La política moderna ha estado impulsada por la creencia de que la humanidad puede ser liberada de sus males inmemoriales gracias al poder del conocimiento. Precisamente, sobre las formas más radicales de esta creencia, se han sustentado los experimentos de utopismo revolucionario que han caracterizado los dos últimos siglos.
EL NACIMIENTO DE LA UTOPÍA
«[...] y apareció gente que empezó a idear maneras de juntar a los hombres de nuevo, para que cada individuo, sin dejar de apreciarse a sí mismo más que a los demás, no pudiera frustrar a ningún otro, y para que todos pudieran vivir en armonía. Y se libraron guerras en nombre de semejante idea. Todas las partes beligerantes coincidían en creer que la ciencia, la sabiduría y el instinto de conservación acabarían por obligar a los hombres a unirse e una sociedad racional y armoniosa, así que, a fin de acelerar el proceso intermedio, «los sabios» se propusieron destruir con la máxima premura a «los ignorantes» y a quienes no supieran entender su idea, para que obstaculizaran el triunfo de ésta».
Fiódor Dostoievski
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La búsqueda de un estado de armonía es e rasgo definitorio del pensamiento utópico, y el que revela su irrealidad fundamental. Pero el conflicto es un elemento universal de la vida humana. Los seres humanos parecen estar naturalmente destinados a querer cosas incompatibles entre sí: emoción y tranquilidad, libertad y seguridad, la verdad y una imagen del mundo que halague su engreída vanidad. Una existencia desprovista de conflicto es algo impensable para los seres humanos y, siempre que se intenta conseguir, el resultado acaba siendo intolerable para ellos. Si se cumplieran los sueños humanos, el resultado sería pero que cualquier utopia frustrada. Por fortuna, los mundos idílicos imaginados nunca llegan a materializarse. Pero, de todos modos, la posibilidad de una vida sin conflictos no deja de tener un fuerte atractivo. En el fondo, se trata de la misma idea de perfección atribuida en algunas tradiciones a Dios. En la religión, la idea de la perfección responde a una necesidad de salvación individual. En la política, expresa un anhelo parecido, pero pronto choca frontalmente contra otras necesidades humanas. Las utopías son suelos de liberación colectiva que, al despertar, vemos convertidos en pesadillas.
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Actualmente, «Occidente» se define a sí mismo conforme a los términos de la democracia liberal y los derechos humanos. Con ello se da a entender que los movimientos totalitarios del pasado siglo no formaban parte de Occidente. Pero, en realidad, dichos movimientos reinstauraron algunas de las más antiguas tradiciones occidentales. Si hay algo que define a «Occidente» es el empeño en buscar la salvación a través de la historia. Es esa teología histórica (o creencia en que la historia tiene una finalidad o un objetivo inherente), más que las tradiciones de la democracia y la tolerancia, la que distingue a la civilización occidental de todas las demás. Ahora bien, esto, por sí solo, no genera en terror masivo; se necesitan otras condiciones previas (como la desarticulación social a gran escala) para que algo así pueda producirse. Los crímenes del siglo XX no fueron inevitables. Implicaron toda suerte de casualidades y de decisiones individuales. Tampoco el asesinato en masa es un hecho privativo de Occidente. Lo que sí es único en Occidente es la influencia formativa que aquí tiene la fe en que la violencia puede salvar al mundo. El terror totalitario del siglo pasado formó parte de un proyecto occidental que aspiraba a tomar la historia por asalto. El siglo XXI comenzó con un nuevo intento de llevar a la práctica dicho proyecto, cuando la derecha desplazó a la izquierda como vehículo del cambio revolucionario.
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La más importante tarea que se nos presenta en la actualidad es la de aceptar la irreductible realidad de la religión. Para las filosofías ilustradas que influyeron y condicionaron los dos últimos siglos, la religión era un aspecto derivado o secundario de la vida humana que acabaría desapareciendo )o dejaría de ser importante) en cuanto se suprimieran sus causa. Así, una vez se hubiese erradicado la pobreza, se hubiese derrotado la desigualdad social y se hubiese dejado atrás la represión política. la religión no tendría mayor relevancia que la de un pasatiempo personal. Pero ese artículo de fe de la Ilustración se sustenta sobre la negación de una realidad como es el carácter genéticamente humano de la necesidad religiosa. Es cierto que las religiones son increíblemente diversas y que cumplen múltiples funciones sociales (una de las más obvias, la de asistencia social). A veces, también an servido a las necesidades del poder. Pero más allá de estas finalidades sociopolíticas, las religiones son expresión de unas necesidades humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar, entre ellas, por ejemplo, la necesidad de aceptar lo que no tiene remedio y de hallar un sentido en los azares de la vida. Tan probable es que los seres humanos dejen de ser religiosos como que dejen de ser sexuales, juguetones o violentos.
Si la religión es una necesidad humana primordial, no debería ser reprimida ni relegada al inframundo de la vida privada, sino integrada plenamente en la esfera pública, lo que, en ningún caso, significa que deba instaurarse como una doctrina pública. Las sociedades modernas contemporáneas dan cabida a una elevada diversidad de visiones del mundo. Entre éstas, existe muy escaso acuerdo en cuanto al valor de la vida humana, los usos de la sexualidad, los derechos de los animales no humanos o la valía del entorno natural. Lejos de tender hacia una monocultura laica, la Edad Contemporánea se ha mostrado inalterable híbrida y plural. No existe ninguna sociedad moralmente homogénea en perspectiva ni, aún menos, un mundo homogeneizado. En el futuro, habrá Estados autoritario y repúblicas liberales, democracias teocráticas y tiranías laicas, imperios, ciudades-Estado y numerosos regímenes mixtos, como los hubo e el pasado. Ningún tipo concreto de gobierno o de economía será aceptado en todas partes, y tampoco habrá una versión única de civilización a la que se adhiera en conjunto de la humanidad sin excepciones.
[...] El peligro que acompaña a la muerte de la esperanza laica es la posibilidad de que renazca algo muy parecido a las guerras de fe del un pasado más remoto. Hoy vivimos un rebrote del credo apocalíptico que difícilmente se militará a los tipos ya conocidos de fundamentalismo. Es probable que, junto a despertares evangélicos diversos, seamos testigos de una profusión de religiones de diseño que mezclan la ciencia y la ciencia ficción, la extorsión y la «psicocháchara», y que se extienden como el virus por internet. La mayoría serán inofensivas, pero, a medida que la crisis ecológica se vaya haciendo más profunda, también podrían proliferar sectas catastrofistas como la que provocó el famoso suicidio en masa de Jonestown o como la que llevó a cabo los atentados del metro de Tokio.
[...] El peligro que acompaña a la muerte de la esperanza laica es la posibilidad de que renazca algo muy parecido a las guerras de fe del un pasado más remoto. Hoy vivimos un rebrote del credo apocalíptico que difícilmente se militará a los tipos ya conocidos de fundamentalismo. Es probable que, junto a despertares evangélicos diversos, seamos testigos de una profusión de religiones de diseño que mezclan la ciencia y la ciencia ficción, la extorsión y la «psicocháchara», y que se extienden como el virus por internet. La mayoría serán inofensivas, pero, a medida que la crisis ecológica se vaya haciendo más profunda, también podrían proliferar sectas catastrofistas como la que provocó el famoso suicidio en masa de Jonestown o como la que llevó a cabo los atentados del metro de Tokio.
[...] La modernidad ha sido una era de superstición en no menor medida que el Medievo (y, en algunos aspectos, incluso más). Las religiones trascendentales tienen muchos defectos y, en el caso del cristianismo, han sido el origen de una violencia salvaje, pero, en su mejor versión, la religión ha supuesto un intento de abordar el misterio, sin esperanza alguna de que ese misterio nos sea desvelado algún día. Ésa es una concepción civilizadora de la religión que se ha perdido en el choque entre fundamentalismos. Hoy se libran guerras tan feroces como las de la primera Edad Moderna, pero en un contexto de poder y conocimiento incrementados. En continua interacción con la lucha por los recursos naturales, la violencia de fe lleva camino de ser el factor determinante de este próximo siglo.
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