El problema de los museos
No me gustan demasiado los museos. Hay muchos admirables, con nada deletiable. Las ideas de clasificación, conversación y utilidad pública, que son justas y claras, tienen poca relación con los deleites.
Al primer paso que doy hacía las cosas bellas, una mano me arranca el bastón, un rótulo me prohíbe fumar.
Enfriado ya por el gesto autoritario y el sentimiento de coerción, penetro en alguna sala de escultura donde reina una confusión fría. Un busto asoma deslumbrante entre las piernas de un atleta de bronce. Calma y violencias, sonrisas, pasmos, contracciones y los más forzados equilibrios componen una impresión insoportable. Estoy en un tumulto de criaturas congeladas donde cada una pide, sin obtenerla, la inexistencia de todas las demás. Y eso sin hablar del caos de magnitudes sin medida común, de la mezcla inexplicable de enanos y gigantes, ni siquiera del resumen de la evolución que nos ofrece semejante asamblea, asamblea de seres perfectos e inconclusos, mutilados y restaurados, monstruos y caballeros.
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