este sentido, en el actual siglo XXI ya bastante avanzado, el papel de un intelectual debería consistir no tanto en instruir a las masas, hasta el punto de transmitirles la buena nueva desde su torre de marfil, como en comprender los fenómenos que se están gestando, para hacer sonar la alarma en caso de necesidad con argumentos y conciencia. De ahí que, más que desear doblegar quiméricamente la realidad a su visión, es más oportuno afirmar, como dice Arthur Rimbaud, que «hay que ser vidente, hacerse videntes». Walter Benjamin que, muy a pesar suyo, sabía mucho de hechos decisivos ocurridos casi sin avisar, también afirmaba: «La videncia es la visión de lo que se está gestando: percibir exactamente lo que ocurre en el mismo instante en más decisivo que conocer el futuro lejano por adelantado».

No fue hasta mucho más tarde, a mediados de la década de 2010, cuando surgió una crítica de la industria digital. Sin embargo, esta crítica se centraba mayoritariamente en cuestiones sin duda importantes, pero no esenciales. Se empezó a denunciar la astucia de las grandes corporaciones para organizar hábiles montajes con la finalidad de eludir el pago de impuestos en los países donde operaban, las lógicas de innovación muy perturbadoras para muchas profesiones o el saqueo de datos personales. O a atacar recientemente al 5G, que en realidad es un hecho menor, pero que cristaliza ahora todo rechazo, aunque, excepto la mayor velocidad de transferencia de datos y la posible intensificación de las ondas electromagnéticas, no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Por qué no se produjo la misma reacción cuando se introdujo el 4G a principios de la década de 2010, en el momento del auge de los smartphones y el consiguiente crecimiento de la economía de los datos y de las plataformas? Como si para ver formas de movilización hubiera hecho falta llegar a la «plataforma 5», que no es más que la continuidad de un movimiento iniciado hace años y que se ha ido consolidando. Podríamos incluir estos comportamientos en la categoría de «histérisis», que es el principio por el cual una causa produce un efecto retardado en el tiempo cuando las coordenadas iniciales que lo produjeron ya casi han desaparecido, o han adquirido tal dimensión que ha modificado la naturaleza del fenómeno con el que se ha metamorfoseado y ha sido sustituido por otro, más decisivo, que no llegamos a percibir, porque seguimos fijados a representaciones ya obsoletas que nos impiden ver lo que tenemos delante. Como Shoshana Zuboff, por ejemplo, que cree descubrir un «capitalismo de vigilancia», según un esquema que se remonta a los años 2000. El que había puesto frente a frente, por un lado, instancias que pretendían construir dispositivos panópticos masivos pero imperceptibles y, por otro, personas sometidas a un nuevo tipo de procedimientos de control que, por una serie de razones, se han debilitado. Nuestro tiempo, en contra de la creencia popular, ya no es el de una vigilancia digital generalizada, sino el de un modelo técnico-económico civilizacional que pretende dirigir los comportamientos, en buena parte con nuestro consentimiento, a fin de instaurar una mercantilización total de nuestras vidas y una hiperoptimización a la larga de todos los sectores de la sociedad. 

John Gray (Perros de paja) Reflexiones sobre los humanos y otros animales

CONTRA EL CULTO A LA PERSONALIDAD

De creer a los humanistas, la Tierra, con su amplísima variedad de ecosistemas y formas de vida, no valió nada hasta que los seres humanos aparecieron en escena. Su valor, pues, es solamente una sombra proyectada por los deseos o las elecciones de los humanos. En consecuencia, solo las personas tienen algún tipo de valor intrínseco. Entre los cristianos, el culto a la persona es perdonable. A fin de cuentas, para ellos, todo lo que tiene valor en el mundo emana de una persona divina a cuya imagen están hechos los seres humanos. Pero en cuanto renunciamos a esa presuntuosidad cristiana, la idea misma de persona deviene sospechosa.

Una persona es alguien que cree escribir su propia vida a través de sus decisiones. Pero la mayoría de los seres humanos no han vivido nunca así. Tampoco es ese el modo en el que quienes han tenido las mejores vidas se han visto a sí mismo. ¿Acaso los protagonistas de la Odisea o de la Bhagavad-gītā se consideraban a sí mismos personas? ¿Y los personajes de los Cuentos de Canterbury? ¿Hemos de creer que los guerreros del bushidō del Japón del período Edo, los príncipes y los trovadores de la Europa medieval, los cortesanos del Renacimiento y los nómadas mongoles estaban incompletos porque sus vidas no se ajustaban al ideal moderno de autonomía personal?

Ser una persona no es la esencia de la humanidad, sino solamente, tal como la propia historia del mundo sugiere, una de sus máscaras. Las personas no son más que seres humanos que se han puesto la máscara que nos hemos ido pasando en Europa a lo largo de las últimas generaciones, y que han acabado asumiendo que era su propia cara.

JUSTICIA Y MODA

La filosofía socrática y la religión cristiana fomentan la creencia en que la justicia es atemporal. En realidad, pocas ideas son más efímeras.

La teoría de la justicia de John Rawls ha dominado la filosofía anglonorteamericana de toda una generación. Rawls trató de desarrollar en ella una concepción de la justicia que solo se sostiene cuando existen unas instituciones morales ampliamente compartidas acerca de la imparcialidad y que rehúyen en todo momento las posturas controvertidas en el terreno de la ética. El fruto de semejante modestia es una disquisición moralizante sobre creencias morales convencionales.

Los seguidores de Rawls evitan inspeccionar sus propias intuiciones morales con demasiado detenimiento. Puede que eso esté bien, después de todo. Si las examinaran a fondo, descubrirían que tienen sus propia historia, una historia que, por lo general, es bastante breve. Hoy, todo el mundo sabe que la desigualdad está mal. Hace un siglo, todo el mundo sabía que el sexo homosexual estaba mal. Las intuiciones de las personas en cuestiones de moral son tan intensas como superficiales y pasajeras.

Las creencias igualitarias sobre las que se fundamenta la teoría de Rawls son como las convenciones sexuales que, tiempo atrás, se consideraban el corazón de la moralidad: a pesar de su carácter local y su variabilidad extremas, son veneradas como la auténtica quintaesencia de la moral. A medida que la opinión convencional vaya evolucionando como suele hacerlo, al actual consenso igualitario le seguirá una nueva ortodoxia, igualmente convencida de encarnar la verdad moral más inalterable.

La justicia es un artefacto de la costumbre. Allí donde las costumbres no son estables, los dictados de la justicia quedan pronto anticuados. Las concepciones de la justicia son tan atemporales como la moda en lo concerniente a sombreros.

UNA IRONÍA DE LA HISTORIA

Uno de los pioneros de la robótica ha escrito: «Durante el próximo siglo, los robots, tan económicos para entonces como capaces, sustituirán a la mano de obra humana de manera tan generalizada que la jornada laboral media tendría que caer hasta niveles cercanos a cero para que todo el mundo pudiera mantener su empleo».

La visión del futuro de Hans Moravec puede estar mucho más próxima de lo que creemos. Las nuevas tecnologías están desplazando con rapidez al trabajo humano. La «infraclase» de los desempleados permanentes es el resultado, en parte, de una educación deficiente y de unas políticas económicas equivocadas. Pero no deja de ser cierto que cada vez son más las personas económicamente innecesarias. Ya no es inconcebible que en el plazo de unas pocas generaciones la mayoría de la población pase a tener un mínimo (o nulo) papel en el proceso de producción.

El efecto principal de la Revolución Industrial fue el alumbramiento de la clase obrera. Esta fue posible como consecuencia no tanto de los desplazamientos desde el campo hacia las ciudades como de un crecimiento masivo de la población. En la actualidad, hay ya en marcha una nueva fase de la Revolución Industrial, pero esta tiene todos los visos de convertir en superflua a buena parte de esa población.

En la actualidad, la Revolución Industrial, que tuviera su inicio en las ciudades del norte de Inglaterra, es ya mundial. El resultado ha sido la expansión demográfica global actual. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías están despojando sistemáticamente a la fuerza de trabajo de todas las funciones que la Revolución Industrial había creado para ella.

Las economías cuyas tareas centrales sean llevadas a cabo por máquinas solo valorarán el trabajo humano cuando este sea insustituible. Como escribe Moravec: «Hay muchas tendencias en las sociedades industrializadas que presagian un futuro en el que los seres humanos serán sustentados por las máquinas de la misma manera que nuestros antepasados vivían gracias al sustento que les proporcionaba la vida salvaje». Lo cual, según Jeremy Rifkin, no implica necesariamente un desempleo masivo. Nos aproximamos, más bien, a una época en la que, en palabras de Moravec, «casi todos los seres humanos trabajaremos para divertir a otros seres humanos».

En los países ricos, ese momento ya ha llegado. Las antiguas industrias han sido exportadas al mundo en vías de desarrollo. En sus países de origen, se han desarrollado nuevas ocupaciones, que han sustituido a las de la era industrial. Muchas de ellas satisfacen necesidades que, en el pasado, habían sido reprimidas o disimuladas. Ha surgido una economía próspera de psicoterapeutas, religiones de diseño y boutiques espirituales. Pero detrás de todo ello se esconde también una ingente economía gris de industrias ilegales que proporcionan drogas y sexo. La función de esta nueva economía, tanto la legal como la ilegal, es entretener y distraer a una población que, aunque esté ahora más ocupada que nunca, tiene la secreta sospecha de que sus esfuerzos no sirven para nada.

LA DISCRETA POBREZA DE LA ANTIGUA CLASE MEDIA

La vida burguesa se basaba en la institución de la profesión: una trayectoria que se recorría a lo largo de una vida laboral. En la actualidad, los oficios y las ocupaciones están desapareciendo. Pronto nos resultarán tan remotos y arcaicos como las jerarquías y los estamentos medievales.

Nuestra única religión real es la fe superficial en el futuro, pero no tenemos ni la más remota idea de lo que este nos deparará. Solo los irresponsables incorregibles siguen creyendo en la planificación a largo plazo. Ahorrar equivale a jugársela, y las carreras profesionales y las pensiones son auténticas loterías. Los pocos que son realmente ricos tienen las espadas bien cubiertas. La plebe -el resto de nosotros- vive al día.

En Europa y Japón, todavía pervive la vida burguesa. En Gran Bretaña y Estados Unidos, ya no es más que material para parques temáticos. La clase media es un lujo que el capitalismo ya no se puede permitir.

MIL MILLONES DE BALCONES ORIENTADOS AL SOL

Los días en que la economía estaba dominada por la agricultura quedaron atrás hace tiempo. Los de la industria casi han tocado a su fin. La vida económica ya no está orientada principalmente a la producción. ¿Y a qué se orienta, entonces? A la distracción.

El capitalismo contemporáneo es un prodigio de productividad, pero lo que lo impulsa no es la productividad en sí, sino la necesidad de mantener a raya el aburrimiento. Allí donde la riqueza es la norma, la amenaza principal es la pérdida del deseo. Ahora que las necesidades se sacian tan rápido, la economía ha pasado a depender de la manufacturación de necesidades cada vez más exóticas.

Lo que es nuevo no es el hecho de que la prosperidad dependa del estímulo de la demanda, sino que no pueda mantenerse sin inventar nuevos vicios. La economía se ve impulsada por el imperativo de la novedad perpetua, y su salud depende ahora de la fabricación de transgresión. La amenaza que la acecha a todas horas es la superabundancia (no de productos físicos, sino también de experiencias que han dejado de gustar). Las experiencias nuevas se vuelven obsoletas con mayor rapidez que las mercancías físicas.

Los adeptos a «los valores tradicionales» claman contra el libertinaje moderno. Han preferido olvidar lo que todas las sociedades tradicionales comprendían bien: que la virtud no puede sobrevivir sin el consuelo del vicio. Más concretamente, no quieren ver la necesidad económica de nuevos vicios. Las drogas y el sexo de diseño son productos prototípicos del siglo XXI. Y no porque, como dice el poema de J.H. Prynne,

...la música
los viajes, el hábito y el silencio no son más que dinero

(que lo son), sino porque los nuevos vicios sirven de profilaxis contra la pérdida de deseo. El éxtasis, la Viagra o los salones sadomasoquistas de Nueva York y Fráncfort no son simples materiales de placer. Son antídotos contra el aburrimiento. En una época en la que la saciedad es una amenaza para la prosperidad, los placeres que estaban prohibidos en el pasado se han convertido en materias primas de la nueva economía.

Puede que, en el fondo, seamos afortunados encontrándonos, como nos encontramos, privados de los rigores de la ociosidad. En su novela Noches de cocaína, J.G. Ballard describe el Club Náutico, un enclave exclusivo para ricos jubilados británicos en la localidad turística española de Estrella de Mar:

La arquitectura blanca que borraba la memoria; el ocio obligatorio que fosilizaba el sistema nervioso; el aspecto africano, pero de un África del Norte; la aparente ausencia de cualquier estructura social; la intemporalidad de un mundo más allá del aburrimiento, sin pasado ni futuro y con un presente cada vez más reducido. ¿Se parecería esto a un futuro dominado por el ocio? En este reino insensible, en el que una corriente entrópica calmaba la superficie de cientos de piscinas, era imposible que pasara algo.

Para conjurar la entropía psíquica, la sociedad recurre entonces a terapias poco ortodoxas:

Nuestros gobiernos se preparan para un futuro sin empleo. [...] La gente seguirá trabajando, o mejor dicho, alguna gente seguirá trabajando, pero solo durante una década. Se retirará al final de los treinta, con cincuenta años de ocio por delante [...]. Mil millones de balcones orientados al sol.

Solo la emoción de lo prohibido puede aliviar un poco la carga de una vida de ocio:

Solo que una cosa capaz de estimular a la gente [...]: el delito y la conducta transgresora. Es decir, las actividades que no son necesariamente ilegales, pero que nos invitan a tener emociones fuertes, que estimulan el sistema nervioso y activan las sinapsis insensibilizadas por el ocio y la inactividad.

[...] Actualmente, las nuevas tecnologías son las que nos proporcionan las dosis de locura que nos mantienen cuerdos. Cualquier persona que se conecte en línea tiene a su disposición una oferta ilimitada de sexo y violencia virtuales. Pero qué ocurrirá cuando ya no nos queden más vicios nuevos? ¿Cómo se podrá poner coto a la saciedad y a la ociosidad cuando el sexo, las drogas y la violencia de diseño dejen de vender? En ese momento, podemos estar seguros, la moralidad volverá a estar de moda. Puede que no estemos lejos del momento en el que <<la moral>> se comercialice como una nueva marca de transgresión. 

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