El cansancio de ser uno mismo
Una doble tarea esperaba antaño a quienes aspiraban al hermoso título de hombres y mujeres libres: tenían que aislarse de la muchedumbre aborregada y que esforzarse para llegar a convertirse en lo que querían llegar a ser. Al desertar de los territorios trillados, se daban de frente con los poderes establecidos y se exponían a sus represalias, se moldeaban luchando contra la preponderancia de una forma de vida, de una fe, de un valor. Nada de eso sucede hoy en día: el estado del individuo en Occidente no constituye únicamente un fenómeno colectivo, sino que es algo que se le otorga a cada cual antes incluso de haber empezado a vivir. Soy así en cierto modo antes de haber hecho cualquier cosa, y este privilegio lo comparto con millones de otros seres en pie de igualdad. Esta libertad concedida y no conquistada cae sobre nuestras cabezas como una ducha helada: estamos condenados a ser individuos, en el sentido que Sartre decía de que estamos condenados a la libertad. Y puesto que este estatuto es tanto un derecho como un deber, el individuo tenderá a olvidar sus deberes, y a esgrimir sus derechos, no parará hasta pisotear esta libertad que le exalta tanto como le estorba. Vano, vago y vulnerable: así se descubre, mientras que todo el mundo le asegura que es el nuevo monarca de este fin de siglo. Y su dificultad de ser sigue siendo constitutiva del ideal que es el suyo.
Último vuelco: el sujeto triunfante, tras haber eliminado los obstáculos que se levantaban en su camino, se ve a sí mismo a partir de ahora como la víctima de su propio éxito. Ese valiente condotiero que se había alzado contra los poderes establecidos y que proclamaba a los cuatro vientos su derecho de hacer lo que le viniera en gana acaba desesperando por haber ganado. Ayer denunciaba las intromisiones intolerables del contrato social; ahora acusa a la sociedad de abandonarlo a sus suerte. Lo que ocurre es que está en falso: su triunfo parece una derrota. La rebelión del Ser Único contra la muchedumbre, los burgueses, los filisteos no carecía de ambigüedad: estos colectivos denostados le conferían también, a través de su presión, una cierta entidad. El impedimento era un coadyuvante, el obstáculo una fuente de fuerza, una incitación a la resistencia. Ahora el Ser Único está resentido con el mundo entero por autorizarle a ser él mismo, por haber dejado de interferir en sus decisiones, y anhela una dosis de prohibición, algunos tabúes.
Una vez Rousseau anunció genialmente esta tendencia cuando, llegado a una edad avanzada, el pesar por no haber gozado de todos los placeres que ansiaba su corazón le dicta las frases siguientes: <<Me parecía que el destino me debía algo que no me había dado. ¿Con qué fin haberme traído al mundo con unas facultades exquisitas para dejarlas hasta el final sin emplear? El sentimiento de mi valor interno, haciéndome consciente de esta injusticia, en cierto modo me compensa de ella y me hacía derramar unas lágrimas que complacido dejaba fluir>>. Hay en la aspiración a ser uno mismo tanto anhelo de felicidad y de plenitud que la existencia genera inevitablemente la decepción.
Las mujeres-flores y los pornócratas
Todo es violación, la violación está en todas partes: en la mirada de los transeúntes, en su manera de caminar, en sus ademanes y hasta en el aire que se respira. Planea sobre cada mujer una amenaza inmensa y permanente. Éste es el mensaje que nos llega de Estados Unidos (cuyo relevo en Europa asumen Alemania y Inglaterra), donde la solicitud conjugada de las ultrafeministas y de los conservadores permiten colocar nuevamente el sexo bajo vigilancia. Puesto que la violación, según los nuevos cánones, se divide a partir de ahora en cuatro formas: la legal entre cónyuges, la violación de proximidad, la violación en la cita y la violación callejera, tienen cada vez más a identificarse con cualquier forma de actividad sexual. Mientras en Francia el legislador ha tenido la sensatez de limitar el delito de acoso sexual únicamente a las actividades profesionales para sancionar más que nada el abuso de poder, en Estados Unidos la misma sanción se extiende a los actos cotidianos más nimios. Compañero de la violación a la que precede, el acoso surgiría en el <<entorno hostil>>, esa zona gris, así llamada por la jurista Catherine McKinon, pasionaria de la lucha contra la pornografía. En el extenso catálogo de las actitudes humanas todo comportamiento equívoco, gesto fuera de lugar, chiste verde, mirada demasiado insistente merece ser incriminado. Nada de miradas demasiado insistentes hacia las espaldas ondulantes, a las mujeres que pasean su esbelta figura, a las criaturas de labios perfectos, todo eso sería un aborrecible racismo, el lookism, afición patológica a las apariencias. Los silbidos callejeros de los obreros al paso de una hermosa muchacha también deberían estar prohibidos o sancionados, Sin olvidar a los párvulos: fastidiar a las niñas, pellizcarlas, tirarles del pelo se convertirá en una violación de pantalón corto, pero en violación al fin y al cabo. La más mínima vibración o impulso hacia una persona de sexo opuesto ya contiene el germen de una segunda intención maligna que hay que ofuscar de raíz. Hay incluso algunas obras de arte que ofuscan la mirada, que constituyen actos de agresión y merecen ser ocultadas a la vista de todos. En pocas palabras, el enemigo en este caso es el deseo, violento y bestial, puesto que es masculino. Naturalmente, el acoso sexual es de sentido único, pensar que las mujeres podrían ejercerlo hacia los hombres sólo puede ser obra de una mente enferma o más exactamente de una nazi potencial. Así, al reseñar el libro de Michael Crichton, Acoso, publicado en 1994, que narra el acoso sexual que una ejecutiva de empresa ejerce sobre uno de los subordinados, una periodista del Sunday Telegraph, Jessica Manu, no vacila en escribir: <<Acoso es un libro malévolo que se apoya en la corriente antifeminista que está tan de moda. Leyéndolo, me he imaginado en la piel de un judío leyendo un libro antisemita durante la república de Weimar>>.
No es preciso insistir sobre las posibilidades de extorsión y chantaje que abre esta noción de acoso. Pero lo más grave en toda esta caza sin cuartel a los violadores de todo pelaje -prácticamente el sexo llamado fuerte en su totalidad- es que empieza por exonerar a los auténticos violadores. Criminalizar el pequeño acercamiento, la insinuación más leve significa minimizar e incluso anular la violación real, anegarla en una indignación tan general que resulta ya imposible localizarla cuando se produce. Poco les importa por lo demás a nuestras zelotas, puesto que lo esencial para ellas no estriba en castigar tal o cual delito sino en denunciar una actitud antropológica fundamental: la relación sexual corriente. Ése es el monstruo que hay que erradicar, el crimen abominable que hay que borrar para siempre de la faz de la tierra: <<Comparen las palabras de una víctima de una violación con las de una mujer que acaba de hacer el amor. Se parecen mucho>>, dice Catherine McKinon. <<A la luz de este hecho, la distinción principal entre el acto normal y la violación anormal estriba en que la normal se produce tan a menudo que no se encuentra a nadie que tenga algo que oponer al respecto>>. <<Físicamente, añade Andrea Dworkin, <<la mujer es en la relación sexual un espacio invadido, un territorio literalmente ocupado, ocupado aunque no haya habido resistencia, aunque la mujer ocupada haya dicho: ¡Sí!, por favor, venga, quiero más>>. ¿Y cómo calificar a una mujer que consiente tales cosas? ¡Colaboracionista, por supuesto, ya que ha introducido al enemigo en la plaza! Conclusión: la heterosexualidad es una mala costumbre que hay que erradicar. De este modo se puede sostener sin rubor que la mayoría de mujeres son violadas sin darse cuenta y considerar como violador a todo hombre que hubiera hecho el amor con una mujer <<que en el fondo no tenía realmente ganas aunque no se le hubiera comunicado a su pareja>>. El acoplamiento es pues siempre una violación incluso cuando la mujer da su consentimiento: para rebajarse a un acto de semejante ignominia hay que haber sido adoctrinada, descerebrada y por decirlo de algún modo mentalmente violada. La que le dice sí al déspota testiculado es en efecto una esclava puesto que el esclavo es incitado por el amor a desear su servidumbre.
La finalidad de una reflexión de este tipo es pedir a las mujeres que suspendan durante un tiempo fijado sus relaciones heterosexuales, acabar con un tipo de relaciones eróticas que no corresponden a su sensibilidad profunda: en definitiva, iniciar progresivamente una disidencia total con los hombres. Es imperativo desintoxicarse de la cultura masculina desacreditando su pilar más sólido: la fornicación corriente que perpetúa el vasallaje so pretexto de prodigar el placer.
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