La villa era pequeña y cuadrada, plantada en su jardincito con aspecto rosáceo y arrogante. Las contraventanas, cuarteadas y despintadas por alguno sitios, habían adquirido al sol un delicado tono verde pastel. En el jardin, rodeado de altos setos de fucsia, los macizos de flores formaban complicados dibujos geométricos, delineados con cantos blancos. Del ancho justo de un rastrillo, los senderos de piedra blanca contorneaban trabajosamente macizos apenas mayores que un sombrero de paja: macizos en forma de estrella, de media luna, de triángulo o de círculo, rebosantes de enredadas madejas de vegetación salvaje. De los rosales caían pétalos como platos, rojos de fuego y blancos., lisos y satinados; las caléndulas, como constelaciones de hirsutos soles, contemplaban el paso de su progenitor por el cielo. A ras de suelo los pensamientos asomaban entre el follaje su rostro aterciopelado e inocente, y las violetas se inclinaban lánguidas bajo sus hojas acorazonadas. La tupida buganvilla que recubría el balconcillo de la fachada se adornaba festivamente de flores color magenta en forma de linterna. En la penumbra del seto de fucsia, mil inquietos capullos se entretenían expectantes. El aire cálido se espesaba con el aroma de cientos de flores marchitas, trayendo el murmullo amable y apacible de los insectos. Apenas vimos la villa, quisimos quedarnos; parecía estar aguardando nuestra llegada. Era como sentirse vuelto a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario