José Carlos Ruiz (El arte de pensar) Cómo los grandes filósofos pueden estimular nuestro pensamiento crítico

¿QUÉ ES SER UN TONTO?

Pues básicamente es tener la cabeza hueca, no saber pensar bien, ser un bobo, un zonzo. Dejar que otros piensen por ti resulta, sin lugar a dudas, contraproducente, porque los otros no son tú; es decir, cuando uno piensa, lo hace desde sí mismo, y con sus características, su contexto, su manera de ver las cosas y de sentirlas. Si de repente disponemos que otros decidan y piensen por nosotros, personas que no saben cómo somos, que desconocen nuestras inquietudes y necesidades, entonces estamos apropiándonos de las ideas de esas personas que poco o nada tienen que ver con nosotros. 

Hemos de reconocer que no es fácil activar lo que aquí llamamos «el interruptor del pensamiento crítico»; de hecho, cada vez es más complicado, mucho más en los tiempos que corren. Estamos viviendo en un momento histórico donde lo que nos rodea está en constante cambio y los acontecimientos se aceleran por momentos. No solo se aligera el ritmo de vida, también aumentan exponencialmente los estímulos. El futuro, como categoría temporal se ha acortado, y la incertidumbre es ahora más palpable que nunca. Con un futuro tan incierto, y con miles de mensajes contradictorios y alejados de la realidad, no es de extrañar que no queramos encender ese interruptor del pensamiento crítico, porque da miedo tener que responsabilizarse del uso del mismo. Más bien nos han provocado miedo. Ya Kant, hablando de cómo nos amedrentan, lo tenía muy claro, y así lo expone cuando dice:

«Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien de que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de atontecer a sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían en caso de aventurarse a salir del él. Pero estos peligros no son graves pues, con unas cuantas caídas aprenderían a caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza espantan y le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos». 

No han inducido a no pensar por nosotros mismos, nos han tenido en pañales intelectuales. Los tutores de los que habla Kant son aquellas personas, instituciones sociales, educacionales y políticas que nos han dicho que es mejor hacer lo que ellos nos advertían, y lo que es más cruel, Kant reconoce una estrategia usada por todos ellos para que ninguno de nosotros quiera activar el mecanismo del pensamiento crítico. Nos insuflan el miedo de las consecuencias que puede producir tener autonomía de pensamiento. Nos presentan lo peligroso de su uso, y cuando intentamos activarlo y fallamos (porque nos equivocamos una y mil veces), aprovechan la más mínima para justificar la peligrosidad y la inconveniencia de pensar por nosotros mismos. 

Usan mecanismos de control con lo que imponer su autoridad, donde se buscan personas dóciles y convencidas que obedezcan, pero, a ser posible, sin que se den cuenta de que obedecen, y lo hacen aplicando la sutilidad de lo conveniente, bajo el papel de protectores de la humanidad, aprovechando para inculcarnos de fondo el germen del miedo. 

[...] Por una parte, la sociedad se encargó de formar personas obedientes y dóciles de cara a ser productivos para el Sistema, pero cuando este Sistema descubre que la educación impartida no es la más adecuada, entonces se lava las manos y los acusa de no tomar sus propias decisiones. En situaciones así no podemos inculpar en exclusiva a un solo elemento. La comodidad de dejarse llevar por un lado y el modelo productivo ingobernable son los responsables de estas situaciones. Nadie se ocupó de formarlos en el pensamiento crítico, pero ellos tampoco tuvieron el arrojo de preguntarse por la conveniencia de los establecido y mantener una actitud filosófica ante los acontecimientos. 

Si queremos que nuestros hijos maduren (y esto vale también para nosotros y para cualquier edad) tenemos que acostumbrarnos a que tomen decisiones por sí solos desde pequeños. Decisiones en consonancia con los problemas de su edad. Es un ejercicio muy sano en el que, en lugar de estar siempre diciéndoles lo que tienen que hacer e imponiéndonos, les vamos dejando espacio para que ellos decidan. Pensar por uno mismo es algo que se puede enseñar y el mejor aprendizaje que existe es a través de la práctica. De lo contrario, estaremos educando a monigotes, a títeres fáciles de manejar.


BERTRAND RUSSELL
PENSAR LA ENVIDIA Y LA DESGRACIA

Si nos sentimos unos fracasados corremos el riesgo de desarrollar una serie de emociones laterales que no nos ayudarán a seguir con un proyecto de vida sensato. Una de las emociones más importantes que dinamita este proyecto es la envidia. La envidia es una manifestación de lo nocivo y dañino que puede ser no activar el interruptor del pensamiento crítico. La envidia se mueve, como veremos más adelante, entre el intento de negar los bienes, el placer y la felicidad a los demás, unido al hecho de poseer lo que ellos poseen.

Pero se inclina más por lo primero que por lo segundo. Si no activamos el interruptor, desearemos cosas que otros desean, importaremos objetos de deseo del exterior, por lo que, al logarlo, el nivel de satisfacción no será óptimo. Si deseamos que las personas que conocemos no tengan aquello que les hace felices, terminaremos dándonos cuanta de que el hecho de negárselo y privarles de su felicidad no es condición para la nuestra. 

Si hacemos la suma de los factores que hemos estado analizando, es decir, la idea y convencimiento de un amañado y falso igualitarismo, la creencia en una idea de meritocracia y la esperanza de que puedes alcanzar cualquier lugar del escalafón social sin importar el punto de partida, entonces, de manera inevitable, surge, florece y se asienta en nosotros una de las emociones más dañinas, y me atrevería decir, inevitable, de la condición humana: la envidia. 

Hemos aumentado exponencialmente el sentimiento de envidia gracias a esta falsa idea de igualitarismo. Como acabamos de apuntar, mucho ha contribuido, seguramente sin darse cuenta y de manera poco intencionada, los grandes referentes sociales del mundo empresarial como Steve Jobs o Mark Zuckerberg, cuando al mostrarse en público aparecían vestidos y ataviados con la misma ropa que cualquiera de nosotros llevaríamos en un día normal. 

Si hacemos caso a Bertrand Russell, tenemos que decir que cuando las clases sociales eran fijas la envidia entre nosotros no existía: «En las épocas en las que las jerarquías de las clases sociales eran fijas las clases bajas no envidiaban a las clases altas». 

Claro, esto no quiere decir que tengamos que volver a los compartimentos estancos y la inmovilidad del pensamiento crítico, pero tenemos que activar el interruptor del pensamiento crítico cuando vemos multimillonarios y triunfadores vestidos con unos vaqueros, una camiseta, una sudadera, unas zapatillas de deporte normales, un reloj vulgar..., es decir, se presentan al mundo como gente normal, con la que te podrías llegar a sentir identificado, falsificando la realidad. 

Bertrand Russell, escribe a principios del siglo XX (más de cien años ya) las siguientes palabras sobre la envidia:

«Entre todas las características de la condición humana normal, la envidia es la más lamentable; la persona envidiosa no solo desea hacer daño y lo hace siempre que puede con impunidad; además la envidia la hace desgraciada. En lugar de obtener placer por lo que tiene, sufre por lo que tienen los demás. Si puede, privará a los demás de sus ventajas lo que para él es tan deseable como conseguir esas mismas ventajas para sí mismo». 

Ruiz, José Carlos (Filosofía ante el desánimo) Pensamiento crítico para...
* Ruiz, José Carlos (Incompletos) Filosofía para un pensamiento elegante

Alain Deneault (Mediocracia) Cuando los mediocres toman el poder

INTRODUCCION
LA MEDIOCRACIA

Deje a un lado esos complicados volúmenes: le serán más útiles los manuales de contabilidad. No esté orgulloso, no sea ingenioso ni dé muestras de soltura: puede parecer arrogante. No se apasione tanto: a la gente le da miedo. Y, lo más importante, evite las «buenas ideas»: muchas de ellas acaban en la trituradora. Esa mirada penetrante suya da miedo: abra más los ojos y relaje los labios. Sus reflexiones no solo han de ser endebles, además deben parecerlo. Cuando hable de sí mismo, asegúrase de que entendamos que no es usted una gran cosa. Eso nos facilitará meterlo en el cajón apropiado. Los tiempos han cambiado. Nadie ha tomado la Bastilla, ni ha prendido fuego al Reichstag, el Aurora no ha disparado una sola descarga. Y, sin embargo, se ha lanzado el ataque y ha tenido éxito: los mediocres han tomado el poder.

¿Qué es lo que mejor se la da a una persona mediocre? Reconocer a otra persona mediocre. Juntas se organizan para rascarse la espalda, se asegurarán de devolverse los favores e irán cimentando el poder de un clan que seguirá creciendo, ya que enseguida darán con la manera de atraer a su semejantes. Lo que de verdad importa no es evitar la estupidez, sino adornarla con la apariencia del poder. "Si la estupidez [...] no se asemejase perfectamente al progreso, el ingenio, la esperanza y la mejoría, nadie querría ser estúpido", señaló Robert Musil. Siéntase cómodo al ocultar sus defectos tras una actitud de normalidad; afirme siempre ser pragmático y esté siempre dispuesto a mejorar, pues la mediocridad no acusa ni la incapacidad ni la incompetencia. Deberá usted saber cómo utilizar los programas, como rellenar el formulario sin protestar, cómo proferir espontáneamente y como un loro expresiones del tipo «altos estándares de gobernanza corporativa y valores de excelencia" y cómo saludar a quien sea necesario en el momento oportuno. Sin embargo —y esto es lo fundamental—, no debe ir más allá.

El término mediocridad designa lo que está en la media, igual que superioridad designa lo que está por encima y por debajo. No existe la medidad. Pero la mediocridad no hace referencia a la media como abstracción, sino que es el estado medio real, y la mediocracia, por tanto, es el estado medio cuando se ha garantizado la autoridad. La mediocracia establece un orden en el que la media deja de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y pasa a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar. Y si reivindicamos nuestra libertad no servirá más que para demostrar lo eficiente que es el sistema. 

La división y la industrialización del trabajo —tanto manual como intelectual— ha contribuido en gran medida al advenimiento del poder mediocre. El perfeccionamiento de cada tarea para que resulte útil a un conjunto inasible ha convertido en "expertos" a charlatanes que anuncian frases oportunas con mínimas porciones de verdad, mientras que a los trabajadores se les rebaja a nivel de herramientas para quienes "la actividad vital [...] no es sino un medio de asegurar [su] propia existencia".

Esta era la observación que hacía Karl Marx en 1849. También señalaba que el capital ha hecho que los trabajadores se sientan indiferentes ante el trabajo en sí al reducirlo a fuerza de trabajo, primero; a una unidad de medida abstracta, después; y, finalmente, a su coste —entendido el salario como aquello que el trabajador necesita para producir su fuerza de trabajo—. Las destrezas artesanas desaparecen. Hoy la gente puede producir alimentos en cadenas de montaje sin saber cómo cocinar en casa, atender a clientes por teléfono y darles instrucciones que ellos mismos no entienden o venderles libros o periódicos que ellos mismos jamás leen. No queda rastro del orgullo por el trabajo bien hecho. Así lo explicaba Marx en su Contribución a la crítica de la economía política:

               El hecho de que ese tipo particular de trabajo sea inmaterial se corresponde con una sociedad en la que los individuos pasan con facilidad de una clase de trabajo a otra, y la clase específica de trabajo en la que recalan les resulta accidental y por tanto es irrelevante. El trabajo, no solo como una categoría sino en la propia realidad, se ha convertido en un medio para producir riqueza en general. 

El trabajo desvitalizado, visto por el trabajador exclusivamente como "un medio para asegurar su existencia", es el medio del que se provee el capital para garantizar su propio crecimiento. Empleadores y trabajadores están de acuerdo en al menos una cosa: toda labor se ha convertido en un trabajo y con unanimidad todo trabajo se considera un medio

No se trata de un juego de palabras ni de una simple coincidencia léxica, el trabajo pasa a ser un medio en el momento en que lo valoramos como un aporte estrictamente medio. La conformidad de un acto a su nivel medio, cuando es forzada y universal, confina a una sociedad entera a la trivialidad. Pero el medio remite también al entorno, y pude referirse específicamente al medio profesional o laboral como un lugar de compromiso (en ocasiones deshonesto) en el que ninguna obra relevante puede tener lugar.

Cabe señalar, sin embargo, que la persona mediocre no está por ahí tumbada sin hacer nada: en realidad sí que sabe esforzarse en el trabajo. Hace falta mucho esfuerzo para producir un programa comercial de televisión, para solicitar una beca de investigación, para diseñar tarritos de yogur que parezcan aerodinámicos o para organizar el contenido ritual de una reunión entre una ministra y una delegación de su contraparte. No todo el mundo tiene los medios para alcanzar dichos objetivos. La perfección técnica es absolutamente necesaria para mantener oculta la profunda pereza intelectual que implican tantas profesiones conformistas. Comprometida con los exigentes requerimientos de un trabajo que nunca es propio e inmersa en ideas que siempre proceden de arriba, la gente mediocre nunca pierde de vista su propia banalidad.

El progreso no puede detenerse. Hubo un tiempo en que se creía que los mediocres eran minoría. Para Jean de la Bruyére, la persona mediocre era una criatura vil que recurría a cuanto conociera de rumores e intrigas sobre los poderosos intentando casar partido a cada situación.

            Celso tiene una reputación mediocre, pero quienes tienen una reputación superior lo toleran; no está instruido, pero tiene trato con hombres instruidos; acumula pocos méritos, pero conoce a gente que sí los tiene en abundancia; no tiene habilidades, pero sí una lengua que le sirve para hacerse entender y pies que lo llevan de un sitio a otro. 

Joan Garcia del Muro Solans (Good bye, verdad) Una aproximación a la posverdad

EL DESCRÉDITO DEL PENSAMIENTO RACIONAL

"Los conceptos filosóficos alimentados en el silencio del estudio de un académico pueden llegar a destruir toda una civilización"

HEINRICH HEINE, Confesiones y memorias


Volvamos a las raíces del problema. Apuntábamos al principio que unas de las condiciones de posibilidad del advenimiento de la posverdad había sido la desvalorización repentina y radical de la dimensión racional en el mundo de nuestros días. La razón, ya no cautiva a nadie.

Cuando, al término de la Segunda Guerra Mundial, se hicieron públicas las imágenes terribles de los campos de exterminio nazis, el mundo sufrió una sacudida de espanto. Las peores expectativas habían quedado ampliamente superadas por una realidad que, de tan monstruosa, era inimaginable.

Uno de los ámbitos en los que la constatación del horror tuvo un efecto más fulminante fue el de la filosofía. Los grandes pensadores del momento habían estado en sus cosas, atareados en la ocupación descomunal de construir un mundo conforme a los ideales de la razón y la irrupción brutal de la realidad los pilló con el pie cambiado. Con alguna escasísima excepción, no supieron reaccionar a un choque tan descomunal.Como si quedaran en estado de shock. De hecho, parece que, desde entonces, la filosofía todavía no ha vuelto a levantar cabeza. A partir de la finalización de la guerra, se hace difícil encontrar alguna figura de peso. Es fácilmente comprobable: quien hojee una historia de la filosofía contemporánea podrá constar la diferencia abismal entre las dos mitades del siglo. La primera, apretada y borboteante, la segunda, un desierto o, como mucho, una serie de autores de segunda o tercera fila que las circunstancias han elevado a primera plana.

Podríamos considerarlo un último legado del nacionalsocialismo alemán. Un legado tan imprevisto como desconcertante. Para bien o para mal, en la mentalidad de nuestro tiempo se ha ido paso, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, una convicción cada vez más explícita que nos lleva a identificar libertad y debilitamiento de las certezas. Parece como si renunciar a posiciones fuertes fuera un requisito imprescindible para alcanzar una convivencia pacífica. Verdad igual a dogmatismo, es decir, a intolerancia, a imposición por la fuerza. Es una certeza de aquellas que nuestra generación considera indiscutible. Para garantizar la libertad lo que hay que hacer es debilitar la filosofía. Finalmente, hemos sido capaces de entender — y asumir plenamente— aquella muerte de las certezas que Nietzsche anunciaba. 

Hace bien poco ha llegado a nuestras librerías la traducción de una obra colectiva firmada por buena parte de los filósofos más prestigiosos del panorama internacional. Lleva por título chocante: Debilitando la filosofía. Y justamente esa es la tesis fundamental del libro: para evitar los excesos del pasado, lo que hay que hacer es debilitar la filosofía, es decir, renunciar a construir grandes relatos y tratar de retroceder hasta refugiarnos en el pensamiento débil. Es sorprendente: un montón de filósofos —un gremio, como todo el mundo sabe, siempre dispuesto a disentir y a eternizar discusiones por cuestiones que no llegan ni al grado de matiz— se han puesto de acuerdo y han participado juntos en un libro donde desarrollan, desde perspectivas diversas, una tesis única: la conveniencia de debilitar la filosofía. Todos de acuerdo en tirar piedras contra el propio tejado. 

Ha pasado a ser uno de aquellos datos que se han incrustado en la memoria colectiva de las generaciones actuales: la monstruosidad inimaginable de unas políticas que estallaron en la Shoah. El holocausto no puede volver a repetirse. No nos podemos permitir volver a caer. Es por eso que necesitamos renunciar a todo aquello que, de alguna manera, contribuyó a desencadenar la barbarie. Y si en el origen encontramos una sobreabundancia de certezas, de ideales y de verdades, no queda más que renunciar a las certezas, los ideales y las verdades.

Es un buen diagnóstico del estado de ánimo del mundo de la filosofía actual. La impresión fue tan fuerte que todavía no nos hemos repuesto: es esa misma racionalidad moderna, que debía liberarnos y hacernos grandes, aquella racionalidad incuestionable que quiso ocupar el lugar de un ídolo apenas derribado, la que nos ha llevado al desastre. 

Es por ello que la tesis del pensamiento débil se nos hace tan atractiva. Parece un antídoto infalible contra aquellas superabundancias tan poco saludable. 

La racionalidad moderna, la metafísica de las certezas absolutas que arranca con la Ilustración y llena el panorama filosófico de los últimos siglos, no es inocente.

[...] La metafísica, en nuestra generación, se asocia con la beligerancia, la dominación, la imposición dogmática y la uniformidad de pensamiento. Es por ello que se promueve su abandono en nombre de la tolerancia y el respeto a la heterogeneidad. Como dice Vattimo: "La metafísica es despedida en la medida que está ligada a una condición de peligro y de violencia que no es actual".

El abandono posmoderno de la metafísica, pues, no es un rechazo basado en argumentos racionales sino una especie de percepción colectiva. Es un rechazo más emocional. No hay contrametafísica, ni debate teórico, discusión en torno a cuestiones de fundamentación i refutación de sus tesis fundamentales. Se le despide antes basándose en motivos de carácter vital. Se la considera "pasada de moda", propia de un tiempo caracterizado por el ansia de dominio y el sometimiento de la realidad. 

A la vista del resultado final, miramos atrás y nos parece averiguar que la racionalidad filosófica, desde sus inicios, presentaba ya como una especie de magnetismo, una tendencia que la acercaba cada vez más al dogmatismo. Ahí está el problema: es esa misma racionalidad moderna que nos debía llevar a la utopía y la plenitud, la que nos ha condenado a la ruina moral más absoluta. Se trata, probablemente, de la última herencia de los campos de la muerte nacionalsocialista. Un rechazo del ideal totalizador que conlleva una serie de prevenciones respecto al uso teorético de la razón. Ya no es tiempo de intentar de entender la realidad. Ellos entendieron demasiado y eso los llevó a desastre, lo que ahora nos corresponde es renunciar a entender: El exceso de orden y de rigidez propios de la tarea metafísica han demostrado ampliamente un desplome, inevitable, hacia la barbarie. 

Para bien o para mal, es exactamente el punto donde nos encontramos. La cultura posmoderna conlleva el rechazo de cualquier pretensión filosófica de introducir un orden racional que actuara como metarrelato estructurador de la realidad en una visión organizada. Deleuze y Guattari lo formulan con claridad: en vez de intentar esconderlo bajo constructos artificiales, lo que deberíamos hacer es osar enfrentarnos al caos y convivir con él. 

Fernando Sánchez Dragó (España Guadaña) Arderéis como en el 36 - La memoria histórica, la guerra interminable y otros asuntos afines

[...] Pocos días después del alzamiento, al constituirse el nuevo ayuntamiento salmantino, Unamuno tomó posesión de su cargo de concejal, tras lo que pronunció un breve discurso en la Plaza Mayor:

Hay que salvar la civilización occidental, la civilización cristiana, tan amenazada. Bien de manifiesto está mi disposición de los últimos tiempos, en que los pueblos están regidos por los peores, como si buscaran los licenciados de presidio para mandar.

La idea de la salvación de la civilización fue uno de los motivos centrales de su apoyo a los alzados, como explicó en sus numerosos textos y declaraciones de aquellos meses bélicos. El 10 de agosto, por ejemplo, escribió una carta a su amigo el socialista belga Émile Vandervelde en la que, junto a dicha idea, le confesó su arrepentimiento por haber colaborado en el advenimiento de la República: 

He llorado porque una tragedia ha caído sobre mi patria (...). Y yo, que creía trabajar por el bien de mi pueblo, también soy responsable de esta catástrofe. Fui uno de aquéllos que deseaban salvar la humanidad sin conocer al hombre (...). No me abochorna confesar que me he equivocado. Lo que lamento es haber engañado a otros muchos. De esto quiero dejar constancia y, si entraña una humillación, la aceptaré (...). La historia me había mostrado la imagen de una España grande y espléndida. Sentí el dolor de su decadencia. Creí necesario invocar la democracia socialista para levantarla. Creí que una antigua tradición de civilización cristiana podía sustituir impunemente, e incluso con provecho, por el más progresivo materialismo. Luché por esta reforma. Conocí la persecución y el exilio. Pero no cejé hasta llegar al fin. Un día saludé entusiasta la llegada de la República española. Amanecía una nueva era. ¡España revivía! Pero España estuvo a punto de perecer. En muy poco tiempo al marxismo dividió a los ciudadanos. Conozco la lucha de clases. Es el reino del odio y la envidia desencadenados. Conocimos un período de pillaje y crimen. Nuestra civilización iba a ser destruida.

Una semana más tarde concedía una entrevista al periodista norteamericano Hubert R. Knickerbocker en la que le explicó que <<Madrid está bajo el control del bandidaje y la licencia, y el mundo debe enterarse de que la guerra civil española no es una guerra entre liberalismo y fascismo, sino entre civilización y anarquía>>. Subrayó el singular peso del anarquismo en la izquierda española, mayor que el del comunismo a diferencia de los demás países europeos, a lo que añadió una curiosa reflexión racial sobre la que volvería en entrevistas posteriores:

Los españoles son esencialmente fatalistas. Quieren ir en todo hasta el límite; gustan de los extremismos. No olvidemos que la sangre que corre por sus venas no es sólo morisca y vasca, sino también gitana (...). Esos energúmenos declaran que tienen derecho a quemar iglesias porque las iglesias son feas, y llaman República libre a lo que quieren suprimir todas las libertades religiosas. 

Según Knickerbocker , los reproches más ácidos los dedicó a unos dirigentes republicanos a los que acusó de haber desvanecido sus sueños de una República liberal. Su rencor llegó a sugerir a Azaña que se suicidara como acto patriótico. Y ante la pregunta sobre por qué se ponía del lado de los militares que pretendían acabar con una República que tanto había ayudado a crear, la respuesta de Unamuno fue la siguiente:

Porque el gobierno de Madrid y todo lo que representa se ha vuelto loco, literalmente lunático. Esta lucha no es contra una República liberal, es una lucha por la civilización.

Lo que representa Madrid no es socialismo, no es democracia, ni siquiera comunismo. Es la anarquía, con todos los atributos que esta palabra temible supone. Alegre anarquismo, lleno de cráneos y huesos de tibias y destrucción.

A principios de septiembre le tocó el turno al diario francés Le Matin:

No hay gobierno en Madrid; hay solamente bandas armadas, que cometen todas las atrocidades inimaginables. El poder está en manos de presidiarios que fueron liberados y se pasean blandiendo sus pistolas. Azaña nada representa (...). Él es el gran responsable de lo que acontece. Cuando el movimiento surgió, creyó que se trataba de un simple pronunciamiento. No comprendió que había un pueblo dispuesto a unirse al ejército )...). Los comunistas nunca tuvieron una noción de política constructiva. Los anarquistas no fueron rozados por tal idea. Esos hombres están atacados de delirio furioso. Tal vez se trate de una crisis de desesperación. Las iglesias que saquean e incendian, los Cristos que decapitan, los esqueletos que exhuman, acaso sean sólo gestos de desesperación; pero en todo esto debe de haber otra cosa de origen patológico (...). Felizmente, el Ejercito ha dado pruebas de gran prudencia. Franco y Mola tuvieron el supremo cuidado de no pronunciarse contra la República. Son dos hombres sensatos y reflexivos. Franco ha tenido la oportunidad de forjarse en Marruecos como un líder de primer orden. Militarmente, por lo menos, este soldado puede salvar a España. 

Jean-François Braunstein (La filosofía se ha vuelto loca) Un ensayo políticamente incorrecto

¿UNA MUERTE«DIGNA»?

El entusiasmo contemporáneo por una muerte administrada por un Estado omnipotente a cuyo servicio estaría el médico reúne todos los ingredientes para el asombro. O sea, que el último momento de nuestra vida que aún no había sido socializado ha de ponerse ahora en manos de un supuesto comité de ética compuesto por filósofos desocupados o médicos jubilados, encargados de decidir quiénes de nosotros deben vivir o morir. La muerte ya no tiene nada de sagrado y solo es un problema técnico sobre el que podrá pronunciarse cualquier comité de «expertos». Con la eutanasia se trata de borrar radicalmente la dimensión trágica de la vida, en un movimiento que una neurocirujana, Anne-Laure Boch, califica acertadamente como «nihilista»: «La eutanasia, con todo lo que supone de cobardía frente a la vida, de complacencia hacia una utopía que desvaloriza lo real y de fantasma todopoderoso», le parece «el colmo del nihilismo tal y como Nietzsche nos enseñó a detestarlo». Y añade que ese «nihilismo militante» es aún más odioso en aquellos cuya misión es cuidar de los enfermos, no acabar con ellos». Lo cual explica sencillamente por qué los médicos no suelen ser grandes entusiastas de la eutanasia. 

Como es natural, esto no tiene nada que ver con la decisión de poner fin a la propia vida, que es eminentemente respetable sean cuales sean las razones. Cuando el playboy impecable que fue Gunter Sachs se enteró de que estaba aquejado de la enfermedad de Alzheimer, se fue a su casa, cogió un fusil y se suicidó. Asunto concluido. Se quitó la vida de la manera que le pareció más «digna».

La eutanasia en cambio se presenta como un «derecho» que tendría que ser instaurado con la máxima urgencia, nuevamente «la sociedad» sería la encargada de pronunciarse sobre un asunto que solo concierne a cada uno de nosotros. El único momento de la vida que hasta ahora escapaba a la mano todopoderosa del Estado tendría que ser socializado también. Ni que decir tiene que el coste del cóctel letal correría a cargo de las Seguridad Social...

La pregunta a la que habría que responder con extrema sutileza y legislar con la máxima urgencia es si hay que acortar la vida de las personas gravemente enfermas que hayan expresado previamente su deseo de no morir indignamente y que ya no estén en condiciones de suicidarse o decidir por sí mismas su forma de morir. «La Asociación por el Derecho a Morir Dignamente», los profetas de la muerte socializada, los «doctores muerte», como el ilustre Jack Kevorkian en Estados Unidos, los filósofos a la Peter Singer, quieren por todos los medios que sea posible a los médicos procurar esa muerte «de confort», digna y apacible. Solo que las cosas no son tan simples y nos es seguro que sea tan deseable morir a la manera del «último hombre». 


«MUERTES SOSPECHOSAS»
LA REDEFINICIÓN DE LA MUERTE

Hace unos cincuenta años surgió en Occidente una nueva definición de muerte que introducía la noción de «muerte cerebral». Apareció en Estados Unidos y rápidamente se extendió por el mundo entero sin encontrar gran resistencia, excepto en Japón.

Como se ha señalado en repetidas ocasiones, esta reformulación está directamente relacionada con las técnicas de transplantes de órganos y tiene bastantes consecuencias científicas y médicas, pero también éticas. Más allá de la eutanasia, la pasión mórbida de nuestra época por una muerte «digna» no podía encontrar terreno mejor abonado que la cuestión de los límites de la muerte. También este asunto va a darnos que hablar, pues detrás del aluvión de buenos sentimientos «solidarios» y «ciudadanos» se perfilan perspectivas mucho más inquietantes que, como en el caso de la eutanasia, nos llevan directamente a las películas más «gore» del terror contemporáneo. 

Tal enfoque tiende a considerar la muerte como un problema técnico para el que es posible aportar respuestas técnicas. Es lo que señala el reciente libro de Yuval Noah Harari, que describe de este modo el futuro de la humanidad: «Incluso la gente corriente no implicada en la investigación científica se ha acostumbrado a pensar en la muerte como un problema técnico». Antes, la »muerte tradicional» era cosa de «curas y teólogos», «ahora han tomado el relevo los ingenieros». 

Pronto venceremos a la muerte, claman determinados tecnoprofetas transhumanistas californianos, como Robert Freitas, que explica que es preciso acabar con el «holocausto humano» «que es eso que llamamos muerte natural». Bien sea de amanera definitiva mediante manipulaciones genéticas o técnicas (por ejemplo, diversos procedimientos como la restricción calórica o la criogenización), bien sea de manera provisional o por medio de «piezas de recambio» que son los órganos provenientes del transplante (con los cuales es posible reparar un cuerpo envejecido), la muerte ya no debe considerarse un límite absoluto, un escándalo irremediable. Tal y como señala el psicoanalista Charles Melman, la muerte tiene que perder definitivamente su carácter trágico. A partir de ahora pasa a formar parte de la «categoría de accidente». 

[...] Como señala sobriamente Margaret Lock, esta segunda razón es «de mal augurio». ¿No habremos adelantado el límite de la muerte para procurarnos órganos en buen estado? ¿Abre esta definición la vía de una presión continuada que, so pretexto de una «penuria» de órganos, pretende hacer llevar todavía más allá el cursor de la muerte? Una de las posibilidades de lo que se avecina, que Margaret Lock ve perfilarse en lontananza, es una nueva definición más precoz de la muerte mediante una «muerte neocortical» que afectaría simplemente a los centros del cerebro anterior y no al tronco cerebral. Hoy sabemos que la extracción de órganos «a corazón parado» autorizada en Francia desde 2005 y cada vez más practicada, lleva a adelantar más todavía la definición de la muerte de una manera especialmente chocante en un terreno donde se producen «accidentes». O sea, que mucho cuidado con los body snatchers a lo Singer, los profanadores de cadáveres que van a procurarse órganos en los «muertos cerebrales» cada vez más lesionados, que no están muertos en ninguno de los sentidos tradicionales del término. 

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