Michel Maffesoli (Nuestras idolatrías postmodernas)


En la vida social, un nuevo orden se impone. Ha pasado el tiempo de la convicción racional, y ha llegado el momento de la seducción emocional. Es precisamente de eso de lo que se trata a partir del momento en que la diferencia entre posiciones políticas se expresa menos en la exposición programática de los proyectos que en su flamante teatralización. Eso es lo que caracteriza el retorno de las figuras carismáticas que, según la etimología del término, favorecen la viscosidad, suscitan el deseo de pegarse al otro.
¿Qué era lo que constituía la especificidad de lo político en lo que Hannah Arendt llamaba el ideal democrático? En la función de un cuerpo de doctrinas determinado, el partido o los políticos se prodigaban en convencer y obtener la adhesión de un individuo racional. Que, en consecuencia, les concedía su voto.
Eso era lo que el sociólogo Julien Freund llamaba <<la esencia de lo político>>. A una representación filosófica (programa) correspondía una representación política (parlamento, ayuntamientos). ¡Ahí reside el alma del ideal democrático! Interacción de un mandatario y un mandado. Modernidad en la que predomina un orden de la convicción.
Precisamente eso es lo que está cambiando. Nuestra época pone empíricamente de manifiesto una verdadera transfiguración de lo político. No se trata del <<final>> de lo político -sería demasiado fácil de decir- sino de su mutación: la que pone en movimiento energías no racionales, energías emocionales.
De ahí la emergencia de mitos -tribus, clanes, comunidades- basados en un sentimiento de pertenencia afectual. Son mitos que favorecen las concentraciones histéricas de todo tipo. Y eso stricto sensu. En efecto, a lo que se apela es al vientre, y no ya al cerebro. Eso es lo que explica el desplazamiento de la convicción hacía la seducción. De ahí el sentimiento difuso de un mundo que se acaba.

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