¡Al café!
Una privación a la que nunca pudo acostumbrarse Zweig en Nueva York fue la ausencia de cafés adecuados. Había algunos sitios que se llamaban cafeterías, donde te ponían una taza de café, desde luego, pero no tenía nada que ver con la definición de una auténtica cafetería. El clásico café vienés era una institución única en el planeta, según mantenía Zweig: a la vez oficina, hogar fuera del hogar y club democrático, abierto a todos por el precio de una taza de café. <<No comprendo por qué no hay cafés en América, cuando por lo demás son tan civilizados>>, lamentaba otro refugiado austríaco. No existía en Estados Unidos nada parecido al clásico <<parroquiano de café>> europeo, que podía permanecer todo el día en una mesita contemplando a los demás clientes y el universo en su conjunto.
Se podría dibujar un mapa de toda Europa situando <<los Stammcafés [cafeterías favoritas] donde, en un momento u otro, se podía encontrar a Stefan Zweig, leyendo el periódico o jugando al ajedrez, y siempre dispuesto, incluso ansioso de reunirse con amigos y desconocidos>>, decía Otto Zarek. <<El Beethoven y el Herrenhof de Viena, o el Hangli en el Danubio, en Budapest, el Terrace en Zúrich o el Café du Dôme en París>>. Incluso en Londres Zweig consiguió transformar uno de los tranquilos cafés en los alrededores de Regent Street en su cuartel general en el exilio. <<Se sentaba allí y esperaba a aquellos a quienes la ola de la emigración había arrojado a las costas de este país libre>>, recordaba Zarek. Hombres que Zweig pensaba que estaban muertos o prisioneros en campos de concentración, aparecían de repente en su <<mesa redonda>> frente al teatro Palladium. En su huida de Dachau y Buchenwald, habían sabido cómo encontrar a Zweig. Los cafés se convirtieron para él, desde el principio del exilio, en oasis transnacionales, más importantes que nunca. Y no era el único. <<Si uno vive en el exilio>>, observaba su amigo Hermann Kester, <<el café se convierte a la vez en hogar familiar, nación, iglesia o parlamento, desierto y lugar de peregrinaje, cuna de ilusiones y cementerio al mismo tiempo... En el exilio, el café es el único lugar donde la vida continúa>>.
Pero en Nueva York no se pudo crear un refugio semejante. Nada en aquella ciudad estaba organizado para la tranquilidad ni para la atención. Incluso cuando comía la gente de Nueva York invariablemente estaba haciendo otra cosa al mismo tiempo: leyendo el periódico, concertando tratos de negocios. <<En Nueva York, el vagabundo no tiene derecho a existir... ¡se ve zarandeado por el flujo constante de la ciudad como un trozo de madera en una corriente!>>, aseguraba Zweig. Incluso las mujeres ociosas y ricas estaban ocupadas todo el tiempo. Los deportes y la moda las llevaban sin cesar de aquí para allá. En los museos la actividad era incesante: se daban conferencias, no había espacio para la contemplación tranquila. En barcos y trenes se veía a los hombres sufrir terriblemente por verse obligados a permanecer inactivos durante un par de horas. Todos parecían completamente inexpertos en el arte de no hacer nada, y corrían en todas las estaciones a comprar un periódico, jugar, fumar, hacer algo, cualquier cosa, antes que quedarse quieto tomando una taza de <<fuego negro>>, en la clásica pose del intelectual de café.
El psicoanalista Fritz Wittels, observaba que los cafés vieneses nunca podrían prosperar en América. <<Dicen que aquí no saldrían las cuentas, y tienen razón>>, afirmaba. <<No se puede transplantar el espíritu del café que viene de Oriente Próximo y es el espíritu del bazar oriental. Allí un hombre hace negocios, se reúne con sus amigos, oye cotilleos, cuentos y música, se sienta a tomar sus innumerables tacitas de café negro. El encanto indescriptible e inimitable del café debe vincularse con Las mil y una noches. El paso de la oca prusiano y los cafés vieneses son mutuamente excluyentes>>.
Cuando se hicieron planes para la Exposición Universal de 1939 en Nueva York, un comité propuso un <<Pabellón de la Libertad>> para celebrar la cultura prenazi bajo el nombre de <<Alemania ayer y mañana>>. Allí se mostrarían las obras de Stefan Zweig en un lugar preferente, junto con obras de figuras como Thomas Mann, Albert Einstein y Sigmund Freud.
En el momento en que los nazis se enteraron del proyecto, llevaron a cabo una enorme campaña de propaganda contra lo que describían como <<el pabellón de la libertad de los desechos judíos>>. El proyecto acabó descartado, en parte porque, a pesar del fuerte apoyo de muchos de los organizadores de la exposición y del Departamento de Estado, el asunto se vio tan <<cargado de dinamita>> que podían correr el riesgo de involucrar a Estados Unidos en la guerra con Hitler.
Sin embargo, y a pesar de toda la controversia, había consenso entre los organizadores de que para conseguir su objetivo de <<reafirmar todo el espíritu libre alemán>> el pabellón tendría que mostrar un café vienés escrupulosamente reproducido, todo entero, con su café mélange (una especie de capuchino), los camareros vestidos al modo vienés y quizá incluso una orquesta tocando valses y todo. El clásico café vienés se consideraba un compendio de todos los valores de la cultura austríaca y alemana puestos en peligro por los nacionalsocialistas.
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