Julían Marías (Tratado sobre la convivencia) Concordia sin acuerdo

El espíritu que siempre niega

Es la definición que Goethe da del diablo: <<Der geist, der stets verneint>> el espíritu que siempre niega. Alguna vez he recordado que la palabra decisiva es <<siempre>>, lo que descubre la monotonía del diablo. <<Si o no, como Cristo nos enseña>> es un dicho popular español. Hay que decir ambas cosas, según la realidad lo requiere. La actitud diabólica es el negativismo, la negación sistemática, frente a todo, el espíritu destructor. Se ejercita muy principalmente contra lo que tiene verdadera realidad, especialmente si le pertenece la bondad.
Es el reverso de la actitud amorosa ante lo real, que puede y debe ser crítica y negar lo que sea infiel a lo exigido, precisamente por adhesión a lo que algo debe ser, tiene que ser; esa negación concreta y limitada es el instrumento que busca la perfección.

Hay individuos, grupos, organizaciones, partidos, incluso en ocasiones países enteros, que, paradójicamente, <<consisten>> en negación. Los vemos buscar algo a que oponerse, descalificar, denigrar, difamar, destruir. Están animados por una voluntad de aniquilación, que no puede realizarse, por la limitación que los afecta.

No es probable que se trate de algo <<intrínseco>> e irremediable, porque la realidad humana no lo permite. En los individuos es algo patológico, una enfermedad, que no suele ser orgánica, ni siquiera psíquica, sino más grave: personal. Casi siempre nace de un profundo descontento de uno mismo, no de lo que le ha pasado sino de lo que es; a veces el afectado por esa dolencia intenta convencerse de que la causa de su negativismo es su mala suerte, las desventuras que ha padecido, las injusticias de que ha sido objeto. Esto es falso; he conocido a algunas personas cuya vida ha sido una larga serie de contratiempos, privaciones, desgracias, pretericiones, y el resultado ha sido ejemplos admirables de conrdialidad, efusión, capacidad de entusiasmo, incluso ese fondo de alegría que procede de estar en paz con uno mismo.

El odio es algo misterioso y aterrador, que contradice la condición amorosa propia del hombre, una inversión de lo más hondo de lo humano. La envidia es la forma más frecuente e intensa de esa actitud; pero no se la debe confundir con la ambición; la rivalidad, la emulación, que hace mirar con malos ojos a los que <<hacen sombra>>, tiene más éxito o simplemente son superiores. Hay formas casi normales de envidia, repugnantes pero a úlitma hora veniales. La verdadera envidia es universal: se extiende a las actividades o condiciones más ajenas. La mueve ese extraño <<rencor contra la excelencia>> que es uno de los aspectos más sombríos de las tentaciones humanas.

En la vida colectiva, la negatividad adquiere formas muy diversas. Suele tener, como casi todos los fenómenos sociales, un origen individual; procede de una persona, o unas cuentas ligadas por vínculos muy estrechos, con los rasgos que acabo de mencionar, que se comunica o contagia a otros, tal vez en gran número. Acontece entonces un proceso de <<socialización>>: principios, normas, disciplína, hasta llegar a una <<vigencia>> más o menos coactiva.

El punto de partida puede ser la defensa de ciertos intereses identificados con un grupo étnico, económico, ideológico, religioso. Se da por supuesto algo que <<hay que aceptar>> y que puede ser discutible o simplemente verosímil. Una actividad de proselitismo provoca el contagio de lo que originalmente era muy limitado. Se desarrolla una <<lealtad>> a aquello que normalmente no se aceptaría, peor cuyo rechazo se interpreta como <<traición>>. Nadie se atreve a no estar en el círculo de los <<elegidos>>.

* Julían Marías (Razón de la filosofía)
* Julían Marías (Mapa del mundo personal)

El alma del mundo (Frédéric Lenoir)

Uno de los sabios tomó la palabra: <<Cultivad la prudencia. No seáis temerarios ni impulsivos. Reflexionad bien antes de actuar y medid las consecuencias de vuestros actos. Pero la prudencia no es ni falta de audacia ni pusilanimidad. Ser prudente significa dar pruebas de lucidez y de responsabilidad antes de actuar. Algo que puede evitar bastantes sinsabores>>.


Uno de lo sabios tomó la palabra: <<Un viejo rey acaba de morir. su hijo sube al trono para sucederlo. Consciente de su ignorancia, convoca a los hombres más sabios del reino. Les pide que recorran el mundo para traerle toda la ciencia y la sabiduría conocidas en esa época. Regresan dieciséis años después cargados con libros en todos los idiomas. El rey se da cuenta de que una sola vida no sería suficiente para leer, comprender y aprender todo. Pide, pues, a los eruditos que lean los libros en su lugar, que extraigan lo esencial de ellos y redacten para cada ciencia una obra sencilla.

<<Los sabios tardan otros dieciséis años en construir una biblioteca con los resúmenes de toda la ciencia y de toda la sabiduría humana. El rey es un anciano y sabe que no le queda tiempo para leer e integrar todas esas obras. Pide entonces a los sabios que escriban un artículo por cada ciencia, resumiendo lo esencial. Pasan ocho años más. Cansado y enfermo, el rey pide a cada uno de ellos que sintetice rápidamente el artículo en una frase. Cuatro años más son necesarios para realizar esa tarea.

<<Al final, escriben un solo libro que contiene una sola frase de cada una de las ciencias y sabidurías del mundo. Al consejero más anciano que le entrega dicha obra, el rey moribundo le murmura: "Dame una sola frase que resuma toda esta ciencia, toda esta sabiduría.
¡Solo una, antes de que me muera!".
<<Majestad -dice el consejero-, toda la sabiduría del mundo cabe en tres palabras: vivir el instante">>.

Uno de los sabios tomó la palabra: <<"El mundo es un vaso espiritual que no se puede manipular. Quien lo manipule, lo destruirá, quien lo retiene, lo perderá", dijo un maestro de la sabiduría de la Antigüedad. El hombre moderno tiene la pretensión de querer controlar totalmente su vida y su entorno. Pero, al querer dominar el mundo, éste se le escapa y se rebela por medio de numerosos desórdenes naturales. Y al querer dominar todo lo de su vida está también se le escapa desarrollando numerosas enfermedades físicas y psíquicas.>>.

Félix de Azúa (Contra Jeremías) Artículos políticos

Tras la ruina, cambio de costumbres

Nadie tiene ni idea de cómo será el mundo cuando comience de nuevo a girar y los medios de persuasión nos orden un cambio de lenguaje. Para explicar el final del actual expolio bancario suelen emplear una fórmula curiosa: <<la salida de la crisis>>. Los gerentes quieren dar a entender que eso llamado <<crisis>> es una enfermedad infantil: primero grandes ataques de fiebre, luego estabilidad y al poco regresa la salud para cargar de energía a ese niño que ahora es un adulto. La metáfora, sin embargo, es beocia. Nada de enfermedad. A lo que más se parece es a una guerra, aunque de momento los muertos sólo sean económicos.

Nunca se ha visto una súbita ruina que no vaya seguido por un notable cambio social. Las decadencias financieras graves suelen acompañarse de guerras devastadoras para la población, pero muy ventajosas para la élite de los negocios. Supongamos, sin embargo, que en este caso a la ruina no se le suceda la inyección lucrativa de una guerra mundial. ¿Qué sucederá cuando cambie el vocabulario? La crisis de los años treinta propició los totalitarismos fascista y comunista que se midieron en la Segunda Guerra Mundial y cuyos efectos económicos dieron el poder global a Estados Unidos en estudiado reparto con la Unión Soviética. Ha sido un largo ciclo: todavía vivimos los restos de aquella guerra (fría). La mayoría de los políticos actuales mantienen el vocabulario del siglo pasado: nacionalismo, izquierda y derecha, rojos y azules, demócratas y fachas... No en vano casi todos se educaron políticamente en el totalitarismo. Los más jóvenes carecen de lenguaje propio y sorprende su escasa pericia para usar frases compuestas.

Mientras dure la sí llamada <<crisis>> se va a forjar el vocabulario del futuro y sin duda los políticos de la próxima década se verán obligados a cambiar de retórica. Nadi sabe, por ejemplo, cómo podrán seguir amparando al sistema financiero que en último término controla los mecanismos democráticos. ¡Qué discurso podrán en pie para justificar el fracaso financiero? ¿Y sus sueldos?

Ul libro reciente (Jan de Vries), The Industrious Revolution, Cambridge UP) estudia un fenómeno similar que tuvo lugar en el comienzo de la edad moderna. Lo cierto es que todavía nadie puede explicar de un modo convincente por qué a mediados del siglo XVII se dio una mutación tan súbita y general. El caso es que en menos de cien años la sociedad tradicional que había vivido básicamente de lo que producían unas células familiares casi autárquicas se convirtió en una sociedad que compraba fuera del hogar (en el mercado) multitud de objetos innecesarios. El proceso comenzó hacia 1650 en los Países Bajos, Gran Bretaña y las colonias americanas, pero se extendió luego al mundo entero.

Lo chocante es que esa transformación no tiene explicación racional alguna. De nuevo nos topamos con frases tan vacías como nuestra <<crisis de confianza>> que no explica nada. En el barroco la palabra es <<deseo>>. De pronto y sin razón discernible, las familias comenzaron a desear vajillas, cubertería, trajes más calientes y hermosos, cortinas en las ventanas, carruajes, lavabos, jabón, ropa interior, dieta variada... lujos que habían sido considerados pecaminosos en las familias pobres o de clase media y que las iglesias habían combatido como caprichos impíos. 

Para dejar de vivir con lo que producían y acceder a un excedente que permitiera comprar lujo y confort, las familias urbanas pusieron a trabajar a las mujeres y los hijos. Las hijas ingresaron en la servidumbre. Los hombres ampliaron sus jornadas laborales. Se redujo el horario dedicado a las prácticas religiosas. Las mujeres comenzaron a dominar algunas técnicas, sobre todo textiles. En fin, el conjunto de cambios fue extenso y lo mejor será que lean al doctor De Vries. Lo que nos importa es que ese <<imperioso deseo>> (una <<crisis de confianza>> a la inversa) se afianzó con la Revolución francesa y poco después la revolución industrial aumentaría exponencialmente un proceso que se alargó de 1650 a 1850.

La <<crisis>> barroca no sólo creó la llamada <<edad moderna>>, también hundió las cuentas del clero y el prestigio de los intelectuales, todos ellos enemigos feroces del dispendio y del lujo. Hay que esperar a Mandeville y a Adam Smith para oír hablar a favor del deseo, del dispendio, del mercado y del confort. Es asombroso que el primer relato de este proceso moderno aparezca en España.  Don Quijote es un ilustrado tradicionalista (hoy estaría en Izquierda Unida) que quiere defender la poesía del mundo heroico, pero se rompe la crisma una y otra vez contra el mundo prosaico, moderno, práctico y ajeno a los milagros, los torneos, los gigantes y las doncellas desvalidas.

Nuestra crisis no parece muy distinta de la barroca, aunque sólo estemos en su inicio. ¿Cómo será el mundo que emerja de esta mutación? ¿Y dónde tendrá su centro? ¿Seguirá hablando inglés? ¿Y regalando teléfonos móviles a sus niños? ¿O quizás nos espera algo más interesante? ¿Las unidad de los ciudadanos contra la casta bancaria y sus lacayos políticos? ¿Partidos que defiendan al votante en lugar de exprimirlos? ¿Reaparición de la guerrilla urbana? ¿La extinción del automóvil privado? ¿Un nuevo totalitarismo? En todo caso, hay algo seguro: dentro de cinco años no nos reconocerá ni nuestra madre.

* Félix de Azúa (Lecturas compulsivas) Una invitación
Félix de Azúa (Autobiografía de papel)

Daniel Bell (Las contradicciones culturales del capitalismo)

La economía es el arte de asignar recursos escasos a demandas rivales. La fantasía del marxismo fue la idea de que en el comunismo se "aboliría" la economía; esta era la razón por la cual no era necesario pensar en cuestiones como los privilegios relativos y la justicia social. Pero el quid es que todavía debemos pensar en términos de economía, y probablemente siempre habrá que hacerlo. La cuestión, pues, es si podemos llegar a un conjunto de reglas normativas que traten de proteger la libertad, compensar las realizaciones y fortalecer el bien social, dentro de las limitaciones de la "economía".
En estos ensayos propongo la idea de un hogar público; no de un tercer sector junto al hogar doméstico y la economía de mercado, sino una esfera que abarque a ambos y trate de utilizar los mecanismos del mercado allí donde es posible, pero dentro del marco explícito de objetivos sociales. Es una concepción liberal, por la creencia de que el individuo debe ser la unidad primaria de la sociedad civil y de que el logro individual debe tener una justa recompensa. Pero lo que intento hacer es separar el liberalismo político de la sociedad burguesa. Históricamente, estuvieron asociados, en su origen, pero uno no dependen del otro. De hecho, el liberalismo político es una filosofía que ha sufrido haber sido usada para justificar las pretensiones irrestrictas de los apetitos económicos privados. El problema del hogar público es cómo juzgar las pretensiones de un grupo frente a otro, cuando ambos tienen razón; sopesar las pretensiones de las personas como miembros de grupos, frente a los derechos individuales; equilibrar la libertad y la igualdad, la equidad y la eficacia. El punto de partida, creo, debe ser el reconocimiento del carácter público de los recuros y necesidades (no los deseos), y el principio de las diferencias relevantes para decidir sobre la justicia de pretensiones diversas. Estas son las intenciones del ensayo, principal de la sección sobre el orden político.

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Fuentes de inestabilidad

La cuestión fundamental para todo sistema político -y este es el triunfo de Marx Weber sobre Marx en el pensamiento comtemporáneo- es la legitimidad del sistema. Como ha escrito S.M. Lipset:

     La legitimidad supone la capacidad del sistema para engendrar y mantener la creencia de que las instituciones políticas son las más apropiadas para la sociedad. El grado en que los sitsemas políticos democráticos contemporáneos sean legítimos dependerá en gran medida de las maneras en que hayan sido resueltos los problemas funtamentales que han dividido históricamente la sociedad.
     Mientras que la efectividad es primariamente instrumental, la legitimidad es evaluativa. Los grupos consideran un sistema político legítimo según el modo en que sus valores se ajusta a los suyos.


Si examinamos la sociedad política occidental en el siglo XX, podemos identificar al menos siete factores que, en variadas combinaciones, han provocado la inestabilidad social y la consiguiente pérdida de legitimidad del sistema político.

1) La existencia de un problema "insoluble". El problema de la desocupación del decenio de 1930 fue contemplado por la mayoría de las sociedades como insoluble. Evientemente, pocos de los regímenes democráticos burgueses sabían qué hacer para combatir la crisis económica. Toda la sociedad occidental estaba sumergida en la crisis por entonces. Solo la aceptación de políticas económicas heterodoxas permitieron a estas economías recuperarse. La crisis, obviamente, fue una de las fuerzas que llevaron al fascismo en el decenio de 1930.

2) La existencia de un estancamiento parlamentario. En Italia, Portugal y España, en las décadas de 1920 a 1930, la persistencia de un estancamiento parlamentario, creado por la polarización de fuerzas en la sociedad, impidió todo gobierno efectivo y contribuyó a crear una sensación de desesperanza en el pueblo que cristalizó en la acción de masas, el dictador o el golpe militar.

3) El crecimiento de la violencia privada. En Alemania y en otros países, la creación de "ejercitos" privados y el aumento de la violencia desatada en las calles, no controlada por el gobierno, llevó a la quiebra de la autoridad.

4) La disparidad de sectores. La rápida industralización en algunas zonas y el retraso agrícola en gran escala en otras han llevado a una continua inestabilidad.

5) Los conflictos multirraciales o multitribales. Fuentes obvias de inestabilidad han sido los conflictos en la India entre hindúes y musulmanes antes de la partición, y posteriormente entre diferentes grupos lingüísticos; en Nigeria, entre las regiones que representan a diferentes tribus; en Bélgica, entre flamencos y valones; en Canadá, entre ingleses y franceses, etc.

6) La alienación de la intelectualidad.  Las élites culturales son portadoras de los símbolos integradores de la sociedad, y el desencanto de esos grupos ha sido característica de casi toda situación revolucionaria. La derrota de Batista fue en gran medida el resultado de la oposición al régimen de las clases medias de la sociedad cubana.

7) La humillación de la guerra. La derora aplastante a menudo provoca el derrumbe de un sistema político, como ocurrió en la Alemania imperial y la Rusia zarista, pero una derrota parcial (o que se siente humillante) puede ser igualmente desintegradora. La derrota de Rusia por Japón en 1905, que fue el primer caso de una potencia occidental derrotada por una nación oriental desde las invasiones de Gengis Kan y Tamerlán, significó una gran humillación psicológica para el país. En América latina, la primera revolución desde que los mexicanos derrocaran al anciano dictador Porfirio Díaz (en 1910) se produjo solo en 1952, con la revolución nacional boliviana, a pesar del surgimiento anterior de movimientos socialistas, comunistas, populistas e indigenistas, entre las dos guerras mundiales y durante la crisis.  Sobrevino después de la derrota del país en la Guerra del Chaco, derrota que sacudió las expectaciones y los valores corrientes de la sociedad y llevó a la masa de jóvenes blancos de clase media, y cholos a rechazar completamente la política y los partidos tradicionales.

Esta lista no es exhaustiva, pero resume la principal experiencia política del siglo. Dentro de este marco, ¿qué podemos decir de los Estados Unidos y, más especificamente, de los factores que podemos identificar como fuentes de inestabilidad y tensiones: la guerra de Vietnam, la alienación de la juventud, el rencor de los negros y la multiplicidad de problemas sociales que se derivan de los cambios estructurales de la sociedad? ¿Cuáles de estos son "solubles", y en qué condiciones? Cuáles encierran un potencial para engendrar futuras tensiones?

Tzvetan Todorov (Los abusos de la memoria)

En primer lugar, hay que señalar que la representación del pasado es constitutiva no sólo de la identidad individual -la persona está hecha de sus propias imágenes acerca de sí misma-, sino también de la identidad colectiva. Ahora bien, guste o no, la mayoría de los seres humanos experimentan la necesidad de sentir su pertenencia a un grupo: así es como encuentran el medio más inmediato de obtener el reconocimiento de su existencia, indispensable para todos y cada uno. Yo soy católico, o de Berry, o campesino, o comunista: soy alguien, no corro el riesgo de ser engullido por la nada.

Incluso si no somos particularmente perspicaces, no podemos no darnos cuenta de que el mundo contemporáneo evoluciona hacia una mayor homogeneidad y uniformidad, y que esta evolución perjudica a las identidades y pertenencias tradicionales. Homogeneización en el interior de nuestras sociedades debida, en primer lugar, a un aumento de la clase media, a la necesaria movilidad social y geográfica de sus miembros, y a la extinción de la guerra civil ideológica (los <<excluidos>> por su parte, no desean reivindicar su nueva identidad). Pero también uniformidad entre sociedades, a consecuencia de la circulación internacional acelerada de las informaciones, de los bienes de consumo cultural (emisiones de radio y televisión) y de las personas. La combinación de las dos condiciones -necesidad de una identidad colectiva, destrucción de identidades tradicionales- es responsable, en parte, del nuevo culto a la memoria: al constituir un pasado común, podemos beneficiarnos del reconocimiento debido al grupo. El recurso del pasado es especialmente útil cuando las pertenencias son reivindicadas por primera vez: <<yo me declaro de raza negra, del género femenino, de la comunidad de homosexual, siendo por tanto preciso que yo sepa quiénes son>>. Las nuevas reivindicaciones serán tanto más vehementes cuanto más se sienta que van a contracorriente.

Otra razón para preocuparme por el pasado es que ello nos permite desentendernos del presente, procurándonos además los beneficios de la buena conciencia. Recordar ahora con minuciosidad los sufrimientos pasados, nos hace quizá vigilantes en relación con Hitler o Petain, pero además nos permite ignorar las amenazas -ya que éstas no cuentan con los mismos actores ni toman las mismas formas-. Denunciar las debilidades de un hombre de Vichy me hace aparecer como un bravo combatiente por la memoria y por la justicia, sin exponerme a peligro alguno ni obligarme a a sumir mis eventuales responsabilidades fente a las miserias actuales. Conmemorar a las víctimas del pasado es gratificador, mientras que resulta incómodo ocuparse de las de hoy en día: <<A falta de emprender una acción real contra el "fascismo" actual, sea real o fantasmagórico, el ataque se dirige resueltamente contra el fascismo de ayer>>. Esta exoneración de las preocupaciones actuales mediante la memoria del pasado puede ir más lejos incluso: como escribe Rezvani en una de sus novelas, <<la memoria de nuestros duelos nos impide prestar atención a los sufrimientos de los demás, justificando nuestros actos de ahora en nombre de los pasados sufrimientos>>. Los serbios, en Croacia y en Bosnia, recuerdan de muy buen grado las injusticias de las que fueron víctimas sus antepasados, porque ese recuerdo les permite olvidar -eso esperan- las agresiones por las que se convierten ahora en culpables; y no son los únicos en actuar de ese modo.

Una última razón para el nuevo culto a la memoria sería que sus practicantes se aseguran así algunos privilegios en el seno de la sociedad. Un antiguo combatiente, un antiguo miembro de la Resistencia, un antiguo héroe no desea que su pasado heroísmo sea ignorado, algo muy normal después de todo. Lo que es más sorprendente, al menos a primera vista, es la necesidad experimentada por otros individuos o grupos de reconocerse en el papel de víctimas pasadas, y de querer asumirlo en el presente. ¿Qué podría parecer agradable en el hecho de ser víctima? Nada, en realidad. Pero si nadie quiere ser una víctima, todos, en cambio, quieren haberlo sido, sin serlo más; aspiran al estatuto de víctima. La vida privada conoce bien ese guión: un miembro de la familia hace suyo el papel de víctima porque, en consecuencia, puede atribuir a quines le rodean, el papel muchos menos envidiable de culpables. Haber sido víctima da derecho a quejarse, a protestar y a pedir; excepto si queda roto cualquier vínculo, los demás se sienten obligados a satisfacer nuestras peticiones. Es más ventajoso seguir en el papel de víctima que recibir una reparación por el daño sufrido (suponiendo que el daño sea real): en lugar de una satisfacción puntual, conservamos un privilegio permanente, asegurándonos la atención y, por tanto, el reconocimiento de los demás.

Algo cierto en el caso de los individuos y más aún en el de los grupos. Si se consigue establecer de manera convincente que un grupo fue víctima de la injusticia en el pasado, esto le abre en el presente una línea de crédito inagotable [...]

* Tzvetan Todorov (Los enemigos íntimos de la democracia)
* Tzvetan Todorov (Elogio de lo cotidiano)
*Tzvetan Todorov (El espíritu de la Ilustración)
Tzvetan Todorov (El miedo a los bárbaros)

Antonio Muñoz Molina (Todo lo que era sólido)

Tan sólo unos años después de enfrentarse en la Segunda Mundial, los franceses y los alemanes fueron capaces de ponerse de acuerdo para crear el germen de la Unión Europea: no debería ser descabellado que los caciques de la clase política española y los sectores más politizados de la ciudadanía alcanzaran ciertos acuerdos fundamentales después de casi treinta y cinco años de democracia. Necesitamos en la misma madida cambios politicos y legales de gran escala y decisiones de estricta soberanía personal.

Quizá sería útil, para empezar, una rebaja general y limitada de las identidades, un tránsito de las firmezas rocosas a la ductilidad de los fluidos, de la pureza a la mezcla, del monolitismo al pluralismo. Una rebaja nada más, no una renuncia, ni muchos menos una apostasía: que todo el mundo acepte ser un poco menos de lo que ya es, quizás un veinte o un veinticinco por ciento. No es preciso imitar al Sancho Panza de los tres dedos de enjundia de cristiano viejo. Con dos dedos, con un dedo, quizás también sería suficiente. A un partidario vehemente de la españolidad no le perjudicará en nada ser un veinte por ciento menos español, y en cambio le permitirá entenderse con un vasco o un catalán que hayan diluido en proporción semejante sus identidades respectivas. Por rebajar su izquierdismo en un veinte por ciento un militante de izquierdas no se convertirá en traidor de clase, pero estará quizás más capacitado para llegar a un acuerdo práctico con quien no piensa lo mismo que él. Incluso cualquiera de los numerosos artistas o literatos geniales que abundan en nuestro país le sería saludable reducir un veinte o un veinticinco por ciento sus genialidades respectivas.

No se trata de renunciar a lo que uno es: es aceptar la parte en la que nos parecemos a otros, lo que tenemos en común que nos constituye tanto como lo que nos diferencia. Habrá que hacer ahora pedagogía democrática aplazada de la aceptación verdadera del otro, la fraternidad objetiva de la ciudadanía por encima de la consanguineidad de la tribu. Aceptarnos no es claudicar de nuestros ideales, sino aceptar la realidad, y por lo tanto renunciar al delirio. El creyente tendrá que aceptar la existencia de los no creyentes y el republicano de los monárquicos. Los partidarios de la unidad de España tendrán que habituarse a la convivencia con los independentistas, y reconocer que si en algún momento obtienen una mayoría decisiva se les ofrecerá la posibilidad de marcharse. Y pase lo que pase, incluso después de ganada la independencia, no desaparecerán de la noche a la mañana del nuevo país lo que todavía se sientan leales al país anterior, o los que no quieran elegir el uno y el otro. Es una vulgaridad decirlo, pero a veces da la impresión de que todavía no nos hemos enterado: estamos, literalmente, condenados a entendernos.

En la Guerra Civil, los dirigentes de cada bando actuaban como si los partidarios del otro no tuvieran derecho a existir o pudieran ser eliminados. Durante una posguerra que no parecía terminar nunca el general Franco y los suyos ejercieron su tiranía como si la mitad vencida del país pudiera ser amputada, sin concederles nunca ni una sombra de legitimidad. La retórica cuartelaria de la victoria se mantuvo invariable hasta más allá de la muerte del tirano. Pero como no podemos borrarnos mutuamente del mapa ni actuar como si los otros no existieran tendremos que aceptar de una vez y en serio la necesidad de convivencia. Y para convivir tendremos que reconocer lo que son las primeras letras de nuestro abecedario nunca aprendido de la democracia, no sólo que el otro existe y tiene derecho pleno a su posición y no puede ser suprimido o borrado sino que además resulta que tenemos en común con él más cosas de las que nos gustaría aceptar.

Y también que todos somos cambiantes por naturaleza y a poco que nos dejemos influir por lo nuevo y lo desconocido, por las informaciones con las que antes no contábamos y las opiniones de otras personas que nos merecen respeto: dejarse influir y dejarse fluir uno mismo, no enquistarse en el caparazón de lo inamovible que no se sabe por qué suele ser tan prestigioso en España, donde se celebra como un mérito no cambiar nunca, permanecer fiel a convicciones invariables, y donde al que cambia fácilmente se le acusa de desleal o traidor.

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