Luis García Montero y otros (Utopía)

Una nueva ilusión

La historia nos ha enseñado ya una lección: el fin no justifica los medios. Ahora resulta urgente aprender otra: los medios necesitan un fin. Si no somos capaces de generar una nueva ilusión, un fin compartido, todo se convierte en una retórica hueca. La democracia, la política, las leyes y los ejercicios intelectuales, cuando olvidan la realidad última de un mundo injusto, son una máscara, un ritual de tecnócratas, las reglas de un juego cínico. A través de esa estrategia, el dolor y el desamparo ordenan la vida y ocupan el terreno que deja nuestra falta de decisión. La conciencia de la injusticia funda la verdad. La raíz de la sabiduría es el desprecio de la injusticia. Cuando olvidamos su raíz y su conciencia, la democracia nos mira con los ojos vacíos de una máscara.

Las utopías han trazado un camino lleno de trampas y de infiernos. El nombre de un futuro perfecto, los comisarios borraron el presente, las víctimas se convirtieron en verdugos y se negó cualquier límite propuesto por la ética. Fue entonces necesario sospechar del discurso de la Historia, de las coartadas sugeridas por el porvenir, y recordar que el presente es el espacio de la decisión, el campo moral en el que nos definimos como individuos. Frente a los pragmáticos, los profesionales del futuro y los nihilistas, hizo falta volver a hablar de valores. Aún a riesgo de ser desacreditado como moralista o buenista, parecía imprescindible recordar que el fin no justifica los medios.

Pero la conversación ética de la actualidad se juega ahora en otro escenario. Los medios, controlados por el poder financiero, son el disfraz de la injusticia, la buena letra de la mentira, la niebla que oculta el paisaje. Son la nocturnidad que facilita el crimen. Uno lee las constituciones y parecen novelas de caballería leídas por quijotes que confunden la realidad y la ficción. La retórica de las leyes está hueca. Estamos tan mediatizados que es imposible mantener un diálogo directo con el mundo, con nuestro cuerpo, con nuestra conciencia. Somos sujetos virtuales, estamos separados de una experiencia real de la historia.

De ahí que sea urgente recordar ahora que los medios son una máscara cuando se separan de sus fines. La democracia es una palabra inútil si se separa de la libertad social de los individuos. La política se convierte en una farsa si no aspira de manera prioritaria a reparar las injusticias reales. Las leyes son meros protocolos de cinismo si no se comprometen en la justicia y con la igualdad. Y los ejercicios intelectuales fluyen como un simple espectáculo de diversión para las élites culturales -muy parecido en el fondo a la zafiedad de la telebasura-, si se despreocupa de la transformación del mundo y de los compromisos del ser humano con la vida. Asumir el pensamiento ético es decidirse a habitar la extensión que hay entre el paraíso y el infierno, entre la sublimidad sin olores reales y la pestilencia de los vertederos.

Más allá de todas las interpretaciones, hay que ser muy cínico para negar que la democracia, las leyes y las nuevas formas del saber se han acomodado a una existencia dispuesta a convivir con la injusticia. Conviene, pues, recordarles que no son un fin en sí mismas, sino un medio para llegar a un fin. Olvidadas de este fin, carecen de sentido, si no es el de servir como coartada y embellecimiento de la desolación.

Recordarle a los medios que no poder desprenderse de su fin supone recuperar la voluntad de relato, destacar de nuevo la importancia de las ilusiones históricas. La experiencia obliga a no desentenderse del presente, a no descuidar los valores, a no separar el futuro del presente. Pero en tiempos de descrédito y de protocolos huecos, es imprescindible apostar por la ilusión, volver a la historia, quizá a aquello que Albert Camus llamó las utopías modestas. Quitarles grandilocuencia a las promesas supone vincularse éticamente con la realidad. Las ilusiones no tienen derecho a negar la realidad, pero sí a decir sobre ella y a imaginar horizontes menos injustos. Las leyes, las políticas y la inteligencia humana deben volver a ser algo más que un protocolo.

El descrédito propone la renuncia. Los tiempos de descrédito son una invitación a la parálisis. Volver al relato, a la ilusión, a la historia, es regresar a la decisión, reclamar la soberanía ante las máscaras del poder.

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