Creo en una Europa Unida, que se apoye en América Latina y, más tarde, cuando el virus del nacionalismo haya perdido fuerza, en Asia y África.
2015, 2016, 2017...
La persistente lluvia nacionalista ha calado, ha saturado con su universo simbólico el discurso de amigos y adversarios. Ha impuesto una lógica capaz de ahogar las disparidades forzando el conmigo o el contra mí. La eficacia de su discurso se basa en una bipolarización integradora para los suyos, excluyente para los demás. El nacionalismo, para afirmarse a sí mismo, precisa describir al «otro» como extraño o enemigo, al tiempo que vislumbra en el diferente una identidad imposible de compartir. El nacionalismo sería democrático si se considerara a sí mismo como una opción más, pero no es así; para él, la exigencia sine qua non para ser ciudadano de primera pasa por aceptar la nacionalidad. La figura de un no nacionalista resulta inaceptable para la lógica del buen patriota que pelea por la independencia de Catalunya y odia lo español. El desconcierto de la peña nacionalista, la que sea, se produce cuando uno se atreve a denunciar sus patrañas y amaños histórico-políticos. A esos contratiempos suelen responder siempre con una cierta violencia. Y, sabido es, que la violencia no solo se ejerce de forma convencional sino también edulcorada. Acusar a alguien de ser lo que no es, calificar al crítico de botifler, es violencia. Que el acceso a los medios de comunicación, a las tertulias, a la promoción editorial dependa del grado de asunción del credo nacionalista, es violencia. Que se discrimine a catedráticos, profesores y articulistas por no seguir la corriente dominante, es violencia. Que se mire con odio y gesto de desprecio al díscolo cuando cruza la calle, es violencia.
Decía un buen amigo mío que el cautiverio de la izquierda de este país tiene mucho que ver con la aceptación del lenguaje del nacionalismo reinante. Decía también que solo una fisura moral, que restablezca la validez del ciudadano solidario, hermano del resto de los humanos, desatento a los mitos de la tribu, nos da alguna esperanza de cara al futuro.
De ahí la necesidad de abrir espacios, de inventar un Noé moderno y alternativo capaz de construir un Arca, del pensamiento a la acción, dispuesta a resistir los envites del temporal exterminador que se adivina; capaz de marcar rumbo. Desde San Ambrosio hasta nuestros días, el significado del arca ha consistido en creer que las esencias de la vida física e intelectual pueden encerrarse y navegar contra viento y marea hasta que las condiciones del entorno hacen posible la existencia exteriorizada. El nacionalismo y sus prohombres son los culpables de la ofuscación en que viven muchos de nuestros ciudadanos. A lo largo de más de cuarenta meses, hemos asistido a una ceremonia de la confusión y el engaño destinada a ocultar el desgobierno y el malestar social. El fiasco del los 9N, el viejo y el nuevo, no es un punto y final; para algunos es tan solo un punto y aparte para continuar su senda secesionista. Algo habrá que hacer en este país para recuperar la capacidad de razonar y la calidad democrática extraviada en el, hasta hoy, frustrado viaje a Ítaca.
La comprensión de los fenómenos y de la historia —si esta consigue liberarse de la manipulación— suele ser más completa después de haberse producido los acontecimientos, no durante los mismos. Habrá que esperar un tiempo para calibrar con justeza qué ha sucedido en nuestra sociedad. Hegel nos dejó escrito que el búho de Minerva, la sabiduría, no emprende el vuelo hasta el oscurecer. Quiso darnos a entender que una época de la historia no se entiende en su plenitud hasta su final, pero se sufre.
Si amigos, el cosmopolita alérgico al proceso independentista está cansado de tanto escribir y comparar. Tanto es así que da decidido poner punto y final a cuarenta meses de apuntes y recortes de periódicos. Y piensa que, para concluir dignamente, nada mejor que recurrir, por última vez, a lo publicado y recomendado en El Diluvio aquellos días de noviembre de 1934.
LO PRIMORDIAL
Las estrechez de miras, el desconocimiento absoluto de la misión que corresponde a Catalunya en España son defectos de los dirigentes de nuestro gobierno autonómico. Esas faltas exigen completa reparación. Doloroso es lo sucedido pero puede enmendarse y a ello deben tender todos los esfuerzos del pueblo catalán. Y, en esta hora solemne de nuestra historia, lo que ante todo y sobre todo procede antes de emprender la nueva senda es devolver al país el sosiego, la paz perturbada por unos equivocados en un absurdo instante de obcecación.
Definitivamente: ochenta años no son nada.
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