Pablo Sol Mora (Nada hago sin alegría) Un paseo con Montaigne

La Antigüedad clásica es el espejo frente al cual Montaigne ha decidido mirarse a sí mismo. Es su punto de referencia inevitable, su piedra de toque. Igual que Petrarca, padre del humanismo, estaba obsesionado con la confrontación de su ser y todo lo que le rodeaba con ejemplos antiguos. Esta comparación, a sus ojos, era la mejor forma de ponerse a prueba, el examen más riguroso. El presente debía ser juzgado de acuerdo a los severos parámetros de ese grandioso pasado. ¿Qué hubieran hecho Homero, Sócrates, Escipión, Catón? ¿Qué haremos nosotros? A nuestra época, que sin exageración puede ser considerada poshumanista, esta ardiente admiración por la Antigüedad puede antojársele desmesurada, ingenua, casi pueril. ¿No sabía Montaigne que las vidas de sus héroes no eran, no podían ser, como las leía en su venerado Plutarco; que toda existencia, incluso la de los más grandes hombres, está llena de pequeñas mezquindades y miserias, como lo muestran las biografías modernas?, que, de hecho, estas mezquindades y miserias son más reveladoras que los grandes actos? Pero la incapacidad para ejercer plenamente la admiración no es solo indicio de sofisticación crítica, sino también de pusilanimidad. Hace falta grandeza para admirar la grandeza. El pigmeo se solaza en observar los defectos del gigante. 

Ciertamente, el hombre es un sujeto increíblemente vano, diverso y sinuoso; es difícil formarse un juicio constante y uniforme sobre él (I, I). Esta, formulada ya en el primero de los Ensayos, es una de las convicciones fundamentales de Montaigne y en la que en cierto modo se origina toda la obra. Intentar dar cuenta de esa diversidad y mutabilidad que es lo humano, aun en un solo individuo, es el propósito de los Ensayos, y acaso solo una forma igualmente inestable, variada y cambiante como la del nuevo género podía dar cuenta verdadera de una naturaleza así: quiero representar la evolución de mis humores y que se vea cada pieza cuando nace. Me gustaría haber empezando antes y seguir la marcha de mis mutaciones (XXXVII, II). No hay firmeza, no hay unidad, no hay permanencia en el hombre, ni como especie ni como individuo: somos volátiles, múltiples. Nuestra única constancia es el cambio; nuestra única fijeza, el movimiento. Nos hacemos la ilusión de ser uno, de poseer una identidad firme y clara; no advertimos que en eso que llamaos yo convive una pluralidad de seres, que nuestra supuesta unidad está rota en pedazos: somos fragmentarios, y de una contextura tan informe y diversa que cada pieza, cada momento, desempeña su papel. Y hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos, que entre nosotros y los demás (I, II). 

En el siglo XX, nadie percibió y vivió mejor esa diversidad en el interior de nosotros mismos que Fernando Pessoa, del que en párrafos como el anterior Montaigne se revela como lúcido precursor (todo escritor engendra sus precursores, ya se sabe). El desolador y admirable Libro del desasosiego es una especie de Ensayos: moderno, desesperado, carente de aquellos rasgos en los que, a fin de cuentas, radica la máxima sabiduría de Montaigne (y toda la diferencia, en el fondo, no sea acaso sino una cuestión de temperamento, pues apenas cabe imaginar una personalidad más distinta del Señor de la Montaña que la del triste genio de Lisboa): el sentido del humor, la jovialidad, la alegría.

De la tristeza, precisamente trata el segundo de los Ensayos, que bien podría haberse titulado «Contra la tristeza». Montaigne inicia con una vehemente denuncia de la misma: soy de los más exentos de esta pasión y no me gusta ni la estimo, aunque el mundo haya decidido, como si su valor estuviera establecido de antemano, honrarla con un favor particular. Con ella visten la sabiduría, la virtud, la conciencia: estúpido y horrible ornamento (II, I). Es uno de los escasos pasajes coléricos de un autor, por lo general, afable y sereno. Pocas cosas irritaban más a este hombre jovial que la tristeza o, mejor dicho (pues Montaigne sabía que en la vida hay inevitables momentos de tristeza), el prestigio del que esta gozaba, asociándola fácilmente con la inteligencia y la profundidad. El hombre alegre corre siempre el riesgo de que lo juzguen de frívolo o ingenuo, mientras que el grave y triste, así sea un imbécil, puede sin dificultad parecer profundo. Montaigne sabía que tenía que vérselas con una larga tradición de confusiones y malentendidos que identifica la sabiduría y la hondura de pensamiento con la melancolía y la seriedad. Él mismo había sido un muchacho meditabundo y de apariencia melancólica, pero que había terminado por darse cuenta de que lo verdaderamente sabio (y lo verdaderamente arduo) es la alegría y el humor. Ser circunspecto y taciturno está bien, cuando se tiene dieciséis años y se siente que todo el peso del mundo recae sobre nuestros hombros (ninguna edad de la vida más terriblemente seria que la adolescencia), pero después, salvo casos de excepción, individuos que parecen destinados a extraer las últimas consecuencias de la desolación y la angustia, más vale aligerarse, lo que no significa volverse superficial, sino, por el contrario, quizá comenzar a ser profundo, sin el estúpido y horrible ornamento de la tristeza. 

Jano García (Contra la mayoría) Cómo la democracia genera la tiranía de la masa

El desprecio a la masa

¿Qué se puede hacer? A priori la respuesta es sencilla. Se necesitaría contar con una masa que no se deje engañar tan fácilmente, pero para ello se requiere de una educación y un carácter que ninguno de los protagonistas del sistema democrático está dispuesto a crear o fomentar, pues desaparecería la clientela que le permite ostentar el poder y expandir, una vez alcanzado, sus tentáculos por todos y cada uno de los ámbitos por lo que transcurre la vida ciudadana. Stuart Mill, optimista, creía que eso era posible: «Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, al menos que una fuerte barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta disposición no hará sino aumentar». El filósofo inglés lo fiaba todo a la moral de la masa y desde luego que esta cuenta con ella. A nuestro juicio, de hecho, no se puede comprender el mundo que nos rodea sin detenerse en la situación moral de la masa. Todo lo que acontece —ya sea bueno o malo— tiene su causa y raíz en este asunto.

Debemos partir de una premisa. La masa se considera a sí misma como la mayor obra jamás creada por el ser humano. Su conciencia se basa en la creencia de que su victoria es lo mejor que ha ocurrido. Se siente capaz de realizar cualquier tarea —aunque no esté preparada para ella—, cree dominar todas las facetas, poder opinar sobre cualquier cuestión, tener el derecho a ser partícipe de todo lo que acontece y exige ocupar los más importantes puestos de responsabilidad tanto en el ámbito privado como público. Combina prepotencia e ignorancia. Esta es la actitud que muestra la mayoría, es decir, la que elige y decide en democracia. El poder político, el gobierno y los aspirantes a ostentalo viven al día, no se paran a pensar en el futuro inminente, sino que viven como la masa: sin proyectos claros, sin programas vitales y fiándolo todo al azar de que nada interrumpa su comodidad y desarrollo. Su forma de actuar se centra en evitar el conflicto con la masa, en molestar lo menos posible a ese cuerpo integrado por millones de hombres desactivados de todo entusiasmo por entusiasmarse. En su marcha a ninguna parte, el espíritu de los gobernantes se adapta a la muchedumbre para rehuir los problemas y complejos desafíos de un mundo en constante ebullición. Al cliente —votante— no conviene alterarlo ni preocuparlo. Y esa conducta, esa escala de valores que rige a la masa es la que rige a los gobernantes democráticos. De igual forma que a la masa sólo le preocupa su bienestar —al mismo tiempo que ignoran qué se lo proporciona— y consideran que este ha llegado entregado por un dios que habita en el cielo y que lo ha creado de forma natural, a los gobernantes tampoco les preocupa en demasía otro asunto que no sea la rentabilidad política. Conscientes de que la masa por muy deforme e inerte que sea su estado cuenta con una moral que ha sido construida de forma inconscientes y adaptada a su proceder— a pesar de que no se detiene a plantearse su propia existencia— los gobernantes se limitan a cumplir las exigencias aleatorias y absurdas de la masa. Esta ignorancia innata de la masa hace que cuando no hay comida destrocen los lugares que se la proveen, es decir, los supermercados; cuando escasean las plazas de educación incendian las universidades; cuando el descontento obedece a la mala gestión pública se centran en despedazar el mobiliario público; si el problema es sanitario, a quemar los hospitales. Esta conducta, del todo irracional y estúpida, es la que la masa utiliza para hacerse notar, por lo que podemos prever que la masa no forja su moral a través del uso de la razón y profundas reflexiones, sino más bien a partir de espasmos neuróticos sin sentido.

Ortega definía a la masa como «todo aquel que no se valora a sí mismos— en bien o en mal— por razones especiales, sino que se siente como todo el mundo». Podríamos añadir a la descripción de Ortega que es todo aquel que actúa, piensa, vive y forja sus ideas como todo el mundo. Si algo caracteriza a la masa es su odio a lo distinto, a los extraordinario. Está satisfecha y orgullosa de ser como es. Habita en la convicción de que sus gustos, opiniones y conductas son las correctas porque están refrendadas por la mayoría que actúa del mismo modo. No se plantea nada, sino que ante una disyuntiva se limita a pensar como el resto, esto es, a asumir la idea mayoritaria sin rechistar. Y es entonces cuando el ciudadano observa cómo la diferencia entre los extraordinario y lo vulgar desaparecen en el mundo democrático que premia más la cantidad que la calidad. De esta forma, nos hallamos ante la masa más fuerte de la historia que no duda en replicar agresivamente a todo aquel que se atreve a recordar lo que es con atronadores chillidos que nacen del corazón, pero no de la razón. ¡Qué es eso de que haya rey! ¡A santo de qué vamos a aceptar nuestra mediocridad! ¡Qué demonios va a haber individuos que se enriquezcan por su talento y esfuerzo! ¡Qué sacrilegio es aquel en el que el apto sea reconocido como mejor frente al resto! ¡Intolerable que alguien se atreva a recordarnos nuestra miseria moral y pobre conducta! 

[...] Y bien es cierto que todas las formas de gobierno son imperfectas, sólo la democracia es capaz de otorgar a la vulgaridad un poder ilimitado. Esta es la gran característica que define el comportamiento de la masa democrática. Conscientes de que el poder es suyo ni siquiera tienden a alcanzar la excelencia, sino que consciente de su vulgaridad reclama e impone su derecho a ser poco refinada, con escasa educación y actos de mal gusto. Hasta la fecha, nunca la masa se había mostrado de esa manera. El despotismo ya no es ilustrado; es la era del despotismo de la ignorancia. El rey ya no es el tuerto en el país de los ciegos, sino que los ciegos exigen al tuerto no ver porque, de aceptar la realidad, la discursión, la obligación natural de que el mejor sea el que llegue más alto, el castillo construido por el régimen democrático se desmoronaría a gran velocidad. Por eso se suprimen los debates, los intercambios de opiniones, el respeto a la minoría y se recurre a la imposición. La masa detesta todo lo distinto, no desea la convivencia con los pocos, sino que aspira a aplastar y aniquilar a los opositores de su triunfo a través del poder político que reside, como hemos visto, en sus manos. 

A todas horas escuchamos los majestuosos avances técnicos, sanitarios y tecnológicos de nuestra época, pero apenas escuchamos que esos avances no han sido fruto del azar ni de la espontaneidad, sino de los esfuerzos geniales de excelentes individuos que han permitido que la humanidad avance. Lo atroz de nuestro tiempo es observar cómo ante el mayor avance económico y tecnológico que ha otorgado un desarrollo en todos los aspectos sin parangón, la masa hambrienta de consumir todos esos placeres que hasta hoy no tenía a su alcance se lanza contra los que se los han provisto. Ignora los complejos procesos y la enorme valía de unos pocos individuos que consiguieron hacer posible lo que se antojaba inimaginable no hace tanto tiempo. Emborrachada de prepotencia, la masa está dispuesta a ejecutar a sus proveedores. Se preocupa por consumir todos los bienes y servicios proporcionados por los más talentosos, pero no se preocupa por cuidarlos, sino que anhela aniquilarlos. Cuando más avanza la masa, más estúpida se muestra. ¡Pobres ignorantes incapaces de comprender lo que ven!

La democracia ha impelido a la masa mimada a ocupar puestos que no le corresponden, a gobernar naciones, a afianzarse en su ignorancia, a legitimar conductas inmorales, a castigar a los mejores para aupar a los peores, a dar por bueno lo que sostiene la mayoría, a destrozar cualquier atisbo de importancia sobre la moral, a no poner en duda sus opiniones, a cumplir sus caprichos, a legislar en su beneficio. Y le ha otorgado, además, el derecho de imponer a los demás su voluntad. Pero una masa a la que le gusta que le engañen y que se deja guiar por el lenguaje de las pasiones — antes que por el de la razón— y conforme más habla más estúpida se muestra, acabará votando en contra de sus propios intereses, dando de ese modo paso al advenimiento de una democracia liberticida. 

García, Jano (El rebaño) Cómo Occidente a sucumbido a la tiranía...

J.J. Rousseau (El contrato social)

La época de Rousseau: el Despotismo ilustrado 

Los sesenta y seis años de la vida de nuestro escritor se desenvuelven en su totalidad en el siglo XVIII. Cuando fallece en 1778, falta poco para que la ideología del denominado "Siglo de las luces" de la Ilustración y el Despotismo ilustrado de paso a una forma de ser y de sentir prácticamente nueva: el Romanticismo. Rousseau será en lo esencial hombre del siglo XVIII, pero se anticipará a la ideología romántica en muchos aspectos, tanto en su actuación como en su obra; será un auténtico prerromántico.
"Todo para el pueblo, pero sin el pueblo" será el lema de los monarcas del Despotismo Ilustrado. 
F. Lluís Cardona

DEL PACTO SOCIAL

Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural, superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su manera de ser. 

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro remedio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad.

Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarles y sin descuidar las obligaciones que tienen para consigo mismo. Esta dificultad, concretándola a mi objeto, puede enunciarse en los siguientes términos:

"Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes". Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato social

Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violando el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la convencional para la cual habría renunciado a la primera. 

Estas cláusulas, bien estudiadas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás.

Además, efectuándose la enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; consecuencialmente, el estado natural subsistiría y la asociación convertiríase necesariamente en tiranía o inútil.

Si se descarta, pues, del pacto social lo que no es de esencia, encontraremos que queda reducido a los términos siguientes: Cada uno pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y cada miembro considerado como parte indivisible del todo

Este acto de asociación convierte al instante la persona particular de cada contratante, en un cuerpo normal y colectivo, compuesto de tantos miembros como votos tienen la asamblea, la cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. La persona pública que se constituye así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo en nombre de Ciudad y hoy el de República o cuerpo político, el cual es denominado Estado cuando es activo, Potencia en comparación a sus semejantes. En cuanto a los asociados, éstos toman colectivamente el nombre de pueblo y particularmente el de ciudadanos como partícipes de la autoridad soberana, y súbditos por estar sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos se confunden a menudo, siendo tomados el uno por el otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados con toda precisión.

Daniel Cohen (Homo numericus) La civilización que viene - Ilusión y realidad en la era del algoritmo

EL TRIUNFO DE LA ENDOGAMIA

En un texto increíblemente prospectivo, «Las sociedades de control», Gilles Deleuze anunció, a principios de los años ochenta, una transformación decisiva: el fin de las sociedades disciplinarias. Según Deleuze, estas dan paso a un nuevo régimen que denomina «sociedades de control», un término que anticipa a la perfección el «capitalismo de la vigilancia del que hablará Shoshana Zuboff. En la sociedad disciplinaria, escribe, el individuo pasaba continuamente de un lugar cerrado a otro: en primera instancia, la familia y, posteriormente, la escuela, el cuartel, la fábrica, a veces el hospital y, llegado el caso, la prisión. En la nueva sociedad, todo ocurre fuera de los muros de la institución.

Las condenas alternativas para los delitos menores y la utilización de brazaletes electrónicos permiten que los presos salgan de las cárceles. En las escuelas, la evaluación continua y la formación permanente forjan un nuevo paradigma del eterno estudiante. En los hospitales, se instala una nueva medicina «sin médicos ni enfermos»... En el mundo laboral, las empresas sustituyen a las fábricas y «nos enseñan que las empresas tienen alma, lo que es la noticia más terrorífica del mundo»... Esto, añade Deleuze, no son más que «pequeños ejemplos que permiten comprender mejor lo que entendemos por crisis de las instituciones, es decir, la instalación progresiva y dispersa de un nuevo régimen de dominación». 

El ejemplo de empresas «que tienen alma» representa a la perfección el cambio de mentalidad que surge a finales de los años ochenta. En el mundo contemporáneo, las empresas son un punto de convergencia en la construcción de identidades sociales. Así fue como la invención del fordismo, a principios del siglo XX, transformó profundamente el imaginario de su época. De hecho, el sindicalismo triunfó en el seno del mundo industrial que aquel había creado. En el nuevo régimen, que se instala durante los años ochenta, se hace precisamente todo lo contrario con el objetivo de acabar con la unión del mundo social. El desmantelamiento de los grandes grupos industriales tiene como objetivo principal anular el contrapoder sindical. Las oficinas han agrupado a ingenieros y trabajadores titulados. Los servicios de mantenimiento y limpieza han hecho los mismo con las personas no cualificadas. Todo ha sido concebido para propiciar la autosegregación de las clases sociales, sin que quede ningún otro vínculo «natural» entre los diferentes estratos de la sociedad. 

Un estudio sobre el aumento de las desigualdades en América mostró que el incremento de las mismas en el transcurso de los últimos treinta años está íntimamente ligado a este proceso. Mientras que la diferencia de ingresos entre los extremos de la sociedad ha alcanzado niveles del siglo XIX, anulando, en pocas épocas, la formidable reducción que se observó en el siglo XX, las desigualdades en el seno de una misma empresa apenas han cambiado. Lo que sí ha variado considerablemente son las desigualdades entre diferentes empresas, entre las oficinas y los servicios de mantenimiento y limpieza. En el pasado, tanto los ingenieros como las personas encargadas del mantenimiento pertenecían a la misma compañía y un aumento de salarios de los primeros implicaba un aumento también del sueldo del resto de trabajadores, dado que todos formaban parte de unas mismas tablas salariales. La nueva segmentación del personal en tanto mundos separados ya no da lugar a un reajuste igualitario de los salarios. La «permeabilidad« de las riquezas anuncia por Reagan y Thatcher fue científicamente bloqueada desde principios de los años ochenta por este distanciamiento social. 

LA AUTOSEGREGACIÓN

El mundo va a cambiar radicalmente. Al restringirse a estratos sociales lo más homogéneos posibles, las empresas han contribuido enormemente a la creación del imaginario social contemporáneo. A su manera, responden a la expectativa de una sociedad horizontal en la que el tuteo es la regla, pero limitándolo a grupos muy restringidos. La reciprocidad y la confianza están presentes: ahora las empresas tienen alma, pero únicamente en lo que respecta a la relación entre iguales. No existe consideración alguna con respecto al resto de estratos sociales, que se vuelven invisibles.

Uno de los término que a veces se emplea para describir esta manera de crear sociedad es el de «homofilia». Esta expresión fue utilizada en 1954 por Paul Lazarsfeld y Robert Merton, famosos sociólogos americanos, para describir las tendencias de cada grupo social para agruparse entre sí. Su análisis mostraba esta propensión en círculos de amistad, en vecindarios, en clubs deportivos... También según todas las dimensiones sociológicas posibles como la religión, la edad, la profesión, el nivel de estudios... No obstante, el término «homofilia» es engañoso. Da la impresión de que cada estrato social aspira a permanecer unido cuando, en realidad, a menudo es la segregación social la que encierra a cada grupo en sí mismo. Sin lugar a dudas, si los pobres permanecen aglomerados en los mismos guetos urbanos, no es por deseo propio, sino porque no tienen otra opción. Si los niños de los grupos sociales más favorecidos van a las mismas clases y solo frecuentan a niños iguales que ellos, es porque la estrategia social de sus padres les conduce a ello. Los trabajos de Pierre-André Chiappori muestran que cada vez se forman más parejas basándose en la creciente importancia que los padres conceden a la educación de los hijos. Las mujeres con estudios se casan con hombres con estudios para maximizar las oportunidades de éxito escolar de sus hijos. Esto no deja otra opción a las mujeres con una educación media que la de casarse con hombres de su mismo nivel educativo y así sucesivamente hasta lo más bajo de la escala social. El término de endogamia social describe mucho mejor que el de homofilia el proceso que estamos viviendo.

Si. bien es cierto que la tendencia espontánea de las clases sociales a permanecer estancadas en sus propios guetos no es nada nuevo, lo preocupante es la rapidez que ha tomado. En 1970, dos de cada tres americanos vivían en barrios de «clase media». En 2009, menos de dos de cada cinco vivían en un barrio cuyo nivel medio de ingresos rondaba la media nacional. Independientemente de las redes sociales, el aumento de la segregación social es el caldo de cultivo perfecto para el incesante aumento de la desconfianza de la población.

[...] La principal paradoja del mundo contemporáneo puede resumirse, pues, de la siguiente manera: reina la autosegregación y esto cumple estrechamente con la promesa de horizontalidad que se buscaba en los años sesenta. Teniendo en cuenta este hecho, las desigualdades aumentan considerablemente al no existir vínculo alguno entre los diferentes grupos sociales, como ocurría en el pasado con las grandes empresas industriales. En lo que respecta a la mentalidad de la población, hemos entrado en un perverso bucle entre la formación de guetos y la desconfianza general hacia el prójimo. Esto no es consecuencia directa de las redes sociales, sino el resultado de grandes fuerzas que comenzaron a actuar mucho antes de de aquellas aparecieran. No obstante, en lugar de crear puentes entre las distintas comunidades, producen un eco ensordecedor para la desconfianza pública, llevando al extremo la imposibilidad de comunicarse entre los diferentes grupos sociales. 

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