Esperanza Ruiz (Whiskas, Satisfyer y Lexatin)

¿QUÉ ES UN HOMBRE ELEGANTE?

Un hombre elegante no es un dandi, un hombre elegante practica el don de sí mismo y calcula sus excentricidades.

Un hombre elegante no habla de dinero. Un hombre elegante no hace videollamadas. Un hombre elegante no mantiene conversaciones políticas desde Anthony Ede.

Un hombre elegante anhela un escritorio de viaje —el de sir Arthur Conan Doyle era de la maison Goyard— o un baúl biblioteca como el de Hemingway. Un hombre elegante sólo debería viajar para hacer un grand tour. A un hombre elegante no se le ha perdido nada fuera de Occidente, no tiene necesidad de abandonar la civilización, valga la redundancia. La campiña inglesa cuenta como civilización.

Un hombre elegante sabe que My Way es de Claude François. Un hombre elegante usa estilográfica. Le interesa, en casi todo, el gesto del artesano y la técnica secular; conservar rasgos de un pasado que, para él, desaparece angustiosamente rápido. Un hombre elegante no es muy práctico.

Si tenemos en cuenta que la elegancia es centrífuga —sale del centro de la persona y no de la indumentaria—, deberíamos poder transigir en algunos aspectos. A priori, todos ustedes me dirían que un hombre elegante no lleva joyas. Y yo estaría tentada de darles la razón, pero es ver la foto de Clark Gable con una esclava en la terraza de un restaurante (en 1953, en Venecia) o de tipos con chevalières y abalorios bien llevados y me digo, una vez más, que las generalizaciones las carga el diablo. Una cosa es que uno elija decorarse poco o nada y otra bien distinta es que hacerlo no sea elegante. Pues oigan, dependerá de la gracia, el momento y la personalidad de cada cual.

A menudo, la visión del «hombre elegante» está llena de miopías de clase y lugares comunes. Los tirantes y el chaleco, por ejemplo, se consideran cosas de «gordo». Y yo juro por Alexander Kraft, que los tirantes hacen que los pantalones sienten mejor, y el chaleco, bien llevado, puede tener aquél. De hecho, para climas donde el frío es soportable, puede llegar a evitar un abrigo que, como decía Foxá, es caro de mantener. Todo esto es una cuestión de gustos y haríamos mejor en no pontificar mucho sobre el asunto en una época donde el streetwear hace estragos. 

Ocurre lo mismo con el cuello vuelto en los hombres. De nuevo, depende. Un torso estilizado y una estructura ósea ad hoc lo aguantan todo. Si su biotipo es más tirando a pícnico, permítame anunciarle que tiene muchas papeletas para parecer un mando medio de RN, el partido de Marine Le Pen (cuyo padre, por cierto, llevaba de maravilla los col roulé).

Pero sí hay reglas. Un hombre elegante cree en Dios. Un tipo con una chaqueta de tweed, arrodillado en la catedral de San Esteban elevando su plegaria, no tiene nada que envidiar en elegancia a cualquiera de las instantáneas que ilustran el libro Enduring Style, el monográfico —prologado por Ralph Lauren— que Bruce G. Boyer dedica al estilo de Gary Cooper a partir de fotografías del álbum familiar del actor. Cooper, por cierto, como no podía ser de otra manera, luce impecable en la audiencia que mantuvo en Roma con Juan XXIII. Un hombre elegante, cual capitán de barco antiguo, es la autoridad suprema a bordo, por debajo sólo de Dios y gracias a Él. La elegancia es, pues, revolucionaria.

Un hombre elegante jamás pisaría una facultad de periodismo o políticas después de los años 50. Un hombre elegante nunca pediría el menú degustación. Un hombre elegante sólo tiene un abogado. Y por que es su amigo. Un hombre elegante se comporta como si fuera otoño siempre. Fuera de unas manos viriles, recias y cuidadas, no es posible la elegancia. 

Roger Scruton solo encuentra un avía para surfear la posmodernidad: la íntima y necesaria conexión entre moral y belleza. 

Un hombre elegante leería este libro durante una sobremesa de domingo, con una media sonrisa y un dionisíaco Octomore en la mano. Entonces, se dispondría a pasar la tarde revisando el ensayo sobre la nobleza de espíritu de Enrique García-Máiquez.

Sé que me van a pedir referentes entre nuestros coetáneos y me adelanto a sus deseos: no le pierdan la pista al diplomático y escritor Mario Crespo ni al jurista y experto en moda Juan Pérez de Guzmán.

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