Pocos espectáculos resultan tan terribles para la mente contemplativa como una calle concurrida. Cientos de caras ásperas e impacientes preocupadas por sus propios fines, que no reflexionan, siquiera un instante, en los demás o en lo que esperan lograr con tanta actividad. Hombres despiadados que se empujan, luchan por su pequeño yo, se alegran de los fracasos y la ruina ajena, y reproducen mecánicamente la vida de aquellos que tienen la desgracia de caer su poder. Y ninguno de ellos se pregunta por qué resulta tan transcendental su éxito, y tan indiferente o tan aburrido el de los demás. Entonces en el espectador que no persigue nada para sí mismo, surge una ira ciega, una desesperación por la vida humana, una rebelión porque pasa el tiempo y no encontramos nada que ponga fin a tanta lucha, tanta brutalidad y tanta crueldad como constituyen el éxito y el fracaso en el mundo. Entre los buenos -se dice así mismo- no hay necesidad de luchar; el conflicto de los medios depende exclusivamente de la maldad de los fines. Le parece entonces que el único delito en el mundo es la brutalidad: la inflexible resolución de buscar el bien propio cualquiera que sea el sacrificio que se imponga a los demás para conseguirlo. La brutalidad empuja a los hombres a oprimir a sus mujeres, los padres a los hijos, los jefes a los empleados; la brutalidad provoca guerras y es culpable de la mayor parte de los horrores que se cometen en ellas; la brutalidad convierte al poder en una fuente de infinita miseria para el inferior, y llena al esclavo de un odio salvaje y destructivo hacía su amo.
1 comentario:
Pero entonces sin brutalidad, sería todo uniforme.
Y para aquellos que no buscan el éxito ¿porqué sienten envidia?
Simplemente por nuestra naturaleza animal. Un animal compite por su alimento, compite por la reproducción. El éxito en el reino animal se traduce en sobrevivencia. Ir en contra de eso es negar nuestra esencia animal y estar en contra de la vida.
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