La tercera confrontación entre una utopía exigente y el pulso común de la vida occidental se da con el surgimiento del socialismo mesiático. Aun cuando se proclame ateo, el socialismo de Marx, de Trotsky, de Ernst Bloch está directamente enraizado en la escatología mesiática. Nada es más religioso, nada está más cerca del extático anhelo de justicia de los profetas que la visión socialista de la destrucción de la Gomorra burguesa y la creación de una ciudad nueva, limpia, digna del hombre. Los manuscritos de Marx de 1844, en su lenguaje mismo , están impregnados en la tradición de la promesa mesiánica. En un sorprendente paisaje Marx parece parafrasear la visión de Isaías y de un cristianismo primitivo: "Supón que el hombre es hombre y que su relación con el mundo es una relación humana; entonces puedes intercambiar amor sólo por amor, confianza por confianza". Cuando la explotación humana se haya extirpado, la mugre se fregará de la cansada tierra y el mundo volverá a ser de nuevo un jardín. Este es el sueño socialista y el pacto milenario. Para ese sueño las generaciones han pasado. En su nombre la falsedad y la opresión se difundieron en una gran parte de la tierra. Pero el sueño continúa teniendo su fuerza magnética. Clama para que el hombre renuncie a los beneficios y al egoísmo, para que confunda sus intereses personales con los de la comunidad. Exige que el hombre derribe las ennegrecidas paredes de la historia y que salte para dejar atrás las sombras de sus mezquinas necesidades. Todos aquellos que se resisten a ese sueño son no sólo locos y enemigos de la sociedad, sino que traicionan la parte luminosa de su propia humanidad. El dios de la utopía es un dios celoso.
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