... la apreciación estética de una obra de arte sólo se parece a la ingestión de un fármaco en esto: que la obra hace efecto o no lo hace, independientemente de que hayamos leído el prospecto). Miramos las obras de arte -tanto las contemporáneas como las antiguas- con la pretensión de ver -de imaginar- más allá de nuestro contexto, es decir, de ensanchar el alma. Y las juzgamos bellas si lo conseguimos, y solamente mediocres si no lo conseguimos.
El desafío civilizatorio al que hoy nos enfrentamos, tanto en el terreno ético como en el estético, es, probablemente, el de hacer de esta Tierra desterritorializada un lugar de refugio y hospitalidad tan poco siniestro, excluyente y repulsivo como sea posible. Un hogar para la mera humanidad. Quizás, en este intento de abrir un terreno de juego intermedio entre las dos consignas contrapuestas con las que comenzábamos este texto, sería bueno abandonar la perniciosa idea de que la obra de arte tiene que simbolizar la verdad (que a menudo es solidaria de un mundo inhóspito y de una tierra inhabitable), para experimentar la otra vieja idea de la obra de arte: aquella que la describe como símbolo de libertad.
Debilidad y transparencia
Sirva esta referencia simplemente para hacer notar que, aunque la idea de un
<<poder de los débiles
>> esté periodísticamente asociada a organizaciones terroristas, paramilitares o fundamentalistas, es sin embargo la misma que domina lo que podríamos llamar <<las políticas de la globalización>>, es decir, las políticas de un poder -económico, tecnológico, etcétera- que, como ese fantasma al que no dejamos de referirnos, es irreductible a una estructura estatal y se encuentra a salvo del Derecho, y puede tomar decisiones que afectan a las vidas cotidianas de millones de personas sin tener que responder en absoluto de ellas ante tales personas, que su legitimidad es enteramente inmanente a su poder y no depende de confirmaciones exteriores.
* José Luis Pardo (Estudios del malestar) Políticas de la autenticidad...
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