Ives Michaud (El nuevo lujo) Experiencias, arrogancia, autenticidad

Hay dos industrias que actualmente están entre los motores más poderosos de la economía planetaria: el turismo y la industria del lujo. Con crisis o sin ella, ambas han experimentado y siguen experimentando un crecimiento espectacular y tienen unas perspectivas de desarrollo inmensas. Los habitantes de las nuevas grandes potencias económicas (y demográficas) están empezando a acceder al consumo de turismo y de lujo y no hay razón para que lo que nos ha dado tanto placer <<a nosotros>> no se lo dé <<a ellos>>.

El turismo y el lujo son dos industrias del placer, de ostentación y de la identidad.

El turista busca placer, consume las identidades de los lugares y los habitantes que visita y se trae de vuelta un encuentro consigo mismo del que está orgulloso. En el pasado, contaba sus experiencias en cartas, luego escribió portales, ahora cuelga fotos en Facebook o las comparte en Picasa. Con lo cual anota su placer, atestigua su comercio de identidad y hace ostentación de él.

Lo mismo ocurre con el lujo, del cual este libro acaba de analizar los componentes de placer y ostentación, y finalmente su relación formal, vacía y frágil con la identidad.

Si hay una diferencia entre el turismo y el lujo, aunque el turismo sea considerado (con razón) como un lujo y el lujo tenga múltiples conexiones, cada vez más numerosas, con el turismo, es que el turismo está orientado hacia el comercio de las identidades, la de los visitados que escenifican su identidad y, a cambio, contribuyen a la del visitante, mientras que el lujo está más orientado hacia la autoafirmación por medio de la ostentación. Digamos que el turismo y el lujo juegan con la identidad de la misma manera. El turismo es fundamentalmente pacífico, aunque sea invasor, mientras que el lujo casi siempre cae en la arrogancia. En un caso hay encuentro y comercio, en el otro exhibición y enfrentamiento.

Pero los dos tienen el mismo eje: el placer.

El placer tiene, en su núcleo sensible, una sola característica: sensaciones agradables, vivencias agradables y buenas experiencias. Es imposible definirlo más.

Este núcleo sensible ha adquirido en el hedonismo contemporáneo unas modalidades inéditas respecto al pasado: posibilidad de desconectar, intensidad de las sensaciones, multisensorialidad, inmersión en burbujas de sensaciones y, sobre todo, carácter controlable y renovable. Todos esos rasgos estaban presentes en las <<ensoñaciones>> rousseunianas, pero la gran diferencia para nosotros es que las podemos dominar y reproducir casi a voluntad.

Un paquete turístico, con su burbuja, sus tiempos fuertes y sus ritmos, sus condiciones contractuales de realización y hasta de anulación, sus condiciones de seguridad y de fiabilidad (<<todo incluido>>), responden a los criterios de ese hedonismo. Lo mismo puede decirse de las experiencias de lujo cuya perfección excepcional está garantizada.

[...] No forma parte de mi temperamento filosófico deplorar que la muerte de Dios, la desaparición de las castas, los estamentos y los rangos, la disolución de un sujeto transcendente y fundador, y qué sé yo qué más nos hayan dejado desnudos y desprovistos frente a la experiencia y las vivencias, pero es un hecho que, cuantos más medios y poder tenemos, menos puntos de referencia y anclajes para saber quiénes somos, y todavía menos quiénes queremos ser.

Desde este punto de vista, es extremadamente significativo que los fracasos de la fenomenología transcendental en la década de 1920 para fundar por última vez el mundo a partir del sujeto, y los intentos <<existencialistas>> a lo Heidegger para responder a esos fracasos hayan desembocado a la vez en la primacía de un <<sujeto>> que no es tal, el famoso Dasein, cuyo nombre mismo debería hacernos reflexionar sobre su vacío abismal y su banalidad, y que está <<resulto>> y decidido, pero sin saber a qué y finalmente sin estar resulto a nada más que a su histeria de autenticidad. 

El lujo, al igual que el turismo, nos da la sensación de vivir intensamente, en una vida de verdad que, curiosamente, siempre está situada en otra parte y en la excepción, y de creer que por fin nos encontramos con nosotros mismos.

La industralización y la democratización de uno y otro atestiguan que el mal es profundo, generalizado... y no tan desagradable como cabría pensar. Tiene por tanto buenas perspectivas de futuro.

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