Enrique Serna (Genealogía de la soberbia intelectual)

Cuando un niño respondón se resiste a obedecer una orden y pregunta en plan retador por qué debe hacer la tarea o acostarse temprano, la mayoría de los padres mandamos al diablo las enseñanzas de Jean Piaget y zanjamos la discusión a la vieja usanza: <<Porque lo digo, yo, y basta>>. No respondemos así por falta de argumentos: tendríamos razones de sobra para explicar al niño por qué debe cumplir sus obligaciones, pero como su corta edad no lo autoriza a contravenir mandatos superiores, preferimos bajarle los humos con un ceñudo argumento de autoridad, sin concederle derecho a la apelación. Como en la niñez todos hemos tenido que acatar órdenes incuestionables, de grandes conservamos una fuerte propensión a la obediencia ciega que la gente con voluntad de poder suele aprovechar para ponerse la investidura paterna: es decir, la del mandón que impone su ley sin tener la cortesía de fundamentarla.

Un sector importante de la sociedad se siente atraído hacia los partidos autoritarios porque vacunan a sus prosélitos contra la angustia de elegir. Para evitar ese trance a las almas puras, la organización ultraderechista El Yunque acunó un lema irrefutable: <<El que siempre obedece no se equivoca>>. Los líderes podrían fallar, pero serán ellos los que se equivoquen por uno, lo cual libera al sumiso militante de cualquier responsabilidad personal. Étienne de La Boétie llamó a esta franqueza del ánimo <<servidumbre voluntaria>> y, aunque su doctrina pueda ser tachada de reaccionaria, la terca realidad la sigue confirmando a diario. Todas las atrocidades cometidas por los regímenes totalitarios del siglo XX pudieron haberse evitado si las masas que siguieron a Hitler, a Stalin o a Mussolini hubieran preguntado como los niños malcriados: <<¿Por qué debo hacer eso?>>

La combinación de la mansedumbre bovina con el despotismo político han tenido siempre consecuencias funestas. Por eso la moderna pedagogía intenta despertar el espíritu crítico de los niños en vez de acostumbrarlos a obedecer y callar. En las sociedades modernas es relativamente fácil detectar a los tiranos en potencia, porque generalmente se niegan a rendir cuentas, a justificar decisiones y a someter a la voluntad general. Pero en el terreno de las ideas y los cánones estéticos, el autoritarismo utiliza mejores máscaras. Algunas de ella, como la doctrina de la corrección política, tienen un aspecto tan irreprochable que resulta difícil y riesgoso rebatirlas. Pero si queremos impedir que el virus del paternalismo tiránico se cuele en las universidades, en las tertulias literarias y en las páginas de los suplementos, deberíamos empezar por formularnos unas cuantas preguntas: ¿Cómo se gesta el poder cultural autoritario? ¿En qué se funda su legitimidad? ¿Cuál es la mejor estrategia para vencerlo?

Se supone que los dogmas no deberían tener cabida en el debate intelectual, porque la validez de una doctrina política, una escuela filosófica o una corriente literaria depende de su coherencia interna, de su capacidad para persuadir o cautivar al público, no de un sello de excelencia previamente adjudicado. Sin embargo, en las luchas por imponer un sistema de pensamiento, una moda literaria o un credo artístico, el argumento de autoridad ha tenido siempre una fuerza enorme, al grado de cancelar durante siglos enteros cualquier resquicio de libertad para ejercer la crítica. El dogmatismo no ha muerto ni morirá del todo mientras persista en la élite de la cultura la proclividad a deificar obras y autores, a sustituir los argumentos por sellos de prestigio, a impedir el progreso científico por motivos sectarios o a petrificar el pensamiento por un equívoco respecto a los clásicos antiguos o modernos.

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El endiosamiento del intelecto conduce a la soledad, y los dioses abandonados suelen desarrollar un odio irrefrenable contra la gente que no les quema incienso. De ahí a odiar la vida hay un trecho muy corto. Como el arte de vivir tiene sus propias reglas y muchos genios las ignoran, o contravienen por masoquismo la doctrina de Epicuro, los intelectuales que no admiten quedar por debajo de nadie en ningún terreno han llegado a sostener que su capacidad de sufrir también los coloca por encima del género humano. Baudelaire, por ejemplo, consideraba la felicidad inmoral: <<El hombre feliz ha perdido la tensión del alma. El dolor es la nobleza>>. Más extremista aún en el arte de lamer sus propias heridas, Nietzsche se ufanaba de pertenecer a la aristocracia del sufrimiento y advirtió que todos los enfermos aspiran a representar una forma de superioridad encaminada a construir una tiranía sobre los sanos. Con más razón, a su juicio, tenía derecho a creerse superior al artista inadaptado y neurótico, el genio antisocial a quien el mundo ha condenado al ostracismo. Tanto Baudelaire como Nietzsche padecieron sífilis y es probable que la enfermedad los haya llevado a encariñarse con el dolor, a sentir un aprecio mórbido por sus llagas y sus tumores. Pero no solo entre los hombres de conducta disoluta el intelecto superior ha buscado las palmas del martirio. El masoquismo y la condena del ideal de vida placentero también han hecho estragos entre los sabios más circunspectos, disciplinados y sometidos a la moral dominante. Uno de ellos fue Sigmund Freud, quien, a juicio de Jung, nunca pudo ocultar su amargura:

         En última instancia, Freud quería enseñar que, vista desde adentro, la sexualidad implicaba también espiritualidad [recuerda Jung en sus memorias], pero su terminología concreta era demasiado limitada para expresar esa idea. Así pues, me daba la impresión de que trabajaba contra su propio objetivo, y no existe peor amargura que la de un hombre convertido en el más encarnizado enemigo de sí mismo.

El caso de Freud es más grave que los de Baudelaire y Nietzsche, pues logró convertir su amargura en ideal de conducta civilizada para miles de pacientes. Enemigo del libido, creyó posible alcanzar la felicidad manteniéndola a raya, torturando a miles de neuróticos, en una negación de la vida similar a la de Schopenhauer, que, al parecer, tuvo los mismos efectos. Ambos descubrieron por distintos caminos que una parte importante de la felicidad terrenal estriba en saciar los apetitos del instinto, pero su intelecto se sublevó contra ese descubrimiento. Negar los fueros de la naturaleza conduce naturalmente a desear la muerte, como bien sabían los místicos españoles. Pero ellos, al menos, vivían en estado de gracia, mientras que el intelectual soberbio cultiva una neurosis masoquista.

Desde finales del siglo XVIII, Goethe ya había entrevisto en la república intelectual alemana los síntomas de malestar que Freud quiso convertir en reglas de urbanidad abnegada. Inmune a los halagos y a las deificaciones en vida, Goethe fue un genio libertino y jovial que siempre mantuvo los pies en la tierra sin privarse nunca de los placeres mundanos. Pero entre los jóvenes filósofos que iban a verlo a Weimar a principios del siglo XIX, el ascetismo y la misantropía habían hecho grandes estragos. Uno de ellos era Hegel, a quien sus contemporáneos apodaban <<El Viejo>>, porque desde la juventud era tan racional y frío que a los veinte años ya tenía aspecto de abuelo. En una charla con Eckermann, Goethe diagnosticó la enfermedad espiritual de la nueva generación.

         Si yo le dijese que me alegra el trato personal con estos jóvenes sabios alemanes, le mentiría. Miopes, hundido el pecho, son jóvenes sin juventud. Todas las cosas que al hombre le causan verdadera alegría; a ellos les parecen insignificantes y triviales; solo dan importancia a la idea y a los más altos problemas de la especulación. Tal vez los alemanes dentro de un siglo hayamos conseguido llegar tan lejos que ya no seamos ni filósofos ni sabios, sino verdadera y simplemente hombres.


Entrevista a Enrique Serna

2 comentarios:

Hugo dijo...

Enhorabuena por el blog ;)

Tienes textos muy interesantes.

joaquin rabassa dijo...

Muchas gracias.

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