Rafael Poch-de-Feliu (Entender la Rusia de Putin) De la humillación al restablecimiento

 HUMILLACIÓN

La Rusia postsoviética y el particular régimen del presidente Putin, su nacionalismo, su crítico desdén y desconfianza hacia Occidente y su cínico escepticismo hacia los valores reclamados como «occidentales», así como el considerable consenso que todo ello tiene en la sociedad rusa, no se comprenden sin entender a los años noventa, al periodo de Yeltsin (desde la disolución de la URSS hasta la llegada al poder de Putin, a partir de 1999) y al rasgo central que esa década imprimió en la conciencia social y nacional de los rusos: la humillación. 

Esta humillación tuvo dos vectores, uno interior y otro exterior.

En en ámbito interior, la aplicación del llamado Consenso de Washington —es decir, las recetas económicas del capitalismo neoliberal del momento (privatización, desregulación estatal, liberación de los precios) pensadas para economías de mercado— tuvo un efecto particularmente devastador en Rusia, cuyo sistema económico burocrático-administrativo, plagado de acuerdos informales y subterráneos entre sus sujetos, y ajeno a procedimientos legalmente definidos, no era una economía de mercado, sino otra cosa muy diferente.

No voy a entrar en detalles sino sólo en las consecuencias: un desastre social para la mayoría y unas oportunidades inauditas de enriquecimiento para los sectores dirigentes del antiguo régimen, sumados a otros grupos de la sociedad soviética reconvertidos: delincuentes y hombres de negocios de la economía sumergida, militares, deportistas, agentes de los servicios de seguridad, etcétera.

El desastre social fue consecuencia del derrumbe general de la economía; la producción cayó un 20%, la inflación fue del 2.500% en 1992 (1.000% en 19993, 315% en 1994...) Todo eso volatizó los ahorros de 118 millones de personas en las cajas de ahorro. La liberación de los precios y la retirada de subvenciones arruinaron el sector agrario y la industria. El dólar, que en 1990 se cotizaba a 6 rublos, pasó a 120 rublos en mayo de 1992 y a 500 en enero de 1993. Los sueldos y las pensiones se volvieron ridículos.

El académico Georgi Arbatov, un respetado profesor de Relaciones Internaciones, explicaba que sus ahorros, que en 1991 alcanzaban para un retiro holgado, pasaron de un día a otro a valer el equivalente al precio de un par de zapatos. 

Muchas empresas, arruinadas por el desbarajuste, dejaron de pagar parte de los salarios a sus empleados; en 1993, los trabajadores de la industria sólo recibieron (como medida) el 58% de sus salarios, los de la construcción el 74% y los de la agricultura el 67%. El consumo medio de los principales alimentos básicos cayó entre un 30% y un 40% desde 1990  hasta 1994. Y eso en un contexto en el que se acabó con el panorama de tiendas vacías y mal abastecidas, lo que introducía una nueva ansiedad: ahora había de todo en las tiendas. La barrera era el dinero. La sociedad soviética, que pese a su precariedad en muchos aspectos gozaba de una nivelación social comparable a la de los países (escandinavos) más avanzados de Europa Occidental, se convirtió en una de las más desiguales del mundo en cuanto a ingresos (a niveles latinoamericanos).

Lo que este derrumbe significó para la autoestima de las personas, su papel en la vida y en la sociedad, su identidad (profesional, familiar), prestigio, estatus, sus valores, etc, es algo difícil de imaginar para quien no lo haya vivido en su propia piel, algo que las cifras no revelan.

Un respetado pensionista excombatiente condecorado, un profesor de universidad o un obrero cualificado se convertían en marginados sociales, mientras a su lado el jovencito espabilado que trapicheaba comprando y vendiendo productos de exportación o el facineroso con buenos contactos comerciales progresaban.

Mi propia secretaria, que ganaba 200 dólares al mes haciendo trabajos banales (concertar citas, buscar documentación, transcribir cintas de entrevistas o cosas así), vio cómo su sueldo cambiado a rublos superaba casi cien veces el de su marido, profesor de Física en la mejor universidad moscovita. Todo eso creaba crisis familiares, multitud de divorcios, crisis de identidad, suicidios y caídas, fundamentalmente masculinas, en el alcoholismo (porque el precio del vodka fue de los pocos que bajaron)... En las calles había multitud de ancianos vendiendo sus pertenencias, hasta sus condecoraciones de guerra, para comprar lo más básico.

[...] El grupo de asesores de Harvard, patrocinados por la USAID, la agencia de EEUU tradicionalmente enfocada para guiar a los regímenes de la repúblicas bananeras de América Latina, redactaba «centenares de decretos», presidenciales. El vicesecretario del Tesoro de EEUU, Lawrence Summers, impartía instrucciones al jefe de la administración presidencial, Anatoli Chubáis. Jeffrey Sachs, uno de aquellos expertos, que llegó a Rusia tras haber asesorado al Gobierno polaco a finales de los ochenta y al gobierno de Bolivia, confesó, veinte años después de los hechos, su estupefacción al constatar la «cruel negligencia» con la que la Administración norteamericana asesoraba a Rusia:

Necesité veinte años para hacerme un juicio apropiado de lo que ocurrió después de 1991. ¿Por qué Estados Unidos, que se había comportado con tan buen sentido y previsión en Polonia, actuó con tal cruel negligencia en el caso de Rusia? Paso a paso y testimonio tras testimonio, la verdadera historia vio la luz. Occidente había ayudado a Polonia financiera y diplomáticamente porque Polonia debería convertirse en el muro oriental de una expansión la OTAN. Polonia era Occidente y por lo tanto merecía ayuda. Rusia, por el contrario, era vista por los líderes de Estados Unidos aproximadamente de la misma forma en que Lloyd George y Clemenceau habían visto a Alemania en Versalles: como un enemigo merecedor de ser aplastado, no ayudado.

En la clase política rusa la situación dio lugar a una pelea por el poder entre grupos rivales que Yeltsin zanjó, en octubre de 1993, con un sangriento golpe de Estado que disolvió a cañonazos el primer Parlamento plenamente electo de la historia rusa, para imponer un régimen «presidencialista» que convirtió el Parlamento en un adorno y en omnipotente al presidente: un regreso a la ya descrita autocracia moscovita tradicional, que Gorbachov había alterado con el insólito procedimiento de transferir sus poderes absolutos de secretario general del Partido Comunista a las cámaras electas.

Todas esas escenas bananeras fueron aplaudidas con entusiasmo desde Occidente y vendidas por sus medios de comunicación como victorias de la democracia, pero el conjunto de la situación tuvo su humillante correspondencia en el ámbito exterior: Occidente le perdió por completo el respeto a Rusia. Eso era comprensible, teniendo en cuanta no sólo el desbarajuste militar evidenciado en Chechenia, sino sobre todo el espectáculo que los dirigentes rusos ofrecieron mientras se llenaban los bolsillos privatizando, parasitando y esquilmando todo aquello de lo que se podía extraer beneficio. Y eso era mucho. 

Rusia disponía del grueso de las riquezas de la URSS, era una potencia energética, gran productor mundial de oro, diamantes, aluminio, metales raros, etc. Todo eso, más o menos privatizado o comprado a precios interiores de risa, se vendía a precios de mercado en el extranjero alimentando colosales fortunas.

A principios de los noventa, tres toneladas de petróleo costaban en Rusia 2,1 dólares, casi lo mismo que una cajetilla de cigarrillos norteamericanos, mientras que en el extranjero el precio se multiplicaba por 300. Algo parecido pasó con muchos otros recursos, y la repentina y masiva venta de materias primas rusas reventó los precios en los mercados internacionales. 

Otras fuentes de enriquecimiento fueron las especulaciones financieras y la exportación de armas. Todas estas vías precisaban de una condición: pertenecer o tener una conexión directa con el sector social dirigente, administrador de todos estos recursos en el antiguo régimen; altos funcionarios de la política y la economía, autoridades administrativas, expertos, jefes militares o del sector militar-industrial. 

[...] Apareció una nueva categoría de personajes, los «banqueros», que se encargaban de hacer llegar esos dineros al extranjero. Muchas veces esos personajes aprovechaban la situación para quedarse parte del dinero, o simplemente eran testigos de los tejemanejes económicos de los nuevos ricos. Por eso, en calidad de únicos testigos conocedores de la existencia del capital d Fulano o Mengano en tal o cual sede bancaria extranjera, eran eliminados: sólo en 1993 fueron asesinados más de un centenar de «banqueros», frecuentemente a manos de sus propios guardaespaldas...

José Antonio Pérez Tapias (Imprescindible la verdad)

EL NECESARIO CORAJE PARA LA VERDAD.
LA FUNCIÓN INTELECTUAL COMO INDISPENSABLE TAREA POLÍTICA

La convivencia democrática se ve dañada en la medida en que falta el compromiso con la verdad en el debate público. El efecto corrosivo de la mentira sobre las instituciones públicas puede llegar a ser letal: la deslegitimación que extiende sobre ellas, la desconfianza que siembre en quienes en ellas ha de desempeñar funciones de representación, de gobierno o de aplicación de la ley, la cobertura que da a las distintas formas de corrupción obedeciendo ella misma a un comportamiento corrupto, la sospecha multidireccional que se instala en el seno de la ciudadanía..., todo ello redunda, en sentido contrario, en la necesidad de la verdad –sabiendo eso sí, que no hay Verdad sobre la que alguien tenga monopolio, sino verdades y estas de diferentes tipos, que hay que afrontar la dinámica de la posverdad en nuestra realidad social y que es imperioso batallar contra el cinismo tan extendido en nuestra cultura. 

No basta, pues, con decir, aun parafraseando a Aristóteles con toda razón, que la verdad se dice de muchas maneras, y pensar que solo es cuestión de ponerse a ello tranquilamente, pues en algunos casos la verdad cuesta cara, hasta el punto de que a veces puede costar la vida. Por ello, decir la verdad, sin la pretensión de que llegue a ser un «acto revolucionario«, según el tan citado dictum de Orwell, es insoslayable «necesidad política», como afirma Gramsci en fórmulas que pueden considerarse antecesoras de la orwelliana. La filosofía, con toda su carga crítica y aun con las dosis de escepticismo que en cada caso porte, no puede fallar a ese compromiso con la verdad, tampoco cuando ella ser hace presente de algún modo en el espacio público. Cabe decir que en tal caso se trata de compromiso ciudadano de la filosofía, lo cual, viéndolo por su reverso, nos da pie para hablar, dada la confluencia en un extremo utópico-normativo entre vocación universal para la ciudadanía y vocación universal para la filosofía, de compromiso filosófico-político de la ciudadanía. Decir la verdad social y políticamente relevante en el espacio público, en el ámbito de la opinión pública, es deber ciudadano —es veracidad como virtud republicana—, lo cual hay que afirmarlo como exigencia en la órbita de la justicia, aún a riesgo de ser objeto de sarcasmo por parte de cínicos y pragmatistas sin escrúpulos. Se trata de ganarles la partida a estos.

Es cierto que la ciudadanía cuenta con referentes a los que remitirse en lo que es esa forma de intervenir en el debate público, lo cual no deja de ser acción política, indispensable en democracia, máxime si se pretende que la democracia despliegue el componente de deliberación que es uno de los rasgos propios de madurez democrática de una sociedad. No obstante, los cambios que se suceden en nuestra sociedad y cultura también afectan a la figura reconocida como intelectual que interviene en la esfera pública desde la tribuna de los medios. No faltan voces, y me sumo a ellas, que consideran tal figura algo periclitado, al menos tal como la hemos conocido. Es lo que lleva a autores como Shlomo Sand a escribir que «la condición de esa extraña criatura [el intelectual crítico] de democracia pluralista ha entrado en regresión». Sin embargo, aun aceptando un diagnóstico que requiere muchos matices, lo cierto es que cabe considerar que el retroceso de esa figura, encarnada en ciertos personajes de relieve público, no significa que desaparezca lo que podemos llamar función intelectual. Es más, no debe desaparecer, sino que, antes bien, ha de realizarse de otra manera, siendo a ese respecto donde hay que contemplar dicha función como competencia de una ciudadanía crítica y activa. Diríase que a una realidad y visión elitista de los intelectuales ha de seguirle, cuando esa figura del intelectual llega a su fin— hecho que es inseparable del más general «declive del hombre público», una efectiva democratización del pensar crítico y la capacidad propositiva en el ámbito de la opinión pública: es decir, la realidad de ciudadanas y ciudadanos que, con buenas razones, opinan en el espacio público. 

La parresía como virtud ciudadana. Recepción de Foucault ante el declive del «intelectual»

Respecto a la misma filosofía, entendida como sabiduría para la vida y a la vez como crítica de una realidad en cuyo seno, dado el entramado de fuerzas que la atraviesan, la vida queda trabada, encontramos la propuesta de Michel Foucault en torno a una «sabiduría parresíaca» como singularmente pertinente para replantear el quehacer de una ciudadanía que opina haciendo de ello también parte de su acción política. Es por ello por lo que el filósofo francés retoma, con referencias a Demóstenes, Heráclito y Sócrates u otro el valor de ese «coraje de la verdad» para el «hablar franco» y el «decir veraz», sin escabullir nada y sin disimulo, con la necesaria implicación en lo que en primera persona se dice, lo cual, por la interacción que pone en juego, no deja de provocar el coraje también necesario para la respuesta, aun con la interpelación incómoda, de quien sea el interlocutor:

La parrhesía [tal es la figura en la traducción que ahora es citada literalmente] es el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo de decir, a pesar de todo, toda la verdad que concibe, pero es también el coraje del interlocutor que acepta recibir cierta verdad ofensiva que escucha.

Yendo más allá de toda profesionalización académica, esa concepción de la filosofía que propone Foucault —no deja de estar presente la referencia tambien a la parresía en sentido paulino como audacia de quien transmite insobornablemente un mensaje de «verdad», antes de caer atrapado por los intereses del «poder pastoral» de la Iglesia—, devuelve a esta a lo que en nuestra contemporaneidad podemos entender como función intelectual, no agotada en la que han desempeñado quienes han sido públicamente reconocidos como intelectuales.

Daniel Miguel López (Historia del globalismo) Una filosofía de la historia del nuevo orden mundial

 IX. EL CLUB BILDERBERG

El Club Bilderberg vendría a ser una prolongación en Europa del CFR y del RIIA. El coronel Curtis B. Dall, exyerno del presidente Franklin Delano Roosevelt y buen conocedor de los medios financieros y políticos de Estados Unidos, definió al Club Bilderberg como <<la fase mundialista del Consejo de Relaciones Exteriores norteamericano y del Real Instituto de Asuntos Internacionales británico>>. Otros interpretan a Bilderberg como <<una especie de sucursal del CFR para el resto del mundo>>,

Esta institución trata de ser una agrupación financiera-tecnocrática-plutocrática de ámbito mundial, o más en rigor una especie de clase alta transatlántica, cuya oficina central se halla en Leiden (Países Bajos). Como se ha dicho, Bilderberg vendría a ser la <<culminación de un proceso histórico y evolutivo de las sociedades secretas>>. La esencia del Club Bilderberg es <<crear un poder económico y político global por encima de los Estados soberanos>>; por ello el Club es interpretado como <<un imperio dentro de otro, como la sucesión de círculos concéntricos que caracteriza la masonería mundialista>>.

A Bilderberg  se le atribuyen planes y programas malévolos y se sostiene que <<actúa diligentemente entre bastidores para degradar la educación de todo el mundo con el fin de degradarnos>>. Y como dice el periodista y activista político francés fundador de la Red Voltaire y de la conferencia Axis for Peace, Thierry Meyssan, Bilderberg es <<una organización intergubernamental interesada en manipular a los gobiernos de algunos de los Estados que la conforman>>. También se ha dicho, ya desde posiciones oficialistas, que Bilderberg  es <<es un club exclusivo, sin poder pero ciertamente con influencia>>

Las principales teorías conspirativas sobre Bilderberg  afirman que el grupo es un laboratorio de ensayo para las decisiones que los países y corporaciones poderosas tomarán después. Como escribió el 6 de mayo de 1975 C. Gordon Tether en el Financial Times, <<si el Grupo Bilderberg  no es una conspiración de algún tipo, se lleva a cabo de tal manera que dé una imitación notablemente buena de una>>.

Y el 3 de mayo de 1976 añadía:

Los Bilderberg siempre han insistido en vestir sus idas y venidas en el más estricto secreto. Hasta hace unos años, esto se llevó a tal extremo que su cónclave anual pasó totalmente desapercibido en la prensa mundial. En el pasado más reciente, el velo se ha levantado hasta el punto de dar a conocer que las reuniones se estaban llevado a cabo. Pero la prohibición total de informar sobre lo sucedido se ha mantenido en vigor (...) Cualquier conspiratólogo que tenga a los Bilderberg en la mira procederá a preguntar por qué, si hay tan poco que ocultar, se dedica tanto esfuerzo a esconderlo. 

El editor del Financial Times, Mark Fischer, censuró estas palabras. Es más, Tether sería despedido en agosto. Año después editó un libro con las columnas que el Financial Times le censuró.

En rigor, Bilderberg no es propiamente un club, sino más bien un congreso, una asamblea parlamentaria de la élite en donde se reúne gente importante del mundo financiero o plutocrático oligopólico internacional junto con sus allegados. Allí se concentra lo más granado de la élite de ambas orillas del Atlántico. Se trata, por tanto, de un congreso internacional sin carácter oficial, esto es, sin estar respaldado ni avalado por ningún Estado, ni tampoco por los organismos internaciones oficiales (ONU, UE, etc.).

Una investigadora se refiere a Bilderberg  como <<el cónclave secreto más importante del mundo>>, Se trataría, pues, de un foro privado en el que participan algunos de los peces gordos de la <<comunidad>> empresarial internacional junto a varias personalidades de la política y de los medios de comunicación. Tales reuniones son también conocidas como <<festivales globalizadores>>.

Los acaudalados miembros que asisten a estas reuniones piensan que lo que es bueno para los bancos y los grandes empresarios también lo es para todo el mundo, es decir, beneficioso para esa señora llamada <<Humanidad>>, que ingenuamente se entiende como una totalidad atributiva y armoniosa o en vías hacia la armonía universal a través del progreso en donde finalmente todo estará conectado con todo a través de un sistema de gobernanza mundial. 

Al igual que el CFR y el RIIA, Bilderberg tiene su web oficial: www.bilderbergmeetings.org, que se abrió en 2011. Por cosas así sostiene David Rockefeller que dicho congreso no es un secreto, sino una reunión privada. <<Hay una diferencia entre privado y secreto>>

[...] Bilderberg, una vez fundado en 1954, se planteó como principal propósito la construcción de la Unión Europea, y así lo atestigua el que fue embajador de Estados Unidos en la Alemania occidental: <<El Tratado de Roma (1957), que dio origen al Mercado Común, se nutrió en las reuniones de Bilderberg >>. Y también lo reconocía el que fuera presidente de Fiat y apodado <<el Rey de Italia>>, Giovanni Agnelli: <<Nuestro objetivo es la integración de Europa; donde los políticos han fracasado, nosotros, los industriales, vamos a tener éxito>>

Andando el tiempo, en 1992, con la implantación del citado Tratado de Maastricht, el que era presidente de la Comisión Europea, el social demócrata francés y miembro del Club de Roma Jaques Delors, decía que <<el territorio europeo habrá de ajustarse a un modelo supranacional basado en la delegación progresiva de las soberanías estatales a través de acuerdos comunitarios cada vez más estrechos; un modelo en cuyo núcleo se situaría una red de empresas multinacionales conectadas entre sí a nivel mundial>>. Pero se trataba de una Europa económica y no política, es decir, como decía su primer nombre, el club de naciones europeas viene a ser una <<Comunidad Económica Europea>> y no un bloque con liderazgo unido, ejército propio, un servicio de inteligencia unificado y una sólida unidad financiera. 

Mientras, Estados Unidos y sus tentáculos globalistas, en colaboración con la City, han pretendido desde el final de la Segunda Guerra Mundial que Europa fuese su escudero (pero no un caballero). Y lo último que quieren los angloamericanos globalistas es la unión política o la alianza entre los países europeos y Rusia. <<Para evitarlo, el Gobierno estadounidense seguirá empleando los mismos caballos de Troya que desde hace decenios tiene insertados en las instituciones comunitarias y nacionales europeas>>.

Dicho europeísmo no significaba otra cosa que ir contra la Unión Soviética. Por eso, en sus génesis, Bilderberg fue un proyecto anticomunista, esto es, contra el comunismo gubernamental realmente existente del Imperio Soviético y sus extensiones, tanto en Estados como en partidos políticos dentro de los Estados capitalistas de prácticamente todo el mundo (no el chino, que tomó partido por Estados Unidos en la Guerra Fría, y fue decididamente antisoviético, como lo fueron Yugoslavia y Albania. 

Jorge Freire (Hazte quien eres) Un código de costumbres

Cultívate

La verdadera cultura, como la agricultura, es la culminación paciente de la naturaleza.

                                 Marc Fumaroli,
El Estado cultural

Cultívate, porque cultura es cultivo. Recuerda que una persona inculta es una caricatura de sí misma, como dijo Schlegel.

Bendito el campo virgen que aún no conoce la reja del arado: la sazón aguarda. Negligente quien renuncie a escardarlo o a preparar las mies; quien, abandonándolo a su surte, permita que se enmalezca.

Se te ha confiado la custodia de ese campo. No permitas que la semilla caiga de surco y se agoste. Cuídalo, por que ese campo eres tú.

Cultívate, pero no seas meapilas. Ni «los libros nos salvan» ni nos hacen más guapos ni más altos. No les atribuyas cualidades soteriológicas ni los conviertas en fetiche. Es mejor ser un analfabeto redondo y asolerado que un beato de la cultura.

Célebre es la orteguería que establece una edad límite para leer novelas. Hoy se da la operación inversa: una sociedad infantilizada, socializada en la cultura de la queja, hace del bovarismo una suerte de preceptiva ética. ¿Qué hay de malo en que la gente prefiera ver el fútbol a leer los diarios de Knausgård? ¿Cabe imaginar peor campaña de fomento de la lectura que la jeremiada constante?

Dedica las tardes a embaularte folletines, si así lo deseas, o huelga como te venga en gana. Pero no leas la cartilla a tus deudos, so pretexto de interesarte por su edificación, porque prefieran pasarse la tarde viendo una película de vaqueros, haciendo spinning o jugando al FIFA. 

Si se trata de flipar en colores, me quedo con las voluptuosidades y variaciones de lo real. Quien acude a la ficción lo hace para guardar en un cajón su concepción de lo real, echar la llave e irse de finde a un sacrificio de falsos héroes e ídolos, cuya deflagración en estéreo impide al espectador plantearse si está haciendo el imbécil. Nada y guarda la ropa. Por decirlo con Ortega, parte decidido a no partir en serio. 

Huelen a chamusquina los elogios manufacturados que algunas novelas a la moda suelen suscitar. Los teólogos medievales denominaron pericóresis a la identidad entre los miembros de la Trinidad, y su equivalente latino, circumincesión, remite etimológicamente a sentarse en torno a algo: circum insidere

¿No diríamos que gran parte de los lectores —pericoréticos, circumimcedados— se arrebujan en torno a la misma lumbre, con la misma actitud candorosa y boyal, y escuchan la misma historia? Un ontólogo hablaría de unión hipostática: piensa igual, se expresa igual, dicen lo mismo. Si la industria cultural fabrica en serie un tipo de lector indistinguible del resto, no es la gente sin cultura la que debiera preocuparnos, sino la deformada, enraizada y embastecida por ella.

Sostenía Jünger que el lector ideal ni obra ni toma partido, pues vive dedicado a una especie de hibernación luminosa. Naturalmente, dicho lector —indolente e inactivo, casi inerte— es todo lo opuesto a aquel que, según Edith Wharton, constituía el mayor peligro para la literatura: el lector mecánico. Éste, provisto de la cejijunta obligación de leer todos los libros que se publican, lleva a cabo una empecinada tarea gimnástica: se imponer estar al corriente de todo lo que se escribe porque cree, secretamente, que las muchas lecturas lo dotarán de inteligencia.

Las horas de esplendor y exuberancia que a lo largo de los años me ha regalado la lectura demuestran, entre otras cosas, que los buenos libros suelen ser de una fecundidad ubérrima. Marran quienes atribuyen utilidad alguna a la literatura. Vivir momentos más intensos y más anchos es su suficiente recompensa. 

Decía Karl Kraus que la cultura termina cuando los bárbaros se introducen en ella. Se equivocaba. Hace tiempo que la cultura y la barbarie dejaron de ser términos opuestos. Barbarian culture fue el sintagma con que Thorstein Veblen motejó a la cultura de quincalla, inundada por la propaganda y la publicidad, que algunos confunden con cultura de masas. Todo documento de cultura sería, al fin, un documento de barbarie.

Reza el tópico que los españoles no leen. Basta pasearse por la playa para advertir lo contrario. Cientos, miles de personas aplastadas por novelones pesados, gasgantuescos, abrumadores como losas de granito. Es cómica la imagen del lector triste y macilento que se retrepa en la tumbona, en dura pugna con un voluminoso bestseller. 

Se entiende que el grosor de la novela sirve de rasero para hallar la medida de su calidad: cuanto más gorda, mejor. Las razones no son las que con frecuencia se aducen (que la letra a tamaño dieciocho se debe a la provecta edad de sus lectores, por ejemplo, pues en España sólo parecen leer las mujeres mayores), sino que responde a un motivo meramente cómico: ver a una persona sepultada por un libro. 

No son pocos lo que fantaseaban con tener un crush en verano y han acabado sufriendo su más vieja acepción, la del aplastamiento. De tal guisa me encontré hace un par de años a mi amigo Julián, más conocido como Batracio, que siempre se había ufanado de no leer y que hasta la fecha se mantenía inasequible a la moda de reading is sexy

Al parecer, estas cosas suceden de la noche a la mañana. Uno querría verse repantigando en la arena, en estado semiconsciente y a la buena de Dios, o tardeando en el chiringuito, con una horchata o un mojito de ron blanco. Y, sin embargo, aquí está, escondiéndose del sol mediterráneo, contraviniendo el pathos meridional y elidiendo su pulsión de vida, con una novela de cinco kilos que lo abruma, lo tedia y le oprime la andorga. 

Me confesó entonces, con cara de apuro, que se había propuesto leer mucho este año, y que todas las noches trata de leerse quince páginas de Žižek antes de dormir. Se me cayeron los palos del sombrajo. Siempre tuve a Batracio por uno de esos ciudadanos probos y cumplidores, dotados de una conciencia como la cera virgen, cencida y sin holar por cogitación alguna. 

¿Quién querría ponerse con un libro de Žižek después de diez horas amagando el lomo delante de un ordenador, tragando quina en un bufete o doblando la raspa en un restaurante? Supongo que sería más feliz viendo la tele, paseando al perro o matando zombis, pero el hombre se ha propuesto extraer vino de las unas del sufrimiento. Qué le vamos a hacer.

Ignacio Sánchez-Cuenca (El desorden político) Democracias sin intermediación

[...] Simplificando al máximo, parece claro que hay al menos un rasgo en el que todos los análisis sobre populismo coinciden: la crítica a las élites. De acuerdo con esta crítica, las élites son responsables, si bien el objeto de la responsabilidad puede variar muchísimo: pueden ser responsables de haber impuesto un modelo multicultural de nacionalidad que ha permitido la entrada de inmigrantes y la formación de minorías étnicas con derechos y reconocimiento; de haberse entregado a los intereses financieros globales, descuidando el bienestar de los propios nacionales; de haber permitido el aumento de la desigualdad económica; de haber debilitado la soberanía nacional; de no haber protegido a las clases medias; y un largo etcétera.

Todos estos resultados negativos se atribuyen, principalmente, a las decisiones de los políticos, aunque estos no obran solos. De acuerdo con la tesis principal del populismo, los políticos, en muchas ocasiones, actúan al servicio de los grandes intereses económicos y por eso las élites económicas y financieras también forman parte del argumento. En algunos casos se suman a la traición al pueblo o a la nación de los altos funcionarios del Estado, que viven en una especie de burbuja, aislados de la sociedad, así como los periodistas, intelectuales y expertos que legitiman las estructuras de poder existentes. Se configura de este modo una clase dirigente, lo que se conoce en inglés por establishment, que es la causante de los males antes señalados. 

Creo que, a los efectos del presente libro, resulta más operativo hablar de partidos o movimientos antiestablishment que de partidos o movimientos populistas. Las ventajas son varias. El primer lugar, no prejuzga si la crítica del establishment está justificada  o no; no hay presunción valorativa alguna en el término. En segundo lugar, dicho término no se compromete con ninguna teoría específica de la democracia (si existe el interés general, etc). Es, más bien, un término meramente descriptivo que puede ser usado con independencia de las concepciones que cada cual tenga sobre la naturaleza del sistema representativo. Precisamente por su ligereza teórica, la expresión, en tercer lugar, facilita la identificación empírica de los casos de análisis. Mientras que el uso del calificativo populista genera de inmediato controversias de todo tipo y nos fuerza a pensar en cómo traducir de forma observacional las ideas densas que conforman la teoría del populismo, la característica definitoria de la expresión antiestablishment es fácilmente reconocible y no da por supuesta una orientación ideológica determinada. 

Que una fuerza política defienda posturas antiestablishment no quiere decir que sea una fuerza antisistema. Podría oponerse tanto a las élites como al sistema mismo, pero se trata de dos aspectos distintos. Si una fuerza es antisistema, será también antiestablishment, pero no necesariamente al revés: puede haber fuerzas antiestablishment que solo busquen remplazar a las élites o acabar con ellas, sin querer destruir el sistema. Hay autores que han utilizado el término "antisistema" en el contexto del debate sobre el populismo, pero me parece que es una decisión equivocada.

[...] Los partidos de la derecha radical tratan de aprovecharse de temas que, a su entender, han suprimido los partidos tradicionales en sus consensos liberales. Hay, en todos los casos, una denuncia de esos consensos en términos de una traición a la nación. Según este relato, la gente común ha sido abandonada por unos políticos que piensan en términos ajenos a la cultura nacional. A dichos políticos, continúa la acusación, no les importa desvirtuar las bases de la nación permitiendo la entrada masiva de inmigrantes, acogiéndolos, dándoles derechos y haciéndoles beneficiarios de las políticas sociales a costa de la población nativa. En la misma línea, las derechas antiestablishment cuestionan el gran consenso europeísta que une a socialdemócratas, liberales y conservadores en casi todos los países europeos. La integración europea se presenta como un proyecto elitista, burocrático e incompatible con los valores nacionales. Esa constante contraposición entre la cultura nacional de la mayoría y los planteamientos liberales y cosmopolitas de las élites políticas constituye la principal vía de entrada en el sistema político para las fuerzas de la derecha antiestablishment.

[...] En un libro anterior, La impotencia democrática, defendí la tesis de que la decepción política de una parte significativa del electorado era consecuencia de la economía política correspondiente al capitalismo globalizado y su traducción ideológica, el neoliberalismo. Por un lado, el capitalismo financiero global de nuestra época reduce la discrecionalidad de los ejecutivos nacionales. El capital, en términos generales, ha ganado poder en relación al trabajo. La facilidad del capital para moverse por todo el planeta impone severas restricciones a la capacidad regulativa y fiscal de los Estado. Hay una amplia literatura al respecto. Esto provoca que los partidos, con independencia de su ideología, se vean forzados a realizar políticas similares si desean preservar la posición de sus países en el orden global. La presión a favor de la convergencia o colusión en las políticas económicas es muy fuerte. Evidentemente, cuanto menos se distinguen las políticas de partidos distintos, menos se entienden sus enfrentamientos y choques ideológicos. 

Por otro lado, la fuerza de este capitalismo se traduce en la hegemonía intelectual del neoliberalismo, uno de cuyos componentes más esenciales es la despolitización de la economía. El Estado se concibe como un gran regulador que aporta un marco jurídico estable dirigido a posibilitar el libre desarrollo de la actividad económica. Los mercados, en este sentido, deben quedar al margen de las decisiones políticas. Con otras palabras, la política representativa no puede ocuparse de asuntos económicos porque los mercados pierden eficiencia con cualquier intervención estatal. De ahí que en la Unión Europea áreas enteras de la economía, como la política monetaria, la política de competencia y la política comercial, se sustraigan del poder político representativo. La Unión Europea constituye un caso extremo por lo que toca a la despolitización de la economía, pero en casi todos los países desarrollados la política monetaria ha quedado en manos de bancos centrales que son independientes de las instituciones democráticas. La política. monetaria, que fijan economistas tecnócratas, condicionan a su vez la política fiscal, lo que reduce aún más los grados de libertad de los gobiernos. 

El resultado de todo ello es la "impotencia democrática", es decir, la falta de capacidad de los gobiernos para llevar a cabo sus políticas (salvo que sean favorables a las fuerzas de mercado). En ese terreno de juego, se produce una contracción entre la retórica grandilocuente de los partidos políticos y el margen de maniobra real con el que cuentan los ejecutivos, contradicción que solo puede resolverse mediante una rebaja o frustración de las expectativas. 

De acuerdo con el segundo argumento, que tiene una relación más directa con la tesis general sobre el proceso global de desintermediación, hay ciudadanos que entienden que la protección y preservación de su autonomía personal pasa por rechazar todo lo que venga impuesto o de arriba. No reconocen una autoridad especial a las élites políticas (y a menudo tampoco al resto de las élites, económicas, periodísticas o intelectuales). Desconfían de las élites casi por principio, atribuyendo un mayor crédito a las ideas, valores e informaciones que circulan en comunidades a las que pertenecen. Les resulta especialmente rechazable el paternalismo implícito en la relación representativa. Al fin y al cabo, en los representantes se delegan poderes muy relevantes, incluyendo el filtrado de las demandas procedentes de la sociedad civil. ¿Por qué un ciudadano con criterio propio ha de aceptar el orden de prioridades políticas que establecen los partidos? Quien crea que la política debe desarrollarse según relaciones más horizontales que las propias de la democracia representativa, encontrará que las decisiones de los representantes, en la medida en que no coinciden con las que tomaría por sí mismo, suponen preterir las opiniones de los de "abajo". 

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