Adela Cortina (¿Para qué sirve realmente...? La Ética)

La democracia comunicativa es aquella en que los ciudadanos intentan forjarse una voluntad común en cuestiones de justicia básica, a través del dialogo sereno y la amistad cívica. Cuenta, pues, con pueblo, más que con masa.

Los ciudadanos que componen el pueblo son conscientes de que las discrepancias son inevitables, que los desacuerdos componen en principio la sustancia de una sociedad pluralista. Pero saben también que en cuestiones de justicia es indispensable dialogar y tratar de descubrir acuerdos. No en cuestiones de vida buena, de lo que vengo llamando hace tiempo <<ética de máximos>>, sino en relación con esos mínimos de justicia por debajo de los cuales no se puede caer sin incurrir en inhumanidad. Las propuestas de vida feliz son cosa del consejo y la invitación, son cuestiones de opción personal; pero las exigencias de justicia reclaman intersubjetividad, piden implicación a la sociedad en su conjunto. Y una sociedad mal puede construir conjuntamente su vida compartida si no se propone alcanzar con el esfuerzo conjunto metas de justicia desde ese vínculo al que Aristóteles llamó <<amistad cívica>>.

Sin contar con un pueblo unido por la amistad cívica no existe democracia posible La amistad es la que une a los ciudadanos de un Estado, conscientes de que, precisamente por pertenecer a él, han de perseguir metas comunes y por eso existe ya un vínculo que les une y les lleva a intentar alcanzar esos objetivos, siempre que se respeten las diferencias legítimas. No se construye una vida pública justa desde la enemistad, porque entonces faltan el cemento y la argamasa que unen los bloques de los edificios, falta la <<mano intangible>> de la que hablan el republicanismo filosófico. La mano intangible de las virtudes cívicas y, sobre todo, de la amistad cívica. Junto a la mano visible del Estado y la presuntamente invisible del mercado, es necesaria esa mano intangible de ciudadanos que se saben y sienten artesanos de una vida común.

Pero yendo todavía más lejos, conviene recordar que una persona en solitario es incapaz de descubrir qué es lo justo y necesita para lograrlo del diálogo con otros, celebrado en condiciones lo más racionales posibles. El diálogo no sólo es necesario porque es intercambio de argumentos que pueden ser aceptables para otros, sino también porque tiene fuerza epistémica, porque nos permite adquirir conocimientos que no podríamos conseguir en solitario. Nadie puede descubrir por su cuenta qué es lo justo, necesita averiguarlo con los otros.

Y si es cierto que la democracia exige una identificación entre los autores de las leyes y sus destinatarios, no es de recibo que una parte de la población perciba algunas leyes como injustas. Es preciso esforzarse por descubrir acuerdos sobre mínimos de justicia.

La democracia comunicativa es representativa, sabe que el mejor modelo entre los que hemos ideado consiste en la participación del pueblo en los asuntos públicos a través de representantes elegidos, a los que pueden exigirse competencia y responsabilidad. Pero exige llevar a cabo al menos cuatro reformas: tratar de asegurar a todos al menos unos mínimos económicos, sociales y políticos, perfeccionar los mecanismos de representación para que sea auténtica, dar mayor protagonismo a los ciudadanos, y propiciar el desarrollo de una ciudadanía activa, dispuesta a asumir con responsabilidad su protagonismo.

Tratar de asegurar a todos unos mínimos de justicia es condición indispensable para que una sociedad funciones democráticamente, no se puede pedir a los ciudadanos que se interesen por el debate público, por la participación activa, si su sociedad ni siquiera se preocupa por procurarles el mínimo decente para vivir con dignidad. Éste es un presupuesto básico que ya no cabe someter a deliberación, sobre lo que se debe deliberar es sobre el modo de satisfacer ese mínimo razonable, teniendo en cuenta los medios al alcance.

Conseguir una mejor representación, que sería la segunda tarea, no es fácil, pero cabría ir proponiendo sugerencias como asegurar la transparencia en la financiación de los partidos para evitar la corrupción como una condición de supervivencia democrática; confeccionar listas abiertas, que permitan a los ciudadanos no votar a quienes no desean y quitar fuerza a los aparatos, evitando en cada partido el monopolio del pensamiento único; eliminar los argumentarios, esos nuevos dogmas a los que se acogen militantes, simpatizantes y medios de comunicación afines, impidiendo que las gentes piensen pos sí mismas; prohibir el mal marketing partidario que consiste en intentar vender el propio producto desacreditando al competidor, olvidando que el buen marketing convence con la bondad de la propia oferta; penalizar a los partidos que, al acceder al poder, no cumplen con lo prometido ni dan razón de por qué no lo hacen; acabar con la partidización de la vida pública, con la fractura de la sociedad en bandos en cualquiera de los temas que le afecten; propiciar la votación por circunscripciones, favoreciendo el contacto directo con los electores.

Estas serían algunas propuestas para mejorar la representación, pero la buena representación, con ser esencial, no es el único camino para que los ciudadanos expresen su voluntad. Es necesario multiplicar las instancias de deliberación pública, en comisiones, comités y otros lugares cualificados de la sociedad civil, impulsar las <<conferencias de ciudadanos>>, y abrir espacios para que las gentes puedan expresar sus puntos de vista en nuevas ágoras. Éste es el espacio de la opinión pública -no sólo publicada-, indispensable en sociedades pluralistas, que hoy se amplía en el ciberespacio, pero que sigue reclamando lugares físicos de encuentro, de debate cara a cara, porque nada sustituye la fuerza de la comunidad interpersonal.

Un paso más consistiría en delimitar, como mínimo, un parte del presupuesto público, y dejarla en manos de los ciudadanos para que decidan en qué debe invertirse, mediante deliberación bien institucionalizada y controlada, aprendiendo de experiencias como las de Porto Alegre, Villa del Rosario, Kerala y una infinidad de lugares no tan emblemáticos a los largo y ancho de la geografía.

La meta consiste, como es obvio, en ir consiguiendo que los destinatarios de las leyes, los ciudadanos, sean también sus autores, a través de la representación auténtica y la participación de los afectados. Éste es uno de los caminos posibles para evitar que la desmoralización destruya nuestra sociedad democrática.

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