El Profesor había dicho -se había atrevido a decir- que el sueño tenía su equivalente y su valor en términos traducibles, y no sólo los sueños de un faraón o del sirviente de un faraón, ni el sueño del hijo pródigo de Israel, ni el sueño de José o el sueño de Jacob de una escalera simbólica, ni el sueño de la Sibila Cumana de Italia o de la sacerdotisa délfica de la antigua Grecia, sino el sueño de cualquiera, en cualquier parte. Se había atrevido a decir que el sueño procedía de una profundidad no explorada de la conciencia del hombre y que esa profundidad inexplorada corría como una gran corriente u océano subterráneo, y que la vasta profundidad de ese océano era la misma que hoy, como en los tiempos de José, inundando la pequeña conciencia del hombre, producía la inspiración, la locura, la idea creativa o el poso de los más espantosos síntomas de la enfermedad e inquietud mentales. Se había atrevido a decir que era el mismo océano de conciencia universal y, aunque no lo expresó con tantas palabras, se atrevió a implicar que esta conciencia hacía de todos los hombres uno solo; todas las naciones y todas las razas se encontraban en el mundo universal del sueño; y se había atrevido a decir que el símbolo onírico podría interpretarse; su lenguaje y su imaginería eran comunes a toda la raza, no sólo a la de los vivos, sino también a aquellos que llevaban muertos diez mil años. La escritura de imágenes, el jeroglífico del sueño, era propiedad común de la raza; en el sueño, el hombre, como en el principio de los tiempos, hablaba un lenguaje universal, y el hombre, encontrándose en la comprensión universal del inconsciente o del subconsciente, traspasaría las barreras del tiempo y del espacio, y el hombre, comprendiendo al hombre, salvaría a la humanidad.
Con un preciso instinto judío por lo particular en general, por lo personal en lo impersonal o universal y por lo material en lo abstracto, el Profesor se había atrevido a zambullirse en la profundidad inexplorada, primero de su propio ser inconsciente o subconsciente. Desde ahí, dragó, como muestra de sus teorías, sus propios sueños, exponiéndolos como serios descubrimientos, hechos, con causa y efecto, principio y final, a menudo mostrando desde la secuencia de sueño más trivial el potente impacto dramático que proyectaba. Tomaba los acontecimientos del día que procedía a la noche del sueño, el día del sueño, como él lo llamaba; desentrañaba, a partir de la mezcla de condiciones y contactos de los asuntos comunes de la vida, el hilo específico que giraba en toda su extensión a través de la sustancia de la mente, de la mente enterrada, de la mente dormida, inconsciente o subconsciente. El hilo, tal ansiosamente identificado como parte del diseño, como parte de algún lugar común o de algún asunto intrincado o íntimo de la vida en estado de vigilia, se perdería en probabilidades en el preciso momento en que, una vez identificado, mostrara su brillante o monótona sustancia onírica. La mente dormida no era una, y no todas ellas dormían equitativamente en el momento menos esperado; a esta parte de la mente dormida que ponía trampas o que engañaba al observador o que daba un portazo a la escena del tapiz que se estaba desvelando de la secuencia del sueño, el Profesor la llamaba el Censor; era el guardián apostado a las puertas del inframundo, como el perro Cerbero lo era del Infierno.
En la materia del sueño había Cielo e Infierno, y el Profesor no se privaba de ninguno de los dos, como tampoco privaba a sus primeros lectores, lectores de ávida curiosidad y a los que tenía levemente conmocionados. Él no se privaba de ello y tampoco privaba a su público cada vez más numerosos, aunque con otros sí lo hacía. Interrumpía la narración de un sueño que estaba siendo de los más interesante para explicar que había irrumpido cierta materia personal que no le concernía. <<Conócete a ti mismo>>, decía el irónico oráculo de Delfos, y el sabio o el sacerdote que formaba esas palabras sabía que conocerse a uno mismo en el sentido pleno de la expresión era conocer a todo el mundo. <<Conócete a ti mismo>>, decía el Profesor y, zambulléndose una y otra vez, amasaba aquel cúmulo de revelaciones íntimas en sus impresionantes volúmenes. Pero <<conocerse a uno mismo>>, desarrollar el conocimiento, provocó no sólo una tormenta de abusos por parte de eminentes médicos, psicólogos, científicos y otros acreditados intelectuales del mundo entero, sino que casi convirtió su nombre en foco de ignorantes pullas, de chistes y del ridículo general.
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