Quisiera comenzar recordando aquel horror definitivo de Camus ante la posesión de cualquier bien, fuera el que fuese, en este mundo, cosa que lo situaba en las antípodas de los burgueses. Decía, y lo escribió a menudo, que le gustaban las casas desnudas, como las de los españoles y los árabes; también dijo que su lugar predilecto para escribir era una habitación de hotel. La obsesión por la seguridad, la conservación de privilegios materiales, cualquier tipo de conformismo en las ideas, las costumbres, la organización de la vida, todo ello le era completamente ajeno. Durante mucho tiempo, el único freno que tuvo en cuenta para su apetencia sensual fueron las limitaciones impuestas por su enfermedad, y su deseo de no aumentar las desdichas del mundo. En aquella época, el burgués evocaba también al <<imbécil>>, que según Flaubert se cree obligado a llegar a una <<conclusión>>, o al <<granuja>>, según Sartre. Mejor aún: a aquel que, como Clamence, el protagonista de La Caída, denuncia la mala fe de la buena conciencia.
En su comportamiento cotidiano, Camus no apelaba a ningún orden establecido, a ningún valor admitido ni a ninguna rutina social. En cada momento y para cada decisión reinventaba su propia moral. Le gustaba la compañía de los marginales y las prostitutas (que le proporcionaban, según él, un enriquecimiento superior), lo cual le acercó a Dostoyevski. La vida <<regular>> sólo se justificaba para él en los períodos de trabajo intenso. En el placer, se entregaba con una violencia exaltada, con un misticismo pagano; como Lorca. Este respeto por la felicidad le hacía horrorizarse ante cualquier cálculo, cualquier acomodo, cualquier costumbre. Entres las conversaciones que mantuvo conmigo no hay ni una que no contenga un cuestionamiento total del orden burgués. Por ejemplo, sobre la manera en que la burguesía había transformado desde hacía siglos las relaciones entre las personas; sobre el carácter constreñido de unos seres <<cerrados en sí mismos, que sólo huyen del banco de hielo de París para marchar a su repugnante residencia en el campo>>. Camus pensaba, en resumen, que la burguesía sólo tenía realidad en el despotismo de la impostura, caracterizado por el desprecio; un desprecio que la burguesía no podía menos de provocar por su propia esencia. Hoy, sin embargo, en 2006, cuando ya no existe el pueblo, esta noción de <<burgués>> debe revisarse cada cinco años.
Había, eso sí, una preocupación por la coherencia, que a algunos debió de parecerles un insulto en aquellas décadas marcadas por una especie de puritanismo revolucionario. Recuerdo un día en que estábamos sentados en la terraza de un café con Louis Guilloux, Guilloux y yo volvíamos de una sesión de la Société Européenne de Culture celebrada en Venecia, una sociedad de la que Camus acababa de dimitir, incapaz, según decía, de enfrentarse a las obligaciones que conllevaba su adhesión. Guilloux terció para decir que los trabajos de la Sociedad le <<fastidiaban>>. Estaba harto de oír a artistas y escritores confundir la moral y la creación. Citando al poeta irlandés W.H. Auden, dijo: <<El arte sólo se nutre de aquello que la cultura condena>>. Y desarrolló la idea de que los artistas contribuían mediante una vida amoral a la construcción de una cultura que podía desembocar en un actitud moral, pero que no tenía por qué preocuparse de que las cosas fueran así. Camus comenzó esbozando una sonrisa de aprobación cómplice; luego respondió que no podíamos resignarnos a ello, que era necesario encontrar lo que estaba viciando en el arte, en la cultura o en las relaciones entre ambos. Se puede aceptar el absurdo entre el ser humano y el mundo, dijo en sustancia el autor de El mito de Sísifo, pero no el absurdo entre las personas.
Albert Camus, un artista de los pies a la cabeza, negaba, no solamente, que el arte pudiera ser un privilegio. No le gustaba la bohemia profesional ni esa consolidación de la sociedad burguesa que constituye las vanguardias patentadas. Pensaba que estas vanguardias son producidas y toleradas por la burguesía igual que las bien llamadas casas de tolerancia.
Con el deseo de felicidad y la preocupación por la coherencia adquirió de manera completamente natural un sentimiento que, a modo de desafío, denominaba honor, pero que, por decirlo de manera más prosaica, sólo era, quizá, sentido de la responsabilidad. He leído en alguna parte, escrito por la pluma de algún imprudente Rastignac, que se trataba de una noción vacía y de una jerga burguesa. Para Camus, la responsabilidad era, sin duda, una manera de luchar contra todos los rostros de la burguesía, incluido el que adoptaba el individualismo teatrero o en el cinismo brillante. <<Solitario y solidario>>; lo dijo suficientemente y, en la práctica, sólo se rodeó de ciclotímicos que dedicaron su tiempo a proclamar sucesivamente su repugnancia por el mundo y su fraternidad, con los seres humanos. En resumen, para Camus, ser responsable es, ante todo, participar.
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