CICERÓN Y EL DESTINO DE LAS HUMANIDADES
Al interior de una aula se lee a Shakespeare o Cervantes con la reverencia de quien asiste a un acto litúrgico. En otra se los deconstruye para mostrar que son producto de una cultura eurocéntrica y patriarcal. En una sala se exhibe la copia de un clásico torso de mármol, y al lado se ejecuta una atrevida performance. En una galería se exhiben pinturas de una belleza apacible y en otra se las despoja del marco para mostrar que sin este carecen de toda aura. Un profesor enseña a sus alumnos de historia la importancia de los archivos, y otro, en cambio, subraya la importancia de saber narrar para conferir verosimilitud a un pasado, que, les explica, ya se fue para siempre. Una crítica literaria analiza un conjunto de novelas y acto seguido declara que la crítica es también una forma de literatura, para concluir que imaginar e interpretar lo que otro imagina es más o menos equivalente. El director de un museo declara que su deber es preservar las obras que le han sido confiadas, mientras otro sostiene que su deber es mezclar para que así broten nuevos significados. Un profesor de literatura enseña a leer los textos, y otro declara que estos no existen puesto que un texto, explica, es el fruto de una comunidad de lectores. Un profesor de filosofía explica que la pregunta básica es por qué hay ser y no más bien nada, otro declara que la filosofía demuestra que esta, la propia filosofía, ha muerto. Un arquitecto propone reconstruir de manera fidedigna una iglesia incendiada en una revuelta mientras otro sugiere dejarla en ruinas como vestigio de la memoria. Un bibliotecario enseña que el archivo preserva el origen de las cosas, y otro en cambio enseña que el archivo edita y crea un nuevo comienzo.
Hoy cualquier cosa, o casi, parece susceptible de ser producida como arte según se observa en la plástica —vale la pena recordar aquí un magnifico artículo de Mario Vargas Llosa comentando una exposición en Londres y que tituló «Caca de elefante»— por lo que todo también es susceptible de ser exhibido y puesto al alcance de las grandes audiencias en museos, exposiciones, la calle o internet y elevado a la categoría de obra, desde el ready made al grafiti, pasando por instalaciones enigmáticas, el video o la performance de variada índole. Todo, hasta el extremo de que es difícil distinguir entre lo místico y la mistificación. Las diversas formas en que hoy se cultivan y enseñan las humanidades parecen ser muestras de una fuerte desorientación, de una especie de confusión por la que se infiltran ideologías de las más diversas índole. Un autor, luego de constatar ese fenómeno en los estudios literarios, sugiere que ello es una muestra del extravío general de la cultura o, si se prefiere, de una crisis. Citando a José Ortega y Gasset, agrega que se trata de una deshumanización «de la investigación académica y de la crítica literaria». Todo esto, dice,
no hace sino trasladar a la escena literaria algo de la atmósfera incoherente en la que vivimos. Estamos, tanto en la literatura como en nuestra vida cotidiana, desarraigados de un mundo en el que [...] los cambios han sido tan grandes que resulta difícil recordar el pasado o imaginar el futuro. No sabemos cómo encontrar nuestro camino en él, y nos quedamos en un estado de desconcierto, desgarrados, como señaló Paul Valéry, «entre un sentimiento de inutilidad y ansiedad» [...]
¿Qué hay en las humanidades para que las acompañe, como si fuera una sombra, esa permanente sensación de crisis?
Por supuesto tal crisis tiene una versión, por llamarla así, externa. Ella consiste en un cambio en las condiciones materiales para ejercerlas, como la tendencia a administrar las universidades al modo de una empresa, la predominancia de los managers o administradores en la dirección de las instituciones académicas, la orientación cada vez más ideológica de la filantropía y el hecho de que los programas son, en buena parte, decididos por boards o consejos dominados por personas más cercanas a la administración empresarial o a las fianzas que por los cuerpos académicos. Todo ello configura una situación difícil para las humanidades que ha sido muy bien documentada.
Pero junto a ella hay otra dimensión de la crisis, podemos llamarla interna, que es de otra índole y parece constitutiva de su quehacer.
Se trata de una cris acerca de su propia identidad, relativa al asunto del que se ocupan, que las hace a ellas y a quienes las cultivan vivir en medio de una permanente duda que alcanza a su propia existencia y a la forma de ejercerlas. Este tipo de dudas y de discrepancias es la que se verifica entre un profesor que enseña el canon tradicional y otro que lo deconstruye; entre quien lleva a los alumnos a una muestra de pintura del XIX y otro que, en cambio, prefiere las performances; entre quien enseña a hacer historia investigando los archivos, y quien enseña a los estudiantes que el sentido de los hechos y su veracidad proviene más de la narración que de las fuentes primarias; entre quien piensa que las humanidades deben preservar las creaciones y otro que defiende que su tarea es curatorial, mezclarlas para hacer brotar nuevos significados. Y mientras ellos discuten acerca de la índole de sus quehacer, los observadores externos, los que enseñan las disciplinas STEM o los políticos o los burócratas, se preguntan si todo eso no será una pérdida de tiempo o de recursos o, lo que es peor, una pantomima de trabajo intelectual que esconde pura ideología, intentos por hegemonizar el favor de intereses particulares la formación de las nuevas generaciones.
Las páginas que siguen intentan mostrar de qué se ocupan las humanidades y por qué eso de los cual se ocupan lleva consigo esa sensación de crisis interna, esa duda acerca de sí mismas de la que se sirven algunos observadores o cultores de las disciplinas STE para abogar por su disminución.
Para hacerlo es, sin embargo, necesario un breve rodeo sobre el origen de lo que hoy llamamos humanidades. De esa forma podremos identificar el problema que les subyace.
El término humanidades agrupa a disciplinas como los estudios literarios, la música, la historia, las artes visuales y la filosofía. Abarca, pues, un amplio campo, que, según los tiempos, también se ha designado con la expresión ciencias morales, culturales, humanas o del espíritu. Todas esas denominaciones no solo las diferencian de las disciplinas STEM —el acrónimo para designar a las ciencias naturales, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas— sino también de las llamadas ciencias sociales —como la sociología, la ciencia política o la antropología— que se desprendieron de las humanidades a fines del XIX y en la primera parte del siglo XX. La distinción entre esos ámbitos del saber humano puede remontarse de alguna forma a la obra de Aristóteles, en la que es posible diferenciar entre las obras sobre lógica e interpretación, agrupadas en el Organon, las ciencias teóricas y productivas que se encuentran, por ejemplo, en la Física, y por último las prácticas, como queda consignado en la Política.
* Peña, Carlos (Por qué importa la filosofía)

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