José Luis Villacañas (Populismo)

Por muchas razones que son verosímiles, el populismo sabe que el tipo de personalidad que es afín con su formación política será cada vez más numerosa en las sociedades que viven bajo el régimen neoliberal. El liberalismo, al producir hombres económicamente cuyo rasgo de vida es el cálculo individual, es una fábrica de seres humanos que anhelan vínculos efectivos. Así, hay una firme vinculación entre estas dos figuras del presente. Cuanto más triunfe el neoliberalismo como régimen social, más probabilidades tiene el populismo de triunfar como régimen político. Pues el neoliberalismo ha manifestado una inmensa capacidad para desarticular y producir una crisis orgánica en las sociedades ricas y pobres, ha generado una dualización social extrema, una pérdida de calidad de los sistemas educativos, una alianza de los sistemas de representación política y los centros de decisión financiera internacional estructuralmente corrupta, un embrutecimiento general de los arsenales culturales de las poblaciones, una pérdida de horizonte en la singularización humana que retira la capacidad de colaboración de amplias mayorías poblacionales, por no hablar de un horizonte de alteración de las condiciones ecológicas del planeta que dispara siniestras representaciones de falta de futuro.

Es verdad que el triunfo en el esquema neoliberal tiene bastantes estímulos para mantener su individualismo. Pero uno se pregunta dónde obtendrá aliados que protejan su soledad privilegiada frente a la masa de damnificados efectivamente unidos en la desgracia. ¿Cuál será su política? El neoliberalismo debe despedirse del sueño de que es una oferta de todos ganas, porque no es así. Y debe despedirse de la ilusión de que la masa de expulsados de sus beneficios se contentará con comida basura y entretenimiento embrutecedor. La unión populista, de un modo u otro, será inevitable bajo estas condiciones.

De este modo, el populismo es una consecuencia inevitable y una respuesta imparable a estos cambios drásticos de la base material y humana de la sociedad mundial. Se nos ha convencido de que el Estado de bienestar es demasiado caro como para que pueda mantenerse. Se nos ha dicho que solo la incorporación febril a una forma de vida caracterizada por el ethos del homo economicus puede permitirnos sobrevivir en el esquema del futuro. Esta persistente presión ambiental convierte en puro trabajo económico lo que hasta ahora constituía el trabajo psíquico plural y complejo. Esta ocupación del aparato psíquico por el desnudo trabajo económico no es posible a largo plazo. Ya Max Weber avisó de que sucede al contrario, que el trabajo económico más duro e intenso era consecuencia de un trabajo psíquico obsesionado por la cuestión de la certeza de salvación. Pero cuando la desafección al mundo es tan intensa como comenzamos a ver, la salvación puede entenderse de cualquier manera. En estas condiciones de neoliberalismo es fácil comprender que la construcción del aparato psíquico se transfiera justo a lo que se niega, al grupo, y que esté dispuesta a todos los rodeos posibles para descargar al singular de un trabajo de goce. Las viejas objeciones de Habermas al capitalismo tardío, en las que veía su falta de legitimidad, a saber, que nadie tuviera motivación para vivir en él, se hacen presentes con fuerza, pero producen la firme motivación contraria de vengarse por la humillaciones recibidas. Es fácil que esta venganza se represente como la expresión necesaria de la soberanía popular. 

Pero la lección es esta: quien impulse la agenda neoliberal con fuerza no debería quejarse de que la agenda populista avance al compás. Ahora bien, si nos hacemos la pregunta decisiva de si hay alguien en condiciones de hacer retroceder la agenda neoliberal, resulta difícil dar una respuesta. Como ya dije al principio, todo el núcleo de la incertidumbre de futuro está en la indecisión de las elites norteamericanas al respecto. En todo caso, creo que lo que Max Weber decía para el capitalismo industrial de los años 1920, que es un destino ya automático, sirve para el capitalismo financiero que triunfa un siglo después. Se trata de un destino. En esta misma medida, el populismo obtiene sus evidencias más fuertes de que es también un destino. Como tal, responde a los que han cantado que el triunfo del capitalismo es el final de la historia y lo hace con una inequívoca refutación: también es el principio de un mundo construido sobre poderes populistas que aspiran a una nueva época de la política nacional e internacional. 

Por eso podemos decir algo claro: lo contrario del populismo no es la democracia liberal. Con democracia liberal no se frenará el populismo. Ya hemos visto que el populismo tiene raíces liberales y vive de ellas, de modo que será tanto más fuerte cuanto más se imponga. Por lo demás, en muchos casos, la democracia liberal toma la forma del populismo y lo mantiene en su seno. En su fase álgida, el neoliberalismo también forjó su populismo, cuando hizo creer que todos ganaban con él. Eso hizo que la propia defensa de la democracia liberal como ideal socio-político fuera asumida desde formas, estilos y estructuras populistas.

Terry Eagleton (Esperanza sin optimismo)

PRÓLOGO

Alguien como yo, para quien la proverbial botella no solo está medio vacía sino que con seguridad contiene un líquido potencialmente letal y de sabor repugnante, quizá no sea el autor más apropiado para escribir sobre la esperanza. Están aquellos cuyas filosofía es «come, bebe y alégrate, porque mañana moriremos» y aquellos con los que siento más afinidad, cuya filosofía es «mañana moriremos». Una razón por la que he elegido escribir sobre este tema a pesar de esa angustiosa propensión es que ha sido curiosamente ignorado en una época que, en palabras de Raymond Williams, nos pone ante «el sentimiento de pérdida de un futuro». Es posible que otra razón para evitar el tema sea el hecho de que quienes se aventuran a hablar de él están abocados a la insignificancia a la sombra de la monumental obra de Ernst Bloch El Principio esperanza, que trataré en el capítulo 3. Tal vez no sea el texto más admirable en los anales del marxismo occidental, pero es, con diferencia, el más largo.

Se ha afirmado que los filósofos prácticamente han abandonado la esperanza. Un rápido vistazo al catálogo de cualquier biblioteca sugiere que han dejado vergonzosamente el tema a libros con títulos como Medio llena: cuarenta estimulantes historias de optimismo, esperanza y fe; Un poco de fe, esperanza y alegría, y (mi favorito) Los años de la esperanza: Cambridge, la administración colonial de los mares del Sur y el cricket, por no mencionar las numerosas biografías de Bob Hope*. Es una cuestión que parece atraer a todos los moralistas ingenuos y animadores espirituales del planeta. Así que no parece fuera de lugar una reflexión sobre el tema de alguien como yo, que no tiene un pasado en el cricket ni en la administración colonial, pero que está interesado en las implicaciones políticas, filosóficas y teológicas de la idea.

¿QUÉ ES LA ESPERANZA?

Las llamadas tres virtudes teologales de fe, esperanza y caridad tienen sus corolarios corruptos. La fe puede degenerar en credulidad, la caridad en sentimentalismo y la esperanza en autoengaño. De hecho, resulta difícil pronunciar la palabra «esperanza» sin evocar la perspectiva de que sea una esperanza frustrada, pues adjetivos como «débil» o «vana» vienen de forma espontánea a la mente. Parece haber algo incorregiblemente ingenuo en la propia noción, mientras que el sarcasmo da más expectativa de madurez. La esperanza sugiere una expectativa trémula, casi temerosa, apenas una traza de seguridad firme. En la época moderna, ha tenido casi tan mala prensa como la nostalgia, que es más o menos su opuesto. La esperanza es un junco esbelto, un castillo en el aire, una compañera agradable pero mala guía, buena salsa pero comida escasa. Si abril es el mes más cruel en La tierra baldía es porque genera falsas esperanzas de regeneración. 

Hay personas para las que la esperanza es incluso una especie de indignidad, más propia de reformadores sociales que de héroes trágicos. George Steiner admira una forma de «tragedia absoluta» que esté «incontaminada» de algo tan despreciablemente pequeñoburgués como la esperanza.  «En la alta tragedia —señala— la nada lo devora todo como un agujero negro», una condición que el más mínimo indicio de esperanza solo puede adulterar. La grandeza de la tragedia, sostiene Steiner, se ve disminuida por esos fútiles anhelos. En realidad, esto no es así en la Orestíada de Esquilo, ni en las obras trágicas de Shakespeare, que deberían ser consideradas lo bastante elevadas para el gusto de cualquiera. Pero la tragedia, según Steiner, no es connatural a Shakespeare, que por eso insiste en diluir la pura esencia de la esperanza con vulgares insinuaciones de redención. 

[...] La izquierda política puede ser tan escéptica sobre la esperanza como la derecha steineriana. Claire Colebrook, por ejemplo, juega con la idea de un «feminismo sin esperanza». «Parece que el feminismo —escribe— debería abandonar la esperanza —esperanza de un novio más rico, pechos más grandes, muslos más finos y un bolso de moda cada vez más inasequible— para imaginar un futuro que "nos" libere de todos los clichés que hemos tragado y que nos han drogado hasta enervarnos. La utopía solo podría alcanzarse con una intensa desesperanza». No es una política que Colebrook defienda sin reservas, y por una buena razón: aunque las mujeres tengan algunas esperanzas falsas o negativas, también las tienen auténticas. En todo caso, la reticencia de la izquierda sobre la esperanza no es completamente infundada. Las imágenes de la utopía siempre corren el peligro de apropiarse de energías que de otra manera podrían invertirse en su construcción.

Quienes tienen esperanza suelen parecer menos pragmáticos que los que no la tienen, aunque hay veces en que nada resulta más extravagante y falso de realismo que el pesimismo. En la era de la modernidad, la melancolía da la impresión de ser una actitud más sofisticada que la alegría. Después de Buchenwald e Hiroshima, la esperanza no parece nada más que una fe injustificada en que el futuro representará un avance respecto al presente, y recuerda la sarcástica descripción que hizo Samuel Johnson del matrimonio como el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Sin embargo, incluso los acontecimientos más terribles de nuestra época pueden aportar motivos para la esperanza. Como señala Raymond Williams, su hubo quienes perecieron en los campos nazis, también hubo quienes dieron la vida para librar al mundo de los que los construyeron. 

Eagleton, Terry (Humor) 

Alain Badiou y Marcel Gauchet (¿Qué hacer?) El capitalismo, el comunismo y el futuro de la democracia.

Marcel Gauchet
M.G.: ¡Pero usted mantiene, sin embargo, el marco general planteado por él! Sigue razonando en los términos de un anticapitalismo sumario y se refiere a «soluciones» que son las de la tradición marxista más elemental, en primer lugar la apropiación colectiva de los medios de producción. Por mi parte, estimo que hay que liquidar definitivamente la herencia de Marx. Hacer de su pensamiento un manifiesto para el presente y el futuro no nos llevará a ningún lado. De ese modo no se hace más que alimentar la impotencia política actual. Según usted, conviene volver a la pureza de la idea comunista del siglo XIX, y apuesta que ella puede todavía tener pertenencia y eficacia en el contexto contemporáneo. Ésa es una esperanza desmesurada, si no una mistificación filosófica. El marxismo, en efecto, explica muy pero que muy mal el capitalismo mundializado que estamos viviendo, y peor aún la adhesión que puede suscitar incluso en sus aspectos más repugnantes. No serán imprecaciones morales las que nos saquen de él.

Alain Badiou 
A.B.: Usted me sorprende, porque declara una guerra sin cuartel al capitalismo actual, pero sin darle un cuestionamiento frontal. Mi conclusión es que, en definitiva, a pesar de sus reservas, lo acepta. Se resigna a vivir en este mundo que, sin embargo, le disgusta. Su posición me parece cercana a la del historiador François Furet, En El pasado de una ilusión, su muy discutible balance de la experiencia soviética, escribe estas líneas instructivas: «La idea de otra sociedad se ha tornado casi imposible de pensar y, además, en el mundo de nuestros días, nadie propone sobre el tema ni siquiera el esbozo de un nuevo concepto. Hemos aquí, condenados a vivir en el mundo en que vivimos». Conocí a Furet cuando era comunista, de modo que esta carga poscomunista me resulta algo así como un síntoma de renegación melancólica. En sustancia, Furet dice que deberíamos aceptar la sociedad liberal tal cual es, que hay que vivir en el mundo tal cual es, aunque nos desespere. Pero aguarde: ¡es evidente que la sociedad es lo que es! Francamente, ¡no es un gran descubrimiento! Todas las renuncias, todos los abandonos, aducen como pretexto la «realidad», el mundo «tal cual es». No puedo admitir que se bloquee de ese modo el futuro, que jamás prometió nada a nadie ni impuso nada de nada. Esta visión tautológica de las cosas —lo único que hay es la realidad, y la elección es: o el mundo liberal y capitalista, o el mundo liberal y capitalista...— extenúa, agota el régimen de los futuros posibles. Defender esta visión de las cosas es una grave responsabilidad y usted, Marcel Gauchet, la defiende. Hoy necesitamos más que nunca una ampliación de los futuros posibles. Hay que tener el coraje de sustraerse a la custodia de las cosas impuesta por la oligarquía económica, que dicta y determina todo lo que puede o no llevarse a cabo. Ahora bien, sólo se puede hacer si se enuncia la posibilidad de lo que todo el mundo o casi todo el mundo juzga imposible;  si se sostiene que otra cosa es pensable y realmente experimentable: el comunismo, hoy. ¿Cómo puede usted imaginar que va a cambiar la situación actual sin una idea global y fuerte, sin una concepción de la sociedad y del mundo implacablemente diferente?

[...] M.G.: ¡Parecería que sí! Es muy importante trazarla con claridad... Nuestra discrepancia no se refiere a la necesidad de cambiar el curso actual de las cosas: de transformar el mundo, habría dicho Marx. Concierne a la cuestión decisiva del «cómo». ¡Cómo hacer? ¡Como hacerlo para salir de la calamitosa coyuntura en que nos encontramos? Para usted hay que salir radicalmente del capitalismo, lo cual supone pasar a su contrario, el comunismo. Yo opongo a ese proyecto, que creo definitivamente condenado, un sentido de la prudencia que se alimenta de las lecciones del pasado. Pero esta prudencia debe conjugarse con la mayor de las audacias. En este caso, la audacia consiste en afirmar que es posible, no romper definitivamente con el capital, sino simplemente un control político de la economía. Creo que podemos llegar a embridar el capitalismo, quebrar su dominación hoy indiscutible, y hacerlo dentro del modelo democrático. Un modelo que es imperioso reinventar en profundidad, pero que debe mantenerse cueste lo que cueste. En síntesis, tengo confianza en las posibilidades ofrecidas por la propia democracia: posibilidades extremadamente grandes y que usted se equivoca en pasar por alto.

La línea del frente se ha trazado con claridad. Señor Badiou, ¿las democracias son capaces de hacer frente a ese desafío y recuperar la iniciativa sobre el capitalismo?

A.B.: Si hablamos de la forma democrática moderna, esto es, la democracia parlamentaria, temo que ese proyecto no sea realizable. Señor Gauchet, al desear mantener esa forma usted subestima un aspecto decisivo que lleva su propuesta a un callejón sin salida: la democracia representativa está constitutivamente bajo la autoridad del capital. 

[...] M.G.: Sí, eso es lo que sostengo, y los totalitarismos no volverán más. ¡Están muertos! Los hemos dejado atrás, porque la fuente que los alimentaba ha desaparecido. El combustible que les permitía renacer se evaporó definitivamente. ¡Lo cual no quiere decir que en el futuro ya no tengamos otra cosa que regímenes agradables! La barbarie puede asumir otros rostros. No obstante, felicitémonos: el terrible asunto del siglo XX está acabado. Yo reclamo la disolución de los grupos antitotalitarios. Su activismo fue saludable, pero ahora es tiempo de cambiar de nombre. Ya no es el sujeto el que debe exigir nuestra atención y nuestro compromiso.

Frank Tirro (Historia del jazz moderno)

LOS ESTILOS FUNKY Y HARD BOP

El funky jazz y el hard bop tuvieron origen en otros géneros característicos de la música negroamericana de los años cincuenta (el gospel y el rhythm-and-blues) y sesenta (el soul). Este estilo jazzístico de enorme swing, acento en la síncopa y visible influencia del blues estaba en absoluto contraste con el cuidadoso diseño en contrapunto y la sonoridad matizada del cool jazz. Los pianistas Bobby Timmons y Horace Silver, los trompetistas Donald Byrd y Kenny Dorham, el saxofonista Hank Mobley y el batería Art Blakey fueron protagonistas en el establecimiento de un sonido agresivo, marcado por el blues y de ritmo binario que combinaba las innovaciones de Charlie Parker  el bebop con la tradición expresiva de los cantantes de gospel. Poco más tarde, una segunda generación de músicos virtuosos y agresivos como el trompetista Clifford Brown, el saxofonista Sonny Rollins y el batería Max Roach tomaron el relevo en el campo del hard bop o West Coast jazz para ejecutar un bebop de estilo modificado, que retenía el empuje rítmico y el sonido cortante del funk y a la vez se valía de unos tempos exageradamente acelerados y de diversos patrones métricos y formales. Estos músicos de la West Coast norteamericana desdeñaban la falta de compromiso emocional inherente a las escuelas cool y West Coast y hacían bandera de rasgos propios del hot-jazz: sonido instrumental robusto, alta dinámica, energía incendiaria en los temas acelerados, mayor acentuación y compromiso emocional en la interpretación de las baladas.

En su mayoría de raza negra, los músicos encuadrados en el estilo funky o hard bop no podían estar más en desacuerdo con el concepto que los músicos de la Costa Oeste tenían del swing, esa cualidad que se refiere al ritmo y la vitalidad de toda interpretación jazzística. El ritmo poderoso y los timbres bien definidos de los artistas del funky no tenían nada que ver con las actitudes, los valores y técnicas exhibidas por los músicos de cool [...]

ALGO NUEVO Y ALGO VIEJO

En esta época de florecimiento estilístico, las escuelas de cool, West Coast, East Coast y third stream coexistían con tendencias como el bebop, el swing o el jazz tradicional. La complejidad de la escuela jazzística de momento adquiere una interesante matización cuando se observa que varios músicos se trasladan de un estilo a otro sin demasiada dificultad. Como hemos observado con anterioridad, muchos jazzmen desarrollan su propia personalidad artística, personalidad que, una vez recompensada con el reconocimiento público, tiende a mantenerse inmutable durante el resto de la carrera musical del interesado. Quienes aportan cambios estilísticos de envergadura suelen ser músicos jóvenes, o sea, carentes de reconocimiento generalizado, músicos excepcionales, en el sentido de que están dispuestos a comprometer su reputación an aras de la experimentación artística, o músicos víctimas de las circunstancias, en el sentido de que su «innovaciones» no son de fecha reciente, pero sí son repentinamente reconocidas por músicos, críticos o público en general. Son muy escasos los músicos verdaderamente capacitados para trasladarse de un estilo a otro sin dificultad. Una muestra de esta capacidad la ofreció Stan Getz en 1953, cuando se unió en una sesión de estudio a un quinteto liderado por Dizzy Gillespie. En la versión acelerada que estos artistas efectuaron de It Don´t Mean a Thing se observan los mejores rasgos del bebop. Mientras la trompeta con sordina de Gillespie vuela y despliega toda su panoplia de recursos aprendidos en la calle 52, Oscar Peterson ejecuta un veloz solo que le consagra como uno de los pianistas de jazz dotados de mejor técnica y swing. Max Roach se las ingenia para mantener un ritmo incesante y Stan Getz batalla con los demás como si llevara años encuadrado en la formación. Estamos ante un disco excepcional en el que varios músicos que no colaboran regularmente aúnan talento individual y gran uniformidad estilística.


Horace Silver Quintet - Song For My Father

Raffaele Simone (El Hada democrática) Cómo la democracia fracasa

«EXAGERAR EN EL BIEN»

Los países democráticos son, en principio, acogedores. Este es uno de los caracteres más seductores del Hada Democrática, construido por la historia y elaborado por los ideólogos (católicos y de izquierda) de la inclusión ilimitada. Prófugos, inmigrantes y perseguidos de todo tipo pueden encontrar en ellos hospitalidad y refugio y disfrutar de los mismos derechos que los residentes. En algunos países (como Francia) se acoge incluso a condenados convictos de otros países por crímenes no reconocidos localmente.

Aunque no se remonte a los orígenes del pensamiento democrático (no hay rastro de él en la Déclaration revolucionaria), este principio —al que se ha dado el nombre de «inclusión» (o inclusividad)— es practicado y teorizado en todos los países de Occidente. El principio ha hecho de marco para el escenario en el que, a partir de los años ochenta del siglo pasado, Europa entera ha acogido a millones de inmigrantes y clandestinos, que han afluido a su territorio desde todos los países del sur y del este del mundo, permitiéndoles disfrutar de casi todas las prerrogativas de los residentes y conservar sus propios usos en todos los campos, incluso el religioso. La generosidad tal vez ha llegado a superarse a sí misma: en varios países (Italia, España, Francia) hasta los inmigrantes técnicamente clandestinos han podido disfrutar gratuitamente de servicios y derechos que los residentes financian con sus impuestos, como los de enviar a sus hijos a la escuela y tener asistencia sanitaria.

Atraídos por esos beneficios, las llegadas han sido tan numerosas que han alterado la composición demográfica de algunos países europeos. Se ha calculado, por ejemplo, que, dado que «cada generación de alemanes es un tercio menor que la precedente», después de algunas generaciones los nacidos en Alemania procederán enteramente de familias de inmigrantes. Pero como los inmigrantes alcanzaban niveles de instrucción y de cultura inferiores a los de los alemanes, el nivel medio de instrucción y profesionalidad se reducirá en consecuencia. »Lo que nos falte lo supliremos en parte con campesinos anatolios, exiliados de guerra palestinos y diversas generaciones de refugiados de la zona del Sahel».

Desde el punto de vista antropológico y político, la acogida del extranjero no es en absoluto algo que se dé por descontado. Supone más bien un trámite tormentoso y complejo, que no en todos los países se consigue cumplir por entero. De hecho, el extranjero es antes que nada «un fuera de la ley», una persona sospechosa, un «diferente a nosotros», que es mantenido en observación durante cierto tiempo. Para convertirse en «uno de los nuestros» debe atravesar los dos estados sucesivos: huésped y ciudadano. Al principio existe sólo la diferencia absoluta: «Estoy entre vosotros, pero practico mis creencias y costumbres». El proscrito se convierte en huésped cuando empieza a absorber las usanzas y las prácticas (cuando no las creencias) del país que le hospeda y sobre todo a respetar las de los nativos. Esta etapa se llama de «integración». En algunos países el recorrido completo puede realizarlo solamente quien satisface algunas condiciones: conocer los fundamentos de la civilización anfitriona (a partir de la lengua), aceptar la cultura del país, y, sobre todo, no provocar a la comunidad que le acoge ni poner en peligro su supervivencia. La primera condición se pretende formalmente, por ejemplo, en Estados Unidos, donde, para acordar la nacionalidad, se pide a cualquiera un examen básico de cultura americana y de lengua inglesa. Los otros dos requisitos, en cambio, son ignorados casi en todas partes. 

Pero ¿qué lleva a los países occidentales a defender la inclusividad ilimitada? Puede haberlo obrado el incurable sentimiento de culpa de los, países imperialistas, que creen recobrar la virginidad abriendo indiscriminadamente las puertas a  los pueblos que han explotado y masacrado durante siglos. Los grupos de inmigrantes que así se han formado, cada vez más consistentes, tienden a mantenerse cerrados, sin mezclarse con la población local, salvo casos aislados de parejas mixtas. Además, la actitud de la propensión solidaria de las izquierdas y del humanismo cristiano católico, inclinado por naturaleza a «exagerar en el bien» hasta llegar a una especie de «extremismo humanitario». Se llega al punto de modificar la cultura del lugar por temor a ofender a los huéspedes inmigrados. Se conocen casos en los que en las escuelas se renunció al árbol de Navidad o a los cánticos tradicionales para no perturbar a los alumnos islámicos. 

Hasta coronar esta construcción ideológica el extremismo humanitario generó una serie de otros conceptos-marco, filosóficamente ingenuos, como los de melting pot («crisol» de razas y culturas) y salad bowl («ensalada, macedonia»). En el primer caso, las comunidades se funden como los metales, dando lugar a una aleación; en el segundo se mezclan sin fundirse. Entre esos toscos conceptos-guía, le ha correspondido el mayor éxito al de «multiculturalismo», hasta el punto de que se ha convertido en bandera de algunos países. El término se refiere a la situación ideal en la que, en un país de inmigración, la comunidad originaria se encontraría conviviendo pacíficamente con las inmigradas, cada cual practicando sus propios usos y conservando su propia lengua mientras todas se intercambian algún factor cultural. Las migraciones modernas —sostiene esta posición— harán que todos los pueblos se mezclen y que nazca una cultura mixta, que contenga elementos de todas las procedencias. Dado que las migraciones y los mestizajes han existido siempre —argumenta esta teoría—, el proceso debe alentarse y favorecerse, aun a costa de erosionar la cultura local o limitar sus ámbitos.

Profundamente enraizada, tal vez inconscientemente, en la izquierda y en los cristianos de diversas denominaciones, la idea de multiculturalismo choca con algunos obstáculos. En primer lugar, no se conocen hasta ahora casos en los que la previsión haya dado resultados satisfactorios. Algunos tuvieron que reconocer que en los países que apostaban por el multiculturalismo las cosas no iban por el buen camino. En un clamoroso discurso de octubre de 2010, por ejemplo, la canciller alemana Angela Merkel admitió que el modelo multicultural había «fracasado totalmente». Reconoció que «Alemania no puede prescindir de los inmigrantes», pero precisó que estos «deben integrarse y adoptar los valores alemanes» y que «no necesitamos una inmigración que pese sobre nuestro sistema social».

El modelo multicultural, predicado por los teóricos y sostenido por los políticos a pesar de la aversión generalizada del electorado europeo, se fue a pique cuando las comunidades islámicas inmigradas, que se habían hecho numéricamente importantes, comenzaron a pretender conservar sus costumbres más típicas: no solamente las oraciones diarias y la práctica del Ramadán, sino también (por parte de unas comunidades) la infibulación o la sumisión de la mujer y las hijas, la intolerancia hacia algunos emblemas de las tradiciones locales (desde el crucifijo al... ¡nacimiento y el árbol de Navidad!) y, sobre todo, la poligamia masculina, La mayor de estas costumbres y convenciones son drásticamente antiéticas a la mentalidad democrática.  Se creó así un impasse aparentemente intransitable: el verdadero demócrata reconoce y favorece la libertad de los demás, pero en este caso la libertad de los demás choca contra los principios del verdadero demócrata. En nuestro siglo, la explosión del islamismo radical infiltrado en Europa ha demostrado bruscamente que no se trataba ya de una disputa entre filósofos holgazanes e ideológicos en busca de consenso, sino de un problema de servicios de inteligencia y de seguridad pública.

Sin embargo, hay una dimensión más general que los ciudadanos no ven. Las comunidades migrantes, aunque numéricamente modestas, tienen una peculiaridad: un vez instaladas en el país de llegada se reproducen a un ritmo mucho mayor que la comunidad de acogida. En suma, llegan pocos, pero una vez asentados se convierten rápidamente en muchos. Esta conducta demográfica está enormemente favorecida por la posibilidad de acceder a los servicios sanitarios occidentales (gratuitos o casi). La relevancia numérica es el punto de partida para otras operaciones: algunos grupos empiezan a crear partidos políticos étnicos, que aquí y allá se aproximan a la gestión del poder. El futuro no sólo es representado por la inquietante imagen de una Francia islamizada, como describe Michel Houellebecq en Sumisión, sino también por las proyecciones de Thilo Sazzarin sobre el futuro de Alemania. A Aibl-Eibesfeldt la política europea de inmigración le parecía ya hace más de veinte años «insensata».

La práctica del multiculturalismo es un caso espectacular de total disociación y diversidad de puntos de vista entre la esfera política y los ciudadanos. Los componentes de la primera, sobre todo en el ámbito cristiano-católico y de la izquierda, la sostiene y la aplican generosamente sin darse cuenta de que están jugando con fuego; los segundos, a juzgar por las investigaciones y los sondeos, le son amplísimamente hostiles.

* Raffaele Simone (La Tercera fase) Formas de saber que estamos...
* Raffaele Simone (El monstruo amable) ¿El mundo se vuelve de derechas?

Augusto Klappenbach (¿Se puede seguir hablando de ética?) Apuntes sobre el pasado y el presente de la filosofía moral

INTRODUCCIÓN

Decía Umberto Eco, tratando de describir los tiempos que corren: <<Yo entiendo la actitud posmodernista como la de un hombre que quiere a una mujer muy culta y sabe que no le puede decir: "te amo locamente" porque él sabe que ella sabe (y ella sabe que él sabe) que estas palabras ya han sido escritas por Barbara Cartland [por Corín Tellado, podríamos decir en versión hispánica]. Pero hay una solución. Puede decir: "Como diría Barbara Cartland, te amo locamente". En este momento, habiendo evitado una falta inocencia, habiendo dicho con claridad que ya no es posible hablar inocentemente, habrá dicho sin embargo lo que quería decirle a la mujer: que la ama, pero que la ama en una época que ha perdido la inocencia. Si la mujer acepta esta táctica, habrá recibido de cualquier forma una declaración de amor. Ninguno se sentirá inocente, los dos habrán aceptado el reto del pasado, de lo que ya se ha dicho, que no puede ser eliminado, los dos participarán en el juego de la ironía consciente y placentera... Pero los dos habrán logrado una vez más hablar de amor...>>.

Con solo sustituir el tema del amor por el de la ética, este texto refleja con bastante exactitud una actitud muy frecuente en nuestros tiempos. Como veremos más adelante, resulta imposible prescindir de la moral, cualquiera que sea su contenido; se cuela por cualquier ventana después de haber sido expulsada por la puerta. Pero ya no se puede hablar de ella ingenuamente: es necesario un rodeo que la salve de la carga de gazmoñería e hipocresía que ha adquirido en su larga vida. Palabras como virtud, vicio, deber, culpa, remordimiento, gozan hoy de una mala fama justamente adquirida. La <<virtud>> se ha identificado con una actitud negadora de la vida y el placer, con el sometimiento a las leyes y convenciones cuya única finalidad consiste en ocultar relaciones de poder y de dominio. Por el contrario, el <<vicio>> ha sido utilizado muchas veces para designar la búsqueda del goce y la libertad, la negativa a someterse a las cobardías e hipocresías de turno. El <<deber>>, por su parte, ha servido para someter la conducta de los hombres a las leyes que ocultan intereses muy concretos bajo sus solemnes abstracciones. Y así con el resto del vocabulario moral, convertido en un catálogo represivo y generador de culpas. De hecho, la culpa -junto con el miedo- se ha convertido en un instrumento de dominación más eficaz que cien ejércitos: un individuo culpable estará siempre dispuesto a expiar sus pecados y por lo tanto a someterse a la voluntad de quien representa el orden y el deber. 

Hablar de moral implica hoy una actitud irónica: todo se puede admitir menos la ingenuidad, como en el texto de Eco. Hay que evitar a toda costa la impresión de que se está repitiendo un viejo discurso con el que ya resulta difícil engañar a nadie. Pero, como decíamos antes, el tema sigue resultando inevitable. Porque entre todas las preguntas que nos podemos plantear, la pregunta por la moral es probablemente la más difícil de rehuir. Muchos problemas teóricos, científicos, filosóficos o artísticos pueden pasarse por alto: podemos vivir una vida entera sin preocuparnos demasiado por el origen del universo o la constitución de la materia o incluso por la existencia de Dios. Pero no resulta fácil dejar de plantearse la pregunta básica de cualquier moral: ¿qué debo hacer? Y también ¿por que debo hacer esto más bien que lo otro?

Ante estos problemas, este libro no pretende ser neutral. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque en un tema como el que hemos escogido existen innumerables enfoques distintos y hasta contradictorios, y resultaría fatigosamente prolijo tratar de recorrerlos todos. Desde hace más de dos mil quinientos años los filósofos se han preocupado del tema de la ética y en ese tiempo no ha quedado ninguna opción que no haya sido defendida por algún pensador. Un libro que pretendiera dar cuenta de todas ellas resultaría interminable, pesado y confuso, ya que no sería posible resumir en pocas palabras lo que a algunos filósofos les llevó una vida entera de trabajo.

Pero, además, la neutralidad es imposible. Aunque se quisieran presentar objetivamente las distintas opiniones que existen acerca del problema moral no podríamos hacerlo. La selección de los temas, el modo de presentarlos, la diversa extensión que se concedieran a uno u otro autor, dejarían traslucir las opiniones de quien lo escribe. Resulta más honesto adoptar abiertamente una postura y tratar de justificarla que hacerlo mediante rodeos. Eso sí, estableciendo un continuo diálogo con opiniones distintas. La filosofía moral, como cualquier filosofía, solo puede hacerse en continua discursión con la historia del pensamiento, representada por autores que han vivido en otros tiempos y en otras culturas y que por lo tanto aportan puntos de vista que nos impiden cerrarnos en nuestra manera de ver el mundo, como así también con autores contemporáneos que piensan de otra manera. El peor enemigo de la filosofía es el dogmatismo y las posturas sectarias y excluyentes.

Blaise Pascal (Tratados de la desesperación)

¿Cuál es la naturaleza del amor? En el hombre impera el amor propio cuya naturaleza consiste en tenerse en cuenta exclusivamente a sí mismo, y por lo tanto en amarse exclusivamente a sí mismo. Pero todo este amor propio no puede impedir que el objeto de su pasión esté cargado de defectos y de desesperación: el hombre aspira a la grandeza, pero es tan pequeño; quiere ser feliz y vive en la miseria; quiere ser perfecto, pero le definen sus imperfecciones; quiere ser escogido por el resto de hombres como el objeto de su amor y con frecuencia su manera de ser apenas cosecha desprecio y repulsa. Su verdadera condición supone un obstáculo insaciable para su amor, la verdad de su condición, la imposibilidad de negar sus defectos va segregando un odio criminal. A los hombres les gustaría destruir sus defectos, y como se ven absolutamente impotentes para hacerlo en la realidad, tratan por todos los medios a su alcance de negarla en la mente y en el conocimiento ajenos. Dicho de otro modo: se entrega a la simulación. Se convierte en un maestro del encubrimiento de sus defectos, y no sólo ante los demás, sino también ante sí mismo, pues no puede soportar que le vean tal y como es y tampoco soporta verse.
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Si ahora mismo cada uno de nosotros examinase el curso de sus pensamientos los encontraría todos entretenidos en construir el pasado y en especular sobre el futuro. Si examinásemos esos pensamientos nos daríamos cuenta de que apenas dedicamos espacio al tiempo presente, que lo empleamos apenas como una pasarela transitoria hacia el futuro. Nuestro objetivo es el porvenir. De manera que el hombre nunca vive, sólo espera vivir, y con esta predisposición obsesiva a ser dichoso en el futuro nos aseguramos no lograr serlo jamás.
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Imaginemos por un momento que se nos concede la posibilidad de contemplar cómo se formaron los lazos sociales. Al principio asistiríamos a un estado de competencia absoluto hasta que el grupo más fuerte sometiese al más débil. Una vez este grupo se ha constituido en el dueño de la sociedad no les conviene que el conflicto continúe, así que deciden ordenar la sociedad con leyes a su antojo. Unos grupos dominantes prefieren que la herencia dicte la sucesión del poder, otros recurren a la opinión de su grupo... Es en este momento cuando la imaginación empieza a desempeñar su papel. Hasta ese momento todo lo que sucedía en el mundo provenía del ejercicio de la fuerza. A partir de entonces los grupos dominantes empiezan a poyarse en la imaginación para gobernar. Los vínculos de respeto que mantienen sujeta a una sociedad son lazos imaginarios.
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La libertad absoluta nos perjudica. La dependencia absoluta nos perjudica.
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No sé de dónde vengo ni tampoco hacia dónde voy. Sólo sé que al salir por la puerta de esta muerte o bien me desintegraré en la nada o bien estaré en manos de un Dios que me juzgará. No he heredado de la tradición ni de las costumbres una respuesta sólida sobre qué va a pasarme no sobre qué opción debo temer más. Éste es el motivo de que viva empapado de incertidumbre, de que mi voluntad sea tan débil. A causa de este estado he decidido que lo más plausible será no dedicarle ni un solo pensamiento a esclarecer este asunto. Quién sabe si podría con suerte llegar a algo, da igual, no voy a cansarme por esta vía, no voy a dar un solo paso en esta dirección. Desde hoy miraré por encima del hombro a todos los que siguen inquietos por este asunto, pues sé bien que todos sus avances atraviesan los campos de la desesperación, y no son un motivo de orgullo. He decidido que abandonaré el mundo sin previsiones y que lo habitaré sin ningún miedo, viviré inmerso en un acontecimiento extraordinario, como si estuviese inmerso en algo demasiado grande como para preocuparme, y dejarme así conducir sin ofrecer la menos resistencia hacia la muerte, sumido en las dudas, sin saber cuál será mi estado en la eternidad futura.
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Un hombre mediocre es aquel que conoce la verdad pero que sólo la defiende si puede sacar algún provecho de ella. En cuanto se da cuenta de que le ha extraído todo el jugo, la deja al margen. 
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Quienes logran efectos de lenguaje forzando las palabras son como quienes hacen falsas ventanas para guardar la simetría. Su propósito no es expresarse de manera justa y sabia, sino elaborar figuras vistosas.
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La ocupación suprema del hombre es patear una pelota o perseguir una liebre. Es la que han escogido para ellos los reyes del mundo.
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Si todas la noches soñamos que vivimos perseguidos por enemigos, llegará un momento que durante el día, mientras trabajamos, estaríamos influidos por el recuerdo de esos fantasmas, de la misma manera que mientras se viaja acude el recuerdo de nuestra casa y de nuestros asuntos como una especie de sueño. Con el tiempo sufriríamos tanto que empezaríamos a temer el momento de despertar de una vida que, entretanto, se ha ido convirtiendo para nosotros en un sueño. Nos daría miedo dormir y volver a enfrentarnos a esos sueños que nos oprimen como si fuesen reales.
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En un mundo terrenal y finito no hay ninguna necesidad de pensar en lo que uno no quiere pensar.

Vittorio Possenti (La revolución biopolítica) La peligrosa alianza entre materialismo y técnica

[...] La biopolítica de rumbo augenésico acentúa la capacidad de cambio antropológico y social y de poner en crisis la dignidad de la persona, noción que sustituye por la de calidad de vida. Para la mentalidad eugenésica, el valor de la vida humana no depende de lo que se es, sino de lo que se puede hacer. En otras palabras, vuelve el problema de las <<vidas que no son dignas de ser vividas>>.

El movimiento eugenésico ha sido importante en los primeros decenios del siglo XX, y ha proliferado en bastantes estados, entre ellos, Alemania, Francia, Estados Unidos y Suecia, a menudo con tinte <<socialdemócrata>>, como una prolongación del Estado de bienestar.

Durante mucho tiempo, fue importante y soterrado el programa eugenésico de esterilización obligatoria lanzado en varios estados de Estados Unidos, empezando por Indiana, donde, en 1907, entró en vigor la primera ley de esterilización forzosa. La praxis fue introducida sucesivamente en 29 estados y continuó hasta 1979 con la aprobación de la American Eugenics Society y de diversos presidentes federales, financiada abundantemente por muchos grandes magnates. En esto fue especialmente relevante la postura de Oliver Wendell Holmes (1841-1935), juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, considerado por muchos como la figura preeminente de la historia del Derecho americano. Holmes, pensaba que era necesario mejorar la raza humana por la selección y creación de una raza elegida, incluso esterilizando a las personas con problemas mentales. En la sentencia del Tribunal Supremo en el caso Buck vs Bell (1927), redactada por Holmes, se lee: <<En mejor para todos, en lugar de esperar hasta eliminar a crías degeneradas por cometer crímenes, o dejar que se mueran de hambre por su estupidez, que la sociedad pueda deshacerse de quienes son claramente incapaces de perpetuar la especie... Tres generaciones de deficientes son ya bastantes>>. Bueno, una postura a favor de la eugenesia, ligada a convicciones naturalistas, positivistas y darwinianas de Holmes, Era la <<guerra contra los débiles>>, como la ha llamado Edwin Black en su libro The War Against the Weak: Eugenics and America´s Campaign to Create a Master Race ( editado por Basic Books en 2003).

La frase <<tres generaciones de imbéciles son ya bastantes>> fue citada por algunos jefes nazis durante los juicios de Núremberg, en su propia defensa. Estaba relacionada con la supresión, por parte de Holmes, del sentido de lo humano y de la dignidad personal: <<No veo razón para atribuir a un hombre un valor como especie diferente de la propia de un babuino o de un grano de arena... Pienso que la sacralidad de la vida humana es un ideal exclusivamente local, que no tiene validez fuera de su jurisdicción. Creo que la fuerza, atenuada hasta ahora como se ha podido por la buena educación es la última ratio... Toda sociedad se sostiene por la muerte de personas>>

Actualmente la genética tiende a desarrollarse en concreto como <<eugenesia liberal>>, que según Habermas, <<pasando por alto las diferencias entre intervenciones terapéuticas y las mejorativas, deja al gusto particular de los usuarios en el mercado la tarea de definir los objetivos de las intervenciones correctivas>>. Pero quizás también esta definición sea insuficiente, porque no se trata solo de operaciones correctivas del genoma, sino de la idea misma de vida sin calidad e indigna de ser vivida: se insiste, de hecho, en muchos lados, en la intrínseca inmoralidad de traer al mundo hijos con varias enfermedades genéticas y se construye un pretendido derecho a no nacer.

La eugenesia actual con este enfoque, suave y democrático, rechaza cualquier asomo de que la comparen con el nazismo, del cual al fin y al cabo no difiere tanto: si los nazis practicaban una eugenesia positiva con el objetivo de mejorar la raza aria, y una negativa suprimiendo las razas que consideraban inferiores y a los individuos enfermos o <<tarados>>, la eugenesia actual se fija sobre todo en no dejar nacer a los menos capaces. Se reserva la última palabra sobre cómo debería ser el hombre para que se le conceda el derecho a nacer, a pesar de que el portador de una enfermedad genética y el sano tienen el mismo derecho a la vida. La eugenesia high tech, especializada, utilitarista, refinada, sugiere que a los discapaces les cuadra el dicho: <<Mejor muertos que vivos>>. Para la mentalidad eugenésica, la solución es acabar con la enfermedad terminando con el enfermo, no hacer la guerra respetando al paciente. El tema exige decisiones atrevidas, en lo social y en lo económico, también de las políticas sanitarias con ayudas concretas a los enfermos, incluidos los genéticos.

En el proyecto eugenésico actual, el sujeto prenatal, tomado como simple bíos, queda completamente privatizado y sujeto al veredicto del dominio técnico, quien, a su vez, induce la expectativa del hijo perfecto. ¿Hemos de conceder a la técnica la última palabra sobre quién es considerado digno de vivir y quién no? Esto significa que adoptamos como criterio de admisión a la vida humana no un criterio de dignidad, sino uno de eficiencia y salud, según la medida que impone la técnica. La procreación se convierte en producción, el hijo en producto médico, el cuerpo de la mujer en un mero lugar de tránsito, perfectamente transitable por las tecnologías y que pronto se convertirá en superfluo, por el útero y los embarazos artificiales.

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