No se es religioso únicamente cuando se adora a una divinidad, sino cuando se aplican todos los recursos del espíritu, todas las sumisiones de la voluntad, todos los ardores del fanatismo al servicio de una causa o de un ser que se ha convertido en la meta y guía de los sentimientos y las acciones.
Generalmente, la intolerancia y el fanatismo constituyen el acompañamiento de un sentimiento religioso. Resultan inevitables en aquellos que creen poseer el secreto de la felicidad terrenal o de la eterna. Estos dos rasgos aparecen en todos los hombres agrupados, cuando les arrastra una convicción cualquiera. Los jacobinos del Terror eran tan acendradamente religiosos como los católicos de la Inquisición, y su cruel ardor derivaba de la misma fuente.
Las convicciones de la masa revisten estas características de sumisión ciega, de feroz intolerancia, de necesidad de propaganda violenta inherente al sentimiento religioso; puede afirmarse, por tanto, que todas sus creencias adoptan una forma religiosa. El héroe al cual aclama la masa es auténticamente un dios para ellas. Napoleón lo fue durante quince años y jamás una divinidad contó con más perfectos adoradores. Ninguna envió más fácilmente a los hombres a la muerte. Los dioses del paganismo y del cristianismo no ejercieron nunca imperio más absoluto sobre las almas.
Quienes fundaron creencias religiosas o políticas lo hicieron sabiendo imponer a las masas aquellos sentimientos de fanatismo religioso que hacen que el hombre encuentre su felicidad en la adoración y le impulsan a sacrificar su vida por su ídolo. Así sucedió en todas las épocas.
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