Roger Scruton (Conservadurismo)

El impacto del socialismo

Para cuando concluyó la Primera Guerra Mundial, el conservadurismo cultural bosquejado en el anterior capítulo había dejado de presentar un programa político coherente. La desconfianza hacia la antigua civilización europea, con su sociedad rural supuestamente orgánica y su alta cultura cristiana, se había generalizado, y se la consideraba incapaz de guiar a los pueblos hacia el futuro. No era más que una idea evanescente, que no soportaría la fulminante mirada de la política, y que solo serviría para desplegarse de vez en cuando con cuidado, igual que un pergamino frágil a la luz titubeante de la literatura.  En ningún lugar era más evidente esto que en el antiguo Imperio austrohúngaro, donde comenzó la guerra, y donde el antiguo orden se hundió por completo tras la derrota de Alemania y Austria. En Viena y en sus territorios dependientes surgió una literatura del duelo, sin parangón en la época moderna. Obras como El mundo de ayer, que Stefan Zweig comenzó a escribir en 1934, El hombre sin atributos, de Robert Musil, publicado póstumamente en 1940, o La marcha Radetzky, de Joseph Roth (1932), rememoraban un orden social añorado, que también había ordenado el alma. Por su parte, las Elegías de Duino, de Rainer Maria Rilke, publicadas en 1923, pero escritas desde 1912, plasmaron el mayor afán de la literatura moderna por encontrarle un sentido a algo, replegándose en la vida interior tras la pérdida de los pilares de la sociedad y la religión, y con el «yo» milagrosamente en pie, como un campanario entre las ruinas de todo aquello que un día lo rodeó.

A pesar de los desastres del siglo XX, una parte por su causa, esta vertiente del conservadurismo cultural sigue atrayendo a algunas de las mentes más brillantes de Europa y Estados Unidos, y se mantiene como una corriente vigorosa, aunque melancólica, en el arte y la literatura contemporáneos.  Pero, a finales del siglo XIX, la filosofía política conservadora había tomado otro rumbo. En su forma original, descrita en los dos primeros capítulos, el conservadurismo era una respuesta al liberalismo clásico, como una especie de «sí, pero...» que replicaba al «sí» de la soberanía popular, defendía la herencia frente a la innovación radical, e insistía en que la liberación del individuo no podía alcanzarse sin preservar las costumbres e instituciones a las que amenazaba el énfasis unívoco en la libertad y la igualdad. El conservadurismo ya había comenzado a definirse de otro modo, como una contestación a las elucubraciones desaforadas que buscaban una sociedad más justa, y que debía poner en práctica un estado de nuevo cuño. En este duelo el conservadurismo, en gran medida, se vio convertido en el verdadero defensor de la libertad en contra de lo que era, en el mejor de los casos, un gobierno burocrático creciente y, en el peor —como en la Unión Soviética—, una tiranía aún más criminal que la de los jacobinos de la Francia revolucionaria. 

Durante la disputa con el socialismo y sus partidarios igualitaristas en Estados Unidos, la palabra «libertad» cambió de significado, asunto sobre el que ya me he detenido en el capítulo 1. Es importante comprender esta evolución, ya que ha transformado por completo tanto el lenguaje como la práctica política en Estados Unidos, y también en el resto de Occidente. El liberalismo clásico de Locke, Montesquieu y Smith fue una defensa de la soberanía individual contra el poder del estado, y promovió la limitación gubernamental, la propiedad privada, la economía de mercado y la libre asociación. En el uso popular estadounidense actual, «liberalismo» significa liberalismo de izquierdas —no debe confundirse con el neoliberalismo del que hablaré en el siguiente capítulo—, y contrasta expresamente con el «conservadurismo». Según este uso, liberal es el que se decanta conscientemente por los menos privilegiados, defiende los intereses de las minorías y los grupos sociales en exclusión, confía en el uso del poder del estado para alcanzar la justicia social y, con toda probabilidad, comparte los valores igualitarios y seculares de los socialistas del siglo XIX. El liberal americano, desde luego, no repudia el poder estatal, siempre que lo ejerzan liberales y lo hagan en contra de los conservadores. El que abogue por el liberalismo clásico es hoy susceptible de verse tildado de conservador, a causa de la asociación entre liberalismo clásico y el libre mercado, y de la pugna entre individualismo liberal y la cultura de la dependencia aneja al estado del bienestar. El lector será consciente de las implicaciones de esta confusión, por lo que resulta mejor dejarlas de lado y limitarse a reconocer que, en su batalla contra el socialismo, el liberal clásico y el conservador están hoy del mismo lado. 

Todo esto contribuye a explicar por qué Friedrich von Hayek (1899-1993), que plasmó sus ideas en Los fundamentos de la libertad (1961), añadió a ese libro un apéndice titulado «Por qué no soy conservador», a pesar de haberse convertido en el héroe intelectual de este movimiento con la publicación de su Camino de servidumbre al final de la Segunda Guerra Mundial. Durante toda su vida, Hayek reclamó su lugar en la tradición liberal clásica, y achacó la verdadera responsabilidad por las crisis que llevaron a las dos guerras mundiales al crecimiento incesante del poder del estado, y a sus abusos para llegar a metas inalcanzables. «Justicia social» era el título de uno de estos objetivos, y Hayek lo etiquetó expresamente como neolengua, una herramienta para imponer la injusticia a gran escala en nombre de su antónimo. 

[...] El argumento fundacional de las teorías de Hayek es el que desarrollaron Mises y otros miembros de la escuela austriaca, durante lo que se conoció como el «debate del cálculo económico» sobre la viabilidad de un sistema económico socialista. Para funcionar adecuadamente, este sistema debía recoger información sobre los deseos de las personas y lo que están dispuestos a dar a cambio. En una economía planificada, los precios deberían reflejar esa información, pero ¿cómo se puede calcular de antemano, y antes de que las personas interactúen en intercambios libres, que son los que revelan la naturaleza y el alcance de sus deseos?

Toda interacción social requiere datos sobre los deseos y necesidades de un número indefinido de personas, y también exige soluciones espontáneas a sus problemas, En un mercado libre, el precio de un bien está determinado por la suma de las demandas que recibe, y no existe mejor indicador del sacrificio que las personas están dispuestas a realizar para obtenerlo que el precio que se le imputa en un régimen de libre mercado. La información que refleja un precio es social, dinámica y práctica, e indica qué se debe hacer para satisfacer los deseos remotos de desconocidos; además fluctúa para responder a los cambios en los deseos y necesidades. No hay una sola mente que pueda contener toda esta información, porque está disponible únicamente durante el proceso de intercambio en una sociedad en la que las personas son libres de comprar y vender, y cualquier interferencia con el mecanismo de mercado acaba con la información como una serie estática de datos, es invariablemente irracional, porque al fijar las directrices y parámetros de la actividad económica acaba con la información de la que depende. 

[...] Para justificarse, la planificación socialista recluta a las instituciones, e incluso al lenguaje, para sus fines, y lo hace describiendo, por ejemplo, la igualdad económica obligatoria a la que aspira como «justicia social», aunque solo pueda alcanzarse mediante la expropiación injusta de los activos mediante acuerdos libres. El verdadero significado de la justicia, expone Hayek, es el que dio Aristóteles y siguió el latino Ulpiano en su compilación de leyes: la práctica de darle a cada uno lo que le es debido. La palabra «social» —un cajón de sastre— despoja de significado a la palabra «justicia». La «justicia social» no es una forma de justicia, en ningún caso, sino una forma de corrupción moral, porque supone recompensar a las personas por su conducta ineficaz, por la desatención a su propio bienestar y al de sus familias, por la ruptura de los acuerdos y por la explotación a la que someten a sus patronos. 

Scruton, Roger (Usos del pesimismo) El peligro de la falsa esperanza
Scruton, Roger (Sobre la naturaleza humana)
Scruton, Roger (Pensadores de la nueva izquierda)

Rüdiger Safranski (Ser único) Un desafío existencial

A la sombra de la época de las masas

«Ya vuestro número es una profanación», escribió Stefan George.

Georg Simmel y Max Weber habían tomado como pauta a Stefan George, el artista individual; Ricarda Huch marcó distancias con él; pero los tres estaban dispuestos a aceptar el reto que plantea el fenómeno de masas y de lo masivo. Simmel con el postulado de la «ley individual», Max Weber con su teoría de la racionalización y con el «demonio interior» y Ricarda Huch mediante su crítica de la «despersonalización».

La época de las masas había empezando realmente, impulsada por el desarrollo industrial. Las ciudades crecieron con una rapidez nunca alcanzada en el pasado; se produjeron inauditas concentraciones de seres humanos en los lugares de trabajo y en los barrios de viviendas. Los trenes y la motorización condujeron a un aumento explosivo del tráfico. Y los medios de comunicación técnica —radio, prensa, teléfono— se desarrollaron con suma rapidez en el primer tercio del siglo XX y empezaron a penetrar la vida cotidiana. Se diseña una nueva cualidad de la conexión reticular.

Siempre se había vivido en sociedad, y ya pronto se había difundido la sospecha de que eso no le sienta especialmente bien al individuo, por más que, como es natural, está abocado a la sociedad. Ya Solón dijo que cada ateniense particular es por lo general una zorra astuta, pero si tuvieran juntos varios de ellos serían tontos como ovejas o peligrosos como animales de rapiña. 

Si esto ya tiene validez para relaciones sociales que podemos abarcar con nuestra mirada, la tiene tanto más para las masas anónimas, que en el siglo XIX entran en el escenario social. De este fenómeno históricamente nuevo surge algo seductor y a la vez amenazador. Baudelaire, Poe y Maupassant fueron los primeros que describieron de manera impresionante esa ambivalencia. Baudelaire escribe:

El paseante solitario y pensativo saca de esta comunidad que lo abarca todo una embriaguez sorprendente. El que fácilmente se desposa con la masa, conoce los disfrutes febriles que al egoísta, cerrado como una maleta, y al indolente, encerrado como una ostra, les son prohibidos para siempre [...].

[...] La masa necesita un caudillo, un «hipnotizador», del que parte el influjo. Pero también de la masa misma sale una fuerte acción, que contagia a los miembros entre sí con los efectos hipnóticos. El resultado recibe en Le Bon el nombre de «encantamiento», que se produce mediante la subyugación de un caudillo por el efecto de la comunidad de contagio. Así se saca a la vida el «alma de la masa», cuyas peculiaridades describe Le Bon. Ella está dominada por imágenes. Las dudas le son ajenas, y se entrega tan solo a sentimientos con una dirección inequívoca, con fuertes polarizaciones: bien y mal, nosotros y los otros, amigos y enemigos. Busca chivos expiatorios y es receptiva para teorías conspiratorias de todo tipo. No conoce la duda de sí misma. Vive envuelta en fantasmas y no puede soportar mucha realidad, pero demuestra también que el delirio puede tener fuerza de producir realidades. El alma de las masas es conservadora, depende de lo acostumbrado y está llena de miedo a lo nuevo. Está dominada por el pasado, no por el futuro.

Normalmente, en la masa, el individuo se hunde por debajo de su nivel intelectual y moral, pero, según Le Bon, a veces también es impulsado más allá de sí mismos hasta llegar al propio sacrificio: «Verdaderamente no es la utilidad propia la que condujo a las masas a tantas guerras, que eran incomprensibles para su entendimiento, y en las que se dejó masacrar con facilidad, como las alondras que son hipnotizadas mediante el espejo del cazador» [...].

[...] Masa y poder va mucho más allá de los trabajos anteriores sobre la psicología de las masas. Canetti se convirtió en arqueólogo y etnólogo de los instintos de las masas y diseñó toda una morfología de las maneras de formarse estas: las masas fugitivas, la masa lenta de las procesiones y los desfiles, las masas paralizadas y meditativas en la iglesia y en los conciertos, cuando los congregados pueden de manera sustitutiva cantar o aplaudir; las masas en el ring excitante de las arenas y en otras plazas, sin olvidar las masas invisibles de los muertos y las masas imaginarias en la fantasía y en los medios de comunicación. Canetti describe cómo el individuo se transforma en medio de esos acontecimientos masivos. Sobre la llamada «masa de acoso», especialmente actual hoy bajo la forma de linchamiento digital (los «Shitstorms)», escribe:

Un asesinato sin peligro, permitido, recomendado y compartido con muchos otros es irresistible para la gran mayoría de los hombres. Sobre esto hemos de decir que la amenaza de muerte, bajo la cual se hallan todos los hombres y que siempre está presente bajo algún revestimiento, aunque no esté sometida a examen de manera continua, convierte en necesidad la desviación de la muerte a otros. La formación de masas de acoso concuerda con este ejemplo.

En la masa, bajo el poder de contagio y la protección del anonimato, el hombre es capaz de hacer cosas que él nunca haría como individuo. ¿Cómo se llega a esto? Los clásicos de la psicología de las masas suponen una aspiración profundamente radicada a disolverse en la masa. Para Canetti, en cambio, lo primario no es la aspiración a la fusión, sino la separación, o sea, el afianzamiento en la singularidad, la defensa de los propios límites, y el miedo al contacto extraño. «Todas las distancias que los hombres han creado en torno a ellos están dictadas por este miedo al contacto».

Hay necesidad de estas distancias, pero también se sufre por causa de ellas, por esta diferencia de rangos, de posesión, de formas de conducta reglamentadas, de etiquetas. »El hombre se congela y se muere de sed en sus distancias». Solamente en la masa el hombre puede «ser redimido» de este miedo al contacto que está en la base de los esfuerzos de las distancias. El miedo al contacto se trueca en su contrario, en el placer de fundirse con la masa. «Entonces de pronto todo se desarrolla» como dentro de un cuerpo.

Cuando el hombre se libera de la carga de ser un individuo, la masa misma se convierte en sujeto que actúa. De ahí se sigue todo lo demás. Tan pronto como se establece la masa, quiere constar de más elementos. El impulso a crecer se convierte en su propiedad más importante. Mientras ella crece y se extiende es una «masa abierta», que no respeta ningún límite. Por eso en el tumulto se rompe y destruye todo lo que pertenece al límite, así los cristales de las ventanas y las puertas, o lo que recuerda los límites, como los recipientes o las actas. En los límites se incluye también los órdenes de rango, las jerarquías, todo el sistema cultural de las distancias entre los hombres. También estos límites desaparecen cuando la excitación de las masas se difunde, como si fuera fuego.

El fuego no se limita a estar realmente en juego en las excitaciones de las masas, puede entenderse también como símbolo de la dinámica de lo masivo en general.

Él [el fuego] es igual en todas partes, se expande con rapidez a su alrededor, es contagioso e insaciable; puede surgir en todas partes, de manera muy súbita, es de muchos tipos; es destructor; tiene un enemigo; se extingue [...]. Todas estas propiedades son las de la masa.

Safranski, Rüdiger (¿Cuánta verdad necesita el hombre?)
Safranski, Rüdiger (¿Cuánta globalización podemos soportar?)
Safranski, Rüdiger (Romanticismo) Una odisea del espíritu alemán
Safranski, Rüdiger (Tiempo) La dimensión temporal y el arte de vivir
Safranski, Rüdiger (El mal) o el Drama de la libertad

Marcos Aguiguren Huerta (Estupidocracia) Nueva teoría de la necedad colectiva

 Un poco de contexto

Hace mucho tiempo que opino que el mundo avanza a pasos agigantados hacia una situación para la que he recuperado el término «estupidez sistémica» que algunos autores ya utilizaron hace unos años, aunque con un enfoque algo distinto del que encontrará usted en este libro. No se preocupe demasiado ahora por encontrar la definición exacta de ese término puesto que, a medida que vaya devorando páginas, empezará a hacerse una idea clara de cuál es mi «nueva teoría de la necedad colectiva» y a qué me refiero cuando hablo de la «estupidez sistémica».

En el fondo, las páginas que tiene ante sí son fruto de la impotencia o, si lo prefiere, de la ira contenida y la debilidad que te posee cuando te das cuenta en realidad de lo que ocurre a tu alrededor y de que puedes hacer poco por mejorar las cosas, por lo menos desde el punto de vista sistémico. Escribirlas es un intento como otro de seguir operativo como ser pensante si causar daño a nadie en un mundo en el que el pensamiento crítico, en mayúsculas, brilla por su ausencia. La claridad, descarnada en ocasiones, y el tono satírico empleado en esta obra, como empezará a hacerse evidente en los párrafos siguientes, no tiene otro objetivo que atraer su atención y llamarle a la reflexión. Le ruego sea paciente si, en algunos casos, la sátira puede herir su sensibilidad.

Le aseguro que creo que aquellas personas que mantienen un pensamiento crítico, de veras lúcido e independiente, basado en el empirismo y la observación profunda de los hechos, acerca de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, a pesar de los pocos incentivos que, para ello, ofrece nuestra sociedad, merecen un reconocimiento muy especial que habitualmente, por desgracia, no suelen conseguir.

Jamás he sido demasiado religioso, aunque, lo confieso, en ocasiones me gustaría serlo. Tener Fe, pensar que hay algo más allá, creer en otra vida... Debo reconocer que tiene que generar cierta tranquilidad de espíritu y, he de ser sincero, envidio a las personas que poseen sólidas creencias religiosas. Estoy seguro de que son mucho más capaces de sobrellevar determinadas situaciones y de relativizar las cosas que el resto de los mortales.

Situándome en ese paradigma religioso, no paro de cuestionarme cómo deben de ser conceptos como el paraíso. Tal vez un lugar fantástico, donde se respira total felicidad, donde nadie debe esforzarse para vivir —probablemente porque tampoco esté uno vivo en el sentido puramente humano del término—, debe reinar un clima estupendo, sus moradores disponen de cantidades ilimitadas de cerveza, se disfruta de un sexo amoroso y desenfrenado y las paellas y otros manjares han roto todas las escalas de estrellas Michelin. 

Sin embargo, esos pensamientos simplistas son los que me hacen recordar mi propia condición de estúpido irredento profundamente inherente a la condición humana y de la que, ni usted, estimado lector, ni yo mismo, podemos escapar con facilidad. 

A ver ¿No nos habían enseñado de pequeños que son las almas de los pecadores las que van al paraíso? Si eso es así, ¿cómo puedo definir el susodicho paraíso en términos tan asquerosamente terrenales? 

¡Usted ha visto alguna vez un alma? Me juego un dedo a que no. ¿Quiere eso decir que no existan las almas? En absoluto, tal vez existan, pero me juego otro dedo a que un alma no debe ser nada similar a nuestra figura terrenal y, si eso es así, ¿qué demonios pinta un alma echándose una siestecita al sol, fornicando o poniéndose ciega de cerveza? Imagínese a un ectoplasma, a un plasma o a lo que sea un alma haciendo esa serie de cosas... No cuela, ¿verdad?

Por eso, el paraíso debe ser algo diferente que no sabemos comprender. Tal vez algo más cercano a un espacio que acoge al pensamiento y a la esencia de los seres que pasamos a mejor vida, aunque me consta que algunos autores van más allá en sus elucubraciones. Tal vez el paraíso sea como un Think Tank de esos tan afamados en nuestra sociedad posmoderna —lo que ciertamente me haría dudar de la bondad de aspirar a tal paraíso—. Pero, permítame que no me meta en este tedioso debate y me quede con esta hipótesis: que el paraíso acoge a la esencia de los seres, a su pensamiento.

La segunda cuestión que afecta al tal paraíso es quién tiene derecho a morar en él. Se dice que las personas buenas, las que no han pecado, aunque eso me parece prácticamente imposible. o aquéllas que, habiendo pecado, se han confesado debidamente y han pagado una penitencia por sus errores. En fin, no sé muy bien cuál de esas opciones será la cierta, pero lo suyo sería que al paraíso fueran las almas de gente que verdaderamente ha hecho cosas singulares y difíciles en el tiempo en el que les tocó vivir, gente que hubiera contribuido a cambiar las cosas para bien y de manera radical.

Imagínese por un instante que existiera una especie de paraíso VIP, en clave Think Tank con servicios especiales y tarjeta platino para aquéllos que, pese a poder haber sido un poco cabroncetes en su día a día, hubieran contribuido en positivo a reformar la manera de ver el mundo. 

Imagínese ese paraíso VIP con las mentes más preclaras, y seguramente incomprendidas que el mundo ha dado. El paraíso de los librepensadores.

En él seguramente encontraríamos nombres que han estado detrás de la inspiración del libro que tiene entre sus manos. Nombres como Erasmo de Rotterdam, Galileo Galilei, Carlo Cipolla, John Stuart Mill, Ray Bradbury, Hanna Arendt, George Orwell, Ayn Rand, Aldous Huxley, Jonathan Swift, Adam Smith y otros muchos, también personas de a pie, como usted o como yo.

Pero tampoco me gustaría ser demasiado purista. Es posible que alguno de los moradores de este especial paraíso no fuera en vida precisamente una hermanita de la caridad. Imagínense el caso de Galileo Galilei (1564-1642). Tal vez el hombre era un tipo normalito y hasta un poco borde que, cuando no le miraba nadie, no recogía las cacas de su pero, que tiraba los tratos a la vecina o que sisaba en la tienda del barrio de vez en cuando. Como supondrá, jamás conocí al eminente hombre del Renacimiento y no puedo asegurar nada sobre su carácter y su vida personal pero la historia nos recuerda que, en su tiempo, siglos XVI y XVII, consiguió demostrar, entre otros logros científicos, que la Tierra giraba alrededor del Sol. 

No se ría, que a usted ahora eso le parece obvio, pero en la época del tal Galileo, defender esa idea era ir totalmente contracorriente, arriesgarse a ser tachado de hereje y a sufrir el total desprecio de los bienpensantes de la época y del resto de la aborregada sociedad del momento que, como a lo largo de todos los siglos de la historia de la humanidad, suele aliarse, totalmente abotargada, con los que cortan el bacalao para que las cosas nunca cambien en demasía.

Hoy en día, gracias a sus muy diversas contribuciones a la ciencia, Galileo es considerado como el padre de la física y la astronomía moderna. Sin embargo, el matemático y astrónomo italiano pasó buena parte de su vida bajo arresto domiciliario por defender una teoría en aquellos momentos arriesgada. Desde una perspectiva científica multidisciplinar y holística, que la Tierra y otros planetas, giraban alrededor del Sol. Es decir, el heliocentrismo. La mayor parte de sus coetáneos, que defendían el geocentrismo, es decir, que el universo giraba alrededor de la tierra lo despreció y lo expulsó de la sociedad [...]


Elogio a una palabra: gilipollas

En el ecuador de esta obra y cuando estamos a punto de adentrarnos en una parte crítica de la misma, creo que es bueno ralentizar un poquito nuestro viaje por la estupidez que domina la época en que vivimos y dedicar un breve espacio a rendir un merecido homenaje a una de las palabras más bellas, al menos a mi juicio, de la lengua española. La palabra gilipollas.

Le invito a usted a que se sume a mí en un breve viaje sensorial por esta palabra. Me gustaría que llegara usted a amarla tanto como la amo yo. ¡Qué belleza! ¡qué sonoridad! ¡qué versatilidad! ¡qué amplitud de significados!

No es una palabra normal. Es una palabra única. Da igual que usted la pronuncie en voz alta o que tan sólo la piense. Siempre tiene una sonoridad especial, con un desprecio ancestral. Por favor, pronúnciela usted conmigo. Primero póngale un énfasis profundo a la «g». Alárguela. Pronuncia una «ggggg», lo más gutural y profunda, que le salga del fondo de la garganta. Practíquelo una o dos veces: «ggggg», «ggggg», luego déjese llevar.  De alguna forma, como si ese «ili» no estuviera, pero estando. Ahí se sienten, se adivinan las letras dentro de la solemnidad de la palabra. Son importantes, aunque estén parcialmente escondidas. Como una buena pieza de jazz, ejercen de puente necesario hacia la parte final de esa joya de la lengua que es la palabra gilipollas. Notará usted que su lengua se encara en ese momento hacia la «po», y lo hace con contundencia, con decisión. Sabe que llegamos a un momento culminante y acentuará y alargará ligeramente esa «o» para darle el sentido épico que su afirmación requiere. Y se plantará  usted en un intenso «gggggiliPÔ...» que nos abre la puerta hacia la única posible conclusión de este monumento a la lengua: el tesoro que atesora la palabra y la intención con la que se pronuncia, y que concluye en ese «llasss...», bajando la intensidad y arrastrando levemente la «s» como si quisiera usted hacer chitón a alguien. Piense en alguien a quien usted considere un verdadero gilipollas y repita conmigo, con intensidad, con intención, siguiendo las reglas de pronunciación que acabo de compartirle: «gggggiliPÔllasss...», «gggggiliPÔllasss...». ¿No es magnífico? Seguramente el que usted la repita una y otra vez no resolverá sus problemas. La persona a la que usted ha dedicado esa contundente palabra seguirá siendo un gilipollas, seguramente le habrá jodido a usted bien y todavía le debe doler el espinazo, pero ¿a que se siente usted mejor?

David Benatar (El dilema humano) Una guía sin adornos sobre los grandes interrogantes de la vida

 INTRODUCCIÓN

«El género humano no puede soportar tanta realidad».

T.S. Eliot, «Burnt Norton», Cuatro Cuartetos


Las grandes preguntas de la vida

Este libro trata de las «grandes preguntas« de la vida, en realidad, de las más grandes: ¿Tiene sentido la vida? ¿Merece la pena vivirla? ¿Cómo debemos afrontar el hecho de que vamos a morir? ¿Sería mejor vivir para siempre? ¿Podemos o debemos suicidarnos y poner fin a nuestras vidas antes de tiempo?

Es difícil imaginar a una persona inteligente que no se haya planteado preguntas de este tipo al menos una vez. Las respuestas varían, no solo en sus detalles, sino en su orientación general. Algunas personas tienen preparadas respuestas tranquilizadoras, ya sean religiosas o laicas; otras encuentran que las preguntas son demasiado desconcertantes, mientras que las hay que creen que las respuestas correctas a las grandes preguntas suelen ser desalentadoras.

Aunque no sea aconsejable ahuyentar a los lectores al principio de un libro, debo decir ya que mis opiniones pertenecen fundamentalmente a la tercera categoría, que es con toda probabilidad la menos popular. Sostengo que las respuestas (correctas) a las grandes preguntas de la vida revelan que la condición humana es un dilema trágico del que no hay forma de escapar. Resumido en una frase: la vida es mala, pero también lo es la muerte. Naturalmente, no cada aspecto de la vida es malo. Tampoco es mala la muerte en todas sus facetas. Sin embargo, tanto la vida como la muerte son terribles en aspectos cruciales. Juntas constituyen una mordaza existencial, el miserable puño que nos impone nuestro dilema.

Los detalles del dilema se presentan en los seis capítulos que hay entre esta introducción y la conclusión. No obstante, pueden resumirse aquí a grandes rasgos.

En primer lugar, la vida carece de sentido desde una perspectiva cósmica. Nuestras vidas tienen sentido para nosotros (capítulo 2), pero no tienen un sentido ni objeto más amplio (capítulo 3). Somos motas insignificantes en la inmensidad de un universo que es absolutamente indiferente a nosotros. El sentido limitado que nuestras vidas pueden tener es efímero, no permanente.

Si esto ya resulta perturbador de por sí, es todavía peor porque —como defenderé en el capítulo 4— nuestra calidad de vida es mala. Obviamente algunas vidas son peores que otras, pero, en contra de la creencia popular, incluso las mejores contienen, a fin de cuentas, más cosas malas que buenas. Se puede explicar de forma convincente por qué esta desgraciada particularidad de nuestra condición no está ampliamente admitida. 

Hay quien puede caer en la tentación de pensar que, en respuesta a la insignificancia cósmica de la vida y a su mala calidad, debemos rechazar otra opinión popular, la de que la muerte es mala. Sin la vida es mala, entonces cabría argumentar que la muerte debe ser buena, una esperada liberación frente a los horrores de la vida. Sin embargo, como sostengo en el capítulo 5, deberíamos aceptar la opinión dominante de que la muerte es mala. Los argumentos más conocidos en contra de esta opinión son los epicúreos, que afirman que la muerte no es nada mala para quien muere. Los epicúreos no afirmaban que la muerte fuera buena, pero al rechazar sus argumentos y respaldar la opinión de que la muerte es mala, llegó a la conclusión de que en lugar de ser una solución (sin costes) a las calamidades de la vida, la muerte es una segunda garra de la mordaza existencial. La muerte no sirve para compensar nuestra irrelevancia cósmica y normalmente (aunque no siempre) menoscaba el escaso sentido que se puede alcanzar. Además, si bien la muerte nos libra del sufrimiento, y por ello a veces es el resultado menos malo, no deja de ser grave, puesto que el precio que hay que pagar es el de la propia aniquilación.

Teniendo en cuenta lo mala que es la muerte, no debería sorprendernos que haya quien intente afrontarla negando nuestra mortalidad. Algunos creen que resucitaremos o que sobreviviremos a la muerte de alguna nueva forma. Otros piensan que, si bien ahora somos mortales, la inmortalidad está dentro de las posibilidades científicas. En el capítulo 6 respondo a estas ilusiones y fantasías y pregunto si la inmortalidad, en el caso de ser alcanzada, sería buena. La pregunta no queda resulta con las conclusiones del capítulo 5 puesto que es posible creer que la muerte es mala, pero que la inmortalidad también lo sería. Por ejemplo, la muerte puede ser mala, pero la inmortalidad podría ser peor. Planteo que, aunque la inmortalidad fuera efectivamente mala en muchas circunstancias, cabría imaginar condiciones en las que la opción de la inmortalidad podría ser buena. El hecho de no tener la opción de la inmortalidad en esas condiciones es parte del dilema humano.

El análisis del tema de la muerte continúa en el capítulo 7, pero esta vez es la muerte de propia mano. Teniendo en cuenta que la muerte es mala, el suicidio no soluciona el dilema humano. Sin embargo, como la muerte a veces es menos mala que seguir con vida, el suicidio tiene lugar entre las posibles respuestas a nuestro dilema. Por este motivo deberíamos rechazar la extendida idea de que el suicidio es (casi) siempre irracional. Tampoco es moralmente incorrecto tan a menudo como se suele creer. No obstante, incluso siendo racional y moralmente admisible, es trágico, no solo porque afecta a otros, sino porque supone la aniquilación de la persona que acaba con su vida.

El suicidio no es la única respuesta al dilema humano. En el último capítulo —la conclusión— analizo otras respuestas después de defender mi opinión ampliamente (pero no injustificadamente) pesimista sobre la condición humana frente a algunas recusaciones optimistas residuales. 

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